(184) Brevemente, tres señas de identidad modernista
1.- El modernista es un mil caras.- Ahora simula piadoso creyente, ahora es fenomenólogo; ahora es obedientísimo al Papa, ahora es rebelde y antitradicional; ahora es lumbrera progresista, ahora es perrillo faldero de la diócesis; ahora es cabeza a pájaros, ahora es cabeza de antropólogo; ahora es funcionario del error, ahora es bohemio y creativo teólogo; ahora es proluterano cabal, ahora es apasionado oficialista . Ya lo avisaba la Pascendi,3:
«Para mayor claridad en materia tan compleja, preciso es advertir ante todo que cada modernista presenta y reúne en sí mismo variedad de personajes, mezclando, por decirlo así, al filósofo, al creyente, al apologista, al reformador; personajes todos que conviene distinguir singularmente si se quiere conocer a fondo su sistema y penetrar en los principios y consecuencias de sus doctrinas.»
2.- El modernista no cree en la razón, pero cree que tiene razón en todo.- Todo lo confía a la fiducia, como si el logos no existiera. Su fe no es razonable, ni dogmática, sino mero encuentro sin doctrina, sin Depósito; su Dios es inaccesible al conocimiento, porque es un Misterio imposible a todos, menos a él; no cree en preámbulos de la fe, ni en la escolástica, que es cosa, dice, de cabeza a cuadros; todo en su fe contraría la razón, porque la fe no le parece asentimiento, sino sentimiento; cree porque creer le parece absurdo, por eso cree en un dios que es todo potencia en todo. Ya lo avisaba la Pascendi, 4:
«Los modernistas establecen, como base de su filosofía religiosa, la doctrina comúnmente llamada agnosticismo. La razón humana, encerrada rigurosamente en el círculo de los fenómenos, es decir, de las cosas que aparecen, y tales ni más ni menos como aparecen, no posee facultad ni derecho de franquear los límites de aquéllas. Por lo tanto, es incapaz de elevarse hasta Dios»
3.- El modernista sólo cree en la fe como expresión de fiducia.- No considera la fe como obediencia a la verdad revelada. No le importa que Dios se revele y se autocomunique; desprecia la doctrina como cosa de carcas inconversos, que nada saben de métodos ni de pastoral; sólo le importa la inmanencia vital, el círculo cerrado de su propia experiencia. Ya lo avisaba la Pascendi, 4:
«Nada les detiene, ni aun las condenaciones de la Iglesia contra errores tan monstruosos. Porque el concilio Vaticano decretó lo que sigue: «Si alguno dijere que la luz natural de la razón humana es incapaz de conocer con certeza, por medio de las cosas creadas, el único y verdadera Dios, nuestro Creador y Señor, sea excomulgado»(4). Igualmente: «Si alguno dijere no ser posible o conveniente que el hombre sea instruido, mediante la revelación divina, sobre Dios y sobre el culto a él debido, sea excomulgado»(5). Y por último: «Si alguno dijere que la revelación divina no puede hacerse creíble por signos exteriores, y que, en consecuencia, sólo por la experiencia individual o por una inspiración privada deben ser movidos los hombres a la fe, sea excomulgado»(6)»

1.- Combatir el modernismo no es tarea de cazadores de dinosaurios. No nos movemos en un Triásico eclesial, sino en un paisaje posmoderno de especies no extintas.
Uno de los gritos de guerra de los buenos Partisanos de la Gracia podría ser: ¡Sólo Padres y Doctores!
1.- Para las almas modernistas, siempre ansiosas de error, exterminar una doctrina es una necesidad, llevan dentro ese anhelo como llevan dentro sus ganas de Maelstrom: su lujuria antilegalista, su deseo obstinado de adulterio. Siempre con hambre de heterodoxia, su apetito (a todas horas) de agujero negro. Cual síntoma de hambruna posconciliar, suscribe situacionismos e idolatra al Gran Buda Europeo, fundador del Occidente apóstata, sacristán del Renacimiento.
Tiempo ha que el P. Martín Anomio, prestigioso profesor de teología moral, visitaba asociaciones familiaristas de laicos, y predicaba y daba sermones y homilías y conferencias de prensa en los medios. Su tema estrella no podía ser otro que la supuesta enemistad entre la gracia y la ley, dando embestidas furibundas a la Humanae Vitae.





