La roca sólida de la vida espiritual según un santo recluso

Barsanufio y Juan de Gaza, ícono de autor desconocido

  San Barsanufio nació en Egipto a mediados de siglo V y se consagró desde su juventud a la vida monástica. Ya muy avanzado en la vida espiritual, fue a establecerse en Palestina, en el monasterio fundado por san Séridos. Allí vivió como recluso hasta su muerte.

  San Séridos, higúmeno (superior) del monasterio, se encargó de asegurar todas las relaciones del recluso con el exterior, operando como secretario, puesto que san Barsanufio no salió jamás de su celda ni habló directamente con nadie. Los monjes acudían a él por escrito para hacerle consultas sobre la vida espiritual, manifestarle sus pensamientos y confiarle sus combates espirituales. Él, a su vez, dictaba las respuestas a su secretario. Es así como ha llegado a nosotros una larga serie de cartas, dirigidas no solo a los hermanos, sino también a laicos y obispos que venían a consultarlo.

  A través de sus respuestas, breves y sencillas, puede verse la gran humildad del recluso, que se sabe polvo y nada ante Dios, pero a la vez su ardiente caridad, su solicitud desbordante de ternura, de condescendencia y de paciencia. Atendiendo a las diversas necesidades de sus discípulos, san Barsanufio traza un camino de humildad, simplificación interior, abandono y confianza en la bondad infinita de Dios. Es el camino propio del monje, pero también de toda persona que desea alcanzar la verdadera santidad.

  Publicamos a continuación una de las cartas del recluso. La traducción española es nuestra, tomada de la edición francesa hecha por los monjes de la abadía de Solesmes.

  La referencia es la siguiente: Barsanuphe et Jean de Gaza, Correspondance. Recueil complet traduit du grec et du géorgien par les moines de Solesmes. Deuxieme edition, Solesmes, 1993.

  Los destacados y cursivas son nuestros.


  Un hermano pidió al Gran Anciano que rezara por él y que le indicara cómo hacerse digno de una vida pura y espiritual.

  Respuesta de Barsanufio:

  Amadísimo hermano en el Señor, Dios nos ha concedido andar fácilmente por el camino de sus voluntades, el cual conduce a la vida eterna. Te diré en qué consiste este camino y cómo podemos tomarlo para obtener así todos los bienes eternos. Puesto que nuestro Señor Jesús ha dicho: “Pedid y recibiréis; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá” (Mt 7, 7), pide a este buen Dios que nos envíe el Espíritu Santo, el Paráclito. Cuando Éste viene, nos enseña sobre todas las cosas (Jn 14, 26) y nos revela todos los misterios. Pídele ser dirigido por Él. No deja ni error ni agitación en el corazón. No deja ni tedio ni entorpecimiento en el espíritu. Él ilumina los ojos, fortifica el corazón, eleva el espíritu. Adhiérete a Él, ten fe en Él, ámalo. Pues Él hace sabios a los insensatos, comunica su dulzura a la inteligencia, procura la fuerza, enseña y da gravedad, gozo y justicia, paciencia y suavidad, caridad y paz.

  Aquí tienes la roca sólida. No seas temeroso, pues ni los vientos, ni las lluvias, ni los ríos pueden abatir el edificio construido sobre esta roca (Mt 7, 24-25). Tienes al gran Piloto, el que manda a los vientos y al mar, los apacigua y salva al navío del naufragio (Mt 8, 26). Tienes al Maestro Bueno, que prescribe olvidar lo que quedó atrás y tender hacia lo que está por delante (Fil 3, 13). He aquí un tesoro inviolable. He aquí una torre inexpugnable. ¿Por qué entonces me estimas? Yo no puedo alcanzar eso, si no he vencido la cólera, ahogado la pasión y adquirido un estado de serenidad en el cual reposa la divinidad. Dejemos entonces el engaño y tomemos la simplicidad. Cavemos profundamente y plantemos en nuestro campo una viña fecunda, a fin de cosechar su fruto y hacer un vino de alegría, que nos embriagará y nos hará olvidar estas tribulaciones y sufrimientos que nos retienen para ruina de nuestra alma.

  Hermano, es voluntad de nuestro Maestro el que seamos salvados; ¿por qué nosotros no lo queremos? Reza entonces asiduamente para que venga a nosotros el gozo del Espíritu. Plenos de este gozo, los Padres se adhirieron a Dios en la caridad perfecta. Ellos clamaban: ¿Quién nos separará de la caridad de Dios?” (Rm 8, 35), y respondían: “Nada”. Amemos, entonces, a fin de ser amados. Acerquémonos de todo corazón, a fin de ser recibidos. Humillémonos profundamente, a fin de que Él nos exalte (Mt 23, 12). Lloremos, a fin de reír (Lc 6, 21). Entristezcámonos para ser alegrados. Estemos en duelo para ser consolados (Mt 5, 5). Supliquemos al Espíritu que venga a nosotros para conducirnos a la verdad plena (Jn 16, 13). Pues no miente Aquel que ha dicho: “Pedid y recibiréis” (Jn 16, 24). Que el Señor nos acompañe en todo según su misericordia, para que nos enseñe lo que somos, lo que necesitamos y lo que queremos. A Él la gloria por los siglos. Amén