Mis recuerdos del P. Antonio Pérez-Mosso Nenninger

Sucede en la vida de no pocas personas que la Providencia dispone las cosas para que un encuentro, no pensado ni soñado, inesperado, acabe realizando una especie de «revolución copernicana» de tal magnitud en la vida de los involucrados, que todos los planes que se tenían, la orientación de su vida e incluso la vocación que se seguía acaban difuminándose ante un horizonte natural y sobrenatural de dimensiones grandiosas, el cual se vislumbra como la santa voluntad de Dios. Esto se ve claro, por poner algunos ejemplos, en el encuentro de San Francisco de Javier con San Ignacio, de San Juan de la Cruz con Santa Teresa, de la lectura del libro de La vida de Santa Teresa por Edith Stein, del pater José María Iraburu con el venerable José Rivera, del Doctor Canals con el P. Ramón Orlandis, etc.

Me propongo escribir un artículo en un plan de «cor ad cor loquitur», a modo de un testimonio personal de lo vivido y recibido del Padre Antonio Pérez-Mosso, en sus años de Chile, antes de su retorno a España en 1990, que creo bien vale la pena ser conocido. Estoy seguro de que lo que voy a contar no habría sido del agrado del querido Padre, toda vez que siempre quiso pasar inadvertido. Del mismo Padre aprendí lo que se dice de Santo Tomás, que tenía una independencia intelectual al servicio de la búsqueda de la verdad, lo cual me permite escribir de él basándome en sus enseñanzas, aunque con ello traicione su humildad íntima…, por amor a la verdad. Me apronto a celebrar luego 30 Misas, la llamada Misa gregoriana, y, con eso, seguro que el P. Antonio me va a perdonar. La tristeza de su partida de este mundo está ampliamente subsanada por la alegría de saber que ya no está a 12.000 kms de distancia, sino junto a todos los que tanto le queremos, en el misterio de la ‘communio sanctorum’.

Llegué al Seminario de la diócesis de Valparaíso (Chile), ubicado junto al Santuario de la Purísima de Lo Vásquez, en el segundo semestre del año 1985, luego de mi profesión temporal, el 24 de junio de 1985, como monje benedictino del Monasterio San Benito de Llíu-Llíu. El P. Odo Hagenmüller, OSB, quería que aprendiera pronto la teología pensando en mi Ordenación sacerdotal (que por los caminos de la Providencia y de lo que voy a relatar, llegó ¡20 años después!). Me impresiona pensar esto…

A poco de llegar al Seminario y siguiendo un curso de Introducción a la filosofía dictado por el P. Antonio, empecé a darme cuenta, poco a poco, que tenía frente a mí a un sacerdote fuera de lo común, y que podría tener una gran influencia en mi vida. Es por eso que, en aquel tiempo, quise hacer un discernimiento que hoy me causa un gozoso recuerdo al constatar mi pequeñez. Se trataba de plantearle una cuestión y ver por dónde salía. Contaba yo entonces 24 años. Le pedí si podíamos conversar. Muy pronto se hizo el tiempo y salimos a una callejuela enfrente del ingreso del Seminario. Creo recordar que cojeaba de una pierna. Mi cuestión fue la siguiente: qué pensaba él de la teología de la liberación, visto que encerraba el mensaje cristiano en una filosofía que era incompatible con la fe católica. No recuerdo su respuesta exacta, pero sí me quedó el convencimiento de que yo sabía muy poco y la síntesis que él tenía era capaz de explicarme eso y mucho más ―ganándose de esta manera mi confianza―. Años después nos diría que la gente se apuntaba al socialismo por no haber quién les predicara el Reinado social de Jesucristo, porque una predicación que dejara el cumplimiento de las promesas del AT y del NT en una esjatología (la expresión es del P. Castellani) que ignorara todo lo que el Magisterio de la Iglesia (cf. los dos tomos del P. Igartua, SJ sobre este tema), los Padres de la Iglesia y sobre todo la Sagrada Escritura han dicho…, para después de la 2ª Venida, no saciaba el anhelo que había en el corazón humano. En el núcleo de esta cuestión pude comprender mejor la crisis del joven teólogo Ratzinger que lo llevó a su tesis titulada La teología de la historia en San Buenaventura. Hoy día tenemos la espléndida obra del P. Francisco-Javier Pueyo, La plenitud terrena del Reino de Dios en la historia de la teología (Ed. Cor Iesu) y, sobre todo, el excelente curso de don José María Alsina «De la filosofía de la historia a la teología de la Historia»―quien tanto quería a nuestro Padre Antonio, como tuve la oportunidad de constatarlo cuando me vino a ver al Monasterio de Las Condes junto al profesor don Antonio Amado años después―.

Releyendo mis apuntes de este curso que era una mera Introducción a la Filosofía, me di cuenta que era «dinamita pura». Volaban por el aire filósofos y teólogos de moda como Congar, Lubac, Schillebeeckx, Küng, Rahner (algunos de los cuales fueron condenados por Pío XII como exponentes de la Nouvelle théologie, rehabilitados y nombrados como consultores por el Papa Juan para el Vaticano II y posteriormente hechos cardenales por Juan Pablo II [los dos primeros])…, y nos situaba en la problemática que está en la raíz de la constitución del mundo moderno con la quiebra del ser-pensar en Guillermo de Ockham, siguiendo por Descartes y las dos corrientes herederas de su pensamiento, occidental y peninsular. Como punto de culminación del desenvolvimiento de esta antipalabra y la constitución del hombre como lo absoluto («seréis como dioses»), situaba a Kant y a Hegel, a Spinoza y Rousseau en la democracia moderna que nos rige en la actualidad. El problema de estos teólogos citados más arriba era sustentar su teología, precisamente, en las corrientes filosóficas de la modernidad en rechazo de Santo Tomás ―aunque no siempre fuese del todo explícito en algunos, en otros sí―. A la vuelta de un verano, recuerdo que nos dijo que lo había pasado leyendo a Hegel, y que nuestro mundo estaba plagado de su pensamiento ―cosa que he tenido la oportunidad de verificar―.

Luego nos dio Teodicea. En ella seguimos el pensamiento de Santo Tomás, pero era esclarecedor el papel que atribuía a San Anselmo como padre de la escolástica y como un gran metafísico (como explica el Dr. Canals en su obra Historia de la filosofía medieval, Editorial Herder). Habría mucho que recordar aquí pero no me alargo en este punto.

El curso fundamental fue la filosofía moderna. En él vimos la Ilustración y su consumación en la Revolución francesa; también nos explicó cómo había una continuidad entre el régimen de Luis XIV y los principios de la Revolución exportados por Napoleón, así como en la constitución del Estado como lo absoluto, como si fuese dios, aun cuando había discontinuidad al pasar de un régimen monárquico a uno democrático. De estas concepciones filosófico-históricas surgió el mundo moderno que se despliega con muchos matices hasta el día de hoy y da explicación de por qué los sistemas democráticos actuales han sido el vehículo más eficientes para llevar a la apostasía a los pueblos antes cristianos. Todos estos cursos él los tenía ordenados en unas carpetas y luego nos daba apuntes, que llamaba «folias», fotocopiados.

Mientras nos daba estas clases la situación del Seminario se iba poniendo cada vez más crítica. Los seminaristas, la mayoría de los cuales, a su ingreso, tenían ideas liberales progresistas aprendidas en sus ambientes, colegios, familias y Parroquias, iban los fines de semana a la pastoral y comenzaban a transmitir lo recibido en el Seminario ¡para estupor de los Párrocos! Al final, todo iba a parar al Arzobispo Obispo que iba quitando cada vez más apoyo a los formadores. No obstante, en el Seminario sucedían milagros de la gracia. Por citar un caso: en mi curso, que éramos 12, salvo 1, todos los demás eran contrarios a la formación que nos transmitía el P. Antonio, y, por gracia, hicieron una conversión del entendimiento a la verdad, obra del Corazón de Jesús.

También me acuerdo cuando vino a darnos una conferencia Luis Alonso Schökel. El P. Antonio estaba sentado junto a mí. Lo presentó al Seminario un sacerdote de Valparaíso, antiguo alumno suyo en Roma que llevaba el pelo como una mujer, hasta los hombros. Uno ya podía situarse viéndolo llamar «Maestro», como quien está tembloroso ante un verdadero «profeta». Todo un espectáculo. La conferencia versó acerca de cómo este «profeta» había trabajado con todas sus capacidades durante el Concilio Vaticano II para meter en la Dei Verbum sus ideas progresistas y liberal-modernistas. Y se gloriaba de haber conseguido su cometido. El P. Antonio estuvo todo el tiempo dibujando en un papel, con lápiz de grafito, unas figuras geométricas bastante precisas. Comento yo ahora citando el último post del pater Iraburu en InfoCatólica (1 de febrero 2022): «¿Por qué hoy, cuando se han agravado tan grandemente en la Iglesia las herejías y abusos modernistas, predominan los pensamientos y los lenguajes débiles y ambiguos, así como los silencios elocuentes y los buenismos pacifistas, incapaces de combatir y sufrir por la verdad de Cristo?». Creo que deberíamos atrevernos algún día a preguntarnos acerca de los graves silencios del Vaticano II, por ejemplo en la Dei Verbum, omitiendo reiterar la condena del modernismo… Pero, en fin, en el triunfalismo en que se vivía en aquel entonces y que aun pervive hasta hoy, y las esperanzas de una «nueva primavera de la Iglesia» que traería «El Concilio», no había espacio para «profetas de calamidades», sino que había que dejar que entrase, abriendo las ventanas, el buen aire del aggiornamento…, que posteriormente, ante el curso que iban tomando las cosas, y cuando ya era tarde, se reconoció, con verdad, que lo que penetró por «alguna fisura» fue el humo de Satanás. ¡Qué cabría decir hoy!

Luego vino la Historia de la Iglesia: la Antigua, la Medieval, el quiebre y la continuidad del Renacimiento (donde hay quiebre en la orientación doxológica de la fe medieval pasando a una antropológica, pero se mantiene una continuidad en el arte y la música), y sobre todo la moderna. Al final, en la contemporánea solo nos dio Encíclicas a leer: todas las Encíclicas a partir de Gregorio XVI. Entramos de lleno al tema capital del catolicismo liberal, la temática del «tradicionalismo filosófico» y «los orígenes románticos del cristianismo de izquierdas». Nos explicó la conversión del papa Beato Pío IX luego de su huida a Gaeta, su pontificado antiliberal, la importancia del Syllabus, la Quanta cura, y su actualidad y, finalmente, el Concilio Vaticano I. Nos hacía ver la gran fecundidad del pontificado de este Papa que se enfrentó contra el mundo moderno (todo lo contrario de lo que Maritain denuncia enLe Paysan de la Garonne cuando habla de «la Iglesia de rodillas ante el mundo», después del Vat II). Después vimos la maravilla de la restauración del tomismo con León XIII, en la Aeterni Patris, sus grandes Encíclicas, así como la deficiencia de su gobierno temporal y político de la Santa Sede con el deseo de recuperar los Estados Pontificios. El gran acto de León XIII de consagrar el mundo entero al Corazón de Jesús, visto que el Papa había caído en la cuenta de que no hay remedio humano alguno para la situación del mundo actual. De Pío XI vimos más detenidamente, según recuerdo ―que la memoria no es mi fuerte―, la Encíclica Quas Primas, otra sobre Santo Tomás, la Miserentissimus Redemptor sobre el Corazón de Jesús, etc. Recuerdo la importancia que le dedicaba a la Humani generis de Pío XII, de cómo Pablo VI era liberal en las venas (basta ver su relación familiar con la democristiana italiana, con Aldo Moro, etc.), pero tuvo grandes actos en cuanto Papa, v.gr. El Credo del pueblo de Dios, la Humanae vitae, Mysterium fidei, etc.

También nos dio un curso sobre San Pablo y ahí nos expuso tanto la teología de la gracia como la teología de la Historia, así como el papel fundamental del pueblo judío en la historia del mundo (siempre andaba atento a lo que pasaba con los judíos e Israel).

Ya a estas alturas el Seminario hervía. El Padre solía venir a mi Monasterio a pasar unos días. Hacía caminatas por los cerros. La situación era cada vez más insostenible. Recuerdo que en ese contexto, en que veíamos cómo cada día se iba desmoronando el Seminario, precipitándose al fin, sin encontrar un apoyo sólido en nadie… (estábamos en tiempos del papa San Juan Pablo II), le pregunté, le pedí…, que me diera el nombre de un teólogo al cual confiarme. Aún escucho su respuesta con aquel tono de voz inconfundible cuando decía algo entrañable: «Garrigou».

En el tema de la gracia era férreo y firme antimolinista (a propósito de la ciencia media decía que para hacer al hombre libre habían hecho ciego a Dios), y tampoco le era para nada connatural el tema del congruismo de Bellarmino o de Suárez, aunque de este último alababa lo bien que había escrito sobre San José. Nos enseñó que el pensamiento de Báñez conducía a un predestinacionismo negativo, motivo que llevó a San Francisco de Sales, en la gran crisis que padeció, a optar por el molinismo, porque prefería antes que nada no desconfiar de la misericordia de Dios. Decía que el único santo molinista de la historia era San Francisco de Sales.

Al llegar al año 1988 la situación del Seminario ya no dio para más. Recuerdo perfectamente la Misa al término de la cual ambos padres formadores, P. Jesús del Castillo y el P. Antonio, nos informaron que dejaban el Seminario. Yo no pude contener las lágrimas. También abandoné el Seminario. Mientras tanto, mi antiguo Superior, el P. Odo, nos informó que se quedaba en su Monasterio de origen, San Martín de Beuron, y nos pusieron un nuevo Prior argentino que me acusaba de «llevar adelante la rebelión contra el obispo», cosa del todo falsa.

Para mí fue el momento de la definición de mi vida de cara a la eternidad: una noche, en total soledad, frente a Cristo y la Virgen Santísima, en mi celda monástica, con un número de la revista Cristiandad delante, me vi enfrentado a una decisión presente y futura: o adhería a la formación que había recibido del P. Antonio, que se me aparecía como verdadera, unitaria, en una síntesis filosófica-teológica e histórica grandiosa –lo que significaría problemas enormes–, o renunciaba a ello para seguir mi camino benedictino en la «paz» que me proporcionaba «adaptarme» (término que para el P. Antonio era la capitulación de la verdad).

Hago un paréntesis. Los que se adaptaban, para el P. Antonio, solían caer en el grupo de «los moderados». Estos suelen ser personas que conocen la verdad, ven las cosas en su realidad, pero para huir de la cruz escogían posiciones eclesialmente «correctas», pero, como tantas veces he podido constatar en mi vida, con un serio problema de conciencia que los lleva a perseguir hasta con furor a los nuestros, a los que se apuntan a la ortodoxia en la fe y en la liturgia, porque les revuelven la conciencia; mientras que dejan impunes a los heterodoxos, a los que pervierten la Sagrada Liturgia, porque no hay nada que hacer con ellos. Cierro el paréntesis que es mío.

Volviendo a aquella noche: movido suavemente por la gracia no tuve duda en mi decisión. Eso me significó estar en 3 comunidades con sufrimientos enormes, desde que entré al Monasterio durante más de 20 años, fecha a partir de la cual vivo en la gloria y felicidad, por don y por gracia.

Había también otro factor que entonces no percibía: la síntesis que el P. Antonio nos había dado era tan potente que, al menos yo, no tenía la capacidad espiritual para llevarla armoniosamente. Ver todo lo que estaba sucediendo en el mundo, cargarlo en el corazón, constatar el derrumbamiento de mi patria, Chile, que pasaba de vivir años gloriosos del resurgimiento de la fe católica a entrar ya a la «democracia absoluta» roussoniana y spinoziana, era algo que no me encontraba capaz de soportar (por poner un ejemplo: el Seminario de Santiago tenía por aquellos años ingresos de 30 a 40 seminaristas anuales; este año entró 1). En ese contexto pedí a mis Superiores ir a la Cartuja. Quería ir al corazón de la Iglesia a dar mi vida en ofrenda por la salvación del mundo, pensando que el Señor, en su misericordia, habría preservado ese lugar. Ya con la decisión tomada y conseguida la autorización de los Superiores, cosa que me costó un año, fui a verlo a San Bernardo (el P. Antonio, con el permiso de su Arzobispo de Pamplona, había aceptado la invitación del obispo de San Bernardo de colaborar en la fundación del Seminario de esa diócesis a inicios de 1989). Le conté. No se alegró para nada y me dijo una vez más en aquel tono entrañable suyo: «Hermano Pedro, hoy la teología no está a salvo en ninguna parte». Eso pude constatarlo muy bien en la Cartuja donde estuve 6 años. Prácticamente demoré unos 8 años en asumir la síntesis recibida del P. Antonio, pudiendo cargar con ella con serenidad, pues hasta que el mismo Padre me dio como padre espiritual al pater Iraburu, lo que ha sido una de las más grandes gracias de mi vida, tuve que vivir todo lo relatado en total soledad (siempre con el Señor y su Madre Santísima), contando con la incomprensión y segregación por parte de casi todos mis Superiores.

Cuando el clamor por mi Ordenación sacerdotal tomó una dimensión muy grande, tanto por el número de personas orantes como por algunas peticiones que llegaron al Monasterio, el P. Abad se rindió finalmente a estos pedidos. Escribí al P. Antonio invitándolo a que viniera a Chile, a lo cual accedió inmediatamente. Fui a buscarlo al aeropuerto y sucedió una cosa muy divertida. Salieron todos los pasajeros del avión y él seguía dentro, junto una cinta transportadora, buscando su equipaje. Pasaba el tiempo y nada. En un minuto, desafiando todo imperativo categórico, y dado que los guardias policiales fueron a otro lado, traspasé las barreras y ¡zas!, me lancé dentro, donde pude darle un abrazo con todo el corazón. Inolvidable. Luego lo invité a otra cinta transportadora que estaba a unos 5 metros de distancia donde su maleta era, creo recordar, la única que daba vueltas… esperando la misericordia de ser recogida. Luego salí por donde entré y él fue a hacer la aduana. Como decimos en Chile: «andaba en la luna», pero la expresión no es del todo acertada porque vivía en la realidad del Corazón de Cristo, que es lo más real y formal de toda la existencia humana.

La estadía en la Abadía de la Santísima Trinidad de Las Condes, su presencia en mi Ordenación, conferida por el cardenal Medina el 29 de junio de 2005 –poco tiempo después de proclamar el Habemus papam desde el balcón vaticano con motivo de la elección de Benedicto XVI–, así como las conversaciones mantenidas con él, son recuerdos inmemoriales que dejo en el silencio de Dios.

Estando en España, con motivo de la aprobación canónica de Schola Veritatis por la paternidad benevolente de nuestro querido obispo Mons. Demetrio Fernández, en la diócesis de Tarazona y más tarde en la de Córdoba, lo visité 3 veces. Lo encontré cambiado. Si en Chile en el Padre prevalecía un vigor mental tremendo y una fuerza para oponerse al error sin cuidarse jamás de lo eclesialmente correcto, frente a lo cual nadie quedaba indiferente, en España, 15 años después, lo vi mucho más dulce. Cuando vino para la profesión de nuestras Hermanas en Magallón, diócesis de Tarazona, que fue justo el día del Sagrado Corazón de 2010, estuvo mucho tiempo rezando, perdido, sumido en el Corazón de Jesús que amaba con toda su alma. Se notaba en él que vivía místicamente inmerso en el amor de Cristo. Estar con él era grato, dulce, dejaba paz en el alma. Es lo mismo que percibí con don Gaspar Bustos en Córdoba. Es lo propio de las almas de Dios. Se está con ellas y uno se da cuenta.

Al terminar estas palabras de agradecimiento al Corazón de Jesús por habernos dado al P. Antonio, debo decir que su muerte me sorprendió de manera súbita. Tenía yo interés en hablar con él de algunos temas que he seguido estudiando más en profundidad y que me distancia en algunos puntos de lo que él nos enseñó, aunque en el contexto global de todo lo que nos transmitió son nada.

El primero es relativo a la Sagrada Liturgia. En Lo Vásquez, la formación en la liturgia, pero sobre todo en los cantos de la Misa del Seminario, era muy pobre. Los seminaristas por cursos se encargaban de acompañar con guitarras unos cantos con letras lamentables y música paupérrima. Recuerdo una vez, por citar un caso llamativo, que un seminarista entonó, creo al ofertorio, una especie de canto del pájaro, con imitaciones musicales que imitaban a no sé qué pájaro, pero aun en eso, en la imitación del pájaro, mal, muy mal… No se enseñaba prácticamente la superioridad perenne del gregoriano, ni la belleza de la polifonía sacra, ni los cantos tradicionales antiguos o de Lucien Deiss. Teníamos sí, un profesor, Mauricio Pergelier, buen hombre, pero no era capaz de transmitir la grandeza del arte musical tradicional cristiano y dejar una impronta duradera en nuestras almas. Al menos conmigo no fue así, aunque debo agradecerle sus clases de órgano. El mismo Padre Antonio, con frecuencia, se lo veía perdido en la Misa, pero solo en los modos de celebración, y eso sin culpa, porque ni en los agustinos ni en el Seminario –pésimo entonces– se la enseñaron bien. A veces, por el presbiterio andaba como si no supiera a dónde iba, flotante, como sin tener claro qué venía después de lo que en ese momento hacía. Pero siempre con grandísima devoción que la irradiaba a los asistentes. En el descubrimiento de la Misa tradicional con mi comunidad de Schola Veritatis, sobre todo en la larga estancia en la Abadía Notre-Dame de Fontgombault, Indre, Francia, hemos constatado el peso dogmático, el carácter mistérico de la celebración entrando en el iconostasio del canon en voz baja, la muralla inexpugnable antiprotestante del mismo rito, el fuerte carácter sacrificial propiciatorio y, sobre todo, la orientación doxológica del celebrante. Toda la formación recibida del P. Antonio convertida en liturgia, si se puede decir así, encaja como en lo propio en la Misa de siempre.

Permitidme ahora otro paréntesis a propósito de lo dicho más arriba: pienso que si el P. Antonio leyese la anterior aseveración, posiblemente no estaría de acuerdo. Tal vez sus legítimos hijos espirituales tampoco. No obstante, yo me pregunto lo siguiente: el Catecismo de la Iglesia católica dice en su introducción que la Sagrada Liturgia es la misma fe celebrada. Por tanto, la Misa tradicional que tiene una antigüedad de más de 1.500 años, que se remonta en parte a San Gregorio Magno y hasta los tiempos apostólicos, que ha sido celebrada casi por todos los santos de la Iglesia, es la lex orandi, la fe del pueblo de Dios celebrada en la Liturgia. Por tanto, me pregunto ¿Cómo es posible que desear celebrar la fe de siempre de la Iglesia nos constituya en una especie de delincuentes que tienen que ser perseguidos y reprimidos como sucedió después de la aparición del Novus Ordo, cuando ha sido el propio Benedicto XVI quien ha dicho que tal rito no ha sido nunca abrogrado ni puede serlo? Creo que tanto el P. Antonio como sus herederos espirituales son personas de una fe enorme, pero que, probablemente (puedo equivocarme) nunca han estudiado a fondo el tesoro de la Misa tradicional y tampoco la han celebrado. Estoy seguro que si lo hiciesen, llegarían a una conclusión igual o semejante a la nuestra. Y, como decía Santa Teresa, el que no lo cree que lo pruebe, que vale la pena.

El segundo es relativo al P. Báñez. Sucede que me enteré que el P. Garrigou- Lagrange era bañeciano. Este tema lo planteo a modo de búsqueda futura, pues no lo tengo del todo claro. Seguro que habrá buena gente de Schola Cordis Iesu, la Hermandad, Alonso Gracián o Néstor Martínez que sí lo tienen claro. Queda abierto a una búsqueda serena de la verdad sobre este punto.

No puedo omitir que en este escrito no he profundizado suficientemente en lo más formal de la vida del P. Antonio: la infancia espiritual de Sta. Teresita del Niño Jesús, como la última etapa del desarrollo de la devoción y culto al Corazón de Jesús iniciada por el Señor mismo con las revelaciones a Sta. Margarita María Alacoque. Creo que otros lo harán mejor que yo en los próximos días (por ejemplo en la aparición del próximo número de Cristiandad). Para él, la infancia espiritual era necesaria para liberarse de todo este imbécil triunfalismo de lo humano, al darnos cuenta de que «Dios no necesita de nadie para hacer el bien en la tierra» (Manus. Autobiográfico IX,6). El Señor, al santificarnos y al hacernos apóstoles suyos, nos toma, sí, como instrumentos de su gracia, pero no porque nos necesite, sino por puro amor misericordioso, por asociarnos a su obra, por comunicarnos la dignidad de causas, que actuamos movidos bajo la potencia de su gracia.

Pero entonces elige a los humildes, es decir, a los que son bien conscientes de ser causas segundas, a los que no esperan nada de su propio saber y poder y, en cambio, lo esperan todo del amor misericordioso de Dios. Y no los elige porque son humildes, sino que les da la humildad, como primera gracia que abre a todas las otras. Santa Teresa del Niño Jesús puede ser hoy para los cristianos, como decía Pío XII, «un reencuentro con el Evangelio, con el corazón mismo del Evangelio» (radiom. 11-VII-1954), pues «quien no acepte el Reino de Dios como un niño, no entrará en él» (Mc 10,15) (cf. Rivera-Iraburu, Síntesis de la espiritualidad católica, 171).

Quiero terminar dando gracias por la gran gracia que ha sido conocer al P. Antonio. En 4 años todo cambió. La vida del entendimiento es vida en altísimo grado, y lo que él nos transmitió es algo vivo y determinante para mi vida y mi orientación eterna. He escrito estas líneas casi de corrido, después de 32 años, de memoria (algo puede fallar), pero eso muestra lo vivo del recuerdo y del legado del P. Antonio, que, antes que sus libros, somos nosotros mismos: aquellos que él formó dándose por entero. Me reconozco como un olivo silvestre, una especia de hijo ilegítimo (como un hijo tenido fuera del matrimonio), que por pura misericordia de Dios tuve la gracia de conocerlo y recibir de él todo lo que va balbuceado a la rápida en estas torpes palabras.

Recomiendo como complemento necesario a este escrito el de Jorge Soley aparecido estos días https://www.religionenlibertad.com/blog/855485357/Un-sacerdote-con-nietos.html

Termino haciendo mías las palabras que Guillermo de Saint Thierry dijo de San Bernardo: «solo hubiese deseado vivir para servirlo».

Al Corazón de Jesús y al Inmaculado Corazón de María le pido por su eterno descanso.

Requiem aeternam dona ei Domine. Requiescat in pace. Amen.

P. Pedro Pablo Silva, SV