(661) 4-X. San Francisco de Asís

 –Qué serios aparecen. Y de los dos consta que eran deslumbrantes de alegría.

–Enamorados de Cristo Crucificado, se mostraban serios en los momentos solemnes.

 

No es fácil para el hombre actual imaginar siquiera cómo la Edad Media tuvo su alma en los miles y miles de monasterios que había en ella. Aquella inmensa red de monasterios fue durante siglos el alma de Europa, formando no sólo la trama religiosa, sino también física y cultural de la Cristiandad. No es fácil por eso imaginar lo que fue el nacimiento de los religiosos mendicantes: franciscanos y dominicos, que no vivían como los monjes fuera del mundo. Intentaré estimular su conocimiento y estima en el día de San Francisco de Asís.

 

Las Órdenes mendicantes

Derivadas del viejo tronco monástico, nacen a comienzos del siglo XIII y se caracterizan por su devoción a la pobreza y a la vita apostolica (Hch 2,42). Recordaré principalmente a los franciscanos, aunque también aludiré a los dominicos, fijándome especialmente en cómo los nuevos frailes no realizan la renuncia al mundo, clave bautismal, en la clausura del marco monástico, sino más bien mediante la pobreza y el recogimiento. Perfecta fórmula de vida, pobreza y recogimiento. Viven como los monjes, pero dentro del mundo.

Y no olvidemos que franciscanos y dominicos, por medio de las Órdenes de Terciarios, suscitaron en muchos laicos e incluso sacerdotes la participación en los dones que ellos habían recibido, y que florecieron en su  misma santidad: como Santa Catalina de Siena, Beata Angela de Foligno, Santa Rosa de Lima y tantos más.

 

–San Francisco de Asís (1182-1226)

San Francisco establece una Regla (1209) para vivirla dentro del mundo, no fuera de él, como los monjes. Con sus nuevos hermanos «quiere vivir según la forma del santo Evangelio y guardar en todo la perfección evangélica» (Leyenda de los tres compañeros 48; + Tomás de Celano, 1 Vida, 84). La Regla de San Francisco está, por tanto, compuesta simplemente por normas tomadas directamente de los Evangelios o de las Epístolas apostólicas.

Santo Domingo de Guzmán (1170-1221) comunica a sus discípulos, los dominicos, un espíritu semejante en la Orden de predicadores (1216), centrada en la oración-estudio y la predicación: «contemplata aliis tradere».

Señalaré las líneas principales de la espiritualidad de los franciscanos, ateniéndome a las fuentes primitivas que pueden hallarse en San Francisco de Asís. Escritos, biografías, documentos (BAC 399, Madrid 1978).

 

Amor a las criaturas

«Y vio Dios que era muy bueno cuanto había hecho» (Gen 1, 31)… Nunca la renuncia al mundo en el cristianismo vino impulsada por un dualismo ontológico maniqueo, que ve las criaturas como de suyo malas. Los movimientos mendicantes, que «lo dejan todo» en formas tan extremas, aman tan profundamente a las criaturas como San Francisco lo expresa en el Himno al hermano Sol. En él se considera hermano de «la hermana madre tierra». Nadie, en efecto, ama al mundo con un amor tan grande como quien renuncia totalmente a él por el amor a Dios y al prójimo.

Francisco «en cualquier objeto admiraba al Autor, en las criaturas reconocía al Creador, se gozaba en todas las obras de las manos del Señor. Y cuanto hay de bueno le gritaba: “Aquel que nos ha hecho es mucho mejor”… [Cita implícita de San Agustín, Confesiones I,4; II,6,12; III,6,10]. Abrazaba todas las cosas con indecible devoción afectuosa, les hablaba del Señor y les exhortaba a alabarlo. Dejaba sin apagar las luces, lámparas y velas, no queriendo extinguir con su mano la claridad que le era símbolo de la luz eterna. Caminaba con reverencia sobre las piedras, en atención a Aquél que a sí mismo se llamó Roca… Pero ¿cómo decirlo todo? Aquel que es la Fuente de toda bondad, el que será todo en todas las cosas [1Cor 15,28], se comunicaba a nuestro Santo también en todas las cosas» (Vida 2, Tomás de Celano 165).

«Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido» (Mt 19,27). En el Evangelio, el que deja el mundo, lo hace para mejor seguir a Cristo. La conversión de San Francisco es el paso de un amor desordenado al mundo a un enamoramiento de Dios, en el que se centra totalmente su corazón. «Si quieres ser perfecto, déjalo todo y sigue a Cristo» (19,21). Francisco, joven rico, alegre y con muchos amigos, inicia el camino de la perfección cuando el Señor le llama para venderlo todo y así mejor seguirle.

En consecuencia segura sucedió que «en tanto que crecía en él muy viva la llama de los deseos celestiales, por el frecuente ejercicio de la oración, y que reputaba en nada las cosas todas de la tierra –llevado de su amor a la patria del cielo– , creía haber encontrado el tesoro escondido, y, cual prudente mercader, se decidía a vender todas las cosas para hacerse con la preciosa margarita [Mt 13,44-46]. Pero todavía ignoraba cómo hacerlo; lo único que vislumbraba era que el negocio espiritual exige desde el principio el desprecio del mundo, y que la milicia de Cristo debe iniciarse por la victoria de sí mismo» (Leyenda mayor 1,4).

Francisco, viviendo todavía en el mundo y trabajando en el comercio familiar, «buscaba despreciar la gloria mundana y ascender gradualmente a la perfección evangélica» (1,6). Y muy pronto Dios dispone su vida de tal modo que le es dado dejar totalmente el mundo para seguir totalmente al Señor. «Desembarazado ya el despreciador del mundo de la atracción de los deseos terrenos, abandona la ciudad», y sale al bosque, cantando al Señor (Leyenda menor 1,8).

 

–Muchos compañeros le da Dios en seguida

Francisco, con la palabra y el ejemplo, anima a renunciarlo todo para seguir del todo a Cristo. Y muchos se hacen hermanos suyos, queriendo compartir este camino. Bernardo es el primero que decide «renunciar por completo al mundo», y consulta a Francisco cómo hacerlo. Abren tres veces el Evangelio, y leen: –1º, si quieres ser perfecto, vende todo… –2º, no toméis nada para el camino… –3º, el que quiera venirse conmigo, que cargue con su cruz y me siga… «Tal es –dijo el Santo– nuestra vida y regla, y la de todos aquellos que quieran unirse a nuestra compañía. Por tanto, si quieres ser perfecto, vete y cumple lo que has oído» (Leyenda mayor 3,3).

El mismo camino toma el sacerdote Silvestre, que «abandonó el mundo», y siguió a Cristo (2 Celano 3,5). Y muy pronto «muchísimos hombres buenos e idóneos, clérigos y laicos, huyendo del mundo y rompiendo virilmente con el diablo, por gracia y voluntad del Altísimo, le siguieron devotamente en su vida e ideales» (1 Celano 56). El éxito de esta pastoral vocacional fue realmente fulgurante. A poco de la fundación de la Orden, en el Capítulo de las esteras (1221) eran ya unos 5.000 frailes.

 

–Extranjeros, pobres y peregrinos en la tierra:

«ciudadanos del cielo»

«Como extranjeros y peregrinos» (1Pe 2,11)… Francisco es visto ya por sus contemporáneos como un «hombre celestial» (1Cor 15,48; Flp 3,20): «A los que lo contemplaban, les parecía ver en él a un hombre de otro mundo, ya que, con la mente y el rostro siempre vueltos al cielo, se esforzaba por elevarlos a todos hacia arriba [Col 1,1-3]» (San Buenaventura, Leyenda mayor 4,5).

El mayor gozo de Francisco es la oración, que por unas horas le saca de este mundo oscuro y engañoso, y lo introduce en el mundo celestial, luminoso y verdadero. Así, «ausente del Señor en el cuerpo [2Cor 5,6], se esforzaba por estar presente en el espíritu en el cielo; y al que se había hecho ya conciudadano de los ángeles, le separaba [del Señor y del cielo] sólo el muro de la carne» (2 Celano 94).

 

–La pobreza evangélica

 La pobreza voluntaria es el paso primero de los frailes mendicantes en el camino de la perfección, de la perfección propia y de la ajena: «dejarlo todo». En efecto, los que por amor de Cristo «nada tienen» enseñan a vivir cristianamente a «los que tienen», por vocación divina, familia, trabajo, casa, posesiones. Los frailes viven una pobreza absoluta y un celibato perfecto para que los que tienen bienes de este mundo y también cónyuge y familia, posean todo lo que Dios les ha dado «como si no los tuvieran» (1Cor 7,29-31). Por eso estos frailes son para todos los laicos verdaderos espejos evangélicos. Como hombres celestiales, en efecto, salvan el mundo exiliándose de él por la pobreza, el recogimiento y la mortificación. Y los fieles que viven en el mundo ven a estos frailes tan metidos ya en el cielo, que no tratan con ellos si no es de las cosas que conducen a la vida eterna.

Si leemos el Evangelio, procurando enterarnos de lo que dice el Maestro y Salvador, tendremos que entender que siempre será la pobreza el primer tramo del camino de la perfección. Aquellos frailes mendicantes, «tan animosamente despreciaban lo terreno, que apenas consentían en aceptar lo necesario para la vida, y, habituados a negarse toda comodidad, no se asustaban ante las más ásperas privaciones» (1 Celano 41).

Eran, pues, realmente exiliados del mundo, al tiempo que eran los hermanos más próximos a todos los hombres, especialmente a los más necesitados. Quería Francisco que la pobreza evangélica pusiera su huella en todo, expresando continuamente que los frailes «no eran de este mundo». Y por eso «detestaba profundamente que hubiese muchos y exquisitos enseres. Nada quería, en las mesas y en las vasijas, que recordase el mundo, para que todas las cosas que se usaban hablaran de peregrinación, de destierro» (2 Celano 60).

 

Recogimiento de los sentidos

Los nuevos frailes viven una perfecta renuncia al mundo por medio de un gran recogimiento de los sentidos y de la mente. Y logran así viviendo en el siglo una libertad del mundo tan perfecta como la de los monjes, que en el claustro viven separados de él. La vida de franciscanos y dominicos, al menos en buena parte, transcurre en compañía de los hombres seculares. Pues bien, como si estuvieran viviendo en el más alejado monasterio, ellos están llamados a vivir un perfecto recogimiento en el hablar, en el oír, en el mirar. Así es como los frailes consuman lo que todo cristiano profesa al ser bautizado: «la renuncia al mundo», y prolongan de un modo nuevo la renuncia monástica.

 

–Pobreza en el hablar

Moderar el uso de las palabras… Estando con sus hermanos en la Porciúncula, dispuso Francisco: «Cualquier religioso que pronuncie una palabra ociosa o inútil, confesará al instante su culpa, y por cada una de ellas rezará un padrenuestro» (2 Celano 17). Una vez más, hace regla de lo enseñado por Cristo: «Yo os digo que de toda palabra ociosa que hablaren los hombres habrán de dar cuenta el día del juicio» (Mt 12,36). Nunca Francisco se avergonzaba y silenciaba las palabra y mandatos de Cristo. Ésta es nota propia de todos los santos.

San Ignacio, por ejemplo: «No decir palabra ociosa, la qual entiendo, quando ni a mí ni a otro aprovecha, ni a tal intención se ordena» (Exercicios 40). El siervo de la cultura liberal está acostumbrado a las palabras ociosas , tiende a la incontinencia verbal por su propia naturaleza, a una especie de verborrea que incluye con frecuencia murmuraciones y hablar de lo que no se sabe.

Y ésa era, igualmente, la norma de Santo Domingo: los frailes predicadores, «como varones que desean su salvación y la de los demás, pórtense honesta y religiosamente como hombre evangélicos, siguiendo las huellas de su Salvador, hablando consigo y con los prójimos, con Dios o de Dios, y evitarán la familiaridad de toda compañía sospechosa» (Libro de las costumbres, dist. 2ª, 31).

 

–Pobreza en las miradas

Moderar el uso de la vista… San Juan evangelista habla de «la concupiscencia de los ojos» (1Jn 2,16). San Francisco enseñó a sus hermanos a librarse en absoluto de ella, pues por ella el alma se dispersa, se debilita y se pierde.

Un día iba a pasar el emperador Otón, con su espectacular y elegante comitiva, por el camino en que estaba la choza de Francisco y sus compañeros; pero éste «ni salió a verlo ni permitió que saliera sino aquél que valientemente le había de anunciar lo efímero de aquella gloria». Aborrecía Francisco tanto la vana curiosidad como la adulación a los grandes: «Él estaba investido de la autoridad apostólica, y por eso se resistía en absoluto a adular a reyes y príncipes» (1 Celano 43)

Queriendo evitar toda tentación de mirar a una mujer con mal deseo (cf. Mt 5,28), San Francisco, con gran humildad, y prefiriendo no tener a tener como si no se tuviera, era sumamente recogido en la mirada, especialmente hacia las mujeres, hasta el punto que pudo decir a un compañero: «te confieso la verdad, si las mirase, no las conocería por la cara, si no es a dos» (2 Celano 112), quizá su madre y Santa Clara. Y este mismo cuidado humilde recomendaba a los suyos que guardaran: «os doy ejemplo para que vosotros hagáis también como yo hago» (205).

También Santo Domingo, en ese mismo tiempo, incluye en el elenco de culpas graves la costumbre de «fijar la mirada donde hay mujeres» (Libro de las costumbres, dist. 1ª, 21; cf. la misma norma en las Constituciones de las monjas 11, sobre mirar a los hombres). Esta gran modestia de los ojos, prudente y penitencial, es enseñada en la Biblia (Eclo 9,5; Mt 5,28). Y es también doctrina de los maestros cristianos antiguos  y los modernos. Por ejemplo, S. Ignacio, Regla 2ª de modestia, 1555; S. Pablo de la Cruz, +1775, en Cartas y Diario espiritual; S. Antonio Mª Claret, +1870, Autobiografía n. 394-395; A. Tanquerey +1932, Compendio 776; A. Royo-Marín, Teología de la perfección cristiana 238).

Esta gran modestia de los religiosos en el hablar y el mirar es, sin duda, un gran ejemplo para los laicos, que en otros modos conformes a su condición, han de guardar también en el mundo un prudente y mortificado recogimiento de su mente y de sus sentidos.

 

–Negarse para amar

Para muchos cristianos modernos esta espiritualidad resulta incomprensible; les parece escandalosamente negativa y próxima al maniqueísmo y al ridículo. Están tan alejados de la Cruz y de toda forma de ab-negación ascética de sí mismos, que no entienden nada del Evangelio, y cebándose en las criaturas quedan inapetentes de Dios: “Adoraron y sirvieron a la criatura en lugar del Creador… Por eso Dios los entregó a las pasiones vergonzosas” (Rm 1,25-26)..

Llegan así a escandalizarse del ejemplo de los santos. Y por eso los desfiguran muchas veces cuando escriben sus vidas, como sucede a veces en las biografías de San Francisco de Asís. Su retrato apenas tiene nada que ver con su fisonomía real. Todas esas negaciones, obradas por tan gran recogimiento y pobreza, están motivadas por la más grande caridad a Dios y al prójimo, y nada hay tan positivo como el amor sobrenatural. Negarse para amar:

por amor a Dios. La renuncia evangélica al mundo está hecha, como siempre, del santo temor a la fascinante peligrosidad del siglo presente, pero es mucho más todavía un enamoramiento de Dios y de su Cristo. No es otra actitud que la de San Pablo: «por amor de Cristo… todo lo sacrifiqué, y lo tengo por estiércol, con tal de gozar de Cristo» (Flp 3,7-8). Recogimiento y pobreza de criaturas son bienaventuranzas, para más agradar a Dios y más gozar de Él: «los limpios de corazón verán a Dios» (Mt 5,8)

Nadie suele discutir la positividad de Francisco de Asís, que tan atractivo es para cristianos y paganos; pero casi nadie recuerda el rigor extremo de su mortificación en ayunos y penitencias, y la condición extrema de su recogimiento.

«Si sobrevenían visitas de seglares u otros quehaceres, corría de nuevo al recogimiento, interrumpiéndolos sin esperar a que terminasen. El mundo ya no tenía goces para él, sustentado con las dulzuras del cielo. Los placeres de Dios lo habían hecho demasiado delicado para gozar con los groseros placeres de los hombres» (2 Celano 94). Por eso tendía siempre a recogerse en lugares solitarios, y el final de su vida fue en la soledad.

Por amor a «Jesucristo, y éste crucificado» (1Cor 2,2). El enamoramiento de Francisco por Jesús Crucificado llegó a expresarse en los estigmas de la Pasión. Para él «los placeres del mundo le eran cruz, porque llevaba arraigada en el corazón la cruz de Cristo. Y por eso le brillaban las llagas al exterior –en la carne–, porque la cruz había echado muy hondas raíces dentro –en el alma–» (2 Celano 211).

por amor a los hombres, para procurar su salvación. La renuncia al mundo de los mendicantes medievales está hecha, como siempre, de santo temor a su fas­cinante peligrosidad. Pero es para ellos, que aman al mundo más y mejor que todos, penitencia expiatoria, con-crucifixión con Cristo para la redención del mundo. Ejemplo imprescindible de los que no tienen en favor de los que tienen, para ayudarles a tener santamente, como si no tuvieran (cf. 1Cor 7,29-31). Y con este espíritu, vestidos de saco, descalzos, con una cuerda por cinturón, viviendo de lismosnas, «ostentaban vileza, para dar así a entender que estaban completamente “crucificados para el mundo”» (1 Celano 39), al modo de San Pablo (Gál 6,14).

 

La perfecta alegría

La alegría franciscana es marca de la Orden. Como toda alegría evangélica, está en querer y hacer la voluntad de Dios providente, sea ésta la que sea, grata o ingrata. Es la alegría de San Pablo: «Alegráos, alegráos siempre en el Señor» (Flp 4,4); «vivid alegres en la esperanza» (Rm 12,12); «estad siempre alegres y orad sin cesar. Dad en todo gracias a Dios, porque tal es su voluntad en Cristo Jesús» (1Tes 5,16-18). Todas las vocaciones cristianas han de vivir esta norma, también por supuesto la de los laicos. Pero esa alegría se manifiesta con especial profundidad en la vida monástica. Y es lógico: los que más han dejado por Dios, son los que más se alegran en Dios. Y siendo máximo el dejarlo todo en el franciscanismo, se comprende que la alegría sea una nota predominante de la espiritualidad franciscana. He aquí una anécdota que la expresa:

Caminando San Francisco de Asís un frío invierno con el hermano León a Santa María de los Ángeles, le dijo: «Figúrate que al llegar ahora, empapados de lluvia, helados de frío, desfallecidos de hambre… llamamos a la puerta del convento», nos pregunta el portero quiénes somos, y habiéndoselo dicho, responde: «Mentira. Sois dos bribones que andáis engañando y robando las limosnas de los pobres. Marchaos de aquí». Y cuando le insistimos, el hermano portero de nuevo nos insulta y nos echa con violencia… «Si todo eso lo sufrimos nosotros pacientemente, sin alterarnos, pensando humilde y caritativamente que aquel portero conoce realmente nuestra indignidad y que Dios le hace hablar así contra nosotros, escribe, ¡oh hermano León! que en esto está “la perfecta alegría”» (Florecillas VII).

No está loco, no, Francisco de Asís. Nuestro Francisco de Javier, como los demás santos, manifiesta la misma experiencia. En una carta a sus hermanos de la Compañía en Roma escrita desde una isla de Malaca, después de describir la situación totalmente desastrosa en la que se encuentra, les dice: «Nunca me acuerdo haber tenido tantas y tan continuas consolaciones espirituales como en estas islas» de Malaca (Cochín, 20-I-1548, 4 y 21).

 

Muerte dichosa

Estos frailes, que han pasado toda su vida tan muertos al mundo, tan «escondidos con Cristo en Dios» (cf. Col 3,3), no habrán de sufrir mucho a la hora de morir, cuando el Padre les llame a dejar la vida del mundo presente. Así San Francisco, que «tuvo por deshonra vivir para el mundo, amó a los suyos en extremo, y recibió a la muerte cantando… Ya nada tenía de común con el mundo… “He concluído mi tarea; Cristo os enseñe la vuestra”» (2 Celano 214; cf. Gerardo de Frachet, OP, Vidas de los frailes predicadores, V parte, 2: De la dichosa muerte de los frailes).

 

Comentario final

–La imagen de San Francisco creada modernamente por cristianos y paganos apenas tiene nada que ver con lo que él fue realmente. –Cuanto más han renunciado al mundo los monjes y los frailes, tienen más alegría, más vocaciones, y más fuerza atractiva y persuasiva ante los hombres para evangelizar sus vidas y para promover la transformación cristiana del mundo. –Y es que cuanto más se toma la Cruz de Cristo más se participa en su Resurrección; más se glorifica al Señor, y más salvación temporal y eterna se comunica a los hombres. –Todo esto, aunque en modos concretos muy diversos, es la verdad en laicos, sacerdotes y religiosos. –La espiritualidad de San Francisco es tan diferente, más aún, tan contraria a la hoy imperante, que para no pocos lectores será «escándalo y locura… pero es poder y sabiduría de Dios para los llamados» (1Cor 1,23-24). En fin, San Francisco está plenamente identificado con Jesucristo, nuestro Señor y Salvador, en el Evangelio, y hoy estamos muy distanciados de San Francisco… Ergo?… 

 

José María Iraburu, sacerdote

Post post. –Muy distantes de San Francisco, sí, pero igualmente distantes de Cristo y de los santos, como Pablo, Ignacio de Antioquía, el Crisóstomo, Agustín, Tomás, Loyola, Teresa, Juan de la Cruz, Claret, Foucauld, etc., que enseñaron y vivieron lo mismo que él, cada uno al modo que Dios le concedió. 

 

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