(575) Evangelización de América 82 -Río de la Plata VIII. -Las Reducciones jesuitas 3: niños, cura, mártires

Uruguayos -JMJ Panamá 2017 –Bueno, al menos vamos conociendo las banderas de las naciones.

–Algo es algo.

 

–Los niños, ante todo

Lo principal de las reducciones fue siempre la formación integral de un pueblo cristiano nuevo. El padre Cardiel decía: «en la crianza de los muchachos de uno y otro sexo,se pone mucho cuidado. Hay escuelas de leer y escribir, de música y de danzas», y a ellas asisten los hijos de los caciques, mayordomos, cabildantes y principales del pueblo. «También vienen otros si lo piden sus padres. Tienen sus maestros indios; aprenden algunos a leer con notable destreza, y leen la lengua extraña mejor que nosotros. Debe de consistir en la vista, que la tienen muy perspicaz, y la memoria, que la tienen muy buena: ojalá fuera así el entendimiento. También hacen la letra harto buena» (115).

Especial cuidado se ponía en la educación cristiana de los niños. El Ca­tecismo empleado era el dispuesto por el III Concilio Limense (1582-1583), y según las disposiciones conciliares que ya conocemos (342-344, 348) era enseñado en guaraní. Por cierto que las orientaciones de este sagrado Concilio influyeron en las reducciones más de lo que suele recordarse. En efecto, ya en este Concilio –como en el anterior de 1567– los Padres con­ciliares dieron a la evangelización de los indios una versión acentuada­mente civilizadora: «que se enseñe a los indios vivir con orden y policía y tener limpieza y honestidad y buena crianza» (347), etc.

Florentin de Bourges, un capuchino francés que visitó las reducciones, escribía en 1716: «La manera en que educan a esta nueva cristiandad me impresionó tan profunda­mente que la tengo siempre presente en el espíritu. Éste es el orden que se observa en la reducción donde me hallaba, la cual cuenta con alrededor de treinta mil almas. Al alba se hace sonar la campana para llamar a la gente a la iglesia, donde un misionero reza la oración de la mañana, luego de lo cual se dice la misa; posteriormente las gentes se reti­ran y cada cual se dirige a sus ocupaciones. Los niños, desde los siete u ocho hasta los doce años, tienen la obligación de ir a la escuela, donde los maestros les enseñan a leer y escribir, les transmiten el catecismo y las oraciones de la Iglesia, y los instruyen sobre los deberes del cristianismo. Las niñas están sometidas a similares obligaciones y hasta la edad de doce años van a otras escuelas, donde maestras de virtud comprobada les hacen aprender las oraciones y el catecismo, les enseñan a leer, a tejer, a coser y todas las otras tareas propias de su sexo. A las ocho, todos acuden a la iglesia donde, tras haber re­zado la plegaria de la mañana, recitan de memoria y en voz alta el catecismo; los varones se ubican en el santuario, ordenados en varias filas y son quienes comienzan; las niñas, en la nave, repiten lo que los varones han dicho. A continuación oyen misa y después de ella finalizan el recitado del catecismo y regresan de dos a dos a las escuelas.

«Me conmo­vió el corazón presenciar la modestia y la piedad de esos niños. Al ponerse el sol se tañe la campana para la oración del atardecer y luego de ella se recita el rosario a dos coros; casi nadie se exime de este ejercicio y quienes poseen motivos que les impiden acudir a la igle­sia se aseguran de recitarlo en sus casas… La unión y la caridad que reinan entre los fie­les es perfecta; puesto que los bienes son comunes, la ambición y la avaricia son vicios desconocidos y no se observan entre ellos ni divisiones ni pleitos… Que yo sepa,no hay misión más santa en el mundo cristiano» (Tentación 130-136).

Ya en los primeros años se recogieron en las reducciones estos frutos impresionantes de cristiandad, sobre todo entre los niños, cuya transfor­mación dejaba asombrados a sus propios padres. Así lo testimonia en 1636 el jesuita Nicolao Mistrilli: «cuando estas buenas gentes ven a sus hijos tan bien instruidos en la lectura, en la escritura, el canto, el manejo de los instrumentos, el baile al ritmo, que dan delante de ellos en público y en privado diversas pruebas de su satisfacción, ¡quién puede expresar la ale­gría que hay en sus corazones!… Veríais a unos prorrumpir en lágrimas de alegría; escucharíais a los otros dar a Dios mil gracias y agradecer a los padres con palabras llenas de afecto; a algunos regocijarse con sus hijos de haber venido al mundo en época tan venturosa» (Tentación 101).

 

–Un nuevo pueblo cristiano

Las celebraciones religiosas eran frecuentes, y tan variadas y coloristas que apenas intentaremos describirlas, pues, al toque de las campanas, constituían un marco de vida permanente, lo mismo al levantarse que al finalizar el día, al ir al trabajo o al regresar de él,en los cantos y danzas: todo en las reducciones era vida explícitamente religiosa y cristiana.

Estos nuevos cristianos, dice el padre Mistrilli, confesaban con frecuencia sus pecados, y con «abundantes lágrimas. Salvo los muy jóvenes, todos son admitidos a la santa comunión, y es excepcional su devoción por la Madre de Dios, lo cual manifiestan rezando todos los días en su honor el rosario. Es admirable el fervor con que abrazan la Cruz y participan en las penas de la Santa Pasión, con castigos diversos y duros en Su honor» (102).

De pocos años después de 1700 proceden los siguientes testimonios. Mathias Strobel: «apenas se puede describir la honestidad y piedad edifi­cante sobremanera con que se presentan los indios cristianos» (146). An­ton Betschon, jesuita tirolés: «Nuestros indios imitan en la vida común a los cristianos primitivos del tiempo de los apóstoles» (129; +Maxime Hau­bert titula Una imagen de la primitiva Iglesia el cp. VII de su libro). El Obispo de Buenos Aires, en una carta a Felipe V: «Señor, en esas populo­sas comunidades compuestas de indios, naturalmente inclinados a toda suerte de vicios, reina tan grande inocencia, que no creo que se cometa en ellas un solo pecado mortal»

Chateaubriand cita esta carta en su Génie du christianisme, de 1802, donde dedica unos capítulos a las Missions du Paraguay (IV p., IV l., cpts. 4-5). Fueron un verdadero milagro.

 

–El Cura en las reducciones

El milagro primero de Cristo en las reducciones fue, sin duda, la vida y ministerio de los propios misioneros jesuitas. La vida ascética de aquellos religiosos, cuidadosamente ordenada al modo ignaciano, implicaba una «distribución cotidiana», igual en todas las reducciones. Tal como Cardiel la describe en el capítulo VI de su crónica resulta realmente impresio­nante, y en siglo y medio no conoció relajación, y apenas cambio alguno. Este «nuestro particular método y concierto», que alternaba armonio­samente oración y trabajo, silencio y conversación, era permanentemente guardado: «aunque haya muchos huéspedes, nunca se deja esta distri­bución».

El orden normal diario del misionero, tal como lo describe el padre Anton Sepp, era así: Levantarse «una hora antes del amanecer». Ya lavado y vestido, «voy a la iglesia, saludo el Santísimo Sacramento, me arrodillo y tengo mi meditación de una hora. Luego me con­fieso, caso que seamos dos los padres. Después se toca el Ave María con la gran campana; cuando salió el sol, se toca a misa. Después de la misa rezo durante un cuarto de hora mi Recessus [parte del Breviario]. Más tarde voy diariamente al confesionario. Luego enseño la doctrina cristiana a los chicos». Viene después la visita a los enfermos, con los sacra­mentos correspondientes, «pues entre tanta gente casi siempre hay alguien que va a mo­rir, por lo cual también debo enterrar casi diariamente a algunos muertos. Luego inspec­ciono nuestras oficinas», a ver qué hacen los escolares, músicos y danzantes, los herreros, ebanistas y molineros, los pintores y escultores, los tejedores y carniceros. «Si me sobra tiempo voy al jardín, y examino si los jardineros» trabajan bien.

«A las nueve y media se entregan las vasijas, en las que los enfermeros llevan leche ti­bia, un buen trozo de carne y pan blanco a los enfermos en sus chozas. A las diez y media el chicuelo toca la campana para el examen de conciencia. Me encierro un cuarto de hora en mi habitación, examino mis pecados y luego me voy a comer». Durante la comida del padre, un niño hace la lectura espiritual, y si hay dos padres, tienen una hora de descan­so y conversación. A la una «rezamos con los niños la letanía de todos los santos en la iglesia. Luego tengo tiempo hasta las dos de trabajar en algo para mí: de barro hago di­versas imágenes de la Virgen, medallas y relicarios de seda. Un día compongo algo de música, y diariamente aprendo algo más de la lengua indígena. A las dos toca la gran campana la señal de trabajo». Otra vez inspección de talleres y visita a enfermos.

«A las cuatro enseño el catecismo, rezo el rosario con la gente, luego la letanía, y hago con ella el acto de contrición. Después debo enterrar casi diariamente a los muertos. A continuación rezo mis horas sacerdotales. A las siete ceno. Luego sigue un descanso de una hora. Después lectura religiosa, examen interior, preparación de la meditación del día siguiente y finalmente el reposo nocturno. Este es interrumpido a menudo por los en­fermos, a quienes debo administrar por la noche los santos Sacramentos. Esta es la orden del día habitual» (Tentación 126-127). El bendito padre Sepp gozaba especialmente en la visita a los indios enfermos, viendo la bondad y paciencia con que morían sin una queja ni preocupación, bendiciendo a Dios: «aquí mi corazón es llenado de consuelo indes­criptible, cada vez que entro en semejante pesebre de mi Señor Jesús, aquí mi alma se de­rrite» (116).

Verdaderamente es admirableel martirio diario de aquellos hombres encerrados en las reducciones con los indios, a veces durante muchos años, «gastándose y desgastándose por sus vidas»(+2Cor 12,15). Los pa­dres tenían que emplearse enteros, las veinticuatro horas del día, para fomentar el bien de lo temporal –ésta era su mayor cruz–, y el bien de lo espiritual –aquí hallaban su mayor gozo y descanso–. Así vivieron en las reducciones entre 1608 y 1768, con pocos cambios, unos 1.500 jesuitas, sa­cerdotes o hermanos, de los cuales hubo 550 españoles, 309 argentinos, 159 italianos, 112 alemanes y austríacos, 83 paraguayos, 52 portugueses, 41 franceses, 22 bolivianos, 20 peruanos y 93 chilenos y de otras naciona­lidades. Y lo más importante, hubo entre ellos treinta y dos mártires…

 

–Los santos mártires de las reducciones

Los jesuitas, como tantos otros misioneros de América, entraban mu­chas veces en regiones que la Corona española no había podido dominar. Así, concretamente, iniciaron sus misiones en Guayrá y la región baja del Paraná, entrando a los indios, como dice el padre Cardiel, «sin más escolta ni más armas, entre gente tan feroz, que una cruz en la mano, que servía de báculo» (51).

Ya vimos en el capítulo dedicado a La región del Río de la Plata en qué situación se hallaban aquellos indios… Se comprende, pues, que el intento de hacerles pasar de aquella vida tan salvaje a una vida ci­vilizada y cristiana no podía ir adelante sin gravísimos riesgos para los misioneros, por parte sobre todo de los caciques, y más aún de los brujos y hechiceros.

Lo raro es que en las reducciones solamente se produjeran treinta y dos mártires. Juan Pablo II ha canonizado de ellos al padre Roque González de Santa Cruz (1576-1628), nacido en Asunción, que fue párroco de la catedral de la Asunción, antes de ser jesuita, y que es el primer santo de Paraguay, y a los padres Alonso Rodrígez y Juan Castillo, nacidos en tierras de España, en Zamo­ra el primero (1598-1628) y en Belmonte (Cuenca) el segundo (1596-1628). Estos dos fueron connovicios del padre Nieremberg, que hizo la crónica de su vida y martirio (en Varones ilustres de la Compañía de Jesús, 4, Bilbao 1889, 358-375). Con fingimientos primero, y con el ensañamiento habitual después, los tres fueron muertos por caciques que antes fueron amigos, y después se revolvieron contra las reducciones.

Los tres habían fueron beatificados en 1934 por Pío XI. Y Juan Pablo II, en la homilía de canonización, hizo un gran elogio de la acción misionera en las reducciones, subrayando también que «la labor inmensa de estos hombres, toda esa labor evangelizadora de las re­ducciones guaraníticas, fue posible gracias a su unión con Dios. San Roque y sus compa­ñeros siguieron el ejemplo de San Ignacio, plasmado en sus Constituciones: “Los medios que unen al instrumento con Dios y lo disponen a dejarse guiar por su mano divina son más eficaces que aquellos que lo disponen hacia los hombres” (n.813). Fundamentaron así, día a día, su trabajo en la oración, sin dejarla por ningún motivo. “Por más ocupacio­nes que hayamos tenido –escribía el padre Roque en 1613–, jamás hemos faltado a nuestros ejercicios espirituales y modo de proceder”» (16-5-1988).

Fueron, sí, muchos los misioneros mártires. El padre Cipriano de Bara­ce (1641-1702), navarro roncalés de Isaba, fundó misiones entre los indios mojos (moxos), al norte de Bolivia, durante 27 años, evangelizando tam­bién entre los vecinos baú-res, guarayes y tapacuras. Autor de varios escri­tos –Doctrina cristiana en lengua moja, Costumbres y vida de los indios chiriguanos, con algunas aportaciones sobre su lengua, Cánticos en honra de la Virgen Nuestra Señora en lengua castellana y moja–, murió flecha­do y a golpes de macana en una entrada misionera a los baúres. Era el 16 de setiembre de 1702, fiesta de San Cipriano, patrón de Isaba. Murió afe­rrado a una cruz, y diciendo «Jesús, María, padre San Francisco Javier».

Fueron muchos, 32, los misioneros mártires. En 1711, por ejemplo, se da otro martirio, el del padre Lucas Caballero, fundador de la reducción de Nuestra Señora de la Concepción. Fue atacado por indios infieles puyzocas, y según refiere el jesuita Juan Patricio Fernán­dez, murió de rodillas ante una cruz que llevaba consigo, «ofreciendo la sangre que de­rramaba por sus mismos matadores e invocando los dulcísimos nombres de Jesús y de María» (Tentación 109).

 

–La expulsión de los jesuitas

En general, el mundo hispano-criollo, encomenderos, comerciantes, clero secular, desde el principio, vió con hostilidad las reducciones, en las que ni siquiera podían entrar sin autorización. Hubo, sin duda, autoridades re­presentantes de la Corona y algunos obispos que las apreciaron y apoya­ron mucho. Pero, en todo caso, abundaron sobre ellas las calumnias y fal­sedades, que llegaron hasta Europa, y alimentaron también la Leyenda negra.

Algunas de las persecuciones sufridas por las reducciones guaraníes merecen ser re­cordadas. Entre 1640 y 1661 las reducciones fueron duramente hostilizadas por Bernar­dino de Cárdenas, obispo de la Asunción, y luego de Popayán. Y entre los gobernadores, conviene recordar como enemigo acérrimo de los jesuitas y de las reducciones a don José de Antequera, que finalmente murió ajusticiado (1731). Pocos años después, cuando se alzó una Comuna revolucionaria en Asunción, el ejército guaraní colaboró decisivamente con las fuerzas reales en el sometimiento de la ciudad (1735), cosa que no aumentó, cier­tamente, la simpatía de los criollos hacia las reducciones. Tantas fueron, en fin, las acu­saciones contra los jesuitas y las reducciones, que en Madrid se ordenó una investigación a fondo. Y el resultado, completamente elogioso, fue la Cédula grande de Felipe V (1743).

Pero se avecinaban tormentas aún más graves. En 1750, el Tratado de Límites entre España y Portugal implicaba la cesión a los portugueses de siete reducciones. 30.000 guaraníes rechazaron en absoluto el dominio lu­sitano, entre otras razones porque en Portugal estaba legalizada la escla­vitud. Se levantaron en armas en 1753 y fueron diezmados. Con esa oca­sión, los jesuitas quedaron tachados de instigadores. El Tratado, sin em­bargo, fue revocado en 1759.

El golpe definitivo vino en 1767, cuando Carlos III expulsó a los jesuitas de España y de todos sus dominios. La operación policíaca fue encomen­dada por el conde de Aranda al marqués de Bucareli, nombrado para ello gobernador de Buenos Aires. Como ya vimos al referir esta ex­pulsión de la Compañía en México (514) (((   http://www.infocatolica.com/blog/reforma.php/1809280856-514-evangelizacion-de-america   ))), las terminantes instrucciones disponían la muer­te del gobernador si después de cierta fecha quedase en su circunscripción algún jesuita, incluso enfermo o moribundo. Escuadrones de caballería, el 22 de julio, dieron cumplimiento a la orden –«Yo, el Rey»– (Decreto, +Tentación 185).     

España, en esos años ignominiosos, mereció perder América, que era ya una inmensa parte de sí misma. Qué lejos quedaba la época en que Reyes católicos, asis­tidos por Consejos honrados de juristas y teólogos, se afanaban por servir a la verdad en la justicia. Por lo que a las reducciones se refiere, ha de decirse que mientras la política española inspiró sus decisiones en el Evangelio, ellas siempre encontraron en la Corona ayuda y defensa. Pero en la misma Corona encontraron su ruina cuando ésta tuvo por consejera a la masonería y la Ilustración, representada en las enciclopédicas personas del conde de Aranda y de don José Moñino. Éste fue recompensado con el título de conde de Florida­blanca por haber conseguido el gran triunfo político de arrancar en 1773 al papa Clemen­te XIV no ya la expulsión de los jesuitas del Reino de España, sino su completa extinción (Breve Dominus ac Redemptor).

A causa de ese decreto, 68 misioneros hubieron de abandonar para siempre a los 93.181 indios que vivían en 32 reducciones: 13 en el Paraná, 17 en el Uruguay y 2 en el Taruma. La expulsión de los jesuitas suprimió bruscamente de la América hispana la preciosa acción misionera de 2.700 religiosos, ocasionando daños gravísimos en la Iglesia. Todos los padres debían ser desembarcados en Cádiz, pero 420 murieron en la travesía, a causa de los malos tratos sufridos en la prisión y de las privaciones que soportaron en el barco. Reposan en el Atlántico, en el corazón de Dios y en la memoria agradecida de la Santa Iglesia Católica.

Los jesuitas sobrevivientes sufrieron al volver a Europa el grave síndrome de abstinencia de América, que no pocos padecemos.

José María Iraburu, sacerdote

 

Índice de Reforma o apostasía

Bibliografía de la serie Evangelización de América

 

 

 

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