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27.03.15

La inmolación de la inteligencia de María en la Cruz

Diego Velázques, 1632

Compartimos hoy con nuestros lectores un breve fragmento de la bella obra del Padre Marie-Dominique Philippe, dominico fundador de la Congregación de los hermanos de Saint Jean, Mystère de Marie (IV,3). La tradución del original francés es nuestra:

En el misterio de la cruz, la fe de María conoce un modo doloroso que inmola de una manera intensa su inteligencia. Esta fe contempla el misterio de Cristo crucificado. En este misterio hay como ciertas contradicciones aparentes en María: ¿No es Jesús para ella el Hijo de Dios que debe reinar eternamente sobre la casa de David, como el ángel Gabriel se lo había dicho? Ella guarda en su corazón esta palabra de la Anunciación, y ahora Jesús se presenta a ella como el Crucificado, el maldito de Dios y de los hombres. ¿No está dicho en la Escritura: maldito aquél que cuelga del madero? Jesús aparece entonces como el rechazado de Dios y no solamente aparece como tal sino que Él mismo lo declara: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?. Él, el Hijo amado, en quién el Padre se complace, es ahora el abandonado y el que debe vivir en este estado de anatema, de separado. Hay allí una oposición brutal que quiebra hasta en su fondo más íntimo la inteligencia de María, puesto que esta cuasi contradicción apunta a Aquél que es a la vez para ella su Verdad, su Camino, su Vida y su Hijo bienamado. Si María escuchara las exigencias de su inteligencia humana, apartaría inmediatamente una parte de esta contradicción aparente; o bien se abandonaría a la desesperación, pensando que el ángel la ha engañado; o bien se rehusaría a aceptar la Cruz, no queriendo guardar ni considerar sino la palabra del ángel. En estas condiciones, habría una elección humana, habría una herejía, dividiendo humanamente lo que está unido en la sabiduría de Dios. En nombre de las exigencias de la razón humana, ella haría una división, ya no guardaría íntegramente el mensaje de Dios.

Adhiriendo en toda su pureza a la voluntad infinitamente amable del Padre sobre su Hijo y sobre ella, María penetra mucho más adentro todavía en su intimidad. Pues la unidad se hace entonces en esta voluntad del Padre, en el Espíritu Santo. María coopera activamente en la obra de su Jesús. La Cruz se apodera de su inteligencia que, en este acto heroico de fe, es como enteramente ofrecida, enteramente inmolada. Recordemos el holocausto de Elías, prefiguración maravillosa del de la Cruz. ¡El fuego del cielo se apodera de las víctimas, del altar y del agua! Se trata verdaderamente de la fe de la esposa que cree en el amor del Esposo por ella misma, aun cuando las circunstancias exteriores parezcan negarlo, parezcan oponerse. Esta fe es totalmente silenciosa, pues implica el holocausto incluso de la inteligencia. Esta no puede decir nada más, no comprende nada, ya no puede comprender nada más. Es por eso que ya no hay ni siquiera el quomodo de la Anunciación. María debe permanecer totalmente pasiva, entregada a la voluntad del Esposo.

14.03.15

Todo lo que puede alcanzar la oración confiada

Del Tratado de Tertuliano, presbítero, Sobre la oración

(Cap. 28-29: CCL 1, 273-274)

La anunciación de Fray Angelico, 1430 

La oración es una ofrenda espiritual que ha eliminado los antiguos sacrificios. ¿Qué me importa -dice- el número de vuestros sacrificios? Estoy harto de holocaustos de carneros, de grasa de becerros; la sangre de toros, corderos y chivos no me agrada. ¿Quién pide algo de vuestras manos?

El Evangelio nos enseña qué es lo que pide el Señor: Llega la hora -dice- en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad. Porque Dios es espíritu y, por esto, tales son los adoradores que busca. Nosotros somos los verdaderos adoradores y verdaderos sacerdotes, ya que, orando en espíritu, ofrecemos el sacrificio espiritual de la oración, la ofrenda adecuada y agradable a Dios, la que él pedía, la que él preveía.

Esta ofrenda, ofrecida de corazón, alimentada con la fe, cuidada con la verdad, íntegra por la inocencia, limpia por la castidad, coronada con el amor, es la que debemos llevar al altar de Dios, con el acompañamiento solemne de las buenas obras, en medio de salmos e himnos, seguros de que con ella alcanzaremos de Dios cualquier cosa que le pidamos.

¿Qué podrá negar Dios, en efecto, a una oración que procede del espíritu y de la verdad, si es él quien la exige? Hemos leído, oído y creído los argumentos que demuestran su gran eficacia.

En tiempos pasados, la oración liberaba del fuego, de las bestias, de la falta de alimento, y sin embargo no había recibido aún de Cristo su forma propia.

¡Cuánta más eficacia no tendrá, pues, la oración cristiana! Ciertamente, no hace venir el rocío angélico en medio del fuego, ni cierra la boca de los leones, ni transporta a los hambrientos la comida de los segadores (como en aquellos casos del antiguo Testamento); no impide milagrosamente el sufrimiento, sino que, sin evitarles el dolor a los que sufren, los fortalece con la resignación, con su fuerza les aumenta la gracia para que vean, con los ojos de la fe, el premio reservado a los que sufren por el nombre de Dios.

 En el pasado, la oración hacía venir calamidades, aniquilaba los ejércitos enemigos, impedía la lluvia necesaria. Ahora, por el contrario, la oración del justo aparta la ira de Dios, vela en favor de los enemigos, suplica por los perseguidores. ¿Qué tiene de extraño que haga caer el agua del cielo, si pudo impetrar que de allí bajara fuego? La oración es lo único que tiene poder sobre Dios; pero Cristo no quiso que sirviera para operar mal alguno, sino que toda la eficacia que él le ha dado ha de servir para el bien.

Por esto, su finalidad es servir de sufragio a las almas de los difuntos, robustecer a los débiles, curar a los enfermos, liberar a los posesos, abrir las puertas de las cárceles, deshacer las ataduras de los inocentes. La oración sirve también para perdonar los pecados, para apartar las tentaciones, para hacer que cesen las persecuciones, para consolar a los abatidos, para deleitar a los magnánimos, para guiar a los peregrinos, para mitigar las tempestades, para impedir su actuación a los ladrones, para alimentar a los pobres, para llevar por buen camino a los ricos, para levantar a los caídos, para sostener a los que van a caer, para hacer que resistan los que están en pie.

Oran los mismos ángeles, ora toda la creación, oran los animales domésticos y los salvajes, y doblan las rodillas y, cuando salen de sus establos o guaridas, levantan la vista hacia el cielo y con la boca, a su manera, hacen vibrar el aire. También las aves, cuando despiertan, alzan el vuelo hacia el cielo y extienden las alas, en lugar de las manos, en forma de cruz y dicen algo que asemeja una oración.

¿Qué más podemos añadir acerca de la oración? El mismo Señor en persona oró; a él sea el honor y el poder por los siglos de los siglos.

3.03.15

Las lágrimas purificadoras de la compunción interior

San Antonio Abad, icono de autor desconocidoPara alimentar la oración cuaresmal de nuestros lectores, compartimos con ellos una selección de preciosos apotegmas de los padres del desierto sobre la compunción del corazón. A fin de entender mejor este tema que es uno de los centrales en la tradición monástica, ponemos a modo de introducción un fragmento de la gran obra del Beato Columba Marmion, Jesucristo vida del alma, sobre la compunción (Capítulo VI,2)

“¿Qué debemos entender por compunción del corazón? Se trata de un sentimiento habitual de pesar por haber ofendido a la divina bondad. Esta disposición brota principalmente de la contrición perfecta, del amor arrepentido. Y produce en el alma la detestación del pecado, por el disgusto que causa a Dios y por el perjuicio que nos irroga. Si en el sacramento de la penitencia basta un acto transitorio de contrición imperfecta para abrir el alma a la gracia y fortificarla contra nuevas caídas; cuando tenemos un sentimiento de verdadero pesar inspirado por el amor y lo mantenemos en el alma en toda su viveza, crea en ella un estado de oposición irreductible a toda complacencia en el pecado. Os daréis perfecta cuenta de que hay una incompatibilidad absoluta entre la voluntad de aborrecer el pecado y el hecho de continuar cometiéndolo. Esta disposición habitual constituye el mejor remedio para evitar la tibieza.

Este constante pesar por las faltas pasadas: «Mi pecado está siempre ante mí» (Ps., 50, 5) no debe referirse a las circunstancias de cada una de ellas, sino al hecho mismo de haber ofendido a Dios. No debemos traer a la memoria los detalles concretos, lo que a veces suele ser peligroso, sino arrepentirnos de haber opuesto nuestra soberanía, de haber despreciado su amor y de haber descuidado, derrochado o aún perdido el incomparable tesoro de la gracia.”

Ahora pasamos a los apotegmas de los padres del desierto. 

    ***

Un hermano rogó al abad Amonio: «Dime una palabra». El anciano le dijo: «Adopta la mentalidad de los malhechores que están en prisión. Preguntan:
“¿Dónde está el juez? ¿Cuándo vendrá?” y a la espera de su castigo lloran. También el monje debe siempre mirar hacia arriba y conminar a su alma diciendo:
“¡Ay de mí! ¿Cómo podré estar en pie ante el tribunal de Cristo? ¿Cómo podré darle cuenta de mis actos?”. Si meditas así continuamente, podrás salvarte».

***

El abad Evagrio dijo: «Cuando estés en tu celda, recógete y piensa en el día de la muerte. Represéntate ese cuerpo cuya vida desaparece: piensa en esta calamidad, acepta el dolor y aborrece la vanidad de este mundo. Sé humilde y vigilante para que puedas siempre perseverar en tu vocación a la hesyquia y no vacilarás. Acuérdate también del día de la resurrección y trata de imaginarte aquel juicio divino, terrible y horroroso. Acuérdate de los que están en el infierno. Piensa en el estado actual de sus almas, en su amargo silencio, en sus crueles gemidos, en su temor y mortal agonía, en su angustia y dolor, en sus lágrimas espirituales que no tendrán fin, y nunca jamás serán mitigadas. Acuérdate también del día de la resurrección e imagínate aquel juicio divino, espantoso y terrible y en medio de todo esto la confusión de los pecadores a la vista de Cristo y de Dios, en presencia de los ángeles, arcángeles, potestades y de todos los hombres. Piensa en todos los suplicios, en el fuego eterno, en el gusano que no muere, en las tinieblas del infierno, y más aún en el rechinar de los dientes, terrores y tormentos. Recuerda también los bienes reservados a los justos, su confianza y seguridad ante Dios Padre y Cristo su Hijo, ante los ángeles, arcángeles, potestades y todo el pueblo. Considera el reino de los cielos con todas sus riquezas, su gozo y su descanso. Conserva el recuerdo de este doble destino, gime y llora ante el juicio de los pecadores, sintiendo su desgracia y teme no caer tú mismo en ese mismo estado. Pero alégrate y salta de gozo pensando en los bienes reservados a los justos y apresúrate a gozar con éstos y en alejarte de aquéllos. Cuidare de no olvidar nunca todo esto, tanto si estás en tu celda como si estás fuera de ella, ni lo arrojes de tu memoria y con ello huirás de los sórdidos y malos pensamientos».

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El arzobispo Teófilo, de santa memoria, dijo al morir: «Dichoso tú, abad Arsenio, que siempre tuviste presente esta hora».

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El abad Jacobo dijo: «Así como una lámpara ilumina una habitación oscura, así el temor de Dios, cuando irrumpe en el corazón del hombre, le ilumina y le enseña todas las virtudes y mandamientos divinos».

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Viajando un día por Egipto, el .abad Pastor vio a una mujer que lloraba amargamente junto a un sepultero y dijo: «Aunque le ofreciesen todo los placeres del mundo, no arrancaría su alma del llanto. De la misma manera el monje debe llorar siempre por si mismo».

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Sinclética, de santa memoria, dijo: «A los pecadores que se convierten les esperan primero trabajos y un duro combate y luego una inefable alegría. Es lo mismo que ocurre a los que quieren encender fuego, primero se llenan de humo y por las molestias del mismo lloran, y así consiguen lo que quieren. Porque escrito está: “Yahveh tu Dios es un fuego devorador” (Dt 4, 24). También nosotros con lágrimas y trabajos debemos encender en nosotros el fuego divino».

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El abad Hiperiguio dijo: «El monje que vela, trabaja día y noche con su oración continua. El monje que golpea su corazón hace brotar de él lágrimas y rápidamente alcanza la misericordia de Dios».

25.02.15

¿Se puede ser santo sin orar? ¿Se puede orar sin silencio del alma?

San Bruno, Capilla de San Bruno, La Grande Chartreuse

A continuación, proponemos para la meditación de nuestros lectores en este santo tiempo de Cuaresma, tiempo de conversión y de gracia, tres textos maravillosos sobre la virtualidad sanante y santificante de la oración contemplativa. 

1.- De San Juan Maria Vianney, cura de Ars (1786-1859), en su Catecismo sobre la oración. 

“Mirad, hijos míos, el tesoro de un cristiano no está en este mundo sino en el cielo.(Mt 6,20) Así pues, nuestro pensamiento tiene que encaminarse hacia donde está nuestro tesoro. La persona humana tiene una tarea muy bella, la de orar y la de amar. Vosotros oráis, vosotros amáis: he aquí la felicidad de la persona en este mundo.

La oración no es otra cosa que la unión con Dios. Cuando el corazón es puro y está unido a Dios, uno percibe en su interior un bálsamo, una dulzura que embriaga, una luz que deslumbra. En esta íntima unión Dios y el alma son como dos trozos de cirio fundidos en uno; ya no se pueden separar. ¡Qué hermosa es esta unión de Dios con su pequeña criatura! Es una felicidad que sobrepasa toda comprensión. Habíamos merecido no saber orar; pero Dios, en su bondad, nos permite hablarle. Nuestra oración es incienso que él recibe con infinita benevolencia.

Hijos míos, tenéis un corazón pequeño, pero la oración lo ensancha y lo capacita para amar a Dios. La oración es una pregustación del cielo, un derivado del paraíso. Nunca nos deja sin dulzura. Es como la miel que desciende al alma y lo suaviza todo. Las penas se deshacen en la oración bien hecha, como la nieva bajo el sol".

2.- De la Beata Teresa de Calcuta (1910-1997) fundadora de las Hermanas Misioneras de la Caridad, Camino de sencillez, cap. 7.

“Ante todo hay que dedicar tiempo a la contemplación y al silencio, sobre todo si vivimos en las grandes ciudades donde todo es agitación. Por esto he decidido abrir nuestra primera casa de hermanas contemplativas, cuya vocación es de orar durante la mayor parte del día, en Nueva York y no en el Himalaya, porque sentía que en las grandes urbes hay más necesidad de silencio y de contemplación.

Yo comienza la oración siempre por el silencio. En el silencio habla el corazón con Dios. Dios es amigo del silencio y debemos escucharle porque lo que cuenta no son nuestras palabras sino lo que él dice, y lo que dice a través de nosotros. Lo que la sangre es para el cuerpo, es la oración para el alma. Nos acerca a Dios y purifica nuestro corazón. Una vez purificado el corazón podemos ver a Dios, hablarle y descubrir su amor en la persona de cada uno de nuestros hermanos humanos. Si vuestro corazón es puro, vosotros seréis transparentes en la presencia de Dios, no disimularéis nada, y entonces le ofreceréis libremente lo que él espera de vosotros".

3.- De San Juan de la Cruz (1542-1591), Cántico Espiritual B 1, 8-9

“¿Qué más quieres, oh alma, y qué más buscas fuera de ti, pues dentro de ti tienes tus riquezas, tus deleites, tu satisfacción, tu hartura y tu reino, que es tu Amado, a quien desea y busca tu alma?…Sólo hay una cosa, es a saber, que, aunque esté dentro de ti, está escondido….

Pero todavía dices: “puesto está en mí el que ama mi alma, ¿cómo no le hallo ni le siento?” La causa es porque está escondido, y tú no te escondes también para hallarle y sentirle. Porque el que ha de hallar una cosa escondida, tan a lo escondido y hasta lo escondido donde ella está ha de entrar, y, cuando la halla, él también está escondido como ella. Como quiera, pues, que tu Esposo amado es el tesoro escondido en el campo de tu alma, por el cual el sabio mercader dio todas sus cosas (Mt 13,44) convendrá que para que tú le halles, olvidadas todas las tuyas y alejándote de todas las criaturas, te escondas en tu retrete interior del espíritu (ib 6,6) y cerrando la puerta sobre ti, es a saber, tu voluntad a todas las cosas, ores a tu Padre en escondido; y así, quedando escondida en él, entonces le sentirás en escondido, y le amarás y gozarás en escondido y te deleitarás en escondido con él, es a saber, sobre todo lo que alcanza la lengua y sentido".

13.02.15

La misteriosa fecundidad de la vida contemplativa

San Bruno de Jean-Antoine HOUDON, 1766

De la Constitución Apostólica Umbratilem del Papa Pio XI, del 8 de julio de 1924

Cuantos han hecho profesión de pasar una vida oculta apartados del estrépito y de las locuras del mundo, de tal forma que no sólo contemplen con toda atención los divinos misterios y las verdades eternas, y pidan, en las preces que dirijan a Dios con fervor y constancia, que florezca su reino y se extienda cada día más, sino también que satisfagan y expíen con la penitencia del alma y del cuerpo, que les esté prescrita o voluntaria, las culpas, no tanto las propias como las ajenas, ésos, ha de decirse en verdad, que eligieron la mejor parte, como María de Betania. Porque no hay ninguna otra condición y modo de vivir más perfecto que pueda proponerse a los hombres, para que lo elijan y abracen, cuando el Señor verdaderamente les llame; pues, de la unión estrechísima con Dios y de la santidad interior de los que practican silenciosamente en los claustros la vida solitaria, se mantiene radiante la aureola de esa santidad, que la Esposa inmaculada de Cristo Jesús ofrece a todos para que la contemplen e imiten.

Nada, pues, tiene de extraño, si los escritores eclesiásticos de tiempos pasados, para explicar la virtud y eficacia de las oraciones de estos mismos varones religiosos, llegaron hasta compararlas con las de Moisés, recordando un hecho muy conocido: a saber, cuando Josué riñó la batalla en la llanura con los amalecitas, y Moisés oraba y suplicaba a Dios en la cima del monte cercano por la victoria de su pueblo, sucedió que, mientras Moisés levantaba las manos alcielo, vencían los Israelitas; si, por el contrario, alguna vez las bajaba por el cansancio, entonces los amalecitas ganaban a los Israelitas: por lo cual, Aarón y Hur le sostuvieron, de una y otra parte; los brazos, hasta que Josué salió vencedor de la pelea. Con cuyo ejemplo se significan ciertamente con toda propiedad, las preces de los mismos religiosos, que hemos mencionado, puesto que se apoyan, ora en el augusto sacrificio del Altar, ora en el ejercicio de la penitencia, como en dos sostenes, de los cuales el uno expresa de algún modo a Aarón, y el otro a Hur. Pues es cosa corriente y como la principal para los solitarios, según antes hemos dicho, el que se ofrezcan y consagren a Dios como víctimas y hostias de aplacamiento, por un cargo así como público, por su salvación y la de sus prójimos.

Fácilmente se comprende, pues, que contribuyen mucho más al incremento de la Iglesia y a la salvación del género humano, los que cumplen el deber asiduo de la oración y de la penitencia, que los que cultivan y trabajan enel campo del Señor; porque, si aquéllos no hicieran bajar del cielo la abundancia de gracias al campo que ha de ser regado, entonces seguramente cosecharán frutos más escasos de su labor los operarios evangélicos.