Paco Pepe tiene razón
Francisco José Fernández de la Cigoña -Paco Pepe para los amigos- ha escrito hoy uno de esos artículos contundentes que, con su estilo y sus formas, son fotografías perfectas de la realidad de nuestra Iglesia. El “damnificado” en esta ocasión es el cardenal Grocholewski, Prefecto de la Congregación para la Educación Católica, que acaba de presentar la nueva “Instrucción de Institutos Superiores de Ciencias Religiosas”. Como la práctica totalidad de los documentos de la Iglesia, es impecable en el fondo y en las formas. Pero, y ahí es donde Paco Pepe pone el dedo en la llaga, el contenido de los textos no se corresponde con lo que todo el mundo que tiene ojos en la cara y neuronas sanas en el cerebro puede ver y comprender.
Ahora bien, esto no es nuevo. En sus `Memoriales al Concilio de Trento´, decía San Juan de Ávila que
“…los malos prelados quedaron flacos para ejercitar la guerra espiritual, quedaron también estériles para engendrar y criar para Dios hijos espirituales… No se preciaron ni se quisieron poner a ser capitanes en la guerra de Dios y atalayas“
y añadía
“…hase juntado en la Iglesia, con la culpa de los negligentes pastores, el engaño de los falsos profetas, que son falsos enseñadores… Porque de estos tales escalones se suelen los hombres hacer malamente libres y desacatados a nuestra madre la Iglesia, y de allí vienen a descreerla del todo“
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Por si no fuera poco, el patrón de los sacerdotes españoles se hacía las mismas preguntas que nos hacemos hoy algunos fieles, no sé si muchos o pocos:
No nos maravillemos, pues, que tanta gente haya perdido la fe en nuestros tiempos, pues que, faltando diligentes pastores y legítimos ministros de Dios que apacentasen el pueblo con tal doctrina que fuese luz… y fuese mantenimiento de mucha substancia, y le fuese armas para pelear, y en fin, que lo fundase bien en la fe y encendiese con fuego de amor divinal, aun hasta poner la vida por la confesión de la fe y obediencia de la ley de Dios. ¿Cómo tantos errores y males pudieron entonces generalizarse entre los católicos sino a causa de falsos profetas, tolerados por pastores escasos de autoridad apostólica? ¿Cómo no se dio la alarma a su tiempo para prevenir tan grandes pérdidas?
El santo castellano-manchego no dudaba en señalar a la más alta “magistratura” de la Iglesia:
“Cosa es de dolor cómo no hubo en la Iglesia atalayas… que diesen voces y avisasen al pueblo de Dios este terrible castigo… para que se apercibiesen con penitencia y enmienda, y evitasen tan grandísimo mal. Y entre todos los que esto deben sentir, es el primero y más principal el supremo pastor de la Iglesia. Pues lo es en el poder, razón es que, como principal atalaya de toda la Iglesia, dé más altas voces para despertar al pueblo cristiano, avisándole del peligro que tiene presente y del que es razón temer que les puede venir".
Mas no se conformaba nuestro santo con señalar algunas de las causas del mal de la Iglesia. También daba soluciones:
“En adelante no sea elegido a dignidad obispal persona que no sea suficiente para ser capitán del ejército de Dios, meneando la espada de su palabra contra los errores y contra los vicios, y que pueda engendrar hijos espirituales a Dios… Mírese que la guerra que está movida contra la Iglesia está recia y muy trabada y muchos de los nuestros han sido vencidos en ella; y, según parece, todavía la victoria de los enemigos hace su curso“
Repito, aunque lo parezca, no estoy citando a un profeta de nuestro tiempo. Cito a un hombre de Dios que supo ver hace cinco siglos cuál era la raíz de la enfermedad que aquejaba a la Iglesia y proponía la medicina para curarla. Lo que ocurre es que, como acontece muchas veces con la Escritura, lo que vale para el pueblo de Dios en un determinado momento de su historia, vale para otro posterior. Y lo que Dios suscitó en sus profetas de hace milenos, lo suscitó en sus profetas de hace siglos y lo suscita en sus profetas de hoy, si es que en verdad no nos ha dejado al albur de la falta de ellos. Y de ser esto así, en todo caso “tenemos también la palabra profética más segura, a la cual hacéis bien en estar atentos como a una antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el día esclarezca y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones” (2ª Ped 1,9).
En definitiva, lo que un grupo cada vez más numeroso de fieles quiere de la Iglesia y sus pastores no es tanto una continua producción de documentos inmaculados, sino que ejerzan su autoridad con una determinación clara, rotunda y sin vuelta atrás. Los fieles no podemos hacer tal cosa. Ellos sí. Recuerden lo que han leído recientemente durante la Liturgia de las horas. Es de San Agustín:
Por nuestra parte, nosotros que nos encontramos en este ministerio, del que tendremos que rendir una peligrosa cuenta, y en el que nos puso el Señor según su dignación y no según nuestros méritos, hemos de distinguir claramente dos cosas completamente distintas: la primera, que somos cristianos, y, la segunda, que somos obispos. Lo de ser cristianos es por nuestro propio bien; lo de ser obispos, por el vuestro. En el hecho de ser cristianos, se ha de mirar a nuestra utilidad; en el hecho de ser obispos, la vuestra únicamente.
Son muchos los cristianos que no son obispos y llegan a Dios quizás por un camino más fácil y moviéndose con tanta mayor agilidad, cuanto que llevan a la espalda un peso menor. Nosotros, en cambio, además de ser cristianos, por lo que habremos de rendir a Dios cuentas de nuestra vida, somos también obispos, por lo que habremos de dar cuenta a Dios del cumplimiento de nuestro ministerio.
Sé bien que hay buenos obispos en la iglesia española. Y también sé que algunos se retraen, siquiera en parte, en hacer lo que el Espíritu empieza a suscitar en ellos, no por cobardía sino por una cuestión de prudencia y respeto a una jerarquía no escrita -el obispo es soberano en su diócesis- pero real. Pero de la prudencia a la falta de diligencia el camino es bien corto. A veces puede merecer la pena ser la mecha que encienda la pólvora, aunque luego todo el mundo sólo se acuerde de la explosión.
Que el Señor ilumine, anime y dé fuerzas a nuestros pastores,
Luis Fernando Pérez Bustamante