(477) Evangelización de América –20. Capitanes y soldados, primeros evangelizadores

Vivar y Valderrama - Bautismo e Ixtlixóchitl

–Perdone, pero no me lo creo. Bueno, al menos no lo veo claro.

–En la Facultad de Teología no era infrecuente que algún alumno me planteara al comenzar la clase alguna objeción o pregunta. Yo le respondía que primero atendiera mi exposición del tema, y que después planteara las preguntas y objeciones que pudiera tener. ¿Obvio, no?

 

Para conocer de verdad la evangelización de América es necesario reconocer el mérito evangelizador de los soldados cristianos. Repito la frase de Bernal Díaz del Castillo, soldado y cronista, que ya cité (476):«Si bien se quiere notar, después de Dios, a nosotros, los verdaderos conquistadores que los descubrimos y conquistamos, y desde el principio les quitamos sus ídolos y les dimos a entender la santa doctrinase nos debe el premio y galardón de todo ello, primero que a otras personas, aunque sean religiosos» (Hª verdadera, 1568: cp. 208).

Esta indudable verdad histórica es inadmisible para quienes están cautivos de la Leyenda negra, la del padre de la mentira. En el mejor de los casos, ellos conceden que la evangelización de América, a pesar de la maldad de los soldados, pudo realizarse por la bondad de los misioneros… A estos cautivos mentales, confiando sólo en Dios, les recordaré unas palabras del historiador Stanley G. Payne (Texas, EEUU 1934-), dichas hace poco al presentar su vigésima obra sobre temas hispanos (Defensa de España, Espasa, Madrid 2017): «La leyenda negra de España se la han creído más los españoles que los extranjeros». Los españoles, y desde hace unos decenios, diría yo, también los hispanoamericanos más ilustrados, por no decir los progres.

 

–Soldados cristianos

¿Cómo se explica la religiosidad de estos soldados cronis­tas?… Parece increíble. Como ya vimos (476), Cieza  de León pasó a las Indias a los 15 o 17 años; Xerez y Alvar Núñez a los 17; Bernal Díaz del Castillo a los 18… ¿De dónde les venía una visión de fe tan profunda a éstos y a otros soldados escri­tores, que, salidos de España poco más que adolescentes, se ha­bían pasado la vida entre la solda­desca, atravesando desiertos y montañas, selvas o ciénagas, en luchas o en tratos con los indios, y que nunca tuvieron más atención espiritual que la de algún capellán militar?… Sólo puede haber una respuesta: habían mamado la fe católica desde chicos, eran miem­bros de un pueblo profundamente cristiano, y en la tropa vi­vían un ambiente de fe. Si no fuera así, no habría respuesta creíble para nuestra pregunta.

El testimonio de los descubridores y conquistadores cronis­tas –Balboa, Valdivia, Cortés, Alvar Núñez, Vázquez, Xe­rez, Díaz del Castillo, Trujillo, Tapia, Mariño de Lobera y tantos otros–, nos muestra claramente que los exploradores soldados participaron con frecuencia en el celo apostólico de los misioneros y de la Co­rona. Y no pocas veces arriesgando sus vidas.

Así Pedro Sancho de Hoz, sucesor de Xerez como secretario de Pizarro, declara que a pesar de que los soldados españoles hu­bieron de pasar gran­des penalidades en la jornada del Perú, «todo lo dan por bien empleado y de nuevo se ofrecen, si fuera necesario, a entrar en mayores fatigas, por la conversión de aquellas gentes y ensalzamiento de nuestra fe católica» (M. L. Díaz-Tre­chuelo:en AV, Evangelización 652).

Eran aquellos soldados gente sencilla, brutales a ve­ces, sea por rudeza, sea por miedo, pero eran sinceramente cristianos. Otros hombres quizá más civilizados, por decirlo así, pero menos creyentes, sin cometer brutalidad alguna, no convierten a nadie, y aquéllos sí. En ocasiones, simples solda­dos eran testigos explíci­tos del Evangelio, como aquel Alonso de Molina, uno de los Trece de la Fama, que estando en el Perú se quedó en Túmbez cuando pasaron por allí con Piza­rro. De este Molina nos cuenta el soldado Diego de Trujillo (1494-después de 1530), en un apéndice a la Verdadera Relación de la conquista del Perú, que a continuación cito, una conmovedora anécdota:

Refiere Trujillo, que había acompañado a Pizarro en la isla de Puna, al pueble­cito El Estero: «hallamos una cruz alta y un crucifijo, pin­tado en una puerta, y una campanilla colgada: túvose por milagro [pues no tenían idea de que hasta allí hubiera llegado cristiano al­guno]. Y luego salie­ron de la casa más de treinta muchachos y muchachas, diciendo: Loado sea Jesucristo, Molina, Molina… Y esto fue que, cuando el primer des­cubrimiento, se le quedaron al Go­bernador dos españoles en el puerto de Payta, el uno se llamaba Molina y el otro Ginés, a quien mataron los indios en un pueblo que se decía Cinto, porque miró a una mujer de un cacique. Y el Molina se vino a la isla de la Puna, al cual tenían los indios por su capitán contra los chonos y los de Túmbez, y un mes antes que no­sotros llegásemos le habían muerto los chonos en la mar, pescando; sin­tiéronlo mucho los de la Puna su muerte» (Francisco de Xerez, 1497-1565, Verdadera Relación 197).

En poco tiempo, el soldado Molina, abandonado y solo, ya había hecho en aquella isla su iglesia, con cruz y campana, y había orga­nizado una cate­quesis de treinta muchachos. Gonzalo Fernández Oviedo cuenta también una curiosa his­toria sucedida a Hernando de Soto (1500-1542) cuando estaba en La Florida. Habiendo Soto hecho pacto con el cacique de Casqui, alzaron en el lugar una cruz, a la que los indios comenzaron a dar culto. Pero la amistad se cambió en guerra al aliarse Soto con otro cacique enemigo del jefe de Casqui. Este le reprochó a Soto: «Dísteme la cruz para defen­derme con ella de mis ene­migos, y con ella misma me querías destruir». El jefe espa­ñol, conmovido, se excusa diciéndole:

«Nosotros no venimos a destruiros, sino a hacer que sepáis y en­tendáis eso de la cruz», y le asegura luego que lo quiere «más bien de lo que piensas… porque Dios Nuestro Señor manda que te quera­mos como a hermano… porque tú y los tuyos nuestros her­manos sois, y así nos lo dice nuestro Dios» (Hª general XXVII, 28).

Recordemos, en fin, una información de 1779, procedente de San Carlos de Ancud, en el lejanísimo Chiloé, al fin del sur de Chile, en la que se dice que Tomás de Loayza, soldado dragón con plaza viva, lle­vaba catorce años enseñando a los indios «no sólo los primeros ru­dimentos de la educación, sino la doctrina cristiana y diversas ora­ciones, de tal manera que a la sazón aquellos eran maestros de sus padres» (cit. Guarda, Los laicos 57).

 

Sólo más tarde los misioneros fueron siempre la vanguardia evangelizadora

Mientras duró la conquista, que fue en breve tiempo, los primeros misioneros evangelizadores eran los capitanes y soldados, que descubrían, reunían y asentaban a los indios, a veces por las armas, pero siempre que podían por los acuerdos pacíficos. Quizá un capellán les acompañaba, pero más bien eran los capitanes o soldados quienes daban una primera evangelización, pues a los ojos de los indios eran autoridades más notables que el capellán. Los misioneros acudían más tarde, y realizaban plenamente su misión –evangelizar, catequizar, sacramentar, hacer escuelas y hospitales, etc.– cuando los indios estaban ya pacificados en población, gracias a la primera acción de los descubridores y conquistadores.

Ya estabilizados los dos Virreinatos, el de México y el de Perú, en la segunda mitad del XVI, fue cuando los misioneros fueron muchas veces la arriesgada vanguardia de evangelización y de civilización, entrando con frecuencia por entre tribus todavía desconocidas por los españoles. Iban frecuentemente escasos de medios materiales, sin conocer la región ni la lengua, y sin protección armada. Así procedieron, por ejemplo, bastantes misioneros franciscanos que partían en México del Colegio de la Santa Cruz de Querétaro, o en Guatemala del Colegio de Cristo; también los dominicos al sur de México; los misioneros jesuitas en un buen número de zonas periféricas, y otros religiosos. Y era después, una vez asentados los indios, cuando entraban las autoridades civiles y militares de la Corona. Por eso, fácilmente se comprende que en la evangelización de América el mayor número de mártires se produjo en el siglo XVII.

 

Los capitanes         

Capitanes y soldados fueron los primeros evangelizadores de América. En cuanto a los capitanes, me remito a los testimonios de cristiandad y de celo evangelizador que ya señalé, a modo solamente de ejemplo, en (472) Alonso de Ojeda, (473) Vasco Núñez de Balboa, (474) Pedro de Valdivia, y (475) Alvar Núñez Cabeza de Vaca. Como ellos, actuaron otros muchos capitanes descubridores y conquistadores, como Hernán Cortés. Lo expondré con especial detenimiento en artículos posteriores.

 

–Los religiosos

Más adelante, en esta serie sobre la Evangelización de América, trataré más largamente de la vida y milagros de los máximos misioneros de esta gloriosa historia. Y comprobaremos que la mayoría de ellos fueron religiosos, que, al modo de los apóstoles elegi­dos por Jesús, lo dejaron todo, y se fueron con él, para vivir como compañeros suyos y ser así sus colaboradores inmediatos en la evangelización del mundo (+Mc 3,14).

En efecto, como decía en 1588 el gran jesuita José de Acosta, principal asesor de Santo Toribio de Mo­grovejo, «nadie habrá tan falto de razón ni tan ad­verso a los regulares [religiosos], que no confiese llanamente que al trabajo y esfuerzo de los religiosos se deben principalmente los principios de esta Iglesia de Indias» (De procuranda indo­rum sa­lute V,16).

No diré más ahora de la obra apostólica de los religiosos en América, pues, como he dicho, en otros artículos he de tratar de ellos, fi­jándome sobre todo en aquéllos que fueron des­pués canonizados o que están en vías de serlo.

 

–El clero y los obispos

«El clero secular –escribe Pedro Borges–, como grupo, en el caso de América nunca fue considerado propiamente misio­nero, debido a que fueron pocos y siempre aislados los sacer­dotes diocesanos que viajaron al Nuevo Mundo para entre­garse a la tarea misional. El viaje lo realizaron muchos, pero aun en el mejor de los casos, su fin no era tanto la evangelización propiamente dicha, cuanto la cura pastoral de lo ya evangelizado por los religiosos. Por su parte, la Corona tam­poco recurrió a él como a fuerza evangelizadora, salvo en contados casos, cuyo desenlace o no nos consta, o fue positi­vamente negativo» (AV, Evangelización 593).   

Se dieron casos, sin duda, de curas misioneros, y el francis­cano Jerónimo de Mendieta (1525-1604), gran historiador, los señala cuando escribe que «quiso Nuestro Señor Dios poner su espíritu en algunos sacerdotes de la cle­recía, para que, renunciadas las honras y haberes del mundo, y profesando vida apostólica, se ocupasen en la conversión y ministerio de los indios, conformando y enseñándoles por obra lo que les predicasen de pa­labra» (Hª ecl. indiana cp.3). Pero no fueron muchos. Una eleva­ción espiritual, doctrinal y pastoral del clero diocesano no se pro­dujo en forma generalizada sino bastante después del concilio de Trento, y llegó, pues, tardíamente a las Indias en sus frutos misio­neros y apostólicos.

En 1778, tratando el Consejo de Indias de «los eclesiásticos secu­lares» en un informe al rey, dice que «han manifestado siempre poco deseo de ocuparse en el ministerio de las misiones, lo que proviene sin duda de que no se verifique el que ellos se hallen liga­dos con los votos de po­breza y obediencia, que ejecutan los regu­lares, necesitando mayores auxilios, y no se ofrecen con tanta faci­lidad como los religiosos a des­prenderse de sus comodidades e intereses particulares y a sacrificarse por sus hermanos» (AV, Evangelización 594).        

En cambio entre los obispos de la América hispana, tanto entre los religiosos como entre los procedentes del sacerdocio secular, hallamos grandes figuras misioneras, como lo veremos más adelante –Zumárraga, Garcés, Vasco de Quiroga, Loaysa, Mogro­vejo, Palafox–… Fueron excelentes modelos de obispos misioneros.

José María Iraburu, sacerdote

 

Índice de Reforma o apostasía

Bibliografía de la serie Evangelización de América

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