(485) Evangelización de América –28 México. Cortés derriba a Huichilobos y Moctezuma se rinde al emperador Carlos I

Encuentro Moctezuma y Cortés

–Yo esta historia no la conocía.

–La ignorancia de la historia suele ser hoy amplia, profunda, enciclopédica. Y sobre todo orgullosa: «La historia no tiene una realidad propia. Es lo que yo quiera».

 

–Entrada pacífica en Tenochtitlán

En este tiempo Moctezuma, angustiado por los más negros presa­gios, se encerró durante días en el Gran Teocali, en ayuno, oración y sacrificios de su propia sangre. Y cambiando de actitud a última hora, envió mensajeros para que invitaran a Cortés a entrar en México.

Los embajadores aztecas recomendaron con sospechosa insistencia un camino, pero Cortés no se fió, y en momento tan grave, según escribió después a Carlos I en su II Carta, «como Dios haya tenido siempre cuidado de encaminar las reales cosas de Vuestra Majestad desde su niñez, e como yo y los de mi compañía íbamos en su real servicio, nos mostró otro camino, aunque algo agro, no tan peligroso como aquel por donde nos querían llevar».

Tenochtitlán, la ciudad maravillosa, señora de tantos pueblos, quedaba aislada, como extranjera de sus propios dominios. Allí ha­bitaba Moctezuma, el tlatoani, en su inmenso palacio, con una corte de varios miles de personas principales, servidores y mujeres. Cuando salía al exterior, era llevado en andas, o ponían alfombras para que sus pies no tocaran la miserable tierra, y nadie podía mi­rarle, sino todos debían mantener la cabeza baja. Tenía recintos para aves, para fieras diversas, e incluso coleccionaba hombres de distintas formas y colores, o víctimas de alguna deformidad que los hacía curiosos.

Éste fue el emperador majestuoso que, haciéndose preceder de solemnes embajadas y obsequios, prestó a los españo­les una impresionante acogida en Tenochtitlán. Bernal Díaz lo narra con términos inolvidables, en los que admiración y espanto se en­trecruzan: «delante estaba la gran ciudad de México; y nosotros aún no llegábamos a cuatrocientos soldados» (cp. 88). Era el 8 de no­viembre de 1519.

Cortés y los suyos son instalados en las nobles dependen­cias de las casas imperiales. El tlatoani Moctezuma, discretamente retenido, está bajo su poder, y se muestra dócil y amistoso. Al día siguiente de su entrada en Tenochtitlán, Hernán Cortés lo visita en su palacio, y éste, con su corte, le recibe con gran cortesía. El Capitán español está acompañado de sus principales oficiales y cinco soldados, entre ellos el que contará la es­cena, Bernal Díaz (cp.90), más dos intérpretes, doña Marina (la Malinche) y Aguilar. Comienza el diálogo y, tras los saludos propios de una profunda cortesía, tan propia de aztecas como de españoles, Cortés va derechamente al grano.

Empieza por presentarse con los suyos como enviados del Rey de España, «y a lo que más le viene a decir de parte de Nuestro Señor Dios es que… somos cristianos, y adoramos a un solo Dios verdadero, que se dice Jesucristo, el cual padeció muerte y pasión por salvarnos» en una cruz, «resucitó al tercer día y está en los cielos, y es el que hizo el cielo y la tierra». Les dijo también que «en Él creemos y adoramos, y que aquellos que ellos tienen por dioses, que no lo son, sino diablos, que son cosas muy malas, y cuales tienen las figuras [los dioses aztecas eran espantosos], que peores tienen los hechos. Que mirasen cuán malos son y de poca valía, que adonde tenemos puestas cruces –como las que vieron sus embajadores [los de Moctezuma]–, con temor de ellas no osan parecer delante, y que el tiempo andado lo verán».

En seguida continúa con una catequesis elemental sobre la crea­ción, Adán y Eva, la condición de hermanos que une a todos los hombres. «Y como tal hermano, nuestro gran emperador [Carlos], doliéndose de la perdición de las ánimas, que son muchas las que aquellos sus ídolos llevan al infierno, nos envió para que esto que ha ya oído lo remedie, y no adorar aquellos ídolos ni les sacrifiquen más indios ni indias, pues todos somos hermanos, ni consienta so­domías ni robos».

Quizá Cortés, llegado a este punto, sintió humildemente que ni su teología ni el ejemplo de su vida daban para muchas más predica­ciones. Y así añadió «que el tiempo andado enviaría nuestro rey y señorunos hombres que entre nosotros viven muy santamente [frailes misioneros], mejores que nosotros, para que se lo den a en­tender». Ahí cesó Cortés su plática, y comentó a sus compañeros: «Conesto cumplimos, por ser el primer toque».

Moctezuma le responde que ya estaba enterado de todo eso, pues le habían comunicado «todas las cosas que en los pueblos por donde venís habéis predicado. No os hemos respondido a cosa nin­guna de ellas porque desde ab initio acá adoramos nuestros dioses y los tenemos por buenos; así deben ser los vuestros, y no cuidéis más al presente de hablarnos de ellos». De este modo transcurrió el primer encuentro entre dos mundos religiosos, uno luminoso y firme, seguro de su victoria en la historia de los pueblos; el otro os­curo y vacilante, presintiendo su fin con angustiada certeza.

 

–La vergonzosa caída de Huichilobos

Una mañana, «como por pasatiempo», fue Cortés a visitar el gran teocali, acompañado por el capitán Andrés Tapia –por quien cono­cemos al detalle la escena–, con una decena más de españoles. Por las empinadas gradas frontales, ciento catorce, subieron a lo alto de la terraza superior del cu, se aproximaron a los dos temple­tes de los ídolos, y retirando con sus espadas las cortinas, contem­plaron su aspecto horrible y fascinante: «son figuras de maravillosa grandeza y altura, y de muchas labores esculpidas», le escribirá después Cortés al Emperador en su II Carta.

Los ídolos, cuenta Tapia, «tenían mucha sangre, del gordor de dos y tres dedos, y [Cortés] descubrió los ídolos de pedrería, y miró por allí lo que se pudo ver, y suspiró habiéndose puesto algo triste, y dijo, que todos lo oímos: “¡Oh Dios!, ¿por qué consientes que tan grandemente el diablo sea honrado en esta tierra? Haz, Señor, por bien que en ella te sirvamos”. Y mandó llamar los intérpretes, y ya al ruido de los cascabeles se había llegado gente de aquella de los ídolos, y díjoles: “Dios que hizo el cielo y la tierra os hizo a voso­tros y a nosotros y a todos, y cría con lo que nos mantenemos; y si fuéremos buenos nos llevará al cielo, y si no, iremos al infierno, como más largamente os diré cuando más nos entendamos; y yo quiero que aquí donde tenéis estos ídolos esté la imagen de Dios y de su Madre bendita, y traed agua para lavar estas paredes, y quita­remos de aquí todo esto”.

«Ellos se reían, como que no fuese posible hacerse, y dijeron: “No solamente esta ciudad, pero toda la tierra junta tiene a éstos por sus dioses, y aquí está esto por Huichilobos, cuyos somos; y toda la gente no tiene en nada a sus padres y madres e hijos en compa­ración de éste, y determinarán de morir; y cata [mira] que de verte subir aquí se han puesto todos en armas, y quieren morir por sus dioses”.

«El marqués [Cortés, fue nás tarde marqués de Oaxaca] dijo a un español que fuese a que tuviesen gran recaudo en la persona de Muteczuma, y envió a que viniesen treinta o cuarenta hombres allí con él, y respondió a aquellos sacerdotes: “Mucho me holgaré yo de pelear por mi Dios contra vuestros dioses, que son nonada”. Y an­tes que los españoles por quien había enviado viniesen, enojóse de las palabras que oía, y tomó con una barra de hierro que estaba allí, y comenzó a dar en los ídolos de pedrería; y yo prometo mi fe de gentilhombre que me parece agora que el marqués saltaba sobrena­tural, y se abalanzaba tomando la barra por en medio a dar en lo más alto de los ojos del ídolo, y así le quitó las máscaras de oro con la barra, diciendo: “A algo nos hemos de poner [exponer] por Dios”.

«Aquella gente lo hicieron saber a Muteczuma, que estaba cerca de ahí el aposento, y Muteczuma envió a rogar al marqués que le dejase venir allí, y que en tanto que venía no hiciese mal en los ído­los. El marqués mandó que viniese con gente que le guardase, y venido le decía que pusiésemos a nuestras imágenes a una parte [la Cruz y la Virgen] y dejásemos sus dioses a otra. El marqués no quiso. Muteczuma dijo: “Pues yo trabajaré que se haga lo que que­réis; pero habéisnos de dar los ídolos que los llevemos donde qui­siéremos”. Y el marqués se los dio, diciéndoles: “Ved que son de piedra, e creed en Dios que hizo el cielo y la tierra, y por la obra co­noceréis al maestro”».

«Los ídolos fueron descendidos de buena manera, en seguida se lavó de sangre aquel matadero de hombres, se construyeron dos al­tares, y se pusieron en uno «la imagen de Nuestra Señora en un re­tablico de tabla, y en otro la de Sant Cristóbal, porque no había en­tonces otras imágenes, y dende aquí en adelante se decía allí misa».

Lo malo fue que sobrevino una sequía, y los indios se le quejaron a Cortés de que era debido a que les quitó sus dioses. «El marqués les certificó que presto llovería, y a todos nos encomendó que rogá­semos a Dios por agua; y así otro día fuimos en procesión a la torre [del teocali], y allá se dijo misa, y hacía buen sol, y cuando vinimos llovía tanto que andábamos en el patio los pies cubiertos de agua; y así los indios se maravillaron mucho» (AV, La conquista 110-112).

Esa escena formidable en la que Cortés, saltando sobrenatural, destruye a Huichilobos, puede considerarse como un momento deci­sivo de la conquista de la Nueva España. No olvidemos que Mocte-zuma era no sólo el señor principal de México, el Uei Tlatoani, sino también el sacerdote supremo de la religión nacional. La pri­mera caída del poder azteca no se debió tanto a la victoria militar de unas fuerzas extranjeras más poderosas, pues sin duda hubo mo­mentos en que los aztecas, fortísimos guerreros, hubieran podido comerse literalmente hablandoa pocos cientos de españoles; sino que se produjo ante todo como una victoria religiosa. El corazón de Moctezuma y de su pueblo había quedado yerto y sin valor cuando se vio desasistido por sus dioses humillados, y cuando la presen­cia de los teúles españoles fue entendida como la llegada de aque­llos señores poderosos que tenían que venir.

 

–Moctezuma se hace vasallo de Carlos I

Cortés, teniendo ya a Moctezuma como prisionero, le trataba con gran deferencia, se entretenía con él en juegos mexicanos, y con­versaba con él muchas mañanas, sobre todo acerca de temas reli­giosos, en los que el tlatoani mantenía firme la devoción de sus dioses. Se acabó entonces el vino de misa, y «después que se acabó cada día estábamos en la iglesia rezando de rodillas delante del altar e imágenes, cuenta Bernal; lo uno, por lo que éramos obli­gados a cristianos y buena costumbre, y lo otro, porque Montezuma y todos sus capitanes lo viesen y se inclinasen a ello» (cp.93).

Un día Moctezuma pidió permiso a Cortés para ir a orar al teocali, y éste se lo autorizó, siempre que no intentase huir ni hiciera sacri­ficios humanos. Cuando el rey azteca, portado en andas, llegó al cu y le ayudaron a subir, «ya le tenían sacrificado de la noche antes cuatro indios», y por más que los españoles prohibían esto, «no po­díamos en aquella sazón hacer otra cosa sino disimular con él, por­que estaba muy revuelto México y otras grandes ciudades con los sobrinos de Montezuma» (cp.98).

En diciembre de 1519, a instancias de Cortés, Moctezuma reúne a todos los grandes señores y caciques, para abdicar de su imperio, y pide que todos ellos presten vasallaje al Emperador Carlos I. La reunión se produce sin testigos españoles, fuera del paje Orteguilla, y los detalles del suceso nos son conservados por el relato de Bernal Díaz (cp.101) y por la II Carta Relación de Cortés a Carlos I.

 

–El poder azteca se rinde por motivos principalmente religiosos

Todos los señores, les dice Moctezuma, deben prestar vasallaje al Emperador español representado por Cortés, «ninguno lo rehúse, y mirad que en diez y ocho años ha que soy vuestro señor siempre me habeis sido muy leales… Y si ahora al presente nuestros dioses permiten que yo esté aquí detenido, no lo estuviera sino que yo os he dicho muchas veces que mi gran Uichilobos me lo ha mandado».

Es hora de hacer memoria de importantes sucesos antiguos: «Hermanos y amigos míos: Ya sabéis que no somos naturales desta tierra, e que vinieron a ella de otra muy lejos, y los trajo un señor [Quetzalcóatl] cuyos vasallos todos eran», aunque después no lo quisieron «recibir por señor de la tierra; y él se volvió, y dejó dicho que torna­ría o enviaría con tal poder que los pudiese costreñir y atraer a su servicio. Y bien sabéis que siempre lo hemos esperado, y según las cosas que el capitán nos ha dicho de aquel rey y señor que le envió acá, tengo por cierto que aqueste es el señor que esperába­mos. Y pues nuestros predecesores no hicieron lo que a su señor eran obligados, hagámoslo nosotros, y demos gracias a nuestros dioses porque en nuestros tiempos vino lo que tanto aquéllos es­peraban».

Todos aceptaron prestar obediencia al Emperador «con muchas lágrimas y suspiros, y Montezuma muchas más… Y queríamoslo tanto, que a nosotros de verle llorar se nos enternecieron los ojos, y soldado hubo que lloraba tanto como Montezuma; tanto era el amor que le teníamos».

Madariaga comenta: «Aquella escena en la Méjico azteca mori­bunda, en que los hombres de Cortés lloraron por Moteczuma, es uno de los momentos de más emoción en la historia del descubri­miento del hombre por el hombre. En aquel día el hombre lloró por el hombre y la historia lloró por la historia» (Cortés 319).

José María Iraburu, sacerdote

 

Índice de Reforma o apostasía

Bibliografía de la serie Evangelización de América

 

 

 

 

 

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