Lutero

Lutero está de moda. En las últimas semanas se ha publicado una novela histórica, Cisma, nacida de la pluma de Jesús Bastante y acaba de salir “El caso Lutero", ensayo sobre el personaje por parte de César Vidal. Como quiera que no he leído ni la una ni el otro, no opinaré sombre ambos. Sí puedo opinar sobre alguna de las cosas que, a costa de los dos libros, se están diciendo. De lo que dijo Bastante ya he tratado en otro post. De lo que ayer manifestó César en la presentación de “su Lutero” pienso tratar ahora.

El titular que eligieron en Libertad Digital, y que puse para ReL, para informar de la presentación del Lutero de César, es el siguiente: “Lutero llegó a respuestas correctas porque se formuló las preguntas correctas". Parece claro que César Vidal tiene una visión favorable del ex-monje agustino alemán. Raro sería lo contrario debido a su condición de protestante evangélico. En un alarde de entusiasmo protestantil, el bueno de César afirmó que lo que identifica a Lutero es que “frente a los problemas de la humanidad vuelve a la Biblia por encima de cualquier tipo de jerarquía de orden establecido". Hombre, dicho así, suena bien. De hecho, la Dei Verbum del Concilio Vaticano II asegura del Magisterio de la Iglesia que “… evidentemente, no está sobre la palabra de Dios, sino que la sirve, enseñando solamente lo que le ha sido confiado, por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo la oye con piedad, la guarda con exactitud y la expone con fidelidad, y de este único depósito de la fe saca todo lo que propone como verdad revelada por Dios que se ha de creer". Es decir, no hay jerarquía alguna por encima de ninguna Biblia. Al menos no en la Iglesia Católica.

Ahora bien, el “problemilla” viene cuando de la idea de que la Biblia está por encima de cualquier jerarquía se pasa a “yo conmigo mismo y mis circunstancias estoy por encima de cualquier jerarquía a la hora de interpretar la Biblia". Amigos, ahí la cosa cambia. No se trata ya de analizar, rechazar o aceptar el papel que la Tradición juega en la Palabra de Dios, algo en lo que Lutero también entró. No, no, el meollo de la labor de Lutero es que pone al cristiano al mismo nivel o por encima de la Iglesia a la hora de interpretar la Escritura. El libre examen es la “respuesta correcta a la pregunta correcta” sólo en el caso de que la pregunta sea “¿cómo hemos de encontrar el sistema ideal para que aparezcan todo tipo de herejías y cismas?"; ¿o es que acaso Arrio no preguntaba a la Biblia las respuestas para su teología?; y cuando Arminio rechazaba el predestinacionismo extremo de Calvino, ¿apelaba o no apelaba a la Biblia?

Que la Iglesia necesitaba una Reforma en tiempos de Lutero, nadie lo pone en duda. Que si la política no hubiera enredado y si el papado hubiera sido más inteligente y sensato, lo del alemán no ocuparía hoy más de dos líneas en la historia de la Iglesia, tampoco creo que sea discutible. Pero una cosa es darle la razón al ex-agustino sobre la necesidad de poner freno a los abusos que había en su tiempo, y otra aceptar que lo que él propuso era la solución correcta. No tanto por la llamada a volver a la Revelación, que siempre es cosa sana y sensata, sino porque proponer el libre examen de las Escrituras es como dar veneno para curar un cáncer. El cáncer desaparece, por supuesto. Pero el enfermo también. Y allá donde el protestantismo triunfó, la Iglesia a la que el Credo llama Una, Santa, Católica y Apostólica, desapareció.

De hecho, el propio Lutero pudo comprobar los efectos de su “genial idea". Cuando se vio con Zwinglio para tratar el tema de la Eucaristía, el acuerdo fue imposible. La libre interpretación del uno contradecía a la libre interpretación del otro, y como allí no había autoridad eclesial ni magisterio que dictaminara cuál de los dos tenía razón, pues quedaron en un “tú por aquí y yo por allí” y santas pascuas. La cosa se puso tan fea, tan fea, que Lutero llegó a decir que “…hay tantas sectas y opiniones como cabezas. Este niega el bautismo; el de más allá cree que hay otro mundo en el nuestro y el día del juicio. Unos dicen que Jesucristo no es Dios; otros dicen lo que se les antoja. No hay palurdo ni patán que no considere inspiración del cielo lo que no es más que sueño y alucinación suya". He ahí el pirómano quejándose del fuego que encendió. He ahí la respuesta correcta a la pregunta correcta del reformador alemán.

Por otra parte, se equivoca seriamente quien piense que Lutero amaba la Biblia. No señores, no. Amaba aquello de la Biblia que le encajaba con su propia teología. Pero despreciaba, por ejemplo, la epístola de Santiago -Stg 2,24 se carga su dogma sola fide-. Le repateaba Hebreos. Le caía mal el libro de Ester. Y mandó a los deuterocanónicos a freír esparcinas. Ese era Lutero. Ese era el personaje al que hoy algunos tratan de encumbrar. El que justificó la bigamia de Felipe Hesse. El que en su traducción de la Biblia al alemán cambió un versículo para que el inexistente “sola fide” apareciera en la Biblia. El que empezó un fuego que estuvo a punto de devorar Europa entera.

Que se lo queden envuelto con un lacito. Yo no lo quiero.

Luis Fernando Pérez Bustamante