(512) Evangelización de América. 48, México. Jesuitas ensanchadores de México (II). Tarahumara

 Mujer tarahumara

–O sea que casi todos los tarahumara viven en el estado de Chihuahua.

–Un 90 %, y son muy tenaces en mantener sus tradiciones.

4.–Misión de Tarahumara

Al norte de México, al sudeste de Chihuahua se halla la región de los indios tarahumaras o rarámuri, palabra que significa «el de los pies ligeros». Aún hoy día son los tarahumaras uno de los grupos indígenas de México más caracterizados. A comienzos del XVII estos indios morenos y fuertes vestían taparrabos, faja de colores y ancha cinta en la cabeza para sujetar los largos cabellos, y eran –como todavía lo son hoy– extraordinarios andarines y corredores. Buenos cazadores y pescadores, diestros con el arco y las flechas, y eran también habilísimos en el uso de la honda. Sus flechas venenosas inspiraban gran temor a los pueblos vecinos.

Estos indios eran industriosos, criaban aves de corral, tenían rebaños de ovejas, y las mujeres eran buenas tejedoras. Acostum­braban vivir en cuevas, o en chozas que extendían a lo largo de los ríos, y se mostraron muy reacios a reunirse en pueblos. A diferencia de los tepe­huanes del sur, los tarahumaras no daban culto a ídolos, pero adoraban el sol y las estrellas, practicaban la magia, eran sumamente supersticiosos, y celebraban sus fiestas con tremendas borracheras colectivas.

El libro de Peter Masten Dunne, Las antiguas misiones de la Tarahu­mara, muestra que la evangelización de los tarahumaras fue quizá la más heroica de cuantas los jesuitas realizaron en México.

 

–La Baja Tarahumara

La misión de Tarahumara se inició desde la de Tepehuanes, que ya describimos (511). Como ya vimos, el padre Juan de Fonte, misionero de los tepehuanes, en 1607 se internó hacia el norte, logró que hicieran la paz tarahumaras y tepehuanes, e incluso que vivieran juntos en la misión de San Pablo Balleza, que él fundó no lejos del centro español minero de Santa Bárbara. La misión prendió bien, pero el padre Fonte fue asesinado en 1616, en la rebelión de los tepehuanes.

Reconstruida esta misión a comienzos de 1617, estuvieron algunos meses en ella dos jesuitas, el navarro Juan de Sangüesa y el mexicano Nicolás Estrada. Y Sangüesa volvió en 1630. Por este tiempo, otros misioneros jesuitas de los tepehuanes fundaron, al norte del territorio tepehuano, la misión de San Miguel de Bocas, San Gabriel y Tizonazos, en donde se recogieron a vivir indios tarahumaras.

Por otra parte, el hallazgo de mineral precioso hizo que en 1631 se for­mara en Parral una importante población española. Así las cosas, los in­dios tarahumaras venían a los españoles de Santa Bárbara y de Parral no sólo para vender sus productos, sino incluso para trabajar como buenos obreros para la construcción y las minas. La llegada de los padres José Pascual y Jerónimo Figueroa en 1639 consolidó esta misión incipiente de Tarahumara.

Cuando llegaron estos misioneros, el gobernador de Parral, don Francisco Bravo de la Serna, ante los caciques tarahumaras, se pos­tró de rodillas y les besó las manos, repitiendo el gesto de Cortés con los franciscanos primeros. Llegaron poco después los misioneros Cornelio Beudin y Nicolás de Zepeda. Beudin era belga, y como esos años estaba prohibido a los extranjeros pasar a la América hispana, cambió su nombre por Godínez. El mismo nombre había tomado el irlandés Miguel Wading cuando en 1620 fue a la misión de Sinaloa. En esos años se fundaron San Felipe y Huejotitlán, al sur del río Conchos, y San Francisco de Borja, al norte. Con esto quedó iniciada la misión de la Baja Tarahumara.

 

–Primeras rebeliones

Al este de tarahumaras y tepehuanes vivían los indios tobosos, que fue­ron un verdadero azote para estas misiones. Alzados en 1644, incursiona­ron e hicieron estragos al nordeste de Parral, en Tizonazo y en seis misio­nes que los franciscanos tenían entre los indios conchos. Los tobosos mataron españoles, robaron ganado, arrasaron haciendas y poblados, consiguiendo a veces que algunos tarahumaras y tepehuenes se unieran a sus fechorías. Motivo para esto había en el mal trato que los indios a ve­ces sufrían de los oficiales y civiles españoles, y concretamente del inepto y duro gobernador de Nueva Vizcaya don Luis de Valdés.

Poco después de dominado este ataque, en 1648 estalló la primera re­belión tarahumara, que también fue sofocada por fuerzas militares coman­dadas por don Diego Guajardo Fajardo, el nuevo gobernador, hombre de mejores cualidades que Valdés. Los soldados españoles de que se dis­ponía para estas campañas eran muy pocos, cuarenta o cincuenta, y en esa ocasión se decidió establecer el fuerte de Cerro Gordo, entre Parral e Indé.

También en esa ocasión, en 1549, yendo por la Alta Tarahumara contra los rebeldes, el gobernador Fajardo y el padre Pascual descubrieron un valle muy hermoso a orillas del río Papigochic, lugar que ya en 1641 había fascinado en un viaje al padre Figueroa. Allí se fundó la misión de Papigo­chic y la española Villa Aguilar, hoy llamada Ciudad Guerrero. Y fue el belga Cornelio Beudin, el llamado Godínez, quien en 1649 se hizo cargo de la misión de Papigochic.

 

–Alzamientos y mártires

Por aquellos años agitados las misiones fueron progresando en su tarea evangelizadora y civilizadora, pero la situación era todavía muy insegura. La gran mayoría de los tarahumaras eran aún paganos, y en cualquier momento una chispa podía ocasionar el incendio de una nueva rebelión. La chispa podía ser cualquier cosa: algún mal trato infligido a indios por los civiles españoles, el hecho de que muriera un niño que había sido recien­temente bautizado, o las conspiraciones urdidas por los hechiceros, por los indios tobosos o por caciques que azuzaban a los descontentos.

El año 1650 parecía iniciarse próspero y feliz para las misiones, aunque el descontento de algunos indios seguía incubándose. A mediados de mayo, el padre Godínez había administrado los santos óleos a la hija de un neófito, y la muchacha murió horas después. Ya en ese tiempo andaban conspirando tres caciques tarahumaras, Teporaca, Yagunaque y Diego Barraza, que había tomado ese nombre de un capitán español.

Y en ese mes de mayo estalló la tormenta. Los rebeldes cercaron la choza en que dormían el padre Godínez y su soldado de escolta, Fabián Vázquez, y le prendieron fuego. Cuando salieron, los flecharon, los arrastraron y los col­garon de los brazos de la cruz del atrio, cometiendo luego en ellos toda clase de crueldades. El belga Cornelio Beudin fue, pues, el primer mártir de la Tarahumara.

En estas ocasiones, los acontecimientos solían sucederse en un orden habitual: tras un tiempo latente de conspiración, los tarahumaras alzados atacaban, arrasaban, robaban ganados y cuanto podían, huían a los montes, les perseguía un destacamento de soldados españoles, acom­pañados de un alto número de indios leales, se rendían los rebeldes cuando ya no podían mantenerse, y firmaban entonces una paz… que mu­chas veces resultaba engañosa.

Los indios repoblaron y reconstruyeron Papigochic, y muchos jesuitas de México se ofrecieron a sustituir en aquella misión al padre Godínez, y allí fue destinado finalmente el napolitano Jácome Antonio Basilio, llegado a México en 1642. Trabajó felizmente en Papigochic todo el año 1651, ga­nándose el afecto de los indios, pero en marzo del año siguiente estalló de nuevo la guerra, encendida una vez más por el cacique Teporaca.

Los al­zados concentraron su ataque sobre Villa Aguilar, vecina a la misión de Papigochic, estando ausente el misionero. El leal cacique don Pedro reco­rrió más de treinta kilómetros para avisar del peligro al padre Basilio, que en lugar de huir acudió a Villa Aguilar para asistir a los españoles y a los indios sitiados. Cuando se produjo el asalto definitivo, murió flechado y a golpes de macana, y su cuerpo fue colgado de la cruz del atrio. La violen­cia y las llamas dejaron desolado por muchos años el valle de Papigo­chic.

Teporaca y los alzados fueron después al este, arrasaron Lorenzo, la misión jesuita de Satevó, entre Chihuahua y el río Conchos, y siete misio­nes franciscanas de los conchos. No logró el cacique rebelde que los ta­rahumaras del sur se le unieran, pues ya eran cristianos desde hacía diez años. Y cuando los tarahumaras rebeldes se vieron en apuros, aceptaron la paz que los jefes españoles les ofrecían a condición de entregar a su cacique Teporaca.

«Aceptaron los rebeldes –cuenta Dunne–, cazaron al pájaro y lo entregaron. Los indios constantemente traicionaban a sus propios jefes. Había también siempre una particular cir­cunstancia, y era que siempre se exhortaba a recibir el bautismo a los paganos rebeldes, antes de que fueran ahorcados. Teporaca había recibido el bautismo, por eso en los documentos se habla de él como de un apóstata. Todos le exhortaron al arrepentimiento y a la confesión, tanto el misionero, como parientes y amigos. Pero murió empedernido sin ceder a súplica al­guna» (126).

 

–Restauración y estudio de las lenguas indígenas

En 1649 el veterano misionero Jerónimo Figueroa pidió el retiro. Ya lle­vaba siete años con los tepehuanes y diez con los tarahumaras. Se le aceptó el retiro de su puesto, pero todavía había de permanecer en la Ta­rahumara muchos años más, prestando importantes servicios. El hizo in­formes muy valiosos, y también compuso en lengua tepehuana y tarahu­mara gramática, diccionario y catecismo, que fueron gran ayuda para los misioneros nuevos. Por fin, en 1668 el padre Figueroa hizo su último in­forme, tras 29 años en la misión de Tarahumara, a la que llegó en 1639. En medio de siglo de grandes trabajos y sufrimientos, el espíritu de Cristo se había ido difundiendo entre los tarahumaras, crecía el número de bautiza­dos, se alzaban las iglesias, y se creaban nuevos poblados misionales.

Señalo de paso que los jesuitas hicieron una gran labor en el campo de las lenguas indígenas de las regiones indias más apartadas, justamente las que ellos misionaban. Así por ejemplo, años antes que el padre Figueroa, el padre «Juan Bautista Ve­lasco escribió una gramática y un diccionario en lengua cahita; con el pa­dre Santarén, los escribió en xiximí y con el padre Horacio Carochi, en otomí» (Dunne 143). También el jesuita criollo Guadalajara compuso gra­mática, diccionario y un tratado general del tarahumar, del guazapar y de lenguas afines. La voluntad ardiente que los misioneros tenían de que los distintos pueblos de las Indias pudieran recibir la Palabra divina fue la causa principal de que muchas lenguas indígenas fueran salvadoras y se mantengan vivas.

 

–La asamblea de Parral (1673)

Don José García de Salcedo, gobernador de Nueva Vizcaya, y su prin­cipal colaborador, don Francisco de Adramonte, alcalde mayor de Parral, en 1673 reunieron en Parral una Asamblea de suma importancia para el porvenir de la misión de Tarahumara. Asistieron con ellos representantes del obispo, autoridades militares, cuatro jesuitas, entre ellos Figueroa, y algunos caciques tepehuanes y tarahumaras, y el más notable de ellos, el llamado don Pablo, respetado por todas las tribus.

Por la parte española, el informe más importante fue el del padre Figue­roa, en el que reconocía todos los abusos y errores cometidos hasta en­tonces por los españoles, señalando los remedios. Por su parte, los tara­humaras, con don Pablo al frente, prometieron su cooperación y lealtad. También en aquella ocasión se repitió el gesto de Cortés, y al término de la reunión el gobernador, seguido de los jefes españoles e indios, besaron las manos del venerable padre Figueroa. «En esta célebre reunión –es­cribe Dunne– y en su espíritu constructivo es donde encontramos la cuna del moderno Estado de Chihuahua» (154).

Por otra parte, en 1664 escribió carta el General de los jesuítas comuni­cando que por fin el Consejo de Indias autorizaba el ingreso en la América hispana de misioneros extranjeros. Gracias a esta disposición de la Co­rona española, pocos años después pudieron ir a México grandes misio­neros como los italianos Kino, Salvatierra y Píccolo, o el padre Ugarte, hondureño, o Nueuman, hijo de alemán, o el noble húngaro Ratkay. Como en seguida veremos, esto tuvo muy buenas consecuencias, concreta­mente en las misiones de Tarahumara, Pimería y California.

 Iglesia antigua - sierra de Tarahumara

–La Alta Tarahumara

Por el año 1675 dos grandes apóstoles jesuitas, los padres José Tardá y Tomás de Guadalajara, fundaron misiones en el norte y oeste de Tara­humara. Estos padres hicieron entradas de exploración y amistad con los indios, llegando hasta Yepómera, al norte, y por el oeste a Tutuaca. En estos viajes misioneros pasaron aventuras y riesgos sin número, como cuando en Tutuaca los indios, para celebrar su venida, organizaron una grandiosa borrachera…

Reprendidos por los misioneros, apenas podían enten­der los indios que aquella orgía alcohólica tan gozosa pudiera ofender a Dios, pero cuando los padres insistieron en ello, derramaron en tierra las ollas de bebida. Del aventurado viaje de estos dos padres jesuitas nace­rían más tarde, a petición de los indios, varias misiones de la Alta Tarahu­mara, que en su conjunto vinieron a constituir en 1678 una nueva misión, llamada de San Joaquín y Santa Ana.

Uno de los primeros intentos de los misioneros era siempre persuadir a los indios a que vivieran reducidos en pueblos, mostrándoles el ejemplo de paz y prosperidad de los que así lo habían hecho ya. Con frecuencia los pueblos tarahumara, como Carichic, se extendían en diversas chozas o rancherías a lo largo de diez o quince kilómetros. Según esto, cada misión comprendía varios partidos, y cada partido varios pueblos, siendo única la iglesia que se construía. En el pueblo principal de cabecera, que llevaba generalmente el nombre de un santo y como apellido el nombre indígena del lugar, residía un misionero, que atendía los otros lugares, llamados pueblos de visita. Y diseminadas entre estos pueblos, sobre todo al sur, vivían algunas familias españolas en sus ranchos o estancias, cerca de las misiones. En 1678 había unos 5.000 tarahumaras neófitos.

 

–El padre José Neuman (1656-1732)

Neuman nació en Bruselas de padre alemán, y de niño se crió en Viena. Ingresó en la Compañía, y en 1678 partió para México en una expedición de diecinueve jesuitas, entre los que se contaban Eusebio Kino y el noble húngaro Juan María Ratkay. Tras muchos contratiempos, embarcaron en 1680, y tanto Neuman como Ratkay, al llegar a México, eligieron la misión de Tarahumara por ser la más dura y peligrosa. Había entonces en aque­lla misión ocho jesuitas, cuatro españoles y cuatro criollos.

Neuman, uno de los más grandes misioneros de la Tarahumara, perma­neció en esta misión más de cincuenta años; los primeros veinte en Siso­guichi, unos 250 kilómetros al noroeste de Parral, al extremo oriental de la región tarahumara, y treinta y uno en Carichic, al centro de la misión. Cuando llegó al pueblo de Sisoguichi, que era cabecera de otros, había sólo 74 familias cristianas, esparcidas en doce kilómetros por la ribera de un afluente del Conchos. Se conservan de Neuman varias cartas muy inte­resantes.

En una de ellas, recién llegado, cuenta: «me consagré a la instrucción de los niños. Dos veces al día los reunía en la iglesia. Por la mañana, termi­nada la Misa, repito con ellos el Pater Noster, Ave María y Credo, los pre­ceptos del Decálogo, los sacramentos y los rudimentos de la doctrina cris­tiana. Todo esto lo tengo escrito y traducido al tarahumar y lo voy repi­tiendo según está escrito. Por la tarde les repito la lección y también hago a los niños algunas preguntas del catecismo. Al mismo tiempo instruyo a los que aún son paganos, dándoles a conocer los principales misterios de la fe, y preparándolos a recibir el Bautismo».

 

Perseverante en la dura misión       

La misión de Tarahumara no sólo era la más peligrosa en aquellos años por las frecuentes rebeliones, sino también la más dura por la índole de sus indígenas, reacios a la vida cristiana. El padre Neuman, que los cono­ció bien, llegó a escribir en una carta de 1686 cosas como ésta:

«No puede negarse que con esta gente los resultados no compensan tan duros trabajos, ni fructifica la buena semilla el ciento por uno. La semilla del Evangelio no germina y si llega a nacer, pronto la ahogan las espinas de los deseos carnales. Hay muy poco empeño en los re­cién convertidos que se preparan al bautismo. En realidad, algunos únicamente fingen creer sin mostrar afición alguna por las cosas espirituales, por las oraciones, el divino servicio o la doctrina cristiana. No muestran la más mínima aversión hacia el pecado, ni sienten ansiedad por su eterna felicidad, ni muestran empeño en persuadir a sus parientes que se bauticen. Más bien muestran una perezosa indiferencia para todo lo bueno, un apetito sensual ilimitado, un hábito inveterado de emborracharse y un obstinado silencio cuando se trata de averiguar los escondrijos de los gentiles» (+Dunne 218). Y en carta de 1682 dice algo muy grave:

«Por lo cual, muchos misioneros que ansiaban venir a las Indias esperando convertir muchos infieles comienzan a pensar que están per­diendo el tiempo y su trabajo, porque el fruto de sus esfuerzos es casi nulo… Y así ansiosa­mente suplican a sus Superiores los envíen a otras misiones donde puedan ser de mayor utili­dad. De los catorce sacerdotes que trabajan en estas misiones no habrá más de dos que no hayan pedido al Padre Visitador los cambie a donde puedan dedicar sus esfuerzos y sus mejo­res años a la salvación de mayor número de paganos».

Sin embargo, al servicio misionero y pastoral de estos indios taraumaras permaneció el padre Neuman medio siglo, aplicando para ello una fórmula muy sencilla: «Lo único necesario es la mansedumbre de un cordero para dirigirlos, una paciencia invencible para aguantarlos; finalmente la humil­dad cristiana que nos capacita para hacernos todo a todos, sin desdeñar a ninguno, y para desempeñar, sin amilanarse, los menesteres más des­preciables; y si los bárbaros se burlan de nosotros, sufrir su menosprecio hasta el fin».

El fin del padre Neuman lo dispuso el Señor en 1732, a los 76 años de edad y más de 50 de servicio a los indios tarahumaras, donde hizo no sólo de misionero y Superior de la misión, sino también de cronista, «picapedrero, zapatero, sastre, albañil, carpintero, cocinero y médico de enfermos»…

 

–Más violencias y martirios

Hacia 1682 el número de bautizados de la Tarahumara –que en la visita del padre Zapata, en 1678, apenas llegaba a 5.000–, era ya de 14.000. Ratkay, concretamente, en Carichic, estaba haciendo un admirable trabajo misionero, pero en 1683 cayó enfermo y murió. En 1685 el padre Guadala­jara pudo abrir por fin el deseado colegio de la Compañía en Parral. Por esos años se construyeron hermosas iglesias, y puede decirse que en el decenio 1680-1690 «la Misión de la Alta Tarahumara [la más difícil de las dos] se había asentado bastante bien en la vida cristiana y en la civiliza­ción española» (Dunne 249).

En 1690 grupos de indios conchos alzados cayeron sobre la misión de Yepómera, mataron al jesuita Juan Ortiz Foronda y a dos españoles, y co­metieron toda clase de estragos. Se les unieron tarahumaras, y más tarde jovas, de modo que tres pueblos del noroeste quedaron en pie de guerra. Poco después el padre Manuel Sánchez, que estaba al cuidado de Tu­tuaca, fue también asesinado. Controlada la rebelión por las armas, de nuevo los misioneros volvieron a sus puestos… a esperar, evangelizando y civilizando, el próximo estallido de violencia. El padre Neuman fue nom­brado entonces superior de toda la Alta Tarahumara.

La próxima rebelión fue la de 1697, causada ésta, una vez más, por insti­gación de los indios tobosos. A éstos los describía así el padre Neuman:

«Viven como bestias salvajes. Van completamente desnudos, pintan su rostro de un modo horrible, de modo que parecen más demonios que hombres; sus únicas armas son arcos y fle­chas envenenadas… Comen la carne humana y beben la sangre. No tienen un lugar fijo para vivir; casi cada día cambian de residencia con el objeto de no ser descubiertos. Algunas ve­ces corren unas veinte leguas en veinticuatro horas, porque con su agilidad para trepar por las montañas y su velocidad en la carrera parecen cabras o venados. Invaden los caminos, ata­can a los viajeros y con sus gritos salvajes llegan a espantar a las mulas y a los caballos».

Muchos indios, incluso los más cristianos, seguían siendo vulnerables a las mentiras de los hechiceros y a la solidaridad con los caciques alzados de su propia raza, de tal modo que llegó un momento en que estos alza­mientos iniciados por tobosos y tarahumaras prendió también en tribus de guazapares y de pimas.

Como otras veces, también en esta ocasión hubo numerosos indios que fueron leales a la autoridad española, y que ayuda­ron a los soldados a sofocar la rebelión, ya apagada a mediados de 1698. El padre Neuman, por ejemplo, hizo saber que «ni siquiera la mitad de toda la Tarahumara había tomado parte en la rebelión y que veinticuatro pueblos habían permanecido por completo al margen de ella» (Dunne 269).

 

–Una norma prudente para la paz

La situación de España a comienzos del XVIII, con la Guerra de Suce­sión encendida en Europa, era muy difícil, y se envió a la América hispana un apremiante decreto, por el que se mandaba que no se diera motivo al­guno a los indios para la insurrección, ya que no era posible invertir fuerzas y dinero en más guerras. En adelante, pues, ya no se persiguió a los tara­humaras que abandonaban los pueblos, ni eran tenidos por rebeldes. Los misioneros llegaban a ellos como amigos, y todo iba en paz.

Por otra parte, el general Juan Retana, de acuerdo con los misioneros, encargó a los indios gobernadores de los pueblos que ellos mismos mantuvieran la disciplina, juzgaran de los casos penales y aplicasen los castigos oportunos. Esto eliminó muchos enojos que antes habían ocasio­nado alzamientos, y alivió a los misioneros de tareas muy comprometidas. De este modo, «el espíritu de amistad y tolerancia para con los fugitivos de las montañas y la debida instrucción dada a los gobernadores de los in­dios, para que pudieran administrar justicia por sí mismos, habían traído una paz duradera» (Dunne 279).

El hallazgo de minas de plata dió lugar a la fundación en 1716 del Real de Chihuahua, que con los años había de ser una gran ciudad. Y en ella los jesuitas hicieron un Colegio en 1718, gracias sobre todo a las gestiones y donaciones del general San Juan y Santa Cruz, antiguo gobernador de Nueva Vizcaya. En la visita realizada a la misión de Tarahumara por el padre Juan de Guenduláin en 1725 se da una información detallada de la prosperidad general de los diversos pueblos.

 

–El padre Francisco Herman Glandorff (1687-1763)

El padre Glandorff, nacido en 1687 cerca de Osnabrück, en Alemania, fue destinado en 1723 a la Tarahumara, y después de un tiempo con el vete­rano Neuman en Carichic, se ocupó de Tomochic desde 1730, al extremo oeste de la misión, cerca de Tutuaca. El padre Bartolomé Braun, que fue superior suyo y escribió su vida, cuenta de él muchos milagros, referidos varios de ellos a la asombrosa velocidad con que se trasladaba a pie, lle­gando en sus correrías apostólicas más allá y más pronto que otros a ca­ballo. Algo semejante veremos acerca del franciscano Antonio Margil de Jesús, que también por esos años andaba o casi volaba por México. El padre Antonio Benz, bávaro, en carta de 1749, decía: «El padre nunca bebe, nunca monta a caballo y sin cansancio llega a caminar en un solo día más de 30 leguas», casi 170 kilómetros.

El mismo padre Glandorff en sus cartas, que corrían en copias por Europa, cuenta algunos de estos milagros con toda naturalidad, atribuyéndolos, como cosa evidente, al poder y al amor de Dios. En ocasiones, el demonio no le dejaba en paz. Y así en 1725 escribe a un amigo je­suita: «La campana de la iglesia se oye tocar por la noche y durante el día; se oye mucho es­truendo en la casa; las puertas y ventanas se abren y se cierran, sólo mi cuarto se ve libre de tales horrores. Quizá los demonios quieren arrojarme de esta tierra que por tantos años han dominado».

Gran apóstol, el padre Glandorff ya para 1730 había construido en su partido cinco templos y atendía 1.575 cristianos tarahumaras, de los que había casado a 661. Sufrió mucho a veces, con ocasión de la defensa de los indios. Y también, hacia 1747, ciertas rencillas surgidas entre jesuitas criollos y extranjeros le causaron grandes penas. «Si los Padres de esta nación, escribía entonces, desean devorar a los Padres de allende el mar, ¿por qué entonces solicitan su venida en Roma?»…

En 1763, mientras veinte jesuitas atendían cincuenta pueblos de la Alta Tarahumara, el padre Glandorff, a pesar de sus 76 años, se resistía a dejar su amada misión de Tomochic. Y en ese año, en su destartalada choza, acompañado de un indio, estrechando un crucifijo y con los ojos fijos en el cielo, entregó su alma al Creador. Y todos pensaron que había muerto un santo.

 

–Paz en la Tarahumara

En 1763 realizó el visitador Ignacio de Lizasoáin un minucioso informe sobre su visita a la Tarahumara, después de recorrer en veinte meses 2.059 leguas. Las misiones están en paz. Algunos datos sorprenden, como los altos números de confesiones en los indios, y los mínimos de comunio­nes. Autorizado el Visitador para confirmar, sólo en la Alta Tarahumara administró el sacramento a 5.888 neófitos…

Y cuando por fin, en 1767, al precio de la sangre, se había logrado la pacificación y evangelización de la Tarahumara, integrada como parte de España, la Corona, ya liberal por entonces, premió a los misioneros jesuitas expulsándolos de todos sus dominios de América. Algunas de aquellas misiones fueron continuadas por misioneros de la Compañía a partir de 1900.

 

José María Iraburu, sacerdote

 

Índice de Reforma o apostasía

Bibliografía de la serie Evangelización de América

 

 

 

 

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