La blasfemia y la libertad de expresión

Recomendamos al lector tomarse tiempo, sentarse bien, y leer atentamente el siguiente texto:

La redacción de El Ateísta venía, desde algunos años atrás, perdiendo su relevante interés como rasgo típico de Ludgate Hill. Al hombrecillo que dirigía El Ateísta, escocés fogoso, menudo, el cabello y la barba de un rojo encendido, y que atendía por Turnbull, la decadencia de su importancia pública le parecía no tanto triste y hasta insensata cuanto simplemente desconcertante e inexplicable. Había dicho las cosas peores que podían decirse; y parecían aceptadas y olvidadas como los lugares comunes de los políticos. Sus blasfemias eran más imprudentes cada día, y también cada día el polvo se espesaba sobre ellas.

Fueron pasando años, y al cabo llegó un hombre que trató con verdadero respeto y seriedad la tienda secularista de Mr. Turnbull. Era un joven con abrigo gris, que le rompió la vidriera. Montañés del clan de los Macdonalds por el nombre y la sangre, su familia tomó por apellido, como es frecuente en casos tales, el nombre de una rama secundaria, y para todos los designios que lo llevaban a Londres se llamó MacIan. Se había educado en cierta soledad y retiro, como fiel católico romano, dentro de la pequeña zona de católicos romanos enclavada en las montañas de la Escocia occidental. Y había llegado nada menos que hasta Fleet Street, en busca de un empleo casi prometido, sin haberse dado cuenta cabal de que hubiese en el mundo gente que no fuera católica romana.

 Hora y media después sus emociones lo dejaron, vacía la mente, en el mismo sitio: y en una manera de divagación perezosa vino a encontrarse parado ante la redacción de El Ateísta.

 Con el fino instinto periodístico peculiar de toda su escuela, el director de El Ateísta había puesto en el primer lugar del periódico y en lo más visible de la vidriera un artículo titulado «La mitología mesopotámica y su influencia en el folklore siriaco». Mr. Evan MacIan comenzó a leer muy distraídamente, como si leyese noticias y anuncios relativos a una joven desaparecida en Brighton o a un remedio para la bilis. Leyó cómo en Mesopotamia había un dios llamado Sho (que a veces se pronunciaba Ji), descrito como un ser muy poderoso, semejanza notable con ciertas expresiones relativas a Jahveh, de quien también se dice que tenía poder. Después seguía otro párrafo, pero Evan no lo entendió. Lo leyó otra vez, y otra. Entonces lo entendió. El cristal cayó hecho pedazos en el pavimento, y Evan se precipitó por la vidriera de la tienda, blandiendo el bastón.

 El juez, ante quien los llevaron para ser juzgados, era un tal Cumberland Vane, hombre de mediana edad, jovial, honrosamente afamado por la levedad de sus sentencias y la agilidad de su conversación. A menudo había juzgado delitos graves contra el orden o la propiedad con benigna locuacidad. Ahora, a propósito de la simple rotura de una vidriera, estuvo casi estrepitoso.

 —Vamos a ver, Mr. MacIan —dijo arrellanándose en el sillón—, ¿entra usted siempre en casa de sus amigos metiéndose por un cristal? (Risas).

—No es amigo mío —dijo Evan, con la estolidez de un chico lerdo.

—¿No es su amigo? —dijo el juez, chispeante—. ¿Es su cuñado? (Risas estruendosas y prolongadas).

—Es mi enemigo —dijo sencillamente Evan—. Es enemigo de Dios.

Mr. Vane cambió vivamente de postura, dejando caer el monóculo, en un momento de visible desconcierto.

—No tiene usted por qué hablar de eso aquí —dijo ásperamente y con cierta precipitación—.Eso no nos concierne.

Evan abrió sus grandes ojos azules, y comenzó:

—Dios…

—Basta —dijo el juez, colérico—. Es una impertinencia hablar de tales cosas… e… e… en público, ante un tribunal. La religión e… e… es una cuestión demasiado personal para mencionarla en este sitio.

—¿De veras? —contestó el montañés—. Entonces, ¿por qué acaban de jurar los policías?

—No hay paridad —contestó Vane, que se irritaba—. Es claro, hay una forma de juramento…, que debe prestarse con reverencia…, con reverencia. Y se acabó. Pero hablar en público acerca de uno de los sentimientos más sagrados, más íntimos…, eso me parece de mal gusto. (Ligeros aplausos). Me parece irreverente, por más que yo no sea precisamente un ortodoxo.

—Veo que no lo es usted —dijo Evan—. Pero yo lo soy.

—Nos apartamos de la cuestión —dijo el juez, corrigiéndose—. ¿Puedo saber por qué ha roto usted la vidriera de este digno ciudadano?

Evan palideció un poco al recordarlo, pero respondió con la precisión fría e implacable que venía mostrando:

—Porque ha blasfemado de Nuestra Señora.

—Le digo a usted de una vez para siempre —gritó Mr. Cumberland Vane, golpeando colérico en la mesa con los nudillos—, le digo a usted de una vez para siempre, señor mío, que no le consiento a usted que ande a vueltas con la gazmoñería y la declamación religiosa. No se imagine usted que eso me impresiona. Los más religiosos no son los que hablan de religión. (Aplausos). Limítese usted a contestar a mis preguntas.

—A eso me he limitado —dijo Evan, con leve sonrisa.

—¿Eh? —exclamó Vane, relampagueante la mirada a través del lente.

—Usted me ha preguntado por qué he roto la vidriera —dijo MacIan, con cara dura—. He contestado: porque ha blasfemado de Nuestra Señora. No tuve otra razón. Así, no tengo otra respuesta.

Vane continuaba mirándole con una dureza desusada.

—No ha tomado usted el mejor camino, señor —dijo, con severidad—, no ha tomado usted el mejor camino para… para que el caso se mire con benevolencia. Si usted hubiese dicho sencillamente que le pesaba lo que había hecho, yo me habría sentido muy inclinado a despachar el asunto como un acceso de cólera. Ahora mismo, si dice usted que lo siente, haré…

—¡Pero si no lo siento nada! —dijo Evan—. Estoy muy contento.

—Verdaderamente, creo que está usted loco —dijo el juez, indignado, porque como hombre de buen natural, había hecho lo posible por componer el litigio—. ¿Cree usted tener algún derecho para romper las vidrieras del prójimo porque sus opiniones no son iguales a las de usted? Este hombre no hacía más que expresar su creencia sincera.

—También yo —dijo el montañés.

—¿Y quién es usted? —estalló Vane—. ¿Sus opiniones son necesariamente las mejores? ¿Está usted necesariamente en posesión de la verdad?

—Sí —dijo MacIan.

El juez soltó una risa despreciativa.

—Necesita usted una enfermera que le cuide —dijo—. Pagará usted diez libras.

Evan MacIan hundió las manos en sus descuidadas ropas grises y extrajo una bolsa de cuero, de extraña hechura. Contenía exactamente doce soberanos. Pagó diez, uno a uno, en silencio, e igualmente en silencio volvió los dos restantes al receptáculo. Entonces, dijo:

—¿Su señoría me permite decir una palabra?

 Cumberland Vane parecía medio hipnotizado por el silencio y los movimientos automáticos del forastero; hizo un movimiento de cabeza que podía significar sí o no.

 —Únicamente deseaba decir —prosiguió MacIan, guardándose la bolsa en el pantalón— que romper la vidriera ha sido, lo confieso, una cosa inútil y fuera de lo regular. Sin embargo, puede excusarse como simple preliminar de lo que vendrá más tarde, como una especie de prefacio. Dondequiera y cuandoquiera que encuentre a ese hombre —y apuntaba al director de El Ateísta—, sea al pasar esa puerta dentro de diez minutos, sea de aquí a veinte años en algún país lejano, donde y cuando pueda encontrar a ese hombre, reñiré con él. No hay que asustarse. No voy a caer sobre él como un matón, ni a darle una paliza abusando de mi fuerza. Reñiré como caballero; reñiré como reñían nuestros padres. Él escogerá las condiciones, espada o pistola, a pie o a caballo. Pero si rehúsa, en todas las paredes del mundo escribiré que es un cobarde. Si hubiese dicho de mi madre lo que ha dicho de la Madre de Dios, no se encontrarían en Europa personas de honor que negasen mi derecho a retarlo. Si lo hubiese dicho de mi mujer, vosotros, ingleses, me habríais perdonado que lo apalease como a un perro en medio de la calle. Sepa su señoría que yo no tengo madre, ni mujer. Tengo únicamente lo que tiene el pobre como el rico; lo que tiene el hombre solo, igual que el de muchos amigos. Todo este mundo, extraño para mí, me acoge, porque en lo más íntimo de él hay un hogar; este mundo cruel, es benigno conmigo porque más alto que los cielos hay algo más humano que la humanidad. Si un hombre no riñe por esto, ¿por qué reñirá? Yo reñiría por mi amigo, pero si pierdo al amigo, yo permanezco. Yo reñiría por mi país, pero si pierdo a mi país, aún existiría yo. Pero si lo que este demonio sueña fuese verdad, yo no existiría…, reventaría como una burbuja, desaparecería. No podría vivir en un universo imbécil. ¿No he de reñir por mi propia existencia?

La esfera y la Cruz, G. K. Chesterton