Tras una persecución brutal en el primer siglo y medio del cristianismo, el Imperio romano decidió dejar a los cristianos en paz durante largos años. Pero eso cambió en el año 249, cuando el emperador Decio llegó al poder. En enero del año siguiente, 250, publicó el siguiente decreto:
Se requiere a todos los habitantes del imperio para que hagan sacrificios ante los magistrados de su comunidad «por la seguridad del imperio» en un día determinado (la fecha variaría en cada lugar y la orden pudo haber sido que el sacrificio tenía que estar consumado dentro de un específico período después de que la comunidad recibiera el edicto). Cuando hagan el sacrificio podrán obtener un certificado (libellus) documentando el hecho de que han cumplido la orden.
Ni que decir tiene que la ceremoncia sacrificial que se pedía era de naturaleza pagana. La reacción de los cristianos, a diferencia de en los dos siglos anteriores, donde prácticamente todos prefiriendo sufrir el martirio a renegar de Cristo, fue muy variada. Hubo muchos que se negaron a obedecer al emperador, lo que les llevó a entregar su sangre por el Señor. Entre ellos, el papa San Fabián. Pero otros apostataron de diversas maneras. Concretamente estas:
- Los sacrificati, que fueron aquellos que consintieron en hacer sacrificios a los dioses romanos o a la imagen del emperador. Los thurificati, aquellos que quemaron incienso ante las imágenes de los ídolos,
- Los libellaciti, aquellos que obtuvieron un certificado por parte de las autoridades donde constaba que habían abjurado del cristianismo y hecho ofrendas a los dioses. Muchos de estos certificados se obtuvieron también por soborno y compra.
- Los acta facientes, que fueron aquellos que realizaron acciones directas para salvar su vida o admitieron falsedades bajo coerción.
- Los traditori, que entregaron a las autoridades objetos sagrados o escrituras, o que delataron a otros cristianos.
No era la primera vez que el pueblo de Dios se enfrentaba a la elección entre la fidelidad al Señor o a los gobernantes de turno. Como bien relata el I Libro de los Macabeos, Antioco Epífanes…
… envió decretos a Jerusalén y a las ciudades de Judá para que vivieran conforme a tradiciones extrañas a las del país. que se prohibiera hacer holocaustos, sacrificios y libaciones en el Santuario; que profanaran los sábados y los días de fiesta; que el Santuario y los objetos sagrados fueran contaminados; que levantaran altares, templos e ídolos; que hicieran sacrificios de cerdos y animales impuros; que no circuncidaran a sus hijos y que hicieran sus almas abominables con toda clase de inmundicia y profanación; así se olvidarían de la Ley y cambiarían todas sus buenas costumbres.
El que no cumpliera la orden del rey sería condenado a muerte. Redactó un decreto para todo su reino en estos términos y nombró inspectores para todo el pueblo. Además obligó a las ciudades de Judá, una por una, a que ofrecieran sacrificios.
1 Mac 1,44-51
Muchos judíos apostataron pero a su vez:
…muchos en Israel se mantuvieron firmes y se llenaron de valor para no comer alimentos impuros. Prefirieron morir antes que mancharse con la comida o profanar la alianza santa. Y, en efecto, murieron y fue muy grande la ira que se desencadenó sobre Israel.
1 Mac 1,62-64
Es una constante que cada cierto tiempo los hijos de Dios tienen que enfrentarse a elegir por gracia el martirio o caer en la apostasía, aceptando algo que va en contra de la fidelidad al Señor. Lo vimos el siglo pasado con la persecución a los cristeros en México y a los católicos españoles durante la II República y la Guerra Civil, y lo vemos hoy en China, la India, Oriente Medio, África, etc.
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