(634) Espiritualidad, 12. -Dios quiso la Cruz de Cristo
–Más sobre la Cruz de Cristo…
–¿Estamos estos días en Cuaresma, no? Pues digamos que estos artículos son meditaciones de Cuaresma.
Hace diez años, en 2011, traté este tema en dos artículos: en (137) El Señor quiso la Cruz, y en (138) Por qué Dios quiso la Cruz Sobre estas dos fundamentales verdades de fe, formalmente reveladas, se habían difundido graves herejías. Y como esos dos errores permanecen activos, creo que hoy sigue siendo necesario reafirmar la fe católica contra ellos. Vamos ahora con el tema primero.
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—Dios quiso la Cruz de Cristo
¿Quiso Dios realmente la muerte de Jesús o ésta debe ser atribuida sin más a la cobardía de Pilatos, a la ceguera del Sanedrín, al gregarismo irresponsable del pueblo judío? La Iglesia da una respuesta cierta en su Catecismo: «La muerte violenta de Jesús no fue fruto del azar en una desgraciada constelación de circunstancias. Pertenece al misterio del designio de Dios, como lo explica San Pedro a los judíos de Jerusalén ya en su primer discurso de Pentecostés» (599). Comprobemos esa doctrina.
–Dios quiso que Cristo muriese en la Cruz. El Hijo divino encarnado entrega en ella su vida en sacrificio de expiación por los pecados de la humanidad, y la reconcilia con Dios, consiguiéndole el perdón y la filiación divina. Las Escrituras antiguas y nuevas «dicen» clara y frecuentemente que Jesús se acerca a la Cruz «para que se cumplan» en todo las Escrituras, es decir, los planes eternos de Dios (Lc 24,25-27; 45-46). Siendo Dios omnipotente, y pudiendo evitar la muerte de Jesucristo en el Calvario, quiso permitirla, y «probó (demostró) el amor que nos tiene en que, siendo pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rm 5,8). «Nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15,13).
*La Sagrada Escritura lo revela y enseña formalmente
Desde el principio mismo de la Iglesia, en Pentecostés, confiesa Simón Pedro esta fe predicando a los judíos: Cristo «fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios» (Hch 2,23); «vosotros pedisteis la muerte para el Autor de la vida… Y Dios ha dado así cumplimiento a lo que había anunciado por boca de todos los profetas, la pasión de su Cristo. Arrepentíos, pues, y convertíos» (3,15-19). «Herodes y Poncio Pilato se aliaron contra tu santo siervo, Jesús, tu Ungido; y realizaron el plan que tu autoridad había de antemano determinado» (Hch 4,27-28; +13,27-30). Conociendo Cristo la Providencia de Dios, por eso fue «obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz» (Flp 2,8): obediente a lo que «quiso» la voluntad del Padre (Jn 14,31), por supuesto, no a la voluntad de Pilatos o a la del Sanedrín. Para obedecer ese maravilloso plan de Dios «se entregó por nosotros, ofreciéndose a Dios en sacrificio de agradable perfume» (Ef 5,2). Así el Hijo fiel, el nuevo Adán obediente, realiza «el plan eterno» que Dios, «conforme a su beneplácito, se propuso realizar en Cristo, en la plenitud de los tiempos» (Ef 1,9-11; 3,8-11; Col 1,26-28).
San Juan Pablo II enseña en la carta apostólica Salvifici doloris (11-II-1984) que «muchos discursos durante la predicación pública de Cristo atestiguan cómo Él acepta ya desde el inicio este sufrimiento, que es la voluntad del Padre para la salvación del mundo» (18).
*La Liturgia antigua y la actual de la Iglesia «dice» que quiso Dios la cruz redentora de Jesús. Solo dos ejemplos:
«Dios todopoderoso y eterno, tú quisiste que nuestro Salvador se hiciese hombre y muriese en la cruz, para mostrar al género humano el ejemplo de una vida sumisa a tu voluntad» (Or. colecta Dom. Ramos). «Oh Dios, que para librarnos del poder del enemigo, quisiste que tu Hijo muriera en la cruz» (Or. colecta Miérc. Santo).
*La Tradición católica de los Padres, del Magisterio y de los grandes maestros espirituales «dice» una y otra vez que Dios quiso en su providencia el sacrificio redentor de Cristo en la Cruz. El Catecismo de Trento (1566, llamado de San Pío V o Catecismo Romano) enseña que
«no fue casualidad que Cristo muriese en la Cruz, sino disposición de Dios. El haber Cristo muerto en el madero de la Cruz, y no de otro modo, se ha de atribuir al consejo y ordenación de Dios, “para que en el árbol de la cruz, donde tuvo origen la muerte, de allí resurgiera la vida” (Pref. Cruz)». Y según eso exhorta:
«Ha de explicarse con frecuencia al pueblo cristiano la historia de la pasión de Cristo… Porque este artículo es como el fundamento en que descansa la fe y la religión cristiana. Y también porque, ciertamente, el misterio de la Cruz es lo más difícil que hay entre las cosas [de la fe] que hacen dificultad al entendimiento humano, en tal grado que apenas podemos acabar de entender cómo nuestra salvación dependa de una cruz, y de uno que fue clavado en ella por nosotros.
«Pero en esto mismo, como advierte el Apóstol, hemos de admirar la suma providencia de Dios: “ya que el mundo, con su sabiduría, no reconoció a Dios en las obras que manifiestan su sabiduría, quiso Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación… y predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los paganos” (1Cor 1,21-23)… Y por esto también, viendo el Señor que el misterio de la Cruz era la cosa más extraña, según el modo de entender humano, después del pecado [primero] nunca cesó de manifestar la muerte de su Hijo, así por figuras como por los oráculos de los Profetas» (I p., V,79-81).
–Cristo quiso morir por nosotros en la Cruz
Como dice Juan Pablo II en la encíclica Salvifici doloris, «Cristo va hacia su pasión y muerte con toda la conciencia de la misión que ha de realizar de este modo… Por eso reprende severamente a Pedro, cuando éste quiere hacerle abandonar los pensamientos [divinos] sobre el sufrimiento y sobre la muerte de cruz (Mt 16,23)… Cristo se encamina hacia su propio sufrimiento, consciente de su fuerza salvífica. Va obediente al Padre, pero ante todo está unido al Padre en el amor con el cual Él ha amado al mundo y al hombre en el mundo» (16).
*La Sagrada Escritura, la antigua y la nueva, lo enseña con toda claridad.
«El Siervo doliente se carga con aquellos sufrimientos de un modo completamente voluntario (cf.Is 53,7-9)» (18; cf. Catecismo, 609). Desde el comienzo de su vida pública da Jesús muestras evidentes de que se sabe «hombre muerto», condenado por las autoridades de Israel. Todo lo que dice y hace muestra la libertad omnímoda propia de un hombre que, sabiéndose condenado a la muerte, no tiene para qué «guardar» su propia vida, porque la da desde el principio por «perdida». Sus modos de hablar y de obrar son por eso absolutamente libres, y muchas vecesaparentamente «suicidas», valga la expresión. Su amor al Padre y a los hombres le mueve siempre con fuerza hacia la Cruz redentora.
Jesús es siempre consciente de su vocación martirial, de la que su ciencia humana tiene un conocimiento progresivo, pero siempre cierto. Por eso anuncia a sus discípulos que en este mundo van a ser perseguidos como Él va a serlo. Y cuando les enseña que también ellos han de «dar su vida por perdida», si de verdad quieren «ganarla» (Lc 9,23), lo hace porque quiere que su misma actitud martirial constante sea la de todos los suyos: «yo os he dado el ejemplo, para que vosotros hagáis también como yo he hecho» (Jn 13,15).
*Los Padres y el Magisterio apostólico «dicen» lo mismo. Concretamente, con ocasión de los gravísimos errores de los protestantes sobre el misterio de la Cruz, el Catecismo de Trento enseña que «Cristo murió porque quiso morir por nuestro amor. Cristo Señor murió en aquel mismo tiempo que él dispuso morir, y recibió la muerte no tanto por fuerza ajena, cuanto por su misma voluntad. De suerte que no solamente dispuso Él su muerte, sino también el lugar y tiempo en que había de morir» [cita aquí Jn 10,17-18 y Lc 13,32-33]. «Y así nada hizo él contra su voluntad o forzado, sino que Él mismo se ofreció voluntariamente, y saliendo al encuentro a sus enemigos, dijo: “Yo soy”, y padeció voluntariamente todas aquellas penas con que tan injusta y cruelmente le atormentaron». Y fijémonos en las siguientes palabras de este gran Catecismo.
«Cuando uno padece por nosotros todo género de dolores, si no los padece por su voluntad, sino porque no los puede evitar, no estimamos esto por grande beneficio [ni por gran declaración de amor]; pero si por solo nuestro bien recibe gustosamente la muerte, pudiéndola evitar, esto es una altura de beneficio tan grande» que suscita el más alto agradecimiento. «En esto, pues, se manifiesta bien la suma e inmensa caridad de Jesucristo, y su divino e inmenso mérito para con nosotros» (I p., cp.V,82).
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—Si así «dicen» la Escritura y el Magisterio, los Padres y la Liturgia ¿cuál será el atrevimiento insensato de quienes «contra-dicen» una Palabra de Dios tan clara y cierta?…
Cristo quiso la Cruz porque ésta era la eterna voluntad salvífica de Dios providente. Y los cristianos católicos están familiarizados desde niños con estas realidades de la fe y con los modos bíblicos y tradicionales de expresarlas –voluntad de Dios, plan de la Providencia divina, obediencia de Cristo, sacrificio, expiación, ofrenda y entrega de su propia vida, etc.–, y no les producen, obviamente, ninguna confusión, ningún rechazo, sino solamente amor al Señor, gratitud total, devoción y estímulo espiritual. Ellos han respirado siempre el espíritu de la Madre Iglesia. Y ella les ha enseñado no solo a hablar de los misterios de la fe, sino también a entenderlos rectamente a la luz de una Tradición luminosa y viviente. Por eso para los fieles que «permanecen atentos a la enseñanza de los apóstoles» (Hch 2,42), las limitaciones inevitables del lenguaje humano religioso jamás podrán inducirles a error.
Por tanto, aquellos exegetas y teólogos que niegan en Cristo el preconocimiento de la Cruz y explican principalmente su muerte como el resultado de unas libertades y decisiones humanas, sin afirmar al mismo tiempo que ellas realizan sin saberlo la Providencia eterna, ocultan la epifanía plena del amor de Dios, que en Belén y en el Calvario «manifestó (epefane) la bondad y el amor de Dios hacia los hombres» (Tit 3,4).
El lenguaje de la fe católica debe ser siempre fiel al lenguaje de la sagrada Escritura… El escriturista y el teólogo pervierten su propia misión si contra-dicen lo que la Palabra divina dice. En mi artículo (137), antes citado, expongo más ampliamente esta obvia verdad de fe.
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Quiso Dios, quiso Cristo, salvar a la humanidad pecadora por la sangre de la Cruz. Ésta es Palabra de Dios, como hemos visto. Pero podemos preguntarnos, como lo hice ya en mi segundo artículo (138): ¿Por qué quiso Dios en su providencia disponer la salvación del mundo por un medio tan sangriento y doloroso? Es la clásica cuestión teológica, Cur Christus tam doluit? Trataré de responder esta quæstio misteriosa, Dios mediante, en el próximo artículo.
José María Iraburu, sacerdote
Post post.– En este artículo he reafirmado la verdad de su título con argumentos puramente positivos: palabras divinas de Escritura y Tradición, de Liturgia y Magisterio apostólico. Estamos viviendo estos días en el campo florido de la meditación cuaresmal, para acrecentar la caridad por la verdad. Pero no he querido refutar directamente a quienes han enseñado que la muerte del Crucificado no fue voluntad providente y permisiva de Dios, un «sacrificio de expiación» exigido por Dios… O que al menos consideran que son palabras inconvenientes para hablar del misterio de la Cruz de Cristo.
Comentando en este blog (52) la Cristología de Olegario González de Cardedal (1934-), citaba yo en 2009 este párrafo suyo (subrayados míos): «Sacrificio. Esta palabra suscita en muchos [¿en muchos católicos?] el mismo rechazo que las anteriores [sustitución, expiación, satisfacción]. Afirmar que Dios necesita sacrificios o que Dios exigió el sacrificio de su Hijo sería ignorar la condición divina de Dios, aplicarle una comprensión antropomorfa y pensar que padece hambre material o que tiene sentimientos de crueldad. La idea de sacrificio llevaría consigo inconscientemente la idea de venganza, linchamiento… […] Ese Dios no necesita de sus criaturas: no es un ídolo que en la noche se alimenta de las carnes preparadas por sus servidores» (pgs 540-541).
Para impugnar el lenguaje de la fe católica –es decir, el lenguaje de Escritura mantenido en todos los siglos por la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente–, y rechazar su verdad o su conveniencia, echa mano de un terrorismo verbal que suscita alergia a palabras sagradas, y que consigue en la práctica su eliminación (sacrificio, sacerdote, expiación, etc.). Ya casi nunca se usan. Y el mismo camino siniestro han andado otros autores, por ejemplo, Pagola (1937-), como puede verse en este mismo blog (79).