(478) Evangelización de América –21. Todos colaboraron en ella

Antigua, Guatemala

–Yo no pierdo la esperanza de que a una de éstas comience usted a escribir de los grandes misioneros de América.

–Hace usted muy bien. Entre tanto, aguante no más, con el favor de Dios.

La pujanza apostólica de la Iglesia evangelizadora, es decir, el poder de Cristo Salvador, en América se manifiesta de modo sorprendente en el rápido establecimiento de numerosas comunidades cristianas.

 

–En Hispanoamérica se fundaron rápidamente numerosas dió­cesis

(Nota bene.–El Sr. Editor autoriza a saltarse este subtítulo a los lectores que no se interesen por su tema).

Recojo los datos proporcionados por Morales Padrón (América hispana 149-152). Las tres primeras se crearon en Santo Domingo, Concepción de la Vega y San Juan de Puerto Rico (1511). El Papa León X creó la primera diócesis continental, Santa Ma­ría de la Antigua, del Darién, trasladada a Panamá (1513); y poco después las diócesis de Santiago de Cuba (1517), Puebla (1519) y Tierra Florida (1520). Clemente VII estableció las diócesis de México (1524), Nicaragua (1531), Venezuela (1531), Comayagua (1531), Santa Marta (1531, trasladada en 1553 a Bogotá, y restable­cida en 1574) y Cartagena de Indias (1534).

El Papa Paulo III erigió los obispados de Guatemala (1534), Oaxaca (1555), Michoacán (1536), Cuzco (1537), Chiapas (1539), Lima (1541), Quito (1546), Popayán (1546), Asunción (1547) y Guada­lajara (1548). En tiempo de Julio III sólo se erigió la diócesis de la Plata (1552). A Pío IV se debe el naci­miento de los obispados de Santiago de Chile (1561), Verapaz (agregado a Guatemala en 1603), Yucatán (1561), Imperial o Concepción (1564) y la constitución de Santa Fe de Bogotá como arzobispado (1564).

El gran impulsor de las misiones San Pío V, fundador de la Con­gregación para la Propagación de la Fe, erige Tucumán (1570). Y Gregorio XIII, continuando su impulso, funda los obispados de Are­quipa (1577), Trujillo (1577) y Manila (1579), que fue sufragánea de México hasta 1595.

En el XVII se crean cinco nuevas diócesis, du­rante el reinado de Felipe III; y siglo y medio más tarde se fundan ocho más, reinando Car­los III. Y a las cuatro antiguas sedes me­tropolitanas se aña­den cuatro: Charcas (La Plata o Sucre) (1609), Guatemala (1743), Santiago de Cuba (1803) y Caracas (1803).

La pujanza impresionante de este desarrollo eclesial en la España americana apa­rece más notable si nos damos cuenta, por ejemplo, de que en Brasil la diócesis de Bahía, fundada en 1551, es la única hasta 1676. En el Norte de América no empieza propiamente la acción misional hasta el tiempo del francés Samuel de Cham­plain (1580?-1635), que viajó al Canadá en 1599. El Beato Francisco de Montmerency-Laval, en 1674, fue el primer obispo canadiense, con sede en Québec. Y la evangelización de Alaska se inicia a finales del siglo XIX.

 

–Laicos cristianos evangelizadores

Como ya dije al hablar de los cronistas y soldados (476-477), hemos de tener siempre presente que la evangelización de Amé­rica no fue hecha sólo por los santos misioneros religiosos, cuya biogra­fía recordaremos, y por los apostólicos obispos con su clero. Aquellos santos religiosos, en primer lugar, no eran figuras aisladas, sino que vivían y actua­ban en cuanto miem­bros de unas comunidades cristianas celosamente apostólicas. Pero hemos de recordar además que sus heroicos misioneros contaban siempre con la oración y el testimonio de un pueblo creyente, que estaba decidido a irra­diar su fe, difundiendo el Reino de Dios.

Y esto no es solamente un hecho histórico, sino algo que parte de principios profundamente teológicos. En efecto, la acción misio­nera y apostólica, aunque tenga para su desarrollo unos enviados específicos, es acción de toda la Iglesia. La fecundidad apostólica de la Iglesia Madre procede siempre de Cristo Esposo, y de la participación orante y activa de todo el Cuerpo eclesial.

En este sentido, hay que señalar que, junto con los misio­neros,las familiascristianas fueron sin duda uno de los medios principales de la evangeliza­ción de América. Apenas lo señalo brevemente, pero es de la mayor importan­cia. Es indudable que la educación doméstica de los hijos, el mestizaje, la solicitud religiosa hacia la servidumbre doméstica,fueron elementos muy importantes para la suscitación de la fe en Cristo.

Pensemos también en las cofradías reu­nidas por gremios o en torno a una devoción particular, la Eucaristía, la Virgen, el Rosario, etc. Recordemos los trabajos apostólicos en las doctrinas o catequesis, o la fun­ción importantísima de los maestros de escuela, cuya respon­sabilidad misionera fue impulsada en 1552 por el primer Obispo de Lima, fray Jerónimo de Loaysa, O. P.. Y no ol­videmos tam­poco a los fundadores innumerables de iglesias y ermitas, conven­tos y hospitales, escuelas y asilos.

Sólo un ejemplo, traído por el militar cronista Mariño de Lobera (1528-1594): «Estaba en la Imperial [de Chile] una señora llamada Mencía Marañón, mujer de Alonso de Miranda, que habían venido de junto a Burgos. Y como gente acostumbrada a vivir según la caridad con que se procede en Castilla, tenían esta buena leche en los labios, y se esmeraban más en obras pías cuanto más crecían los infortunios de esta tierra, de suerte que esa se­ñora daba limosna a cuantos indios llegaban a su puerta, y recogía en su casa a los enfermos, curándolos ella misma con mucha diligencia y cui­dado. Y saboreábase tanto en estas ocupaciones, que se metía cada día más en ellas hasta hacer de su casa un hospital, y amortajar los indios con sus manos» (83). Estos comportamientos, normales en una sociedad cristiana, eran asombrosos para los indios, que solían estar cerrados en su propia tribu, ajenos a las otras tribus o en guerra con ellas.

Pensemos en la institución de los fiscales, laicos con res­ponsa­bilidad pastoral, que eran creados donde no había pre­sencia habi­tual de un sacerdote. Ya activos desde 1532 en Nueva España y re­gulados en 1552 en el concilio primero de Lima, pres­taron –y todavía prestan en algunas zonas de América– excelentes servicios al pueblo cristiano. Hemos de recordar aquí, por ejemplo, a los dos hermanos Juan Bautista y Jacinto de los Angeles, mártires mexicanos. Ambos eran fiscales indígenas casados, que hacían su servicio en San Francisco de Cajonos, Oaxaca, y que en 1700 fue­ron matados con garrotes y machetes por denunciar reuniones ido­látricas. Sus restos se hallan en la Catedral de Oaxaca, y ha sido iniciado recientemente su proceso de canoniza­ción.

No olvidemos el influjo apostólico de los buenos encomenderos… Las Leyes de Bur­gos (1512), primer código de los españoles en las Indias, mandaban a éstos adoctrinar a los indios que tuvieran enco­mendados, y a los indios les ordenaba vivir cerca de los pobla­dos de los españoles, «porque con la conversación continua que con ellos tendrán, como con ir a la iglesia los días de fiesta a oir misa y los oficios divinos, y ver cómo los españoles lo hacen», más pronto lo aprenderán.

Esta teo­ría del buen ejemplo resultó en la práctica bastante discuti­ble, de manera que en muchas ocasiones, concre­tamente en las reducciones, y antes en las instrucciones del obispo Vasco de Quiroga, se prefirió para la educación cristiana de los in­dios la separación habitual de los españoles seglares.

El estudio de los testamentos dejados por los encomenderos ma­nifiesta en qué medida estaba viva en ellos la conciencia de sus responsabilidades cristianas hacia los indios. «Esta do­cumenta­ción –dice María Lourdes Díaz-Trechuelo– es de gran riqueza e in­terés para conocer la mentalidad religiosa de los españoles asenta­dos en América, o nacidos en ella, en los siglos XVI y XVII» (AV, Evangelización 654).

Francisco de Chaves, por ejemplo, español de Trujillo, que fue re­gi­dor de Arequipa, donde murió en 1568, establece  una misa de fundación en su tes­tamento «por los indios cristianos naturales de los reinos del Perú a los que yo soy en cargo, vivos y difuntos; quiero el Señor sea ser­vido de los perdo­nar, a los vivos alumbre el entendimiento y los atraiga al verdadero co­nocimiento de la santa fe católica». Hernán Rodríguez, cordobés de Be­lalcázar, que tuvo una encomienda en Popayán, reconociendo que estaba obligado a instruir a los indios «en las cosas de nuestra santa fe católica y no lo hizo», encarga en el testamento al obispo que, tomando de sus bienes, restituya su deficiencia, «para que mi ánima no pene por ello». Otro cordobés, Juan de Baena, en su testamento de 1570 manda celebrar diez misas del Espí­ritu Santo para que «se infunda y arraigue su santísima fe en los natu­rales de esta gobernación [de Venezuela] convertidos».

La frecuencia de estas mandas en los testamentos permite dedu­cir que había en los encomenderos una conciencia generalizada, mejor o peor cumplida, del deber de procurar la formación cristiana de los in­dios. Uno de los Trece de la fama, Nicolás de Ribera el Viejo, en 1556 funda un hospital para indios en Ica, Perú, pues aun­que ha obrado de buena fe haciendo guerra justa a los indios y te­niéndolos en enco­mienda, quiere reparar lo que pesa en su con­ciencia por haberlos mal­tratado alguna vez, o por haberles exigido más tributos de los que «sin mucho trabajo ni fatiga de sus perso­nas me podían y debían tributar… o por no les haber dado tan bas­tante y cumplida doctrina como debía» (ib. 654-655).

 

–Indios apóstoles de los indios

Desde el primer viaje de Colón se pensó en que los indios habían de ser apóstoles de los indios. Y así algunos natura­les toma­dos por el Almirante fueron instruídos y bautizados en España, te­niendo como padrinos a los Reyes Católicos, y de uno al menos, llamado Diego, se sabe que vuelto a Cuba, de donde era originario, explicaba la misa a sus hermanos indí­genas (Guarda 32). Con cierta frecuencia los intérpretes (lenguas) ve­nían a hacerse verdaderos cola­boradores de los frailes misio­neros.

El franciscano Jerónimo de Mendieta (1525-1604) cuenta, por ejemplo: «Me acaeció tener uno que me ayudaba en cierta lengua bárbara y habiendo yo predicado a los mexicanos en la suya… entraba él, vestido de roquete y sobrepelliz, y predicaba a los bárbaros en la lengua que yo a los otros había di­cho, con tanta autoridad, energía, exclamaciones y espíritu, que a mí me ponía harta envidia de la gracia que Dios le había comuni­cado» (Hª ecl. in­diana III,19).

Las cofradías de naturales –la más antigua la fundada en Santo Domingo en 1554–, con sus normas internas para la atención de pobres y enfermos, para la catequesis y otras ac­tividades cristia­nas, tuvieron en toda la América hispana mucha vitalidad, y ellas, desde luego, participaron decisiva­mente en la evangelización de los indios. También fue deci­siva en la evangelización la contribu­ción de los niños educa­dos en los conventos misionales, y cuanto se diga en esto es poco. Volveremos sobre el tema cuando tratemos de los niños mártires de Tlaxcala (1527 y 1529).

Los indios catequistas prestaron igualmente un servicio insustituible en la construcción de la Iglesia en el Mundo Nuevo. Algunos de ellos, incluso, llevados de un celo excesivo, rezaban reunidos, como si fueran cabildo de canónigos, las Horas litúrgicas, y celebraban misas secas en ausencia de los sacerdotes, de modo que el primer concilio de México hubo de mo­derar y concretar sus funcio­nes.

Especial mención hemos de hacer de las muchachas indias, hijas de principales, que recibían en ocasiones una mejor formación en internados religiosos. Ellas, según Men­dieta, ayudaban en hospitales y en otras obras buenas, y so­bre todo iban «a enseñar a las otras mujeres en los patios de las iglesias o a las casas de las señoras, y a muchas convertían a se bautizar, y ser devotas cristianas y limosneras, y siem­pre ayudaron a la doctrina de las mujeres» (Hª ecl. indiana III,52; +Motolinía, Memoriales I,62).

 

Indios santos

Por otra parte, y parte muy principal, desde el principio de la evangelización de América, hubo numerosos indios santos, que evidentemente colaboraron en forma decisiva a la evan­gelización de sus hermanos indígenas. Cuando hablemos de San Juan Diego, volveremos sobre el tema.

Recordemos, pues, aquí sólo algún caso. El siervo de Dios Nico­lás de Ayllón, peruano, educado por los franciscanos de Chiclayo, era sastre, casado con la mestiza María Jacinta, y con ella fundó en Lima el célebre monasterio de Jesús María, para acoger doncellas españolas e indíge­nas. Murió en olor de santidad en 1677, y está incoado su proceso de bea­tificación (Guarda 170). El indio Balta­sar, de Cholula, en México, orga­nizó todo un pueblo al estilo de la vida comunitaria cenobítica. Motolinía y Mendieta nos refieren cómo grupos de tlaxcaltecas sa­lían a regiones vecinas a predicar el Evangelio. Incluso algunas familias se fueron a vivir con los recalcitrantes chichimecas, para evangelizar­los a través de la convivencia. Casos de martirio por la castidad, al estilo de María Goretti, se dieron muchos entre las indias neocristia­nas, como aquél que narra Mendieta, y que ocasionó la conversión del fraca­sado seductor: «Hermana, tú has ganado mi alma, que estaba per­dida y ciega» (Hª ecl. indiana III,52). No tenemos palabras para encare­cer suficientemente el influjo de los mejores indios cristianos en la evan­gelización de América. Sólo Dios lo sabe.

 

–A pesar de los malos cristianos

San Lucas, al contar la historia de la primera difusión del Evange­lio, no insiste mucho en los escándalos producidos por los malos cristianos, al estilo de Ananías y Safira, Simón mago, etc., sino que centra su relato en las figuras de los verdaderos evangeliza­dores, Pedro y Pablo, Es­teban y Felipe… Y es natural que así lo hiciera, pues estaba escri­biendo precisamente los hechos de los apóstoles. Es lógico que, haciendo crónica de la pri­mera evangelización del mundo pagano, dejara a un lado las miserias de los malos cristianos, ya que ellos no colaboraron a la evangelización; por el contrario, ésta se hizo a pe­sar de ellos. Pues bien, tampoco los cristianos infieles, perversos falsificadores de la Iglesia, merecen ser recordados al hablar de las hechos de los apóstoles de América. Pero no quedaría completo nuestro cuadro sin mencionar breve­mente su existencia.

Los cronistas primitivos, al hablar de descubrimientos y conquis­tas, no ocultan los hechos criminales, sino que los de­nuncian con amargura. Así Mariño de Lobera, después de na­rrar una acción cruel de sus compañeros españoles, afirma indignado: «Esta gente que con­quistó Chile por la mayor parte de ella tenía tomado el estanco de las maldades, desafueros, ingrati­tudes, bajezas y exorbitancias» (Crónica 58). Eran tiempos de guerra.

Pero tampoco faltaban en tiempos de paz los abusos y extor­sio­nes. En el Perú de 1615, el mestizo Felipe Guamán Poma de Ayala (1534-1617), el mismo que elogia a Lima, «a donde corre tanta cristiandad y buena justicia», o Tucumán, «toda cristiandad y policía y buena gente caritativos, amigo de los pobres», y que habla así de muchas otras ciudades –Bogotá, Popayán, Rio­bamba, Cuenca, Loja, Caja­marca– (Nueva crónica C,1077-1154), en otras páginas de su es­crito contra-dice los anteriores elogios, y escribe cosas como ésta: «Todos los españoles son contra los in­dios pobres de este reino… Y no hay cristia­nos ni santos, que todos están en el cielo» (C, 1014). En ese estado de ánimo –esperamos que pasajero– llega a una oración ingenua y desesperada: «Jesucristo, guár­dame de los justicias, del corregidor, alcalde, pesquisi­dor, jueces, visitadores, padre doctrinante, de todos los es­pañoles, los ladro­nes, los despojadores de hombres. Proté­geme. Cruz» (B,903)…

Siendo tanto lo malo en las Indias, debió ser enorme lo bueno, para que la evangelización de tantos pueblos fuera posible, como lo fue. Cristo nos dio este criterio fundamental de discernimiento: «Por sus frutos los conoceréis» (Mt 7,16).

 

–Un pueblo apostólico y misionero

La Iglesia católica en las Indias fue una madre sana y fecunda, capaz de engendrar con Cristo Esposo más de veinte naciones cristianas. Y en esta admira­ble eficacia misionera colaboraron todos, Re­yes y virreyes, es­cribanos y soldados, conquistadores y cro­nistas, artesanos y funcionarios, frailes y padres de familia, párrocos y doctrinos, encomenderos, barberos, sastres y agricultores, indios cate­quistas, gobernadores y maes­tros de escuela, cofradías de naturales, de criollos, de negros, de españoles o de viudas, gremios profesionales, patronos de funda­ciones piadosas, de hospitales y conventos, laicos fiscales y reli­giosas de clau­sura, niños hijos de caciques, educados en conventos religiosos, corregidores y alguaciles…

Todo un pueblo cristiano y fiel, con sus leyes y costumbres, con sus vir­tudes y vicios, con sus poesías y danzas, canciones y tea­tros, con sus cruces adornadas y alzadas, con sus innumerables y preciosos templos, sus fiestas y proce­siones, y sobre todo con sus inmensas certezas de fe, a pesar de sus pecados, fue el sujeto real de la evangelización fulgurante de América.

Ese pueblo, evidentemente confesional, no fue a las In­dias a anunciar a los indígenas la duda metódica, sino que recibió de Dios y de la Iglesia el encargo de iluminar al Nuevo Mundo con las glo­riosas certezas de la Santa Fé Católica, cumplió su misión, y es el responsable de quehoy una mi­tad de la Iglesia Cató­lica crea y rece, sienta y viva, hable y escriba en español.

José María Iraburu, sacerdote

Índice de Reforma o apostasía

Bibliografía de la serie Evangelización de América

 

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