Test de ortodoxia catolica II
1) Cuando hablamos de la Trinidad, queremos decir que el único Dios tiene tres personalidades distintas. Unas veces actúa como Padre, que simboliza la fuerza; otras como Hijo, que simboliza la sabiduría; otras, por fin, como Espíritu Santo, que simboliza el amor de Dios.
Falso
Esta afirmación se parece más a una concepción hinduista de Dios. Nosotros, católicos, por la revelación, sabemos que es distinto. Mucho más grandioso que esto. Con la expresión Santísima Trinidad empieza a descubrirnos la divina Revelación lo más sublime y misterioso, oculto en aquella luz inaccesible, donde habita Dios; luz que ningún hombre vio ni puede ver. Cuando decimos que Dios es Padre significamos que hemos de reconocer en la única esencia divina no una sola Persona, sino distinción de Personas. Porque tres son las Personas en Dios: el Padre, que es ingénito; el Hijo, que es engendrado por el Padre desde toda la eternidad, y el Espíritu Santo, que eternamente procede del Padre y del Hijo.
Y es el Padre, en una única esencia divina, la primera Persona, el cual, con su unigénito Hijo y con el Espíritu Santo, es un solo Dios y un solo Señor; no en la singularidad de una única Persona, sino en la trinidad de una sola sustancia.
Las tres divinas Personas se distinguen entre sí realmente. Son verdaderamente tres personas distintas, no al modo de una personalidad, como si Dios actuara como Padre unas veces y otras como Hijo y otra como Espíritu Santo. Pero, a la vez, son un solo Dios, una sola es la naturaleza divina.
Se distinguen estas tres personas divinas únicamente por sus propiedades. Sería absurdo y herético suponer cualquier diferencia o desigualdad entre ellas. Es propio del Padre el ser ingénito; del Hijo, el ser engendrado por el Padre, y del Espíritu Santo, el proceder del Padre y del Hijo. De esta manera reconocemos tal identidad de esencia y sustancia en las tres Personas divinas, que, al confesar al verdadero y eterno Dios, creemos debe ser adorada piadosa y santamente: la propiedad en las Personas; la unidad en la Esencia y la igualdad en la Trinidad.
Y cuando decimos que el Padre es la primera Persona, no queremos afirmar que en la Trinidad exista el antes y el después, lo más y lo menos; esto constituiría una verdadera impiedad, contraria a la religión cristiana, que predica una misma eternidad y una misma majestad de gloria en las tres Personas. Si afirmamos con propiedad, y sin lugar alguno a duda, que el Padre es la primera Persona, lo hacemos porque Él es el principio sin principio; y, puesto que Él es la Persona distinta con la propiedad de Padre, a Él solo determinadamente conviene engendrar al Hijo desde toda la eternidad.
Cuando hablamos del Hijo, se nos propone creer y contemplar los más sublimes misterios de Jesucristo: que es Hijo de Dios, verdadero Dios como el Padre, engendrado por Él desde toda la eternidad. Le confesamos, además, como la segunda Persona de la Santísima Trinidad, igual en todo a las otras dos: no puede pensarse ni siquiera imaginarse disparidad o diferencia alguna en las divinas Personas, siendo única e idéntica la esencia, voluntad y poder de las tres.
Esta verdad se repite claramente en muchos textos de la Sagrada Escritura. Recordemos las palabras de San Juan: «Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios» (Jn 1,1). Mas, al hablar del Verbo como Hijo de Dios, a nadie se le ocurra pensar en un nacimiento u origen terreno y mortal. Jamás podremos comprender con nuestra razón, ni siquiera imaginar, el misterioso modo con que el Padre engendra desde toda la eternidad a su Hijo; pero hemos de creerlo con toda nuestra fe y adorarlo en lo más íntimo del corazón, repitiendo estremecidos las palabras del profeta: «Su generación, ¿quién la contará?» (Is 53,8).
Esto es lo que hemos de creer: que el Hijo posee la misma e idéntica naturaleza, sabiduría y poder que el Padre, como explícitamente confiesa el Símbolo de Nicea: «Y en un solo Señor, Jesucristo, Hijo unigénito de Dios y nacido del Padre antes de todos los siglos; Dios de Dios, Luz de luz; verdadero Dios de Dios verdadero; engendrado, no hecho; consubstancial al Padre, por quien todas las cosas han sido hechas».
Entre los varios símiles utilizados para explicar la naturaleza y el modo de la eterna generación del Hijo, se puede tomar uno de nuestro mismo modo de pensar. San Juan llama Verbo a la segunda Persona de la Santísima Trinidad. Porque así como nuestra mente, al conocerse de algún modo a sí misma, forma una imagen suya, llamada verbum mentis, del mismo modo - en cuanto las cosas humanas se pueden comparar con las divinas - Dios, al conocerse a sí mismo, engendra al Verbo eterno.
2) Cuando el Credo dice que “el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo” quiere señalar que la creación del Espíritu Santo no la obró el Padre solo, sino junto con el Hijo.
Falso
El Espíritu Santo es Dios, como el Padre y el Hijo, con idéntica naturaleza que ellos, y como ellos omnipotente y eterno, infinitamente perfecto, bueno y sabio. No puede decirse que haya sido creado, pues eso supondría que es creatura y no verdadero Dios.
Denominamos a la tercera Persona con el nombre genérico de Espíritu Santo, nombre que le conviene con toda perfección, porque Él es quien infunde en nuestras almas la vida espiritual, y sin el aliento de su divina inspiración nada podemos hacer digno de la vida eterna.
3) La razón humana tiene fuerzas suficientes para procurar el bien de los hombres y de los pueblos, y para dar soluciones a los problemas del mundo moderno.
Falso
Consta en el número III del Syllabus, que considera esta proposición como racionalismo absoluto. En las respuestas al Test de Ortodoxia I, sobre gracia y libertad, ya he dado solución a esto, por lo que solo daré una pincelada a modo de repaso. En el estado de justicia original (antes del pecado de Adán) podía el hombre procurar con sus fuerzas el bien temporal. El bien sobrenatural, en cambio, supera del todo las capacidades de nuestra naturaleza, aun en este primer estado de justicia. Pero, caído Adán –y con él la humanidad completa- ni aun el bien temporal nos es posible alcanzarlo sin el remedio de la gracia habitual o santificante. Podemos, sí, hacer algún bien aislado; pero no perseverar en éste por mucho tiempo –y menos aun dar solución a los problemas del mundo moderno, en gran parte con causas en el orden sobrenatural-.
4) La Iglesia tiene el deber y la obligación de reprender a la filosofía y no tolerar sus errores.
Verdadero
Consta en el número X del Syllabus, que considera la contraria a esta proposición como racionalismo moderado. Los averroístas, al proponer cuestiones filosóficas contrarias a la fe, alegaban que había una doble verdad. Una alcanzada por la sola razón natural –la verdad de la filosofía- y otra por la fe –la verdad teológica-. Santo Tomás refuta ampliamente este error. Si entendemos la verdad como la adecuación de nuestro pensamiento con la realidad, nos resultará imposible aceptar que dos cosas contradictorias sean a la vez verdaderas. No es posible pensarlo, pues la realidad es una, y una la verdad sobre ella.
Pero ¿y si fe y razón entran en conflicto, qué hacer? Hay que tener en consideración dos cosas:
a) No hay que dar por ciertas cuestiones que son opinables o teorías –tanto en teología como en filosofía u otra ciencia-. Así, si el conflicto es entre materias opinables de diferentes campos del saber, no conviene tratar el asunto como si fueran verdades irreconciliables. Si se trata de algo cierto en un campo y dudoso en otro, inclinarse por asentir al primero.
b) Si no se puede por esta primera vía, puesto que tanto el teólogo como el filósofo (o científico) tienen su afirmación como absolutamente cierta, hay que considerar que la razón humana puede equivocarse en sus razonamientos, no así la fe –que es revelada por el mismo Dios, que no puede errar-. Por tanto, en cuestiones ciertas de la fe, hay que dar por errada una proposición contraria de la filosofía –y la Iglesia tiene el deber de decirlo públicamente, para bien de sus fieles-. Así se ha hecho en muchas ocasiones. Por ejemplo, cuando dogmáticamente se definió que puede el hombre remontarse analógicamente, por el principio de causalidad, a Dios con su sola razón natural. Lanza, con esto, anatemas al agnosticismo kantiano, al empirismo de Hume y Locke y a cualquier otro filósofo o científico que diga lo contrario.
5) Los hombres pueden encontrar en el culto de cualquier religión el camino de la salvación eterna y alcanzar la eterna salvación.
Falso
Consta en el número XVI del Syllabus, que considera este error como indiferentismo. En muchos documentos magisteriales se trata sobre este asunto. El último del que tengo memoria es la Declaración Dominus Iesus, de la congregación para la doctrina de la fe.
Una sola es la religión verdadera, la fundada por Cristo, y solo en ella es posible salvarse. Si no ¿Para qué instituyó una Iglesia?
Es cierto que, como Cristo unas veces curaba tocando y otras a distancia, puede alguien salvarse por medio de la Iglesia sin estar dentro de sus límites visibles. Esto es lo que se llama bautismo de deseo. También es cierto que ése no es el camino ordinario. La mayor cantidad de milagros los hizo Cristo con el contacto. Del mismo modo, lo ordinario y seguro es que los hombres se salven dentro de la Iglesia, visiblemente. Por esto hay obligación de todo cristiano del apostolado, cada uno en su ámbito.
6) En nuestra edad no conviene ya que la religión católica sea tenida como la única religión del Estado, con exclusión de cualesquiera otros cultos.
Falso
Consta en el número LXXVII del Syllabus, que llama a este error liberalismo. Hay mucha documentación magisterial sobre el tema de la separación Iglesia-Estado (Cf. S.S. León XIII, Libertas Praestantissimum 14; S.S. León XIII, Humanus Genus 12, 16; S.S. Beato Pío IX, Syllabus Complectens Praecipuos Nostrae Aetatis 55, 77; S.S. Gregorio XVI, Mirari Vos 16; S.S. Pío XI, Quas Primas 17, 23; etc.).
Jesucristo es Señor y Rey de todo, también de las sociedades. Esto por tres razones. En primerísimo lugar, por tener una naturaleza divina. Él es omnipotente, eterno e inmenso. Y en cuando Dios y Creador, todo le debe ser sometido, igual que al Padre y al Espíritu Santo. Porque, siendo Dios eterno como el Padre, es igualmente Señor de todas las cosas como Él. El Hijo y el Padre no son dos Dioses, sino uno solo, como no son dos Señores, sino un solo Señor.
En cuanto a su naturaleza humana, también le conviene en grado máximo y excelentísimo el título de Rey y Señor. Ante todo, porque fue nuestro Redentor y nos liberó de la esclavitud del pecado, adquirió Jesucristo en estricta justicia el poder y señorío sobre todos los hombres. Es decir, le corresponde este título real por conquista. San Pablo dijo: «Se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz; por lo cual Dios le exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble la rodilla cuanto hay en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre» (Fil 2,8-11). Y el mismo Jesucristo afirmó de sí después de su resurrección: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 18,18).
Es, además, Señor, por estar unidas en su única Persona las dos naturalezas, divina y humana. Por esta maravillosa unión mereció - aun cuando no hubiera muerto por nosotros - ser constituido Señor universal de todas las criaturas, especialmente de aquellas que habían de obedecerle y servirle con íntimo afecto del alma. Es decir, le corresponde este título también por derecho.
Al final del ciclo litúrgico, celebramos la gran solemnidad de Cristo Rey (quienes siguen el calendario antiguo, lo hacen el último domingo de octubre). Cuando decimos que Él es rey, no lo hacemos significando una soberanía sobre los corazones exclusivamente. La religión no puede quedar relegada del plano público. Eso equivaldría a negar su veracidad. Los estados también deben dar culto al Rey de reyes y Señor de señores.
Es cierto que habrá casos en que un Estado no pueda ser confesional por el reducido número de católicos en el país o por su abierta anti-catolicidad. En estos casos puede tolerarse, a modo de mal menor. Pero, aun cuando quedara un solo católico en el mundo, el Estado confesional seguiría siendo más perfecto y mejor; ya que, del mismo modo que en el Verbo Eterno se unen las dos naturalezas (humana y divina) sin confundirse ni dividirse, así han de estar el Estado y la Iglesia. Unidas en matrimonio indisoluble hasta que la muerte –parusía- los separe.
Los católicos liberales estiman que no debe Cristo reinar sobre el mundo secular, sino solamente sobre las conciencias individuales, las familias o pequeñas comunidades. Ellos reconocen que a Cristo le ha sido dado «todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18); pero creen que el bien común de los pueblos se logra mejor si esa autoridad de nuestro Señor Jesucristo no se ejerce sobre las sociedades. Esta posición, aunque no lo quieran quienes la mantienen, lleva consigo inevitablemente la convicción de que el mundo secular debe ser dejado bajo el influjo del Maligno… Pero tal convicción es incompatible con el Evangelio, y solo puede ser mantenida por cristianos infieles. O tontos.
7) Como en el depósito de la fe se contienen solamente las verdades reveladas, bajo ningún concepto corresponde a la Iglesia juzgar sobre las afirmaciones de las ciencias humanas.
Falso
Consta en el número V del decreto Lamentabili. Es errada esta afirmación por dos razones fundamentales:
a) No todas las verdades reveladas son de orden puramente sobrenatural. Están las llamadas verdades mixtas, es decir, que pueden conocerse por la sola razón natural y también por la fe. Tal es el caso de la indisolubilidad del matrimonio, el inicio de la vida, la dignidad humana, la inmortalidad del alma, la racionalidad de la fe y la existencia de Dios, etc.
b) Como ya expliqué al hablar de la doble verdad en la pregunta 4, no es posible que una afirmación de la ciencia y una de la revelación sean ambas contradictorias y verdaderas. Por tanto, en caso de que la ciencia afirme algo contrario a la revelación, la Iglesia tiene el deber de corregir tal error.
8) La Iglesia, al proscribir errores, exige de los fieles que acepten, con un sentimiento interno, los juicios por ella pronunciados.
Verdadero
Consta en el número VII del decreto Lamentabili. El catecismo de la Iglesia católica sostiene que «La fe es la virtud teologal por la que creemos en Dios y en todo lo que El nos ha dicho y revelado, y que la Santa Iglesia nos propone» (CEC 1814). Por tanto, la virtud de la fe no puede darse fuera de la obediencia filial a la Santa Iglesia católica. El error contrario a esta afirmación, sostenido por los modernistas, es protestantismo puro.
9) Los que creen que Dios es verdaderamente autor de la Sagrada Escritura dan prueba de una simplicidad o ignorancia excesivas.
Falso
Consta en el número IX del decreto Lamentabili. Así mismo lo proclama el Concilio Vaticano II cuando dice «La santa Madre Iglesia, según la fe apostólica, tiene por santos y canónicos los libros enteros del Antiguo y Nuevo Testamento con todas sus partes, porque, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor y como tales se le han entregado a la misma Iglesia» (DV 11). El modernismo, plagado de naturalismo, se esmera en quitar todo lo sobrenatural de la fe. Por eso afirman que creer que Dios inspiró la Biblia es un cuento de viejas. Pero nosotros, católicos, sabemos que Dios obra en la historia por mediaciones humanas. Por tanto, no nos causa problema afirmar que Dios es causa primera de la redacción de la Sagrada Escritura, bajo cuya inspiración escribieron los hagiógrafos «todo y sólo lo que El quería» (DV 11).
10) La inspiración de los libros del Antiguo Testamento consiste en que los escritores israelitas transmitieron las doctrinas religiosas bajo un aspecto peculiar poco conocido o ignorado por los paganos.
Falso
Consta en el número X del decreto Lamentabili. La inspiración del Antiguo testamento consiste en que es Dios habla en los libros sagrados, puesto que Él es su autor primero. De manera que «todo lo que los autores inspirados o hagiógrafos afirman, debe tenerse como afirmado por el Espíritu Santo» (DV 11), como salido de la misma boca de Dios.
11) La inspiración divina se extiende a toda la Sagrada Escritura de tal modo que preserve de todo error a todas y cada una de sus partes.
Verdadero
Consta en el número XI del decreto Lamentabili. Por supuesto, aquí hay que hacer una precisión. «Hay que confesar que los libros de la Escritura enseñan firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que Dios quiso consignar en las sagradas letras que nuestra salvación.» (DV 11). En cuando a la verdad que quiso Dios consignar, toda la sagrada escritura está libre de error, pues a toda ella (al nuevo y al antiguo testamento) se extiende la inspiración divina. En otros asuntos, habrá que atenerse a los géneros literarios y entenderlo a la luz del contexto en que fue escrito.
12) Fueron los mismos evangelistas y los cristianos de la segunda y tercera generación quienes elaboraron artificiosamente las parábolas del Evangelio; y así explicaron los exiguos frutos de la predicación de Cristo entre los judíos.
Falso
Consta en el número XIII del decreto Lamentabili. Negar la historicidad de los evangelios es algo muy propio de los modernistas. Ellos no creen en la posibilidad de los milagros, ya que su agnosticismo les hace imposible concebir como verdadera cualquier intervención sobrenatural de Dios en la historia. Nosotros en cambio creemos que «los cuatro Evangelios tienen origen apostólico» (Dei Verbum 18) y, además, «que los cuatro referidos Evangelios, cuya historicidad afirmamos sin vacilar, comunican fielmente lo que Jesús Hijo de Dios, viviendo entre los hombres, hizo y enseñó realmente para la salvación de ellos, hasta el día que fue levantado al cielo» (Dei Verbum 19).
13) La revelación, que constituye el objeto de la fe católica, quedó completa con los Apóstoles.
Verdadero
Consta en el número XXI del decreto Lamentabili. En Cristo culmina la revelación divina, Él es la única Palabra del Padre, en quien todo se nos ha dicho. Por eso, todo el conjunto de la revelación se entiende a la luz de Cristo. El antiguo testamento queda iluminado en su verdadero sentido a la luz del Señor.
El Verbo hecho Carne nos revela a Dios. Al verlo a Él, vemos al Padre (Jn 14, 9). Él, «con su total presencia y manifestación personal, con palabras y obras, señales y milagros, y, sobre todo, con su muerte y resurrección gloriosa de entre los muertos; finalmente, con el envío del Espíritu de verdad, completa la revelación» (DV 4).
Por tanto, quiso el mismo Verbo que la revelación no quedara concluida con su ascensión, sino con el envío del Espíritu Santo a los Apóstoles, prometiéndoles que Él los conduciría hasta la verdad completa (Jn 16, 13).
Tenemos, de esta manera, dos fuentes de revelación: la tradición escrita y la oral. Ambas tienen su origen en Jesucristo y en el Espíritu Santo que Él envío.
Los protestantes niegan la tradición, como si todo lo enseñado y predicado por los apóstoles y transmitido después oralmente, no fuera parte de la revelación. Pero esto es contrario a las enseñanzas de la misma escritura, que dice «que nadie puede interpretar por cuenta propia una profecía de la Escritura. Porque ninguna profecía ha sido anunciada por voluntad humana, sino que los hombres han hablado de parte de Dios, impulsados por el Espíritu Santo.» (2 P 1, 20-21).
Los modernistas y progresistas afirman que la tradición no está completada. Para ellos, todo dogma se haya sujeto a mutación, para acomodarse mejor al sentimiento religioso de cada época. A esto, San Pío X lo llama «¡Cúmulo, en verdad, infinito de sofismas, con que se resquebraja y se destruye toda la religión!» (Pascendi 10).
14) Puede concederse que el Cristo que presenta la historia es muy inferior al Cristo que es objeto de la fe.
Falso
Consta en el número XXIX del decreto Lamentabili. Esta distinción, típicamente modernista, es fruto de aquel agnosticismo del que ya hablaba más arriba. Como no conciben, por las erradas filosofías que adoptan, que Dios pueda intervenir en la historia, niegan de tal modo todo aquello que en la vida de Cristo tenga de sobrenatural, que terminan rebajándolo a puro hombre. San Pío X lo explica largamente en la Pascendi, yo solo parafrasearé lo que él dice (28 y ss.).
Comienzan los modernistas haciendo una distinción que cualquier persona con relativo sentido común considerará ilícita y rozando con la demencia mental: la fe dice una cosa, la historia otra. Ya he explicado antes que no puede darse tal contradicción. Si la fe y la historia se contradicen, habrá que ver cuál dice la verdad y cuál miente. Pero hacer tal distinción para admitirse a tener una contradicción en el pensamiento es… en fin. Por eso, cuando oigamos alguna homilía en que el buen padre (a veces con total buena intención y sin culpa alguna, por ignorancia invencible) comienza a explicar, por ejemplo, la multiplicación de los panes y dice: “lo que en verdad pasó es que la generosidad de la gente… es que se repartieron entre todos… y luego los apóstoles dijeron…” no hay que hacerle mucho caso (ningún caso).
Pues bien, aplican ellos dos principios fundamentales a la hora de interpretar la escritura:
a) En primer lugar, sostienen que es necesario distinguir las adiciones hechas por la fe, para referirlas a la fe misma y a la historia de la fe; así, tratándose de Cristo, todo lo que sobrepase a la condición humana, ya natural, según enseña la psicología, ya la correspondiente al lugar y edad en que vivió, ha de ser rechazado.
b) En segundo lugar, afirman que han de colarse las cosas que se salen de la esfera histórica; eliminan de este modo –atribuyéndolo a la fe- todo aquello que, según su criterio, no se incluye en la lógica de los hechos, como dicen, o no se acomoda a las personas. Pretenden, por ejemplo, que Cristo no dijo nada que pudiera sobrepasar a la inteligencia del vulgo que le escuchaba. Por ello borran de su historia real y remiten a la fe cuantas alegorías aparecen en sus discursos: “Juan puso en boca de Jesús…” dirán algunos predicadores (insisto, no juzgo sus intenciones ni al predicador, ni nada semejante… solo pongo de manifiesto que está errado al decir eso, con culpa o sin ella). Para hacer esta separación de hechos y dichos, juzgan en virtud del carácter del hombre, de su condición social, de su educación, del conjunto de circunstancias en que se desarrolla cualquier hecho. Es decir, utilizan una norma que al fin y al cabo viene a parar en meramente subjetiva. Esto es, se esfuerzan en identificarse ellos con la persona misma de Cristo, como revistiéndose de ella; y le atribuyen lo que ellos hubieran hecho en circunstancias semejantes a las suyas. Y sale lo que sale…
De este modo, afirman que en la historia que llaman real Cristo no es Dios ni ejecutó nada divino; como hombre, empero, realizó y dijo lo que ellos, refiriéndose a los tiempos en que floreció, le dan derecho de hacer o decir.
Es decir, como la filosofía que subsiste tras el modernismo les impide creer que Dios pueda intervenir en la historia, luego niegan todo lo que hay de divino en ella. Y esto es contrario a la fe.
15) En el santísimo sacramento de la Eucaristía se contiene verdadera, real y substancialmente el cuerpo y la sangre juntamente con el alma y divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y por consecuencia todo Cristo.
Verdadero
Consta en el capítulo I del Decreto sobre la Eucaristía del Concilio de Trento. Cuando el sacerdote pronuncia las santas palabras de la consagración en la Santa Misa Hoc est enim Corpus meum, Hic est enim Calix Sanguinis mei toda la sustancia del Sacramento se cambia en el cuerpo de Cristo. Santo Tomás afirma que este milagro es aun mayor que la creación. Pues lo que cambia es solo la sustancia, conservándose los accidentes.
La sustancia es lo que es tal cosa, su misma esencia. Por ejemplo, el hombre es animal racional. Esa es su sustancia. Todo lo demás son accidentes: el lugar, la cantidad, el color, la forma, etc. En el hombre son accidentes, por ejemplo, el color de pelo u ojos, el lugar en que se encuentra, su altura, etc.
En el momento de la transubstanciación, lo que ocurre es que cambia la sustancia y permanecen los accidentes. Lo que está en las manos del sacerdote deja de ser pan aun cuando conserva la apariencia. Como es un misterio tan grande, solo podemos decir junto a Santo Tomás «Præstet fides supplementum sensuum defectui» (supla la fe aquello en que nuestros sentidos fallan).
Por esto, la veneración al Santísimo Sacramento de la Eucaristía ha sido y debiera ser tan grande. A Cristo Eucarístico hemos de adorarlo sabiendo que es el mismo Dios presente sustancialmente, a diferencia de todas las otras presencias que son espirituales.
Cuando uno ve tantas Misas celebradas sin devoción, fieles que asisten vestidos indecentemente, que comulgan como si comieran una galleta ordinaria… cuando vemos que todos los actos de devoción pública al Santísimo cesan –las adoraciones eucarísticas, la genuflexión ante el Señor, los adornos, las flores, etc.-… en fin, todo eso nos lleva a pensar en una falta de fe, sino teórica al menos en el modo de obrar, en la presencia real de Jesús Sacramentado. Sobre esto mismo es una gran pérdida el que se haya abandonado y casi prohibido en muchas partes la hermosa práctica de comulgar de rodillas.
La conciencia de que Cristo está presente en cada partícula del Sacramento que consumiremos nos debería dar horror a que se pierda una de ellas. Por eso es también poco recomendable la comunión en la mano, aun cuando por modo de indulto está permitido hacerlo. Pero muchas veces ha llevado a una perdida en la real presencia de Cristo en este sacramento.
También, la urgencia de confesarnos frecuentemente nace de la fe en la presencia real de Cristo Eucarístico. Quien sabe que día a día recibirá a su Señor en el alma y que se hará uno con él sustancialmente desea tener su alma pura y limpia, para recibir a tan gran Rey y Señor.
Horror debiera darnos tener el alma sucia al encontrarnos delante del altar. ¿Quién, sabiendo que un ilustre visitante se acerca a visitarlo, no limpiaría su casa dejándola radiante? ¿Acaso alguien recibiría a un importantísimo personaje con su casa llena de telarañas? Pues del mismo modo, saber que Cristo viene a habitar en nuestras almas nos lleva a desear limpiarla frecuentemente por medio del Sacramento de la Penitencia.
Otra práctica hermosísima que nace de la fe en la presencia real es la oración preparatoria y la oración de acción de gracias. Si un huésped viene a visitarnos, lo menos que podemos hacer es tener todo listo a su llegada y, cuando llega, no dejarlo solo. Pues si Cristo viene a nuestras almas y, en habiendo comulgado nos distraemos en las cosas del mundo, ¿no es como quien invitara una visita y la olvidara por ir a cuidar a sus animales? Es muy triste cuando uno ve que, acabada la Misa, se vacía la Iglesia… como si todas esas almas tuvieran cosas más importantes que hacer que acoger a Jesús Sacramentado que ha querido ir a habitar con ellas. Darse tiempo de rezar delante del Señor antes y después de la Misa es algo que brota naturalmente de la fe en la presencia real.
Por último, la oración frecuente delante del Santísimo. Hay iglesias que pasan días y semanas vacías… Jesús, que ha querido venir a salvarnos y se humilla escondiéndose en los sagrarios, es olvidado frecuentemente. Nadie visita ya al Señor, nadie le acompaña. ¿No se nos debiera partir el alma por esto? ¡Dios mismo está ahí, sustancialmente presente! Solo este pensamiento nos conduce a desear pasar el mayor tiempo posible junto a Él en la medida de nuestras posibilidades –en la medida en que Dios lo dé-. Participar en adoraciones eucarísticas, pasar delante del Señor un rato cada día… son prácticas hoy olvidadas, pero que es urgente recuperar.
16) Adán, el primer hombre, cuando quebrantó el precepto de Dios en el paraíso, perdió inmediatamente la santidad y justicia en que fue constituido, e incurrió por la culpa de su prevaricación en la ira e indignación de Dios.
Verdadero
Consta en el número I del Decreto sobre el pecado original del concilio de Trento. Adán, en el momento en que pecó, perdió la justicia original en que había sido constituido. Antes del pecado, todas sus pasiones estaban ordenadas según la razón, era impasible (no podía padecer, sufrir, morir), vivía en perpetuo estado de gracia, con la Trinidad habitando en Él. Le era posible cumplir con el orden natural con sus solas fuerzas. Todo eso lo perdió con el pecado original. Su naturaleza, toda ella, quedó dañada.
17) El pecado de Adán le dañó a él solo, y no a su descendencia. Un niño adquiere el pecado viendo a los demás hombres pecar. A esta sociedad pecadora se la llama “pecado original”.
Falso
Consta en el número II del Decreto sobre el pecado original del concilio de Trento. Típica afirmación de pelagianos, modernistas, roussonianos, liberales y simpatizantes. La revelación nos dice claramente que el pecado y la desobediencia de «uno solo» nos ha constituido «a todos» pecadores, y que igualmente la gracia y la obediencia de «uno solo», Jesucristo, nos ganan la salvación de Dios (cf. Rm 5,12-19). Según eso, el pecado original es algo mucho más profundo que una simple sociedad pecadora, como si el pecado de Adán hubiera sido el “pecado inaugural” de la serie que después seguirá, pero sin que pueda hablarse de causalidad de este primer pecado respecto de los otros. El pecado de Adán no es solamente el primero y, como tal, de algún modo el desencadenante de una historia de pecado, a la que todos los hombres hemos contribuido después y seguimos contribuyendo. Es otra cosa, incomparablemente más grave, pues afecta a la misma naturaleza de todo el hombre y de cada hombre, y se transmite, lógicamente, como se transmite la naturaleza humana, por generación.
Esta explicación bíblica y tradicional del pecado original –que, por supuesto, sigue siendo un misterio de la fe– es mucho más convincente que la que ofrecen muchos otros teólogos actuales.
Quizá la dificultad insalvable que estos doctores hallan para explicar en sentido católico la transmisión del pecado original se debe sobre todo a que se resisten a usar el término y la noción de naturaleza. En la doctrina católica el peccatum naturæ se recibe con la naturaleza, ya en el momento de la concepción (natura–natus). Concretamente, el privilegio único de María en su Inmaculada Concepción es entendido por la Iglesia en esta clave doctrinal.
La Iglesia cree desde antiguo que los niños deben ser bautizados, para que «la regeneración limpie en ellos lo que por la generación [generatione] contrajeron» (418, Zósimo: DS 223). Cree que el pecado original deteriora profundamente la naturaleza de nuestros primeros padres. Por tanto, si la naturaleza humana se transmite por la generación, no pueden nuestros primeros padres, ni los que les siguen, transmitir a sus hijos por la generación una naturaleza sana y pura, porque en ellos está enferma. Nadie puede dar lo que no tiene.
Así pues, el pecado original es «transmitido a todos por propagación, y no por imitación» (1546, Trento: DS 1513; cf.: 1523; 1930, Pío XI, enc. Casti connubii: DS 3705; 1968, Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios n.16, corrigiendo las tesis del Catecismo holandés). Ésta es doctrina tenida como de fe.
Cuando alguien niega la figura histórica de Adán o el pecado original transmitido por generación, niega la redención obrada por Cristo. Si Adán no es más que un mal ejemplo, Jesucristo queda reducido a uno bueno. Si Adán no existió y no transmitió una naturaleza caída, el Verbo no se encarnó y no elevó nuestra naturaleza a participar de la vida divina.
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Estas preguntas estaban hechas considerando, básicamente, dos documentos de gran importancia: El Syllabus, del Santo Padre Beato Pío IX, sobre los errores modernos (racionalismo, panteísmo, liberalismo, etc.) y el Decreto Lamentabili, del Santo Padre San Pío X sobre el modernismo.
Para profundizar más en los temas, son de gran importancia la carta encíclica Pascendi de San Pío X, Quanta Cura del Beato Pío IX, Libertas de León XIII y Quas Primas de Pío XI, entre otras.
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