Ser víctimas del pecado ajeno no nos da vía libre para pecar

Aunque en bastantes ocasiones cuando algo nos va mal, tenemos lo que nos hemos buscado, no pocas de las desgracias que sufrimos en nuestra vida son consecuencia de pecados ajenos. Por ejemplo, si te matan a tu padre siendo adolescente, el sufrimiento que conlleva la pérdida no es culpa tuya, sino del asesino. Si siendo niño tus padres te maltrataron miserablemente, la culpa de que llegues a la adolescencia y la madurez en una situación psicológica complicada no es tuya, sino de tus padres. Y así podríamos poner mil ejemplos.

De igual forma, cuando en un matrimonio uno de los cónyuges comete adulterio y la cosa acaba en divorcio, es evidente que el otro cónyuge es víctima del pecado ajeno. Y tiene consecuencias para toda la vida. Si hay niños de por medio, más aún.

Ahora bien, el ser víctima del mal de los demás no nos da derecho a cometer nosotros mal alguno. El hijo de un maltratador no tiene derecho a maltratar a sus hijos. El hijo de una víctima del terrorismo no tiene derecho a tomarse la justicia por su mano. Y la víctima de un adulterio no tiene derecho a convertirse ella misma en adúltera. De igual manera, la víctima de una violación que se queda embarazada no puede combatir esa injusticia haciendo que maten al ser humano que se está formando en su seno. El mal siempre se combate con el bien, no añadiendo otro mal

En el caso de los cristianos, tenemos la enorme ventaja de que la gracia de Dios acude en nuestro auxilio. Solo por gracia podemos soportar las injusticias que sufrimos por pecados ajenos. Solo por gracia podemos permenecer fieles cuando todo lo que nos rodea es infidelidad. Solo por gracia podemos convertir en cruz redentora el dolor y la pena que nos causan otros.

Si hubiera una predicación ungida y poderosa de la gracia de Dios, gran parte de las dificultades pastorales que enfrenta la Iglesia se verían superadas. No todo sería color de rosa, pero tendríamos la clave para ayudar a los fieles a crecer en santidad, que es lo mismo que crecer en esa felicidad auténtica que solo Dios nos puede dar.

Y si a alguien le parece extraño lo que digo, que recuerde que nadie sufrió tanto por los pecados ajenos como el propio Cristo, quien estando sin pecado -no podemos decir lo mismo- fue a la Cruz a recibir el castigo que nosotros merecíamos. De su Cruz obtenemos el perdón y la capacidad de sobrellevar nuestras propias cruces. Si sufrimos por las acciones de otros, llevemos ese sufrimiento a los pies de la Cruz de Cristo, pongamoslo en los brazos de la Dolorosa y roguemos para que se convierta en instrumento de salvación para los demás y para nosotros mismos.

Laus Deo Virginique Matri

Luis Fernando Pérez Bustamante