Más sobre el desplome de vocaciones en la diócesis de San Sebastián

En mi análisis de las declaraciones de monseñor Uriarte sobre el descenso de las vocaciones en su diócesis, ayer me centré en aquello que el obispo -en un gesto que, aunque tardío, habla bien de él- había señalado como causas del desastre. No cabe duda de que cuando una generación entera se entrega a la idolatría, sea esta del tipo que sea, es complicado sacar de ella un remanente de jóvenes que sientan el llamado de Dios. Ahora bien, mucho me temo que el componente nacionalista no es el único que puede explicar lo que está ocurriendo.

Me explico. La Iglesia ha sobrevivido siempre a todo tipo de papas, obispos, sacerdotes y religiosos entregados al nepotismo, la simonía y, como decía uno de mis tíos-abuelos, “la caza, el vino y las mujeres". No es que esos escándalos no afectaran a la imagen y credibilidad de la Iglesia. Negar tal cosa es tapar el sol con un dedo. De hecho, recientemente hemos comprobado el grave daño causado por los casos de abusos sexuales a menores por parte de sacerdotes. Ahora bien, la doctrina de la Iglesia siempre se ha mantenido igual en lo fundamental. Es decir, ni el peor de los papas, ni el más golfo de los obispos, osó nunca llamar bien a lo que era mal. Al pecado siempre se le llamó pecado, por mucho que parte de los pastores y de los fieles vivieran en el mismo.

Nuestro propio Señor Jesucristo dijo al pueblo de Israel que, respecto a los escribas y fariseos, debían cumplir lo que ellos enseñaban pero no hacer lo que ellos hacían. Es decir, podemos encontrarnos ante maestros que predican la verdad aunque vivan en la mentira. Finalmente tendrán que dar cuentas a Dios por ello, pero al menos nos habrán enseñado el camino correcto.

El drama viene cuando, aun llevando una vida más o menos aceptable desde el punto de vista moral, aquellos que han de enseñar la verdad se dedican a propagar la mentira o las medias verdades. La vida de pecado esclaviza el alma, pero lo que realmente mata sin remedio el espíritu del creyente es su dependencia de falsos maestros que le convencen de que no es pecado lo que sí es pecado, que le esconden aquello del evangelio que no es políticamente correcto, que en vez de predicar la fe de la Iglesia se dedican a difundir el “evangelio según yo mismo".

Y por eso, la pregunta que cabe hacer a monseñor Uriarte, y de paso a otros obispos, es la siguiente: ¿puede usted asegurar que en su diócesis se ha formado bien a los seminaristas y a los fieles? ¿es o no cierto que no pocas vocaciones auténticas han tenido que emigrar a otros seminarios, a otras tierras de España, para no tener que sufrir una formación deficiente? ¿no cree usted, de verdad y con el corazón en la mano, que gran parte de culpa de la realidad eclesial que les toca sufrir está provocada por lo que se ha enseñado durante décadas en su Instituto de Teología y Pastoral?

Por los frutos los conoceréis, dice el evangelio. Pues ya ve usted qué frutos ha dado el árbol de la iglesia guipuzcoana, don Juan María. Un árbol que durante demasiado tiempo no ha sido regado con el agua limpia del verdadero evangelio y de la genuina fe católica. Y que por eso se ha secado. Sólo espero que los responsables principales de esta tragedia -sobre todo uno que yo me sé- tengan al menos la decencia de quitarse de en medio, en el hipotético caso de que Roma decida enviar a un buen pastor para cuidar del poco rebaño que le queda a Cristo en esa tierra. De no ser así, de convertirse o seguir siendo obstáculos para la salvación de aquellos a los que una vez se puso bajo su tutela, no les arriendo las ganancias que obtendrán cuando tengan que presentarse delante de su Dios y Señor.

Luis Fernando Pérez Bustamante