La ley es para todos o no es para nadie

Cuando al arzobispo Marcel Lefebvre procedió a ordenar como obispos a cuatro sacerdotes de la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X, el Papa Juan Pablo II anunció la excomunión de los cinco a través del motu proprio Ecclesia Dei. En el mismo se podía leer lo siguiente:

“Al realizar ese acto, a pesar del monitum público que le hizo el cardenal Prefecto de la Congregación para los Obispos el pasado día 17 de junio, el reverendísmo mons. Lefebvre y los sacerdotes Bernard Fellay, Bernard Tissier de Mallerais, Richard Williamson y Alfonso de Galarreta, han incurrido en la grave pena de excomunión prevista por la disciplina eclesiástica” (Código de Derecho Canónico, can. 1.382).

El artículo del canon citado reza así:

1382 El Obispo que confiere a alguien la consagración episcopal sin mandato pontificio, así como el que recibe de él la consagración, incurre en excomunión latae sententiae reservada a la Sede Apostólica.

Parece, por tanto, fuera de toda duda que la excomunión era conforme a la ley que la Iglesia se ha dado a sí misma y, de hecho, el que los obispos ordenados por Lefebvre hayan solicitado al Papa Benedicto XVI que les remitiera esa pena es un reconocimiento explícito de la licitud de la misma.

Ahora bien, el mismo código de derecho canónico que se aplicó a monseñor Lefebvre contiene los siguientes artículos:

751
Se llama herejía la negación pertinaz, después de recibido el bautismo, de una verdad que ha de creerse con fe divina y católica, o la duda pertinaz sobre la misma; apostasía es el rechazo total de la fe cristiana; cisma, el rechazo de la sujeción al Sumo Pontífice o de la comunión con los miembros de la Iglesia a él sometidos.

1364
§ 1. El apóstata de la fe, el hereje o el cismático incurren en excomunión latae sententiae, quedando firme lo prescrito en el c. 194 § 1, 2; el clérigo puede ser castigado además con las penas enumeradas en el ⇒ c. 1336 § 1, 1 , 2 y 3.
§ 2. Si lo requiere la contumacia prolongada o la gravedad del escándalo, se pueden añadir otras penas, sin exceptuar la expulsión del estado clerical.

En ese sentido, la Instrucción pastoral “Teología y secularización en España” que publicó la Conferencia Episcopal española hace casi 3 años denunciaba lo siguiente:

Una expresión de los errores eclesiológicos señalados es la existencia de grupos que propagan y divulgan sistemáticamente enseñanzas contrarias al Magisterio de la Iglesia en cuestiones de fe y moral. Aprovechan la facilidad con que determinados medios de comunicación social prestan atención a estos grupos, y multiplican las comparecencias, manifestaciones y comunicados de colectivos e intervenciones personales que disienten abiertamente de la enseñanza del Papa y de los obispos…

…. La existencia de estos grupos siembra divisiones y desorienta gravemente al pueblo fiel, es causa de sufrimiento para muchos cristianos (sacerdotes, religiosos y seglares), y motivo de escándalo y mayor alejamiento para los no creyentes….

…. es necesario recordar, además, que existe un disenso silencioso que propugna y difunde la desafección hacia la Iglesia, presentada como legítima actitud crítica respecto a la jerarquía y su Magisterio, justificando el disenso en el interior de la misma Iglesia, como si un cristiano no pudiera ser adulto sin tomar una cierta distancia de las enseñanzas magisteriales….

…. esta actitud encuentra apoyo en miembros de Centros académicos de la Iglesia, y en algunas editoriales y librerías gestionadas por Instituciones católicas. Es muy grande la desorientación que entre los fieles causa este modo de proceder.

Creo que la pregunta es obligada. ¿Qué hace más daño a la comunión eclesial, a los fieles y a la propia Iglesia? ¿el arzobispo que ordena obispos contra la voluntad del Papa o los teólogos, religiosos, sacerdotes, profesores y formadores de seminarios que niegan una y otra vez dogmas de la Iglesia de forma pública y notoria? ¿Por qué se excomulgó a Lefebvre y a los teólogos que publican libros contra la fe de la Iglesia se les castiga con una simple prohibición a enseñar doctrina católica, sin ni siquiera suspenderles a divinis en caso de que sean sacerdotes?

¿Cómo calificar a un juez que ex inflexible con unos y hace prácticamente la vista gorda con otros? ¿para qué queremos una ley canónica si no se juzga a todos por el mismo rasero? ¿qué tipo de Iglesia se quiere con ese comportamiento?

Se me dirá que hay razones pastorales para actuar de esa manera. Pero resulta que los mismísimos obispos reconocen que son los fieles los primeros en sufrir las nefasta consecuencias de una pastoral que se muestra inválida para aplicar la ley eclesial a los que profanan la fe. ¿Qué pastoral es esa que deja a los fieles inermes antes herejes de todo pelaje? ¡Que alguien me lo explique con argumentos, por favor!

Y es que, como acertadamente ha recordado monseñor Fellay en su carta con motivo de la remisión de la excomunión a los obispos de la FSSPX, Pablo VI habló de la infiltración del “humo de Satanás” y de “autodemolición” de la Iglesia, Juan Pablo II de “apostasía silenciosa” y Benedicto XVI comparó a la Iglesia con una barca que hacía agua por todas partes. Soy de la opinión de que la razón de semejante desastre tiene mucho que ver con la negativa de los pastores a aplicar la misma ley que Juan Pablo II usó para excomulgar a quienes, entre otras cosas, denunciaban con energía el marasmo al que la Iglesia se había entregado tras el Concilio Vaticano II.

El cristianismo no es un conjunto de leyes canónicas. La Iglesia sobrevivió siglos sin necesidad de darse a sí misma un código de derecho canónico. Pero siempre, siempre, siempre ha sufrido cuando no ha puesto todo lo que está en su mano para acabar con quienes atentan contra el depósito de la fe, contra los que infiltran en el alma de los fieles el espíritu del error. Y si hoy estamos como estamos, es porque la crisis de los últimos cuarenta años es, con casi total seguridad, la más grave por la que ha pasado la Iglesia Católica desde aquella época en que el arrianismo casi derrota a la fe de Nicea. El Cisma de Oriente tuvo más de político-eclesial que de doctrinal. Idem se puede decir del Cisma de Occidente, con papas y antipapas partiéndose la crisma por ser el legítimo sucesor de San Pedro. Y la crisis de la Reforma no sólo no acabó con la fe católica sino que consiguió que la misma produjera uno de los más grandes concilios habidos en la historia: el de Trento. Nada que ver con el espectáculo al que hemos asistido en las últimas décadas, donde el “ethos” católico y el “sensus fidelium” se han ido a hacer gárgaras casi por completo.

Luis Fernando Pérez Bustamante