Fe es «virtud con la cual asentimos firmemente a las cosas que Dios ha revelado […] nadie puede con razón dudar que esta fe es necesaria para conseguir la salvación» (Catecismo Romano, cap. I)
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En los párrafos anteriores hemos delineado por encima, informalmente, algunas mutaciones doctrinales con que el moderantismo católico ha transformado la virtud de la fe en la vivencia de un valor religioso. El motivo de esta transmutación de esencias es acomodar la religión revelada a los principios existenciales del mundo moderno, tal y como eclosionaron en la Revolución Francesa; pero corregidos por el moderantismo cristiano, para que no lleguen a ser radicales, y pueda seguirse siendo, a la vez, moderno y cristiano.
Porque los moderados católicos, como buenos conservadores que son, no quieren desorden sino orden. Pero no el orden tradicional, en que el conocimiento tiene la primacía; sino el orden nuevo, en que los sentimientos y las experiencias subjetivas se han apoderado del entendimiento.
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Para la mente católica tradicional, la fe es «principio de la salvación del hombre, fundamento y raíz de toda justificación, y sin la cual es imposible hacerse agradables a Dios, ni llegar a participar de la suerte de hijos suyos» (Trento, ses. 6ª, cap. VIII). Por eso la fe, para el pensamiento tradicional, «es la primera virtud cristiana, en cuanto fundamento positivo de todas las demás» (ROYO MARÍN, Teología de la perfección cristiana, BAC, Madrid, 1958, pág. 435).
Fundamento, ni más ni menos, como el cimiento de un edificio; pues aunque la caridad es más excelente, sin fe es imposible esperar y confiar, sin fe es imposible amar sobrenaturalmente. Y es también raíz, «porque de ella, informada por la caridad, arrancan y viven todas las demás (virtudes)» (Ibid., pág 436).
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Tras decenios de predicación existencialista y no menos existencialista catequesis, las clásicas distinciones sobre la fe han quedado oscurecidas y difuminadas en la ambigüedad. Porque al minusvalorarse el entendimiento, se minusvaloran también las distinciones con que se clarifica la verdad. El error, entonces, se hace fuerte y se difunde.
De manera que, siguiendo los axiomas del pensamiento neoteológico y personalista, se confunde sujeto con objeto, y ya no se distingue el sujeto que cree del objeto que es creído; ya no se distingue la fe subjetiva de la fe objetiva. Se habla, como alternativa, de una experiencia personal unificante en que se difumina lo objetivo y lo subjetivo: un encuentro vital entre dos sujetos: Jesús y la persona humana, (ya ni siquiera el creyente, sino todo hombre). Es el pensamiento “relacional” y dialógico, en que la fe es definida como una relación interpersonal vital, en la que no es necesario creer sino sentir.
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Era un paso lógico desenfocar las distinciones con que la doctrina clásica precisaba la fe subjetiva. Porque, tradicionalmente, se hablaba de fe divina (con la cual se cree todo lo revelado por Dios); de fe católica (con la cual se cree todo lo que la Iglesia jerárquica propone como revelado por Dios); de fe habitual (hábito sobrenatural que Dios mismo infunde con el bautismo); de fe actual (el acto sobrenatural propio del hábito antes dicho).
Tambien de fe formada (perfeccionada por la caridad en el estado de gracia); de fe informe (no perfeccionada por la caridad, en estado de pecado); de fe explícita (con la cual se cree tal o cual misterio concreto revelado por Dios); de fe implícita (con la cual se cree todo, aunque se ignoren misterios concretos); de fe interna (si está dentro de nuestra alma); de fe externa (sacada afuera mediante palabras, figuras o señales) (Ver, para todas estas distinciones, Royo Marín, Ibid., pág. 436, que he seguido casi al pie de la letra).
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Respecto de la fe objetiva, también la doctrina tradicional realizaba precisas y preciosas distinciones. De nuevo siguiendo la Teología de la perfección cristiana, (págs. 436-437), hablamos de fe católica, (conjunto de verdades reveladas que Dios comunica a todos los hombres para que creyéndolas puedan salvarse por gracia, contenidas en Escritura y Tradición explícita o implícitamente); de fe privada (conjunto de verdades manifestadas por Dios en privado a una persona concreta); de fe definida (propuestas explícitamente por la Iglesia bajo pecado de herejía y pena de excomunión); de fe definible (que pueden ser propuestas explícitamente).
También de fe necesaria con necesidad de medio (aquellas verdades cuya ignorancia, aun inculpable, impide absolutamente la salvación, como la existencia de Dios remunerador de buenos y castigador de malos, la Santísima Trinidad o Cristo redentor, al menos implícitamente); de fe necesaria con necesidad de precepto (aquellas verdades cuya ignorancia inculpable no impide la salvación, como pueden ser algunos dogmas concretos).
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La fe, tanto subjetiva como objetiva, puede aumentar hasta un grado eminente, para que el justo pueda vivir de la fe (Rm 1, 17). Pedir a Dios que la haga crecer es petición necesaria.
El católico moderno, sin embargo, desconfia de todas estas distinciones, porque, a hechura del hombre moderno, sólo confía en sus emociones y sentimientos. Que aumente la fe o disminuya, para él, no es otra cosa que aumenten o disminuyan sus experiencias espirituales.
De esta forma, se ha extendido entre las mentes católicas, como una enfermedad mortal para la fe, la minusvaloración moderna del entendimiento. Al rechazar la primacía del conocer se rechaza la necesidad salvífica de la verdad. Al suprimir el entendimiento de la virtud de la fe, convertida en experiencia espiritual, se deja la esperanza y la caridad sin asidero cognitivo, flotando en la indefinición existencial, abandonadas al mero acontecer inmanente y al mundo autónomo de los valores.
Es así como la perspectiva existencialista, como una máquina de vacío, deja hueca de verdades la fe. La vida cristiana se convierte en experiencialismo subjetivista. La fe, entonces, ya no consiste en creer, sino en experimentar, sentir, confiar, tener un encuentro espiritual. Las clásicas distinciones dejan de tener sentido.