Educación en las virtudes

A lo largo de la historia, el pensamiento humano más elevado siempre ha buscado la verdad y ha procurado inculcar al sujeto la virtud enderezada con arreglo a ella.

En la Grecia clásica, la antecesora ética de nuestra civilización, los filósofos indagaron el modo de conocer la realidad, bien por la razón (principalmente), bien por los sentidos corporales. La voluntad, afirmaban, debía escoger entre las opciones morales que al hombre se le presentaban, aquella más conveniente a la verdad, esto es, la presentación de la realidad a nuestra percepción. Esa conveniencia se llamaba Bien, y el cultivo o hábito de la elección de bienes, Virtud. Hubo muchas escuelas. La más relevante, la de Platón, enseñaba que la razón era la única que podía mostrar adecuadamente la verdad, y que por tanto, era la regla suprema de la Virtud. Los apetitos, por contra, conducían al vicio. Sus discípulos estoicos buscaban en la purificación de las pasiones corporales el triunfo de la Virtud. Incluso los cínicos, que eran críticos con todas las normas morales que no emanaran de la razón, trataban de alcanzar la Virtud por medio del retorno a la naturaleza terrena, y por ende, creían que existía la verdad. Los epicúreos, por su parte, pensaban que más bien eran los sentidos quienes nos informaban de la verdad (en lo cual antecedían al pensamiento materialista), que era equivalente a bienestar, aunque concedían a la razón un papel de moderadora, para evitar los excesos a los que podían llevar los apetitos. Más también creían en una verdad, y por tanto en una virtud, aunque acomodaticia. Llegó al fin Aristóteles, y fundió a los autores anteriores: la verdad provenía de la armonización entre aquella realidad accesible a la razón y el bienestar honesto que producía al hombre. En alcanzar la felicidad se hallaba la virtud, que dejaba de ser fin para convertirse en medio.

En el poderoso Imperio romano, madre histórica de la civilización occidental, el estoicismo, combinado con la guía del mos maiorum (costumbres de los mayores, o antepasados) fue el pensamiento dominante entre las élites, y por su medio, el modelo de Virtud a imitar de modo más o menos oficial. Romanas son las virtudes cardinales: Fortaleza, Justicia, Paciencia, Templanza. Durante el Bajo Imperio (los últimos siglos del mismo) una escuela neoplatónica revivió las enseñanzas del predominio de la razón y la enemiga a los sentidos y la materia (idealismo platónico). 

Sobre este magma llegó el cristianismo a la ética, trayendo las rigurosas normas morales del judaísmo, junto a la ley del Amor y la misericordia predicadas por Cristo. Cuando el cristianismo comenzó a salir de los círculos más humildes, y surgieron conversos con formación, se buscó la adecuación del mensaje cristiano a la forma del pensamiento ético griego. San Agustín lo halló en neoplatonismo, equiparando el alma cristiana y el espíritu socrático. Y los nuevos romanos cristianos abominaron del aborto, de la fornicación, de la venalidad, de las luchas de gladiadores o de las mutilaciones penales, y así lo sancionaron en sus leyes. La Fe, la Esperanza y la Caridad se unieron a la panoplia de virtudes que nos acercaban a la Verdad, que era ya un Dios omnipotente y único, pero a la vez amoroso y salvador. Siglos más tarde, en plena Cristiandad, Santo Tomás reunió a Aristóteles y a san Pablo para alumbrar una norma moral basada en la Felicidad sobrenatural como fin y en las virtudes santificantes como su práctica, que marcaría durante siglos a las sociedades llamadas posteriormente occidentales.

Tras el llamado Renacimiento, se despertó el interés por la época clásica greco-romana, y con él, entre otras disciplinas, la filosofía. Nacieron pocas décadas después, entre otras, las importantes corrientes racionalista y empirista, que rescataban en cierto modo el viejo antagonismo entre platonismo y epicureísmo, pero apartando del debate (influidas en el fondo por el fideísta luteranismo) los mandamientos divinos, relegados cada vez más al mundo de la conciencia personal, o a lo sumo grupal. Pero persistió el convencimiento de que existía una verdad accesible de algún modo al entendimiento (fuera por la razón pura o por los sentidos), y por ende, que se podía deducir una virtud (siquiera fuese natural y no sobrenatural) normativa para toda la sociedad.

Llegamos así al llamado “Siglo de las Luces”, el de la Ilustración, y su introducción desembozada del culto al hombre y sus pasiones. El iluminismo masónico procuró sustituir la panoplia de virtudes trascendentes que buscaban la santificación, por una serie de virtudes laicas, cuya mirada ya no estaba puesta en el cielo, sino en la tierra, apoyada en los grandes ideales de la libertad y la igualdad (y la fraternidad, para redondear, y despistar). Estas virtudes laicas, o cívicas, procuraban reforzar el aparato social con acciones encomiables destinadas por una parte a procurar bienes materiales (alimento, salud, educación), ya presentes en la educación clásica y cristiana, pero como subproductos benéficos de la virtud trascendente, y ahora antepuestos a aquella. Y por otra, a reforzar la comunidad política con viejos y nuevos conceptos que procuraban sustituir a Dios o a la Iglesia visible: la nación, la democracia, la constitución, el pueblo, etcétera, a gusto de la rama liberal que uno siguiese.

El optimista modernismo decimonónico se desencantó con las tragedias producidas en el siglo XX. Su subproducto, el posmodernismo (versión que se ha dado en llamar del “espíritu del 68”, por ser el año más visible de la revolución posmoderna) popularizó el escepticismo de los sofistas griegos (en realidad, anteriores en el tiempo al propio Platón), que propugnaban que en realidad le era imposible conocer a la razón la realidad, fuese en forma de physis natural, o de orden sobrenatural. Por lo que, a efectos prácticos, no existía la realidad, ni la verdad, y todo se quedaba reducido a mera opinión, lo cual resulta muy conveniente para una ética basada en anteponer el propio apetito a cualquier otra consideración. Sócrates combatió esta forma de pensamiento, que es disimuladamente irracionalista, inaugurando así la era de la ética de la virtud. Ya podemos imaginar lo que significa la vuelta del escepticismo filosófico: la devaluación de la razón, y la búsqueda de una “verdad” a medida de cada cual. O sea, una no-verdad. O el triunfo de la percepción personal, que no es sino otra forma de decir la autonomía de la voluntad, que tanto preconizó la filosofía liberal (aunque sus primeros autores le intentaban poner límites y reglas, fuese por la ley natural o por consenso social, al gusto de cada corriente).

En realidad, el escepticismo nunca llegó a desaparecer del todo en la historia del pensamiento, mas siempre fue anecdótico. Incluso durante la Ilustración, cuando algunos autores escépticos publicaron de nuevo sus teorías, al calor de la libertad de pensamiento propugnada entonces, siempre fueron minoría.

Ahora, con el retorno y triunfo del sofismo escéptico (en parte por una traslación excesivamente generosa del prestigio que tiene el escepticismo analítico en la investigación física o científica, al pensamiento metafísico), pasamos del Prometeo masónico (elevado a un espíritu laico y cultivador de virtudes cívicas) al hombre auténtico, esclavo de sus concupiscencias. El hombre ya no busca un ideal de virtud externo, sino que rebusca en su interior en alcance de la verdad.

El hombre auténtico supedita la razón a lo genuino, entendido esto como aquello que surge del “interior” de cada hombre. O por decirlo en pocas palabras: de sus apetitos y emociones. Los cuales, como bien sabemos, pueden ser positivos y generosos o, la mayor de las veces, egoístas.

La virtud posmoderna queda resumida en ser “fiel” o coherente con esas pasiones. O sea, en evitar o luchar contra cualquier coacción externa o interna contra esa “autenticidad”. La razón tiene como única misión disponer a la mente a aceptar la pasión y encauzarla de manera conveniente (y en esto se ven resabios de hedonismo) en forma de sentimientos, que son el nuevo paradigma de lo humano. Los sentimientos son indudablemente humanos. Pero también es humano el pecado, de modo que, sin negar la importancia de los sentimientos, no pueden ser en ningún caso considerados más fiable conocedores de la verdad que la razón, que también es humana. O mejor dicho, más humana. Como el alma.

Al poseer cada ser humano su propia autenticidad, porque cada uno es hijo de su padre y de su madre, la consecuencia lógica es que la “verdad interior” no pasa de mera opinión (opiniones hay muchas, pero verdad sólo puede haber una, ergo la multiplicidad de “verdades” conduce a la negación de la existencia de la verdad). El dicho popular recoge que las opiniones son como las narices, cada uno tiene la suya. Por tanto, esta mentalidad lleva irremisiblemente al individualismo, y a la disolución social.

Pero el hombre es sociable por naturaleza, de modo que en esa tensión entre egoísmo y sociabilidad, eliminada cualquier doctrina de virtudes comunes, abandonada al variado criterio de cada cual, se vuelve insoportable, y fuente continua de conflictos (si no hay normas de virtud y vicio comunes, los malentendidos y agravios van a ser interminables).

Del nihilismo (como del caos) no sale algo, sino la nada. Ni tampoco los poderosos de este mundo procuraron la sustitución de la doctrina de las virtudes por la de la autenticidad humana para sencillamente disolver la sociedad. No. La paciente “deconstrucción” del ser humano (social y político) hasta reducirlo al estado de individuo, se hizo con el propósito de reconstruir la comunidad política sobre nuevas bases en una segunda fase, que tal vez ya ha comenzado. Podemos rastrear estas bases sobre el control de las conciencias y el espíritu de la colmena (no el de Víctor Erice, sino más bien el de Maeterlinck), donde unos pocos serán la reina y el resto seremos obreras sumisas y esclavos satisfechos y conformes.

Se podría decir que el “espíritu del 68” sería el culmen de la fase de la deconstrucción (o más bien destrucción) de la sociedad humana multisecular. Bien es cierto que todavía han quedado coletazos y secuelas aún más radicales (el libertarianismo, sea liberal o comunista), pero son marginales, porque es difícil propugnar con éxito nuevas proclamas sobre la liberación glucosa de la opresión del terrón cuando este ya se ha disuelto completamente en el café. Desarticulada y controlada la familia por completo en los últimos treinta años (y otras instituciones sociales y naturales mucho antes) ya no queda mucho más que deshacer.

En ambientes de filosofía cristiana posconciliar (particularmente el personalismo cristiano), se han postulado los valores como sustitutos de la virtud, o al menos como “complemento”. Sustitutos que tendrían la posibilidad de incluir a personas sin fe pero que podrían compartir en algo o en mucho la cosmovisión cristiana, ampliando así la “base” de convencidos. Pero los valores, aunque considerados intrínsecamente como positivos, y muchos siendo tales objetivamente, dependen en última instancia de la conciencia del sujeto (o como mucho de un grupo, no de toda la comunidad), es decir, de la autonomía de su voluntad, con lo cual recaemos en el error liberal. Porque los valores son subjetivos y opcionales, mientras que las virtudes son objetivas y mandatorias. La solución democrática, la de los “valores de consenso” choca, como en todo el pensamiento autodeterminista, con la tensión inherente al sistema entre la soberanía de la voluntad particular y la soberanía de la voluntad general (o lo que por tal sea tenido, que naturalmente será aquello que decide el “soberano democrático”). Cuando la conciencia personal (este bien o mal formada, sea libre o sometida a las más bajas pasiones, esté íntegra o dañada por un trastorno) es la rectora única de la ética, y no simplemente su intérprete, es muy difícil generar una norma moral general y aceptable. En realidad, es imposible.

Para construir (o mejor reconstruir) la Ciudad de Dios, como diría san Agustín, hemos de cooperar a la obra divina practicando y enseñando las virtudes, esto es, los hábitos de escoger siempre el bien, en orden a nuestra santificación, para propagar la ley del Amor, a Dios y al prójimo. Nos han dejado el campo despejado: ya no quedan apenas filósofos agnósticos que prediquen una realidad objetiva de la que se puedan deducir verdades (universales las llaman, aunque eso me parece una redundancia) que imperen a una elección de conducta concreta en las situaciones de dilema. Actualmente, como ha sido casi siempre desde hace muchos siglos, sólo los cristianos defendemos el orden natural, la realidad cognoscible y la virtud como camino a la perfección y la felicidad. Esa es nuestra tarea, como creyentes, como padres, como maestros y como miembros de una comunidad.

5 comentarios

  
Luis I. Amorós
Por cierto, por si la fiscal general de Finlandia, o de España, sienten interés en procesarme:

21 porque, habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, antes bien se ofuscaron en sus razonamientos y su insensato corazón se entenebreció:
22 jactándose de sabios se volvieron estúpidos,
23 y cambiaron la gloria del Dios incorruptible por una representación en forma de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos, de reptiles.
24 Por eso Dios los entregó a las apetencias de su corazón hasta una impureza tal que deshonraron entre sí sus cuerpos;
25 a ellos que cambiaron la verdad de Dios por la mentira, y adoraron y sirvieron a la criatura en vez del Creador, que es bendito por los siglos. Amén.
26 Por eso los entregó Dios a pasiones infames; pues sus mujeres invirtieron las relaciones naturales por otras contra la naturaleza;
27 igualmente los hombres, abandonando el uso natural de la mujer, se abrasaron en deseos los unos por los otros, cometiendo la infamia de hombre con hombre, recibiendo en sí mismos el pago merecido de su extravío
16/12/20 4:47 PM
  
Vicente
lo que hoy necesitamos: educar en las virtudes.
16/12/20 8:40 PM
  
Vivi
Artículo de colección.
18/12/20 2:29 AM
  
J 120
Don Luis Ignacio:

Buenas noches. Quería hacerle una pregunta que no guarda relación con este artículo; no sé si usted considerará conveniente publicarla.

Verá, siendo usted un médico católico, quería preguntarle si usted considera seguras las vacunas producidas recientemente contra el coronavirus. No me refiero a la licitud moral de recibirlas debido a su relación con fetos abortados, sino a la seguridad física para las personas que las reciben. He leído en Internet que pueden haber riesgos muy graves para la salud (daño en el ADN, esterilidad, cáncer, etc.). También he leído afirmaciones como que se pretende hacer un experimento de transgénesis con la humanidad. ¿Considera usted que tienen base real estas sospechas/acusaciones? Desconozco si afirmaciones como esa son serias o, por el contrario, son fruto de juicios temerarios.

Le estaría muy agradecido si pudiera darme brevemente su opinión sobre ello. Con una breve frase que usted escribiera sería más que suficiente.

Muchas gracias.

Feliz Navidad.

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LA

Actualmente, las vacunas, como el resto de fármacos, en Occidente se testean con ensayos de miles de voluntarios, haciendo un seguimiento estricto de efectividad y posibles efectos adversos. El control de estos ensayos es riguroso porque un efecto secundario grave en la población sería un desastre para la compañía que lo comercializase, al enfrentarse a demandas millonarias por daños y sobre todo por el descrédito de marca, que sería un golpe difícil de superar.

Con la vacuna para el COVID-19 se han empleado todo tipo de técnicas según la empresa que lo fabrica, creo que sin precedentes en la historia de la Humanidad. El gran defecto es que, por fuerza, el seguimiento de la vacuna se ha hecho a corto plazo. Nadie sabe lo que puede producir pasados 6 meses. Se supone que nada malo, por los precedentes similares, pero en realidad es imposible asegurarlo.

Un saludo cordial.

Feliz Navidad.
21/12/20 11:17 PM
  
J 120
Muchísimas gracias por su respuesta, Don Luis Ignacio. Sinceramente gracias.

En Internet he podido leer, no sé si será cierto, que se ha exonerado a los laboratorios de su responsabilidad jurídica por los posibles efectos adversos de las vacunas. Este dato, unido a otros como los que le mencioné en el anterior comentario, han sembrado la duda en mí. No sé qué pensar sobre ciertas informaciones de Internet.

Muchas gracias por su tiempo y por haberse tomado la molestia de contestar a mi anterior comentario. Gracias por compartir su ciencia con nosotros.

Dios le bendiga.


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LA

Gracias por sus amables e inmerecidas palabras.

Dios le bendiga a usted y a los suyos. Feliz y Santa Navidad.
22/12/20 11:47 PM

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