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7.10.18

(515) Evangelización de América. 51, México. Franciscanos. Fray Margil de Jesús, el de los pies alados (I)

Biografía antigua de fray Margil

–Caminó 950 kilómetros en diez días… No me lo creo.

–Son datos afirmados por compañeros suyos. No veían en él un atleta excepcional, sino un santo en el que el Señor hacía milagros.

 

–Los Colegios de Misiones

Es indudable que en América el impulso misional más fuerte se desarro­lló en los dos primeros siglos de la evangelización, XVI y XVII. Posteriormente, la misma atención pastoral requerida por los españoles y los indios ya cris­tianos recabó del clero y de los religiosos un esfuerzo no pequeño. Sin embargo, en los siglos XVIII y XIX continuó también con fuerza el empeño evangelizador, como hemos de ver haciendo crónica de algunos ejem­plos admirables.

En la acción evangelizadora del siglo XVIII los Colegios de Misiones tuvieron especial importancia. La idea de constituirlos partió de la Sagrada Con­gregación de Propaganda Fide, creada por Gregorio XV en 1622. La Or­den franciscana, en el Capítulo General que celebró en Toledo en 1633, recogió la idea, y decidió instituirlos en España, Italia, Francia y la zona germano-belga. Por iniciativa del padre José Ximénez Samaniego, Minis­tro general de los franciscanos, aprobada por el papa Inocencio XI en 1679, se fundaron los dos primeros Colegios de Misiones, uno en Varatojo (Portugal), y otro en Nuestra Señora de la Hoz (España) (+F. de Lejarza, Conquista 7-32).

Poco depués el padre Samaniego pensó que sería muy conveniente fundar Colegios de Misiones en las mismas tierras americanas. Y así, con la aprobación entusiasta del Consejo de Indias y de Inocencio XI, se fundó en 1683 el convento franciscano de la Santa Cruz de Querétaro, en México. Este Colegio de Misiones tuvo una gran importancia en la actividad misio­nera posterior, pues de los 23 Colegios de Misiones que llegaron a fun­darse en la América hispana, 14 de ellos proceden de Querétaro, entre ellos el de Guatemala (1692), Zacatecas (1704) y San Fernando (1734), en las afueras de la ciudad de México. Pronto se multiplicaron estos Colegios misioneros por toda América: en México, Pachuca (1733), Orizaba (1799) y Zapopán (1816); en Panamá (1785); y en la zona sudamericana Santa Rosa de Ocopa (1734), Popayán (1741), Tarija (1755), Cali (1757), Chillán (1756), Piritú (posterior a 1762), Moquegua (1795) y Tarata (1796).

 

–Régimen de vida

Los Colegios de Misiones franciscanos dependían directamente de Propaganda Fide y de un Comisario de Misiones franciscano, residente en América. No estaban, pues, sujetos al Provincial de la provincia francis­cana correspondiente. Su fin era muy claro: la conversión cristiana y la promoción integral de los indios.

En estos Colegios no se pasaba de los 30 religiosos: 26 sacerdotes y clérigos y 4 hermanos legos. La comunidad elegía su Guardián y estable­cía su propio reglamento de vida, aunque reconocía también los Estatutos Generales de los franciscanos. Los frailes de los Colegio de Misiones de­dicaban dos horas diarias a la oración, cuidaban el rezo de las Horas y celebraban los maitines a media noche. Cada día tenían algunas confe­rencias sobre temas de teología y misionología, y prestaban especial atención al aprendizaje de las lenguas indígenas.

Estos Colegios misioneros fueron el corazón que impulsó los mayores avances evangelizadores entre aquellos indios que todavía en el XVIII no conocían a Cristo, ni habían sido asimilados por la Corona española. En la historia de las Misiones católicas constituyen una de las páginas más ad­mirables.

A comienzos del XIX, con las guerras de la independencia, los bienes y edificios de los Colegios misionales fueron confiscados, los reli­giosos españoles fueron expulsados, y muchos indios volvieron a la idola­tría y a la barbarie. Pero pocos años después, consolidada ya la indepen­dencia, todavía en la primera mitad del XIX, casi todos los Colegios fueron rehabilitados en América con la ayuda de las mismas autoridades políti­cas, que no podían menos de reconocer su inmenso mérito civilizador.

Dos apóstoles formidables podrán darnos un ejemplo de lo que hizo «Jesús, el Apóstol y Sacerdote de nuestra fe» (Heb 3,1), concretamente en México, a través de aquellos Colegios misioneros franciscanos: el Vene­rable Antonio Margil de Jesús, vinculado a los Colegios de Querétaro, Guatemala y Zacatecas, a cuya biografía dedicaré dos artículos, ateniéndome sobre todo al estudio de Eduardo Enrique Ríos; y San Junípero Serra (1713-1748), que partió del Colegio de San Fernando de México.

 

Antonio Margil de Jesus, ofm–Antonio Margil de Jesús (1657-1726)

Eduardo Enrique Ríos nos cuenta la historia de Antonio Margil. En 1657 nació en Valencia, capital del antiguo reino español, en la humilde familia formada por el matrimonio de Juan Margil y Esperanza Ros, que tuvieron otras dos hijas. A los siete años ayunaba a veces para poder lle­var pan a los pobres de su escuela. Cumplidos los quince años (1673), entra en la Orden franciscana y toma el hábito en Valencia. Tres años de filosofía en Denia, y vuelta a Valencia para estudiar la teología.

A los vein­ticinco años es ordenado sacerdote (1682). Tuvo algunos ministerios en Onda y Denia, y pronto supo que el padre Linaz, mallorquín, había venido de México, buscando misioneros para los indios de Sierra Gorda, entre Querétaro y San Luis de Potosí. No tuvo que pensarlo fray Antonio mucho tiempo, y con el mismo padre Linaz, nombrado por la Propaganda Fide Prefecto de las Misiones en las Indias Occidentales, y con 17 padres más y 4 hermanos, se embarcó hacia América, y llegó a Veracruz a mediados de 1683.

 

A pie y en Indias

Poco antes Veracruz, el puerto de llegada, había sido arrasada por una docena de navíos pi­ratas, y nuestros frailes, cumplida la caridad con aquella gente afligida, de dos en dos, por caminos distintos, se pusieron en camino hacia la ciudad de México y Querétaro. Hacían el viaje al estilo franciscano, iniciado en México siglo y medio antes por fray Martín de Valencia y los Doce: cami­naban a pie y descalzos, sin alforja, con traza y realidad de pobres, alimen­tándose de limosna y pasando las noches en corrales o donde po­dían, armados sólo de un bastón, un crucifijo y el breviario. Cuando la pa­reja de caminantes franciscanos, flacos y pobres, entraba en los pueblos cantando y con la cruz en alto, la gente salía a recibirlos con especial ale­gría: sentía que allí llegaba el Evangelio, es decir, que allí venía el mismo Cristo.

Esta primera marcha apostólica fue para fray Antonio Margil de Jesús no más que un suave entrenamiento, pues en cuarenta y tres años de viajes misio­neros él había de caminar decenas y decenas de miles de kilómetros, siempre descalzo y a pie, y a un paso muy ligero, como fraile de pies ala­dos.

 

–El Colegio de la Santa Cruz de Querétaro

El 13 de agosto llegó fray Margil a Querétaro con tres compañeros al convento de San Francisco, y dos días después, ya con el padre Linaz y los otros asignados, tomaron posesión del convento de la Santa Cruz. To­davía este primer Colegio de Misiones franciscano de América no tenía más que un claustro con doce celdas y unos pocos frailes.

En la expedición del padre Linaz vino también un padre de edad avan­zada, fray Melchor López de Jesús, que durante muchos años fue el com­pañero inseparable de fray Margil en sus correrías apostólicas. En el Pro­ceso de beatificación de éste, se aseguró que fray Melchor, el de aspecto marchito y hábito roto, había dicho en Valencia, cuando Antonio Margil era sólo un niño: éste «ha de ser mi compañero en las misiones de infieles».

Desde Querétaro, en 1684, se inicia la vida misionera de fray Margil de Jesús, una carrera que había de durar cuarenta y tres años, llevando el Evangelio a lo largo de itinerarios asombrosamente largos. Desde Natchitoches, en el nordeste, cerca de la bahía del Espíritu Santo, en el Misisipi, hasta Boruca, en el istmo de Panamá, y por todo el cen­tro de México, a través de innumerables pueblos, ciudades y despobla­dos, también en el Yucatán y en Guatemala, fray Antonio Margil, viajando siempre a pie, predicó a españoles e indios, pero sobre todo, como evan­gelizador de vanguardia, a los indios de las zonas más lejanas, inhóspitas y peligrosas.

 

–Velando el crucifijo de noche en el campo

En 1684, a poco de llegar, fray Margil y fray Melchor partieron al sur, para llegar a Guatemala. Atravesando por los grandiosos paisa­jes de Tabasco, caminaron con muchos sufrimientos en jornadas intermi­nables, atravesando selvas y montañas. No llevaban consigo alimentos, y dormían normalmente a la intemperie, atormentados a veces por los mos­quitos. Predicaban donde podían, comían de lo que les daban, y sola­mente descansaban media noche, pues turnando entre los dos, la otra media noche se mantenían despiertos, en oración, velando el crucifijo.

En sus viajes misioneros, allí donde les parecía, en el claro de un bosque o en la cima de un cerro, tenían costumbre –como tantos otros misioneros– de plantar cruces de madera, tan altas como podían. Y ante la cruz, con toda devoción y entusiasmo, cantaban los dos frailes letrillas como aquélla: «Yo te adoro, Santa Cruz / puesta en el Monte Calvario: / en ti murió mi Jesús / para darme eterna luz / y librarme del contrario».

Cantar en los caminos interminables, para hacerlos más llevaderos, era igualmente antigua costumbre de los misioneros de América. Fray Margil, acompañado por el veterano fray Melchor, cantaba siempre en los cami­nos o al entrar en los pueblos, en ayunas o no. Y eso que a veces llegaban a los pueblos tan extenuados, como una vez en Tuxtla, que los daban por moribundos; pero a los pocos días, otra vez estaban de camino.

De tal modo los indios de Chiapas quedaron conmovidos por aquella pareja de frailes, tan miserables y alegres, que cuando después veían llegar un franciscano, salían a recibirle con flores, ya que eran «compañeros de aquellos padres que ellos llamaban santos».

Y así fueron misionando hasta Guatemala y Nicaragua. Ni las distancias ni el tiempo eran para ellos propiamente un problema: llevados por el amor de Cristo a los hombres, ellos llegaban a donde fuera preciso.

 

–Más al sur, en Talamanca, con más peligro

En 1688 llegaron los padres Margil y Melchor a la extremidad sureste de Costa Rica, a la Sierra de Talamanca, donde vivían los indios talamancas, distribuidos en tribus varias de térrebas o terbis, cabécaras, urinamas y otras. Estos indios habían sido misionados hacía mucho tiempo por fray Pedro Alonso de Betanzos y fray Jacobo de Testera –aquél que fue a Nueva España en 1542 y llegó a conocer doce lenguas–, pero apenas quedaba en ellos huella alguna de cristianismo.

Eran indios bárbaros, cerriles, antropófagos, que ofrecían sacrificios humanos en cada luna, y que concebían la vida como un bandidaje permanente. Tratados por los españoles con dureza, se habían cerrado en sí mismos, con una hostilidad total hacia cuanto les fuera extraño. Entrar a ellos significaba jugarse la vida con grandes pro­babilidades de perderla.

En efecto, cuando entraron los dos frailes entre los talamancas, hubieron de pasar por peligros y sufrimientos muy grandes. Pero no se arredraron, y consiguieron, en primer lugar, que don Jacinto de Barrios Leal, presidente de Guatemala, no permitiese que se sacasen ya más indios del lugar para el trabajo en las haciendas.

En seguida ellos, con el esfuerzo de los indios, comenzaron a abrir caminos o a rehacer los que se habían cerrado. Levan­taron iglesias con jarales y troncos, y fundaron misiones: las de Santo Do­mingo, San Antonio, El Nombre de Jesús, La Santa Cruz, San Pedro y San Pablo, San José de los Cabécaras, La Santísima Trinidad de los Tala­mancas, La Concepción de Nuestra Señora, San Andrés, San Buenaven­tura de los Uracales y Nuestro Padre San Francisco de los Térrebas. Y aún hubo más fundaciones, San Agustín, San Juan Bautista y San Miguel Cabécar, que fray Margil menciona en cartas.

Así, con estas penetraciones misioneras de vanguardia, iniciando a los indios en la vida en Cristo, fray Margil y fray Melchor abrían caminos al Evangelio, y luego otros franciscanos venían a cultivar lo que ellos habían plantado. Al comienzo, concretamente en Talamanca, las dificultades fue­ron tan grandes, que los dos franciscanos que en 1692 entraron a sustituir­les, enfermaron de tal modo por la miseria de los alimentos, que «si no sa­lieran con brevedad, hubieran muerto».

Los padres Margil y Melchor tenían un aguante increíble para vivir en condiciones durísimas, y así, por ejem­plo, en una carta que escribieron en 1690 al presidente de Guatemala, se les ve contentos y felices en una situación que, como vemos, fue insopor­table para otros misioneros:

«Siendo Dios nuestro Señor servido, con estos hábitos que sacamos del Colegio [de Querétaro] hemos de volver a él; y en cuanto a la comida, así entre cristianos como gentiles no nos ha faltado lo necesario y tenemos esa fe en el Señor que jamás nos ha de faltar; aunque es verdad que en todas estas naciones no hay más comidas que plátanos, yucas y otras frutas cortas, algún poco de maíz y en la Talamanca un poco de cacao… el afecto con que nos asisten con estas cosas, hartas veces nos ha enternecido el corazón». Fray Margil escribía también de estos indios al presidente: «Son docilísimos y muy cariñosos: su modo de vivir entre sí, los que están de paz, muy pacífico y caritativo, pues lo poco que tienen, todo es de todos». Y después de interceder por ellos, para que recibieran buen trato, añade: Estos indios «si sienten españoles, o se defenderán o se tirarán al monte», movidos del miedo. En cuanto a ellos, los frailes, sigue diciendo, «después que nos vieron solos y la verdad con que procuramos el bien de sus al­mas, se vencieron y… nos quisieron poner en su corazón».

 

Buscando el martirio en la montaña

En febrero de 1691 la iglesita de San José, cerca de Cabec, por ellos le­vantada, fue quemada por unos indios que vivían en unos palenques en las altas montañas. Los frailes Margil y Melchor, frente a la iglesia derruida y quemada, y ante los indios apenados, se quitaron el hábito, se cubrieron las cabezas con la ceniza, se ataron al cuello el cordón franciscano, y se disciplinaron largamente, mientras rezaban un viacrucis. Hecho lo cual, anunciaron que se iban a la montaña, a evangelizar a los indios rebeldes de los palenques. El intérprete que iba con ellos, Juan Antonio, no quiso seguirles, pero tuvo la delicadeza de preguntarles en dónde querían que enterrasen sus cuerpos, pues los daba ya por muertos. Ellos respondieron que en San Miguel. Más tarde, los mismos protagonistas de esta aventura apostólica escri­bían:

«Nos tiramos al monte… y llegando al primer palenque hallamos sus puertas y no hallamos nadie dentro… Estuvimos todo aquel día y noche en dicha casa». Como en ella encontraron un tambor, en el silencio de la montaña y del miedo se pusieron con él a cantar alabanzas al Señor. A la mañana siguiente, entraron en el poblado y no vieron sino mujeres, casi ocultas, que les hacían señales para que huyeran. Fray Margil y fray Mel­chor siguieron adelante, hasta dar con la casa del cacique, donde desa­marraron la puerta para entrar.

Entonces los indios, hombres y mujeres, les rodearon con palos y lanzas. Ellos, amenazados y zarandeados, resistían firmes y obstinados. Pero los indios, «mostrándoles el Santo Cristo, lo es­cupieron y volvían los rostros para no verle, tirando muchas veces a ha­cerle pedazos», y uno de ellos dio un macanazo en la cara del crucifijo. Así, apaleados, empujados y molidos, los echaron fuera del pueblo, y ellos, con mucha pena, se volvieron a Cabec.

Nada de esto desanimaba o atemorizaba a Margil y Melchor, pues con­sideraban como algo normal que la evangelización estuviera unida con el martirio. De allí se fueron a los indios borucas, lograron cristianizar a una tercera parte de ellos, y levantaron en Boruca una iglesia y un viacrucis.

Pasaron luego a los térrabas, los más peligrosos de la Talamanca, y con ellos alzaron una iglesia a San Francisco de Asís. Estando allí, enviaron un mensaje a los indios montañeses de los palenques, en el que les decían:

«Para que sepáis que no estamos enojados con vosotros y que sólo bus­camos vuestras almas… después que hayamos convertido a los térrabas… volveremos a besaros los pies».

Y así lo hicieron. Se fueron a los palenques de la montaña, e hicieron in­tención de abrazar y besar los pies a los ocho caciques que les salieron al encuentro. Uno de ellos estaba lleno de «furor diabólico», jurando matar­les, y los otros siete, que iban en paz, avisaron a los frailes que otros mu­chos indios estaban con ánimo hostil. Fray Margil les dijo: «A ésos busca­mos, a ésos nos habéis de llevar primero». Y siguieron adelante con la cruz en alto. Poco después aquellos indios, desconcertados por la bondad y el valor temerario de aquellos frailes, arrojaban a sus pies sus armas, les ofrecían frutas, y les traían enfermos para que los curaran.

En seguida, todos sentados en círculo, hicieron los frailes solemnemente el anuncio del Evangelio. Una sacerdotisa «gruesa y corpulenta» parecía ostentar la primacía religiosa. Y fray Melchor, por el intérprete, le dijo: «Entiende, hija, que vuestra total ruina consiste en adorar a los ídolos, que siendo hechuras de vuestras manos, los tenéis por dioses». Ella, dando «un pellizco» al crucifijo, argumentó: «También éste que adoráis por Dios es hechura de las vuestras». Así comenzó el diálogo y la predicación, que terminó, después de muchas conversaciones, en la abjuración de la idola­tría, y en la destrucción de los ídolos. Fray Margil, con el mayor entusiasmo, iba echando a una hoguera todos los que le entregaban.

Varios meses permanecieron Fray Margil y fray Melchor predicando y bautizando a aquellos indios, que no mucho antes estuvieron a punto de matarles. Levantaron dos iglesias, en honor de San Buenaventura y de San Andrés. Lograron que aquel pueblo hiciera la paz con los térrabas, sus enemigos de siempre. Y cuando ya hubieron de partir, recibieron grandes muestras de amistad. La que había sido sacerdotisa pagana, les dijo con mucha pena: «Estábamos como niños pequeños, mamando la leche dulce de vuestra doctrina». Ellos también se fueron con mucha lástima, aunque un tanto decepcionados por no haber llegado a sufrir el martirio que bus­caban.

A la vuelta de estas aventuras, los dos frailes solían quedar destrozados, enfermos de bubas, los pies llagados e infectados por las picaduras de espinos y de mosquitos, y los hábitos llenos de rotos, que tapaban con cortezas de máxtate.

 

–Verapaz y los choles

Según datos ofrecidos por Francisco de Solano (Los mayas 118-121), en la Guatemala de 1689 los franciscanos tenían 22 conventos, que servían unos 70 anejos, –todos ellos llevaban nombres de santos–, en los que vivían unas 55.000 «almas de confesión», es decir, con los niños, unos 100.000 cristianos. Los dominicos atendían pastoralmente un número se­mejante, y lo mismo los seculares y mercedarios, con lo que el número de indios cristianos en aquella zona era de unos 300.000.

Había, sin embargo, todavía naciones de indios que se resistían tanto al Evangelio, como al dominio hispano, y entre ellos se contaban los indios de la región de Verapaz. El obispo de Guatemala rogó a nuestros dos frailes misioneros que pasaron a evangelizar y pacificar a aquellos indios del norte de país. Y sin pensarlo dos veces, allí se fueron fray Margil y fray Melchor en 1691.

Al entrar en los pueblos, iban con la cruz alzada, can­tando el Alabado, saludaban a todos, ponían la cruz en manos del cacique y le pedían los ídolos, asegurándoles que no valían para nada. Entrega­ban los indios, sacándolos de sus escondrijos, figurillas de piedra o ma­dera, hule o copa, y mientras todo ardía en el fuego, fray Margil y fray Mel­chor, para desagraviar al Creador y Redentor, se disciplinaban y castiga­ban con diversas penitencias. La acción evangelizadora de estos frailes fue de tal modo recibida, que más tarde, cuando llegaban a otro pueblo, encontraban a veces la hoguera ya preparada para quemar en ella los ídolos.

A mediados de 1692, pasaron los dos misioneros a los choles. Estos indios ya en 1574 habían sido evangelizados por los dominicos de Cobán, que está al centro de la Guatemala actual, y para 1633 había en la nación Chol unos seis mil cristianos, reunidos en numerosas poblaciones. Pero en ese año se rebelaron y quemaron todas las iglesias, volviendo a su gé­nero anterior de vida. Todavía en 1671 un hermano dominico, y un decenio después algunos padres llamados por él, intentaron cristianizar los choles.

Con estos precedentes, cuando fray Margil y fray Melchor, informados por los dominicos, fueron a los choles, «toleraron hambres, descomodidades y peligros; y hubo veces que los tuvieron desnudos, atados a un palo día y noche, descargando lluvia de azotes sobre sus fatigados miembros». Cuando los dos frailes contaban más tarde esta misión, se limitaban a de­cir: «Padecimos lo que el Señor fue servido». Y tuvieron un éxito no pe­queño, pues lograron fundar ocho pueblos, cada uno con su iglesia.

 

–Entre los lacandones

1692-1697. A mediados de 1692, recibieron nuestros frailes unos indios enviados por el alcalde de Cobán, que les rogaron fuesen a evangelizar a los lacandones. Estos indios, radicados en torno al río Usumacinta supe­rior, y extendidos hacia las selvas meridionales, obstruían la relación entre Yucatán y Guatemala. Eran muy feroces, siempre irreducti­bles, y nadie se atrevía a internarse por su zona. En 1555, los primeros apóstoles de los lacandones, los dominicos Andrés López y Domingo de Vico, habían muerto en sus manos. Era, pues, ésta una misión perfectamente adecuada para nuestros dos misioneros, que desde el principio de su misión evangelizadora habían dado ya su vida por perdida.

Margil y Melchor, con algunos guías indios, partieron de la próspera po­blación de Cobán, con algunos bastimentos, hacia la sierra de los lacan­dones. Tras varias semanas de marcha, en medio de sufrimientos inde­cibles, y consumidos los víveres, fueron abandonados por los guías, que tenían horror a los lacandones, y después de seis meses de hambres y calamidades extremas, habiendo conseguido nuevos guías, llegaron me­dio muertos al primer poblado de los lacandones. Estos los molieron a golpes, les destrozaron los hábitos y cuanto llevaban consigo, y los ence­rraron en una cabaña durante cinco días, con intención de sacrificarlos después. De todos modos, en ese tiempo los religiosos se las arreglaron para discutir con los indios. Pero ni los indios conseguían que los frailes adorasen sus ídolos, ni los frailes conseguían que los indios venerasen la cruz.

Un cacique viejo propuso entonces que fuera a Cobán fray Margil con varios lacandones, y que si les recibían bien, solamente entonces creerían que los frailes venían en son de paz. Fray Melchor quedó como rehén, y fray Margil partió con doce lacandones tan rápidamente que llegaron a Cobán en quince días. Permitió Dios, sin embargo, que con el cambio de clima, de los doce indios muriesen diez. Al regreso, los lacandones molie­ron a golpes a Margil, que con fray Melchor, hubo de regresar a los domi­nicos de Cobán. Se ve que no había llegado todavía para los lacandones la hora de Dios.

De allí se fueron a misionar unos pueblos de choles en la Verapaz, donde había ya franciscanos de Querétaro. Fray Margil quedó en el pue­blo de Belén, para aprender la lengua cholti, y después de diez años de andar siempre juntos, fray Melchor, su fiel compañero y amigo, partió a mi­sionar más al sur.

Se organizó por entonces una expedición de seiscientos soldados, que sería conducida por el mismo presidente de Guatemala, don Jacinto de Barrios Leal, para abrir camino entre Yucatán y Guatemala. Fray Margil, experto en caminos, asesoró con otros el proyecto. La marcha fue larga y muy penosa, y en los descansos y comidas fray Margil no se quedaba con el grupo formado por Barrios, su séquito y otros religiosos, sino que se iba a sentar con los indios, a quienes les cedía el vino que le daban, pues él sólo bebía agua, y poca.

Días y semanas continuó la marcha hacia los lacandones, abriéndose muchas veces el camino con machetes. A los tres meses llegaron por fin a ellos, y precisamente al pueblo donde hacía más de un año es­tuvieron a punto de morir fray Margil y fray Melchor. Allí, con el nombre de Nuestra Señora de los Dolores, que aún dura, se hizo pueblo, fuerte e iglesia. En Dolores tradujo fray Margil a la lengua lacandón una síntesis de la doctrina cristiana, en la que fueron instruidos los indios.

Un mercedario de la expedición, fray Blas Guillén, contó después que fray Margil oraba de rodillas desde la mitad de la noche hasta el amanecer, y que en la proce­sión del Corpus de 1695, «sin quitar la vista del Santísimo Sacramento que yo llevaba, caminaba de espaldas tañendo, danzando y cantando, con tanta agilidad y extraordinarios saltos, que se suspendía casi a una vara del suelo, exhalando en el rostro incomparable alegría». Hasta marzo de 1697 estuvo fray Margil con los lacandones, evangelizándoles y honrando en ellos el nombre de Cristo.

 

–El misionero de los pies alados

Por esas fechas le llegó nombramiento de rector del Colegio de la Santa Cruz de Querétaro. La Orden franciscana no había elegido para ese impor­tante cargo a un fraile lleno de diplomas y erudiciones, sino a un misionero que llevaba trece años «gastándose y desgastándose» por los indios (cf. 2Cor 12,15). Todos lloraron en la despedida, fray Margil, fray Blas y los indios. En dos semanas, no se sabe cómo, con su paso acelerado, se llegó fray Margil a Santo Domingo de Chiapas, a unos 600 kilómetros. Y en diez días hizo a pie el camino de Oaxaca a Querétaro, que son unos 950 kilómetros….

Fray Margil caminaba tan rápidamente por los caminos del Evangelio –«la cari­dad de Cristo nos urge» (2Cor 5,14)–, que con frecuencia llegaba a los lu­gares antes que sus compañeros de a caballo. Se cuenta que, en una ocasión, estando en Zacatecas, para llegar al canto de la Salve, un día corrió en unos pocos minutos una legua, algo menos de 6 kilómetros. Esa vez llevaba agarrado a su hábito a un compañero fraile, que al llegar estaba tan mareado, que tuvo que ser atendido en la enfermería. Cuando le pre­guntaban cómo podía volar así por los caminos, él respondía: «Tengo mis atajos y Dios también me ayuda».

Continuará, con el favor de Dios.

José María Iraburu, sacerdote

 

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