Miguel
Todos hemos conocido personas en nuestra vida que, aun habiendo perdido el contacto con ellas, su huella permanece imborrable en nosotros. Es lo que a mí y a mi esposa nos sucedió con Miguel. Hace años que no sabemos nada de él y es posible que nunca volvamos a tener noticias suyas, pero de vez en cuando le recordamos con cariño.
La primera vez que le vi fue en mi primera visita a la que iba a ser nuestra iglesia evangélica durante los seis años siguientes. Diez días antes el Señor me había rescatado, literalmente, del mundo del esoterismo y el ocultismo, donde estaba empezando a profundizar muy peligrosamente. Esa primera visita tuvo lugar un miércoles. El domingo anterior asistí por primera vez en mi vida a un culto evangélico en la iglesia de Betel, en el barrio madrileño de Canillejas. Ciertamente fue una experiencia peculiar, pero no viene al caso abundar en ella. El caso es que cuando llegué a los bajos del número 15 de la calle Joaquín María López, sede de la que iba a ser nuestra congregación, el primero que me recibió en la puerta fue “el hermano Miguel". Y me quedé perplejo. Era lo que se suele denominar, un auténtico “plumas". Vamos, que no hacía falta ser un lince para averiguar que era homosexual. Ante lo cual, lo primero que me vino a la mente fue un “¿dónde te has metido, Luis?".
Efectivamente Miguel era homosexual. Y lo había sido “muy activo” durante largos años de su vida. Totalmente extrovertido, muy sensible, con un ramalazo de mala leche temible cuando se enfadaba, este hermano en el Señor acababa de ver su vida transformada por el encuentro con Cristo. Dejó radicalmente de arrastrar su cuerpo y su alma por el fango de los garitos gays y emprendió una nueva vida. Si en todos aquellos que se convierten de una vida de pecado se puede decir que han enterrado el hombre viejo para vivir en la nueva vida en Cristo, en el caso de Miguel eso era especialmente visible. Por supuesto, no le fue nada fácil. Cuando te conviertes, y la vida no deja de ser un proceso constante de conversión, el pecado no deja de acecharte, las tentaciones no desaparecen y no es todo color de rosa. Lo que sí cambia es la capacidad para hacerle frente y derrotarle. Y en Miguel eso no iba a ser diferente.

Como más de uno se habrá imaginado por mi segundo apellido, Cantabria es la tierra de mis abuelos maternos. Mi abuelo nació y vivió su infancia en San Salvador, una aldea cercana a Astillero, mientras que mi abuela lo hizo en Somballe, otra aldea no muy lejos de Reinosa. Para que el lector se haga una idea de la “grandeza” de ambas poblaciones, diré que la primera ronda los 200 habitantes y la segunda no debe de sobrepasar los 50, dándose la circunstancia de que la última vez que estuve yo allí, hace 23 veranos, no había luz eléctrica en la calle. Todavía me acuerdo cuando, teniendo yo diez años, mi abuelo me llevó a ver las traineras en Astillero y desde un puente me señaló la casa donde vivió de pequeño. Son de esas cosas que no se te olvidan en la vida.








