(550) Evangelización de América (62). S. Francisco Solano -De Montilla a Tucumán (I)

–Ya sabía yo que volvería a la serie de América…

–Es muy conveniente que los católicos hispanoamericanos conozcan la verdad de su propia historia.

Cuando el concilio Vaticano II trata de la renovación de los institutos religiosos afirma que en buen parte ha de producirse por una reafirmación de su carisma original (Perfectæ caritatis 2). Un manzano no puede crecer si pretende desarrollarse como si fuera un cerezo. Una Iglesia regional, lo mismo que una congregación religiosa, debe crecer siempre fiel a su propia historia y tradición, como un árbol, que crece manteniendo la fidelidad a sí mismo.

Pero esta fidelidad exige conocimiento y aprecio de la propia historia, y éstos con frecuencia faltan o, lo que es peor, han sido falsificados por ideologías dentro de las mismas Iglesias. Cuando vemos que algunos andan «pidiendo perdón por la evangelización de América», que fue la más rápida y duradera, la más profunda y extensa de la historia de la Iglesia –después de la evangelización primera de los Apóstoles–, entendemos cuáles son las razones principales de la crisis actual de la Iglesia en la América hispana. Y conocemos también la necesidad de esta serie sobre la Evangelización de América.

 

–Montilla, andaluza y cordobesa

Mateo Sánchez Solano, hombre modesto de la señorial Montilla cordobesa, trabajador y espabilado, conforme a sus deseos, llegó a ser rico, se casó con Ana Jiménez Gómez en 1549, y en marzo de ese año tuvo un hijo, Francisco Solano, el cual, ya crecido, supo que tenía dos hermanos mayo­res, Diego Jiménez e Inés Gómez. Para él quedó el nombre de Solanito, el pequeño de los Solano.

Biografías suyas importantes son las de los francis­canos Bernardino Izaguirre (1908), Luis Julián Plandolit (1963) y José García Oro (+2019).

La hermosa Montilla, perteneciente a la poderosa familia de los Fer­nández de Córdoba, marqueses de Priego, tuvo como señora desde 1517 a Doña Catalina Fernández de Córdoba, casada en 1519 con el conde de Fe­ria. Gracias a ella, llegaron a la villa los agustinos, 1520, las clarisas, 1525, los franciscanos, 1530, los jesuitas, 1553, y también San Juan de Avila, que después de muchos viajes y trabajos, allí se recogió en 1555.

En ese marco de vida religiosa creció Solanito en sus primeros años infantiles y escolares. A los quince o dieciséis años de fue a Córdoba, y allí, en un ambiente disciplinado y piadoso, «entró a aprender a escribir en las escuelas de la Compañía [de Jesús], en la sección de gramática y escritura». Fue un alumno bueno, «compañero amoroso» y buen cantor. En 1569, el año en que murió San Juan de Ávila, volvió a casa Solanito, con 20 años, a su Montilla, al sur de Sierra Morena. ¿Qué querría hacer Dios de su vida?…

 

–Los franciscanos del Santo Evangelio

En aquellas sierras cordobesas había una serie de pequeños eremitorios franciscanos, llenos de entusiasmo espiritual, focos de vida ascética y de impulso misionero. A sí mismos se llamaban los frailes del Santo Evange­lio, y merece la pena que evoquemos brevemente su gloriosa historia, pues habían de tener suma importancia en la evangelización de América. Ya en 1394, el eremitorio de San Francisco del Monte había encendido en los pa­rajes de Sierra Morena el fuego de la ascesis solitaria y de la irradiación apostólica hacia el cercano reino moro de Granada.

De aquel impulso mi­sionero vino el martirio de fray Juan de Cetina, uno de sus primeros mo­radores. Y también en el eremitorio franciscano de Arrizafa, de comienzos del siglo XV, instalado en una finca cordobesa próxima al antiguo palacio de Abderrahmán I, ardió el fuego de la contemplación y del apostolado, con figuras tan excelsas como San Diego de Alcalá (+1464). Ellos son los principales precedentes de la reforma que vendría después.

En efecto, fray Juan de Guadalupe fundó en 1494 una reforma de la Or­den franciscana que fue conocida como la de los descalzos. Combatida en un principio por todas partes, logró afirmarse en 1515 con el nombre de Custodia de Extremadura, más tarde llamada provincia descalza de San Gabriel. En ese año, precisamente, tomó en ella el hábito San Pedro de Alcántara (1494-1562).

Finalmente, aquellos franciscanos, que desde ha­cía decenios iban afirmando su estilo de vida en tierras extremeñas, leo­nesas y portuguesas, fueron confirmados por el padre Francisco de Quiño­nes, general de los franciscanos desde 1523, y Cardenal de Santa Cruz más tarde. Este fue el que, según ya vimos (487), envió a México desde la provincia franciscana de San Gabriel a los Doce Apóstoles, con fray Martín de Valencia a la cabeza, orientados por unas preciosas normas de 1523: las Instrucciones de Quiñones, decisivas en la evangelización de México.

 

–Francisco se hace franciscano

Pues bien, de esta gran tradición franciscana, formada en conventos serranos cor­dobeses, vino a nacer en 1530 el convento de Montilla. En el ingresó en 1569 el Solanito, con veinte años de edad. Allí vivió y se formó franciscano, entre la huerta y el coro, entre las salidas por limosna y para predicar, siempre con buen humor y buenos cantos, en una santa comunidad de treinta frailes.

Con ellos inició una misma aventura espiritual, y fue aprendiendo durante tres años oración, latín y ascética, liturgia y observancia, penitencia y vida en común, obediencia y alegría espiritual. La cama de Francisco era «una corcha en el suelo y un zoquete para cabecera», o un trenzado de palos sujetos con una cuerda, y sus pies no llevaban alpargatas o sandalias, sino que iban descalzos. En el año 1570 hizo su profesión en la Regla pobre de los franciscanos, mientras su padre, algo más próspero, preparaba su segundo período como alcalde de Montilla. No a todos es dado triunfar en esta vida.

Su destino siguiente le lleva cerca de Sevilla, la puerta hispana de las Indias, al convento de Nuestra Señora de Loreto, entre huertas y viñedos, pues allí había un estudio provincial franciscano desde 1550.

Cinco años pasó allí, en estudio y oración, sin mayores formalidades académicas, vi­viendo con su compañero fray Alonso de San Buenaventura, el cual nos describe la cabaña que Francisco se arregló: «En un zabullón o rincón de las campanas, hizo para su morada una celdilla muy pobre y estrecha, donde apenas podía caber; tenía en ella una cobija y una silla vieja de cos­tilla…, e hizo en ella un agujero que servía de ventana, y le daba luz para ver, y rezar y poder estudiar, en la cual vivió con notable recogimiento y silencio, hablando muy pocas veces».

En aquel inhóspito y santo rincón había algo que Francisco apreciaba sobremanera: la vecindad del coro, con vista al Sagrario. Y de Sevi­lla, en general, también le gustaba el ambiente misionero hacia las Indias. De allí salió, en 1572, una expedición al Río de la Plata –en la que en un principio iba a ir él también–. En ella viajó su compañero fray Luis de Bolaños, que fue gran misionero, el iniciador de las reducciones en el Paraguay.

 

–Maestro de novicios y guardián

A los veintisiete años, en 1576, aquel fraile «no hermoso de rostro, en­juto y moreno», como le describe un testigo, canta en Loreto su primera misa, y comienza diversos ministerios como predicador y confesor, cate­quista y maestro de novicios. En 1580 ha de regresar al convento de San Laurencio de Montilla, pues su madre, viuda desde el año anterior, que estaba ciega, necesitaba su proximidad. Allí sigue predicando, pidiendo limosna y haciendo de enfermero en una peste. Poco después, ha de ir como vicario y maestro de novicios al convento de Arrizafa, famoso por la memoria de San Diego de Alcalá.

Allí pudo enseñar a los novi­cios, entonces dados a grandes penitencias, que la mortificación más grata a Dios era

«tener paciencia en los trabajos y adversidades, y ma­yormente cuando eran de parientes, amigos o religiosos, porque ésta venía permitida de la mano de Dios». Y allí ejercitó también su amor a los en­fermos. A los enfermos les enseñaba que «la oración engorda el alma», pero también les hacía ver que «estar con los enfermos y servirlos era precepto de la Regla; y que más quería estar por la obediencia con los enfermos que por su voluntad en la oración».

El paso siguiente nos lo muestra de guardián en Montoro, villa cordo­besa, invadida en 1583 por la peste y por el pánico colectivo de la muerte. En aquella ocasión, Francisco y fray Buenaventura Núñez se entregan con una caridad heroica, cuidando enfermos, consolando y enterrando. Buena­ventura muere apestado a las pocas semanas, y Francisco contrae las lan­dres.

Por eso cuando uno le saluda: «¿Dónde va bueno, padre Francisco?», él responde con santo humor negro: «A cenar con Cristo, que ya estoy he­rido de landres». Pero Dios le sana y continúa dándole vida.

En ese año, 1583, se crea la provincia franciscana de Granada, cuyo co­razón va a estar en el venerable oratorio de San Francisco del Monte. Y allí envían a Solano, como primer maestro de novicios de la nueva provincia. En aquel nido de águilas famoso, santificado por el recuerdo de los mártires Juan de Cetina y Pedro de Dueñas, y de tantos otros santos frailes, fray Francisco, orante y penitente, predicador y amigo de los niños, cantor y poeta, educa en el amor de Cristo a sus novicios, y trata con los vecinos amigablemente.

En 1586 es nombrado guardián de este noviciado, y algunos pintores, amigos suyos, decoran gratuitamente los claustros del convento. No es el padre Francisco un guardián imponente y formalista. Él es un hombre sencillo y alegre, y la santidad no cambia su modo de ser, sino que lo puri­fica, libera y perfecciona. Es humilde y sencillo: «Hacía todos los oficios de casa, tal como lo hacen los demás frailes, sin tener consideración a que era guar­dián o prelado». Y es alegre, siempre alegre: «Siendo guardián, danzaba en el coro y a la canturía mayor y menor, lo que no hacen los guardianes», como observa honradamente su biógrafo. 

En todo caso, aún han de ser requeridos sus peculiares servicios en la vega de Granada, en San Luis de Zubia. Pero ya se va acercando el mo­mento de su partida. Tiene fray Francisco cuarenta años, y el Señor lo ha fortalecido e iluminado suficientemente como para enviarlo a evangelizar en las Indias. Ahora comienza lo mejor de su vida.

 

–Camino de las Indias

Por esos años era continuo el flujo de noticias que llegaban de las Indias, unas ciertas y concretas, otras más vagas y confusas, todas estimulantes para un corazón apostólico. Los franciscanos de España conocían bien la obra misionera formidable que sus hermanos, con otros religiosos, iban llevando a cabo en México.

También del Perú recibían informaciones alen­tadoras, pues allí estaban presentes los de San Francisco desde un princi­pio: Quito, 1534, Lima, 1535, Cuzco, 1535-1538, Trujillo y Cajamarca, ha­cia 1546. Mucho menos conocida era, para los franciscanos y para todos, la tierra del Chaco y del Tucumán, en la zona central de Sudamérica, aunque ya se iba sabiendo algo. Fray Juan de Ribadeneira, fundador del convento franciscano de Santiago del Estero, al sur de Tucumán, había misionado esa zona con sus religiosos en los años setenta y ochenta, y trajo informaciones de ella cuando en 1580 y 1589 viajó a España para buscar misioneros.

Por otra parte, el primer obispo de Tucumán, fray Francisco de Vitoria, aquel a quien vimos desempeñar un lamentable papel en el inicio del III Concilio de Lima (1982), era hombre de mucha fuerza misionera, que había promovido intensamente la evangelización de esa región. Pronto llegaron a ella franciscanos y jesuítas, respondiendo a su llamada.

En aquellos años, un Comisario general de Indias coordinaba el esfuerzo misionero franciscano hacia el Nuevo Mundo, y él designaba un Comisario reclutador para cada expedición. En 1587-1589, cuando fray Baltasar Na­varro, desempeñando esta función, reunía para las misiones de Tucu­mán una docena de frailes, no aparece en las primeras listas el nombre de Francisco Solano, ya algo mayor, y no demasiado fuerte. Al parecer, sólo fue incluído a última hora como suplente.

    A comienzos de 1589, una flota de 36 barcos se va conjuntando poco a poco en San Lúcar de Barrameda. En ella habrá de embarcarse, con gran magnificencia, el nuevo virrey del Perú, don García Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, acompañado de una corte de damas, letrados y soldados. Una docena de frailes, entre ellos fray Francisco Solano, descalzos y con sus pequeños sacos de viaje, esperaba también el momento del embarque.

 

–Rumbo al Tucumán peruano

En marzo de 1589 salen por fin de Cádiz, y tras tocar en Canarias, llegan en unos cuatro meses a Santo Domingo, Cartagena y Panamá. Aquí los frai­les del Tucumán han de esperar unos meses para poder embarcarse de nuevo para el Perú. Salen por fin a últimos de octubre, en un barco que lleva unas 250 personas. Y a la semana sufren una terrible tormenta que parte en dos el galeón. El buen ánimo de San Francisco hizo entonces mu­cha falta para infundir la calma y la esperanza en aquellos 80 supervivientes que lograron recogerse en la desierta isla de Gorgona.

Mientras el padre Navarro remaba con algunos compañeros de vuelta a Panamá, distante unas ochenta leguas, en busca de socorros, fray Fran­cisco anima aquella comunidad de náufragos como puede. En dos meses hay tiempo para hacer chozas, organizar las oraciones y la catequesis, practicar la pesca y la recogida de frutos, atender a los enfermos. Llega al fin en Navidad un bergantín de Panamá, calmando las ansiedades de los náufragos, y a los siete meses de haber salido de España desembarcan en el Perú, en el puerto de Paita.

Tucumán, al otro lado de los Andes, queda a unos 4.000 kilómetros… que serán recorridos uno a uno por amor de Cristo.

José María Iraburu, sacerdote

 

Índice de Reforma o apostasía

Bibliografía de la serie Evangelización de América

 

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