27.06.18

Amor y sacrificio en el corazón del Pontificado

Murillo, San Pedro en lágrimas, 1650Como preparación a la Solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo que celebraremos este viernes, compartimos con nuestros lectores un fragmento del maravilloso “Año Litúrgico” de Dom Guéranger-obra tan amada en los Monasterios, y que solemos traer a este Blog-, en su comentario a la liturgia de este día.

Dom Prosper Guéranger (Sablé, 1805-Solesmes, 1875), fue liturgista y restaurador de la orden benedictina en Francia. Ordenado en 1827, recuperó el antiguo priorato de Solesmes, del que tomó posesión en 1833, y en el cual llevó adelante el proyecto de restauración de la orden benedictina. Obtuvo el ascenso de Solesmes a abadía. Primer abad de Solesmes (1837) y superior de la Congregación de Francia, se convirtió en el alma del movimiento de restauración litúrgica. Entre sus principales obras cabe recordar las Instituciones litúrgicas (1840-1851) y el Año litúrgico (1841-1866).

 Aquí va el texto del Año Litúrgico (destacados para facilitar la lectura son nuestros)


¿Simón, hijo de Juan; me amas? He aquí el momento en que se escucha la respuesta que el Hijo del Hombre exigía del pescador de Galilea. Pedro no teme la triple interrogación del Señor. Desde aquella noche en que el gallo fue menos solícito para cantar que el primero de los Apóstoles para renegar de su Maestro, continuas lágrimas cavaron dos surcos en sus mejillas. Desde el patíbulo en que el humilde discípulo ha pedido le claven cabeza abajo, su corazón generoso repite, por fin sin miedo, la protesta que, desde la escena de las orillas del lago de Tiberíades, ha consumido silenciosamente su vida: “¡Sí, Señor, tú sabes que te amo!’”

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26.05.18

Oración imprescindible para el día de la Santísima Trinidad

 Rublev, la Trinidad, 1422

Es costumbre en los Monasterios, y desde hace mucho tiempo, rezar después de la hora de Prima del día de la Santísima Trinidad la famosa y antigua oración del “Quicumque” (llamada así por la palabra latina con que comienza), también conocido como el Símbolo Atanasiano. Es una magnífica oración teológica y un acto de fe en el misterio de la Santísima Trinidad y la Encarnación redentora, atribuida al gran defensor de la fe, San Atanasio de Alejandría.

Para quienes desconocen a este magnífico apologeta y doctor de la Iglesia, San Atanasio fue el gran luchador de la ortodoxia en los tiempos de la herejía arriana, que negaba tanto la divinidad como la humanidad de Jesucristo. A pesar de su joven edad, su papel fue clave durante el Concilio de Nicea (325). La defensa de la verdadera fe le significó sufrir cinco crueles destierros bajo distintos emperadores, no siendo sino hasta después de su muerte cuando la fe verdadera fue asumida en el Imperio. Tocar en la sacrosanta persona de Jesús, tal como había sido adorada por la Iglesia desde el tiempo de los Apóstoles, era herir el alma del venerable prelado en lo más profundo de su ser. Así, no solo tuvo que luchar contra la herejía de Arrio sino también contra quien había sido su amigo, Apolinar de Laodicea. Como dice de él un biógrafo, el ya “anciano obispo no podía ver desfigurada, ni siquiera por un amigo, la santa fisonomía de su Dios” (Paul Barbier, vida de San Atanasio).

Los invitamos entonces a unirse a la oración de los monjes mediante esta infaltable y magnífica oración trinitaria. Y amemos la figura de estos grandes mártires de la ortodoxia católica, que supieron abrazar la defensa íntegra de la verdad como Nuestro Señor, a costa de su propia vida.

Símbolo Atanasiano (va en formato español-latín):

 

1. Todo el que quiera salvarse, es preciso ante todo que profese la fe católica:

Quicúmque vult salvus esse, ante ómnia opus est, ut téneat cathólicam fidem:

2. Pues quien no la observe íntegra y sin tacha, sin duda alguna perecerá eternamente.

Quam nisi quisque íntegram in­vio­la­támque serváverit, absque dúbio in ætérnum períbit.

3. Y ésta es la fe católica: que veneremos a un solo Dios en la Trinidad santísima y a la Trinidad en la unidad.

Fides autem cathólica hæc est: ut unum Deum in Trinitáte, et Trinitátem in unitáte venerémur.

4. Sin confundir las personas, ni separar la sustancia.

Neque con­fun­déntes persónas, neque sub­stán­tiam separántes.

5. Porque una es la persona del Padre, otra la del Hijo y otra la del Espíritu Santo.

Alia est enim persóna Patris, ália Fílii, ália Spíritus Sancti.

6. Pero el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son una sola divinidad, les corresponde igual gloria y majestad eterna.

Sed Patris, et Fílii, et Spíritus Sancti una est divínitas, æquális glória, coætérna maiéstas.

7. Cual es el Padre, tal es el Hijo, tal el Espíritu Santo.

Qualis Pater, talis Fílius, talis Spíritus Sanctus.

8. Increado el Padre, increado el Hijo, increado el Espíritu Santo.

Increátus Pater, increátus Fílius, increátus Spíritus Sanctus.

9. Inmenso el Padre, inmenso el Hijo, inmenso el Espíritu Santo.

Imménsus Pater, imménsus Fílius, imménsus Spíritus Sanctus.

10. Eterno el Padre, eterno el Hijo, eterno el Espíritu Santo.

Ætérnus Pater, ætérnus Fílius, ætérnus Spíritus Sanctus.

11. Y, sin embargo, no son tres eternos, sino un solo eterno.

Et tamen non tres ætérni, sed unus ætérnus.

12. De la misma manera, no tres increados, ni tres inmensos, sino un increado y un inmenso.

Sicut non tres increáti, nec tres imménsi, sed unus increátus et unus imménsus.

13. Igualmente omnipotente el Padre, omnipotente el Hijo, omnipotente el Espíritu Santo.

Simíliter omnípotens Pater, omnípotens Fílius, omnípotens Spíritus Sanctus.

14. Y, sin embargo, no tres om­ni­po­tentes, sino un omnipotente.

Et tamen non tres om­ni­po­téntes, sed unus omnípotens.

15. Del mismo modo, el Padre es Dios, el Hijo es Dios, el Espíritu Santo es Dios.

Ita Deus Pater, Deus Fílius, Deus Spíritus Sanctus.

16. Y, sin embargo, no son tres Dioses, sino un solo Dios.

Et tamen non tres Dii, sed unus est Deus.

17. Así, el Padre es Señor, el Hijo es Señor, el Espíritu Santo es Señor.

Ita Dóminus Pater, Dóminus Fílius, Dóminus Spíritus Sanctus.

18. Y, sin embargo, no son tres Señores, sino un solo Señor.

Et tamen non tres Dómini: sed unus est Dóminus.

19. Porque así como la verdad cristiana nos obliga a creer que cada persona es Dios y Señor, la religión católica nos prohíbe que hablemos de tres Dioses o Señores.

Quia, sicut sin­gi­llátim unam­quám­que persónam Deum ac Dóminum confitéri christiána veritáte compéllimur: ita tres Deos aut Dóminos dícere cathólica religióne prohibémur.

20. El Padre no ha sido hecho por nadie, ni creado, ni engendrado.

Pater a nullo est factus: nec creátus, nec génitus.

21. El Hijo procede solamente del Padre, no hecho, ni creado, sino engendrado.

Fílius a Patre solo est: non factus, nec creátus, sed génitus.

22. El Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, no hecho, ni creado, ni engendrado, sino procedente.

Spíritus Sanctus a Patre et Fílio: non factus, nec creátus, nec génitus, sed procédens.

23. Por tanto hay un solo Padre, no tres Padres; un Hijo, no tres Hijos; un Espíritu Santo, no tres Espíritus Santos.

Unus ergo Pater, non tres Patres: unus Fílius, non tres Fílii: unus Spíritus Sanctus, non tres Spíritus Sancti.

24. Y en esta Trinidad nada hay anterior o posterior, nada mayor o menor: pues las tres personas son coeternas e iguales entre sí.

Et in hac Trinitáte nihil prius aut pos­térius, nihil maius aut minus: sed totæ tres persónæ coætérnæ sibi sunt et coæquáles.

25. De tal manera que, como ya se ha dicho antes, hemos de venerar la unidad en la Trinidad y la Trinidad en la unidad.

Ita ut per ómnia, sicut iam supra dictum est, et únitas in Trinitáte, et Trínitas in unitáte veneránda sit.

26. Por tanto, quien quiera salvarse, es necesario que crea estas cosas sobre la Trinidad.

Qui vult ergo salvus esse, ita de Trinitáte séntiat.

27. Pero para alcanzar la salvación eterna es preciso también creer firmemente en la encarnación de nuestro Señor Jesucristo.

Sed ne­ce­ssárium est ad ætérnam salútem, ut In­car­na­tiónem quoque Dómini nostri Iesu Christi fidéliter credat.

28. La fe verdadera consiste en que creamos y confesemos que nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, es Dios y Hombre.

Est ergo fides recta, ut credámus et con­fi­teámur quia Dóminus noster Iesus Christus, Dei Fílius, Deus et homo est.

29. Es Dios, engendrado de la misma sustancia que el Padre, antes del tiempo; y hombre, engendrado de la sustancia de su Madre santísima en el tiempo.

Deus est ex substántia Patris ante sǽcula génitus: et homo est ex substántia matris in sǽculo natus.

30. Perfecto Dios y perfecto hombre: que subsiste con alma racional y carne humana.

Perféctus Deus, perféctus homo: ex ánima rationáli et humána carne subsístens.

31. Es igual al Padre según la divinidad; menor que el Padre según la humanidad.

Æquális Patri secúndum di­vi­ni­tátem: minor Patre secúndum hu­ma­ni­tátem.

32. El cual, aunque es Dios y hombre, no son dos Cristos, sino un solo Cristo.

Qui, licet Deus sit et homo, non duo tamen, sed unus est Christus.

33. Uno, no por conversión de la divinidad en cuerpo, sino por asunción de la humanidad en Dios.

Unus autem non conversióne di­vi­ni­tátis in carnem: sed assumptióne humanitátis in Deum.

34. Uno ab­so­lu­tamente, no por confusión de sustancia, sino en la unidad de la persona.

Unus omníno, non confusióne substántiæ: sed unitáte persónæ.

35. Pues como el alma racional y el cuerpo forman un hombre; así, Cristo es uno, siendo Dios y hombre.

Nam sicut ánima rationális et caro unus est homo: ita Deus et homo unus est Christus.

36. Que padeció por nuestra salvación: descendió a los infiernos y al tercer día resucitó de entre los muertos.

Qui passus est pro salúte nostra: descéndit ad ínferos: tértia die resurréxit a mórtuis.

37. Subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios Padre to­do­poderoso: desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos.

Ascéndit ad cælos, sedet ad déxteram Dei Patris om­ni­po­téntis: inde ventúrus est iudicáre vivos et mórtuos.

38. Y cuando venga, todos los hombres resucitarán con sus cuerpos, y cada uno rendirá cuentas de sus propios hechos.

Ad cuius advéntum omnes hómines resúrgere habent cum corpóribus suis: et redditúri sunt de factis própriis ratiónem.

39. Y los que hicieron el bien gozarán de vida eterna, pero los que hicieron el mal irán al fuego eterno.

Et qui bona egérunt, ibunt in vitam ætérnam: qui vero mala, in ignem ætérnum.

 

13.03.18

La virtud cuaresmal por excelencia

La Magdalena, Guido Reni, 1642

En este santo y bendito tiempo de Cuaresma, hemos transcrito para nuestros lectores algunos pasajes de la obra del beato Columba Marmion, “Jesucristo, ideal del monje”. Todos los pasajes pertenecen al Capítulo VIII: “La compunción del corazón”. En la tradición monástica, el tema de la compunción es no solo recurrente, sino verdaderamente esencial. Es por la contrición del alma (un corazón quebrantado y humillado, tu no lo desprecias, dice el Salmo 50) por donde caminamos retornando hacia nuestro Padre. Es, como lo dice el título de este post, la virtud cuaresmal por excelencia, algo que debemos pedir en la oración y procurar en cuanto nos sea posible, a través de la práctica de la humildad interior, el examen de conciencia y la fidelidad a la acción de la gracia en nuestras vidas. He aquí los textos del gran Abad benedictino Dom Columba, cuya lectura de sus obras recomendamos vivamente. Los destacados son nuestros.


 “El espíritu de compunción es precisamente el sentimiento de contrición, que domina de un modo permanente en el alma. Constituye al alma en un estado habitual de odio al pecado; por los movimientos interiores que provoca, es medio eficacísimo contra las tentaciones.

 La compunción, como verdadera fuente de humildad y generosidad, induce al alma a aceptar sin reserva la voluntad divina, en cualquier forma que se manifieste, y a pesar de todas las pruebas a que la someta… Por el amor tan gravemente ofendido se somete de buen grado a cualquier contrariedad por dura y penosa que sea; y en ello encuentra además una fuente inagotable de méritos.

 Este sentimiento es también origen de viva caridad para con el prójimo. Si en nuestros juicios somos severos y exigentes con los otros, si descubrimos con ligereza las faltas de nuestros hermanos, carece nuestra alma del sentimiento de compunción, porque el alma que lo posee ve en sí misma los pecados y debilidades de que adolece, se contempla tal como es delante de Dios, lo cual basta para destruir en ella el espíritu de vanagloria y hacerla indulgente y compasiva con los demás.

 Otro fruto, y de los más preciosos, del espíritu de compunción, es el fortalecernos contra las tentaciones…Las tentaciones sufridas pacientemente son fuente de méritos para el alma, y ocasión de gloria para Dios; porque el que responde con constancia a la prueba acredita la potencia de la gracia.

 No nos amilanemos, pues, en la tentación, por frecuente y violenta que sea. Es una prueba, y Dios la permite para nuestro bien. Por fuerte que sea, no es un pecado mientras no nos expongamos voluntariamente a sus instigaciones y no consintamos en ella. Sentiremos tal vez su atractivo, su deleite; pero mientras la voluntad no ceda estemos tranquilos, porque Jesucristo está con nosotros y en nosotros.

El santo Patriarca sabía, pues, por experiencia lo que era la tentación, y cómo se la resiste. Ahora bien, ¿qué nos aconseja? Empleando el lenguaje de su ascesis, diremos que nos provee de tres «instrumentos» para combatir: «Velar a todas horas sobre la propia conducta; estar firmemente persuadidos de que Dios nos está mirando en todo lugar; estrellar en Cristo, sin demora, los malos pensamientos que nos sobrevengan».

Nada hay tan peligroso para el alma como una familiaridad de mala ley en nuestras relaciones con el Señor; y la compunción nos libera de ese peligro, porque, como dice el padre Fáber, nos lleva a aprovechamos mejor de los sacramentos, porque nos mueve a recibirlos con más humildad y arrepentimiento, con más vivo sentimiento de nuestras necesidades.

No son, ciertamente, nuestras fragilidades, las flaquezas de alma y cuerpo, las que ponen óbice a la gracia… lo que paraliza la acción de Dios en nosotros es el aferrarse al propio criterio, al amor propio, la fuente más fecunda de infidelidades y faltas deliberadas.

No hemos de creer que el gozo esté ausente del alma contrita: todo al contrario. Excitando el amor, avivando la generosidad, fomentando la caridad, la compunción nos purifica más y más, nos hace menos indignos de unirnos a nuestro Señor; nos da seguridad de perdón y confirma la paz del alma. De esta manera no disminuye en nada la alegría espiritual ni el encanto de la virtud, sino que lo acrecienta.

Dom Columba Marmion, Jesucristo ideal del monje, Cap. VIII

14.02.18

El tiempo de Cuaresma según la Regla de San Benito

San Benito Abad, gruta de Subiaco

Preparándonos espiritualmente para vivir este tiempo de Cuaresma, unidos a toda la Iglesia, queremos compartir en este post con nuestros lectores el Capítulo XLIX de la Regla de San Benito dedicado a cómo vivir este tiempo Litúrgico.

A pesar de que las indicaciones de San Benito están orientadas, como es lógico, a quienes profesan la vida monástica bajo la conducción de un Abad, los principios espirituales presentes en los escritos del santo Patrono de Europa son impregnados de una tal sabiduría sobrenatural, que los hacen válidos para cualquier vocación, y valiosos en contextos de vida muy diversos. He aquí el texto de la Santa Regla (siendo nuestros los destacados, para facilitar la lectura).

Capítulo XLIX

LA OBSERVANCIA DE LA CUARESMA

Aunque la vida del monje debería tener en todo tiempo una observancia cuaresmal, sin embargo, como son pocos los que tienen semejante fortaleza, los exhortamos a que en estos días de Cuaresma guarden su vida con suma pureza, y a que borren también en estos días santos todas las negligencias de otros tiempos. Lo cual haremos convenientemente, si nos apartamos de todo vicio y nos entregamos a la oración con lágrimas, a la lectura, a la compunción del corazón y a la abstinencia.

Por eso, añadamos en estos días algo a la tarea habitual de nuestro servicio, como oraciones particulares o abstinencia de comida y bebida, de modo que cada uno, con gozo del Espíritu Santo, ofrezca voluntariamente a Dios algo sobre la medida establecida, esto es, que prive a su cuerpo de algo de alimento, de bebida, de sueño, de conversación y de bromas, y espere la Pascua con la alegría del deseo espiritual.

Lo que cada uno ofrece propóngaselo a su abad, y hágalo con su oración y consentimiento, porque lo que se hace sin permiso del padre espiritual, hay que considerarlo más como presunción y vanagloria que como algo meritorio. Así, pues, todas las cosas hay que hacerlas con la aprobación del abad.


Si San Benito quiere que la vida del monje sea una perpetua cuaresma, no es tanto porque él piense que su santificación pasa por un ayuno riguroso permanente, sino porque las disposiciones interiores que constituyen el camino cuaresmal, como son la conversión, la compunción interior y la purificación del pecado, no pueden dejar de estar presentes en la vida de un monje, ni de cualquier persona que aspire sinceramente a la unión plena con Dios. Sin embargo, como tal virtud es de pocos, la Iglesia instituye este tiempo de misericordia, para guardar nuestra vida con pureza y corregirnos de los vicios de todas las demás épocas. Es un tiempo propicio para mirar nuestras vidas con sinceridad en la presencia de Dios, y discernir que aspectos de nuestra vida, en la actualidad, constituyen un obstáculo a la acción de la gracia.

“Añadamos en estos días algo a la tarea habitual de nuestro servicio… con gozo del Espíritu Santo”. Este ofrecimiento será tanto más fecundo cuanto más contradiga nuestros apegos interiores y nuestras resistencias a la gracia, que son la causa de nuestro lento avance espiritual. En el contexto de la vida monástica, estos ofrecimientos voluntarios con los que queremos agradar a Dios durante la cuaresma no tendrán ningún valor fuera de la obediencia al Abad. Este principio será válido también para los laicos que puedan confiarse a un director espiritual o confesor, pues la peste de la propia voluntad, aún cuando se revista de un ropaje de virtud, será siempre el mayor de los peligros.

28.12.17

Una oración de Santo Tomás de Aquino para terminar el año

Santo Tomás de Aquino, Fra Angelico (+1455)

Al terminar este año, nada más oportuno que volver a Dios nuestra alma contrita por el dolor de nuestras faltas, de nuestra poca docilidad y de la dureza de nuestro corazón. Según una hermosa tradición monástica, es la compunción la que abre el torrente de las gracias que necesitamos para convertirnos, para sanarnos y para volvernos enteramente hacia la fuente de nuestra vida y santidad. Con este fin, hemos traducido para la oración personal de nuestros lectores una oración compuesta por Santo Tomás de Aquino para pedir la gracia del perdón de nuestros pecados (tomada del libro “Saint Thomas d’Aquin, prières” de la Editorial francesa PSR).


Oración para la remisión de los pecados

Hacia vos fuente de misericordia, oh Dios, acudo, yo, pecador. Dígnate lavarme, pues estoy mancillado. Oh, sol de justicia, ilumina a un ciego. Oh médico eterno, sana a este herido. Oh Rey de reyes, vestid a un desnudo. Oh mediador entre Dios y los hombres, reconcilia a un culpable. Oh buen pastor, reconduce al errante.

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