Especies de leyes. Las leyes humanas
En el artículo anterior de esta serie se trató sobre los tipos de leyes divinas (característicamente inmutables, universales e indispensables), que son tres: la eterna, la natural y la revelada.
La ley eterna emana directamente de la razón y voluntad de Dios, y encamina al mantenimiento del orden y el Bien Común de todo lo creado. Sujeta a todas las criaturas.
La ley natural es la participación del ser humano, por la mera razón natural, en el orden divino encaminado al Bien Común. Se distinguen la inmediata a la razón (o universal), la próxima y la remota, deducibles progresivamente cada una de la anterior por medio de la reflexión. Son tanto más obligatorias cuanto más inmediatas a la razón sean.
La ley revelada se ha transmitido a Dios a través de sus profetas (ley Antigua), y principalmente de Cristo y sus apóstoles (Ley Nueva), recogidas en las Sagradas Escrituras según interpretación de la Santa Iglesia. Procuran elevar a las almas a su fin sobrenatural por medio de la santificación.
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Tipos de leyes humanas
La ley humana es aquella cuyo legislador es humano. Se divide en dos tipos: las leyes eclesiásticas y las leyes civiles.
Según san Isidoro y Santo Tomás de Aquino, toda ley humana ha de reunir las condiciones de conformidad a la Religión, honestidad, justicia, factibilidad según la naturaleza, consuetudinariedad, conveniencia según lugar y época, fomento de la disciplina, clara utilidad, ordenación al Bien Común y aprovechamiento para la salvación del alma.
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La ley eclesiástica o canónica
De la palabra Ecclesia (Iglesia, asamblea- de los fieles- en griego), es la que emana de la legítima autoridad de la Iglesia. Se encamina al gobierno de los fieles para su santificación. Se le llama canónica porque desde los primeros concilios, a sus disposiciones se las denominaba cánones.
Sus legítimos autores, por orden de prelatura son: el Papa (y un concilio general con él) para la Iglesia Universal toda; el concilio particular para su nación o provincia (en el caso de las Iglesias orientales, junto a su patriarca o arzobispo mayor); el obispo para su diócesis, y el capítulo general para los miembros de su orden (en función de sus constituciones).
La recensión de las leyes eclesiásticas es el llamado Código de Derecho Canónico, mandado compilar por el papa San Pío X en 1904, y publicado oficialmente por su sucesor Benedicto XV en 1917.
El objeto de la ley eclesiástica es cualquier materia que sea conveniente para el bien espiritual de los fieles cristianos. Los sujetos a los que va dirigida son los bautizados mayores de siete años que gocen de suficiente uso de razón.
En cuanto a los bautizados legítimamente pero que profesan en Iglesia cismática o secta herética, la Iglesia les excluye de las leyes de santificación individual, como el precepto dominical, ayunos, oraciones regladas, etcétera. Igualmente, los bautizados menores de siete años o privados de juicio están dispensados de las leyes meramente eclesiásticas.
La ley eclesiástica es universal (obliga a todos los sujetos a ella en todas partes), pero las leyes emanadas para un territorio y/o grupo particular obliga solo a ellos (por ejemplo, precepto o su dispensa en ciertas fechas señaladas, o normas que solo afectan a clérigos o religiosos). Aquellos que estén fuera del territorio o del grupo sujeto a la ley, no están obligados.
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La ley civil
De la palabra Civis (ciudad en latín), es la que emana de las legítimas autoridades de la comunidad política natural. Se encamina desde la ordenación de la razón hacia el Bien Común temporal de los hombres.
Como vimos en anteriores artículos sobre teología moral, todo fin del Bien humano es sobrenatural, pero puede emplear también un fin mediato natural, que es aquel sobre el que tiene potestad la ley civil. Por tanto, la ley civil también debe procurar encaminar en último extremo hacia el fin sobrenatural, y en ningún caso contradecirlo.
El legítimo autor de la ley civil, es aquel que tenga potestad de jurisdicción sobre un colectivo. Ello dependerá de la constitución fundamental de cada comunidad política, pero todos ellos deberán su potestad última a la divina sabiduría.
“Por mí reinan los reyes y los jueces administran la justicia. Por mí mandan los príncipes y gobiernan los soberanos de la tierra” (Libro de los Proverbios 8, 15-16).
La enseñanza magisterial es muy clara acerca de la naturaleza orgánica de la comunidad política humana, esto es, que el hombre no puede vivir de otro modo, y que es Providencia divina que existan las sociedades, y que estas tengan autoridades y potestades (Carta de san Pablo a los Romanos 13, 1).
Cualquier potestad humana está igualmente sujeta a Dios, de quien la recibe. Por tanto, ni la fuerza de un grupo, ni la herencia, ni la voluntad del común pueden otorgar potestad alguna si no viene de Dios, cuyos mandatos deben seguir.
La consecuencia de este principio es que el medio por el que sea designada o elegida cualquier potestad humana será legítimo en función de su adecuación a la costumbre particular, pero sus leyes no lo serán si no se conforman a la ley divina al alcance del legislador. Esto es, la ley natural si no ha sido evangelizados, y la ley revelada si lo ha sido.
El objeto de la ley civil son aquellos sujetos a la misma (sea esta promulgada en el ámbito internacional, nacional, regional o local), dentro del ámbito del orden temporal y humano.
La obligatoriedad de las leyes civiles es plena en su ámbito de jurisdicción en el fuero externo. En cuanto al fuero interno, sin embargo, hay que hacer las siguientes consideraciones: si la ley es justa, obliga en conciencia (Carta a los Romanos 13, 2-7); si la ley es injusta, el legislador ha traspasado los límites que Dios le impone, por ende, se convierte en tirano, y dicha ley no obliga en conciencia, sino que resistirla es un derecho natural.
“Sagrado es para los cristianos el nombre del poder público, en el cual, aun cuando sea indigno el que lo ejerce, reconocen cierta imagen y representación de la majestad divina; justa es y obligatoria la reverencia a las leyes, no por la fuerza o amenazas, sino por la persuasión de que se cumple con un deber, porque el Señor no nos ha dado espíritu de temor (2 Tim. 1,7); pero si las leyes de los Estados están en abierta oposición con el derecho divino, si se ofende con ellas a la Iglesia o contradicen a los deberes religiosos, o violan la autoridad de Jesucristo en el Pontífice supremo, entonces la resistencia es un deber, y la obediencia un crimen, que, por otra parte, envuelve una ofensa a la misma sociedad, puesto que pecar contra la religión es delinquir también contra el Estado” (carta encñiclica “Inmortale Dei", 31-32),
Para conocer la justicia de una ley, se ha de valorar si está encaminada al Bien Común y no trasgrede ningún mandamiento de la ley divina (natural o Revelada) y la humana eclesiástica.
En un legislador que se inspire explícitamente en la enseñanza católica (por ejemplo, la monarquía hispánica antes del triunfo del liberalismo) se habrá de presuponer la justicia de sus leyes, y probarlo en contra. Cuando el legislador es explícitamente agnóstico o ateo (como el sistema político de la democracia liberal, o el socialista-marxista), hay que examinar cada ley minuciosamente para comprobar el cumplimiento de las premisas antes comentadas. En último extremo, el magisterio de la Iglesia permitirá dilucidar la justicia de una ley, bien sea porque aplique al caso específico, bien por sentencia en un caso análogo.
Aspecto diferente se presenta si la potestad que emana la ley no es legítima según la constitución fundamental de la comunidad política. Es un tema controvertido, por cuanto algunos moralistas opinan que el origen ilegítimo de la potestad no modifica el mismo criterio para juzgar sus leyes que ya vimos anteriormente, mientras otros piensan que, siendo la constitución orgánica de la sociedad de origen divino, la potestad que la violenta carece de la autoridad necesaria, y por tanto sus leyes son defectuosas de raíz, y no obligan en el fuero interno (ni en el externo en ciertos casos) desde su misma promulgación, independientemente de sí sn justas o no.
Un ejemplo cercano sería el de la escuela que considera que España, en su fundamentación, desde Recaredo hasta Fernando VII, ha sido constitucionalmente católica, y por tanto, cualquier constitución que orille esa característica (es decir, todas las liberales) es ilegítima de raíz, pues reniega y vacía de contenido el mero concepto de comunidad política hispánica. Esa sería una de las razones filosóficas por las que se opusieron y oponen a esta potestad los carlistas. La enseñanza moral de la Iglesia católica avaló esta interpretación en aquellas sociedades católicas (no así en los de otras confesiones cristianas o de otras religiones), pero en el último siglo se ha avenido a reconocer a potestades no católicas en países históricamente católicos, aceptando la coyuntura de su apostasía, tanto como comunidad política como en la mayoría de su población.
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Resumen
La ley humana es aquella cuyo legislador es una persona. Se divide en dos tipos: eclesiástica y civil.
La ley eclesiástica emana de la autoridad de la Iglesia y está encaminada al fin sobrenatural del hombre por medio de la santificación. Se compila en el código de derecho canónico. Su objeto es el bien espiritual de sus súbditos, que son todos los bautizados mayores de siete años. Es universal, aunque existen disposiciones para territorios o grupos particulares.
La ley civil es promulgada por la legítima autoridad de la comunidad política, se ordena por la recta razón hacia el Bien Común de sus súbditos. Toda potestad humana viene en último término de Dios, y todo Bien Común natural encamina al sobrenatural, motivo por el que independientemente de su origen, toda potestad humana está sujeta a la ley natural, y no pueden lesionar la ley revelada y la eclesiástica. Las potestades evangelizadas deberán además sujetarse a estas dos últimas.
La obligatoriedad de las autoridades legítimas es plena en fuero externo, y en conciencia si es justa. Si es injusta, no obliga en conciencia.
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