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30.08.14

La blasfemia y la libertad de expresión

Recomendamos al lector tomarse tiempo, sentarse bien, y leer atentamente el siguiente texto:

La redacción de El Ateísta venía, desde algunos años atrás, perdiendo su relevante interés como rasgo típico de Ludgate Hill. Al hombrecillo que dirigía El Ateísta, escocés fogoso, menudo, el cabello y la barba de un rojo encendido, y que atendía por Turnbull, la decadencia de su importancia pública le parecía no tanto triste y hasta insensata cuanto simplemente desconcertante e inexplicable. Había dicho las cosas peores que podían decirse; y parecían aceptadas y olvidadas como los lugares comunes de los políticos. Sus blasfemias eran más imprudentes cada día, y también cada día el polvo se espesaba sobre ellas.

Fueron pasando años, y al cabo llegó un hombre que trató con verdadero respeto y seriedad la tienda secularista de Mr. Turnbull. Era un joven con abrigo gris, que le rompió la vidriera. Montañés del clan de los Macdonalds por el nombre y la sangre, su familia tomó por apellido, como es frecuente en casos tales, el nombre de una rama secundaria, y para todos los designios que lo llevaban a Londres se llamó MacIan. Se había educado en cierta soledad y retiro, como fiel católico romano, dentro de la pequeña zona de católicos romanos enclavada en las montañas de la Escocia occidental. Y había llegado nada menos que hasta Fleet Street, en busca de un empleo casi prometido, sin haberse dado cuenta cabal de que hubiese en el mundo gente que no fuera católica romana.

 Hora y media después sus emociones lo dejaron, vacía la mente, en el mismo sitio: y en una manera de divagación perezosa vino a encontrarse parado ante la redacción de El Ateísta.

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