(516) Evangelización de América. 52, México. Franciscanos. Fray Margil de Jesús, el de los pies alados (y II)

 Fray  Margil, misión Santa Cruz, Querétaro, México

–En esta serie sobre la Evangelización de América nos describe usted unas «misiones» que son muy diferentes de muchas de las actuales. ¿Cuál es el modelo verdadero?

–Buena pregunta. La contesto en mi breve estudio Las misiones católicas, donde expongo cómo entiende la Iglesia «las misiones» (el N.T., la tradición, el Magisterio apostólico). Y éste fue uno de los primeros temas del presente blog.

Colegio de la Santa Cruz, en Querétaro

El 22 de abril de 1697 llegó fray Margil a Querétaro, nombrado guardián del Colegio de Misiones. En el camino real le esperaba su comunidad. Había salido a recibir al famoso misionero, que había partido a evangelizar hacía trece años. Los frailes le vieron lle­gar «tostado de soles, con un hábito muy remendado, el sombrero col­gado a la espalda, y en la cuerda, pendiente, una calavera».

El Colegio de la Santa Cruz, durante esos trece años, había crecido mu­cho, relanzando con fuerza las acciones misioneras. Fray Margil, como guardián, reinició su vida comunitaria claustral, después de tantos años de vida nómada y azarosa. Con los religiosos era tan solícito como exigente. No gustaba de honores externos, y cuando en un viacrucis un religioso, en las vueltas, se obstinaba en darle siempre el lado derecho, él le dijo: «Déjese de eso y vaya por donde le tocare, que en la calle de la Amargura no anduvieron en esas cortesías con Jesu­cristo».

Estando al frente de la comunidad, él daba ejemplo en todo, yendo siempre el primero en la vida santa, orante y penitente. Su celda era muy pobre, y en ella tenía dos argollas en donde, cuando no le veían, se ponía a orar en cruz. Dormía de ocho a once, se levantaba entonces, y con el portero fray Antonio de los Ángeles leía un capítulo de la Mística Ciudad de Dios, de sor María de Jesús de  Agreda.

Después, escribe fray Margil, «se sen­taba él como mi maestro y yo decía mis culpas postrado a sus pies, y en penitencia me tendía yo en el suelo, boca arriba, y me pisaba la boca di­ciendo tres credos… luego me asentaba yo y él hacía lo mismo». Seguía en oración toda la noche, y por la mañana, sin desayunar, decía misa y confesaba hasta la hora de comer, en que solamente tomaba un caldo y verduras. Por la tarde asistía a la conferencia moral y visitaba a los enfer­mos.

 

Fray Margil unió a la vida conventual otros ministerios externos

Hizo diversas predicaciones en Valladolid, Michoacán y México. Y en el mismo Querétaro predicaba los domingos en el mercado. Su encendida palabra –a veces tan dura que fue denunciado al Santo Oficio– logró terminar con las casas de juego y las comedias inmorales. Un día le llegó noticia de que en octubre de 1698 fray Melchor había fallecido misionando en Honduras. Las campanas del convento elevaron su voz al cielo, y fray Margil comentó: «Si estuviera en mi mano, no mandara doblar [a difuntos], sino soltar un repique muy alegre, porque ya ese ángel está con Dios».

Terminado su trienio de guardián, fray Margil fue enviado por el Comisa­rio General de nuevo a Guatemala. Llevaba consigo una cédula que le hacía muy feliz, pues en ella la Propaganda Fide les autorizaba a abrir un Colegio de Misiones en Guatemala, el segundo de América.

 

Colegio de Cristo, en Guatemala

El 8 de mayo de 1701 se echaron los cordeles para iniciar el templo y el convento del Colegio de Cristo, en Guatemala. Fue elegido fray Margil como su primer guardián, pero una vez ordenadas allí las cosas espiritua­les y materiales, no tardó mucho en irse a misionar a los indios. Partió con fray Rodrigo de Betancourt hacia Nicaragua, predicando y misionando en León, Granada, Sébaco, y en la Tologalpa nicaragüense, en el país de los brujos.

En aquella zona los indios, ajenos a la autoridad hispana, seguían haciendo sacrificios humanos, realizaban toda clase de brujerías, y según una Relación de religiosos, se comían a los prisioneros de guerra, bien sazonados «en chile o pimiento». El primer biógrafo de fray Margil, el pa­dre Isidro Félix de Espinoza, basado en informes realizados por aquél, dice que los indios de la región de Sébaco sacrificaban en una cueva cada semana «ocho personas grandes y pequeñas, degollándolas y ofreciendo la sangre a sus infames ídolos», y que la carne de las víctimas sacrificadas «era horroroso pasto de su brutalidad».

A mediados de  1703, volvió fray Margil al Colegio de Cristo una tempo­rada, a consolidar la construcción material y espiritual de aquel nuevo Co­legio de Misiones, y a vivir en la comunidad el régimen claustral, según la norma que él mismo se había dado: «Sueño, tres horas de noche y una de siesta; alimentos, nada por la mañana; al mediodía el caldo y las yer­bas…» De nuevo partió a misionar, esta vez a la vecina provincia de Suchiltepequez, donde todavía existía un número muy grande de pa­pas, brujos y sacerdotes de los antiguos cultos.

Ayudado por fray Tomás Delgado, consiguió fray Margil entre aquellos pobres indios, oprimidos por maleficios, temores y supersticiones, grandes victorias para Cristo. Cuatro papas, voluntariamente, se fueron al Colegio de Cristo, donde fueron cate­quizados y permanecieron hasta su muerte.

 

–Mucha cruz y poca espada

Las cartas-informes escritas por fray Margil en esos años solían ser fir­madashumildemente: «La misma nada, Fr. Antonio Margil de Jesús». En ellas se dan noticias y opiniones de sumo interés. En una de ellas, del 2 de marzo de 1705, se toca el tema de la conquista espiritual hecha con la cruz y la espada.

Dice así: «Como es notorio y consta de tradición y de varios libros historiales, en ningún reino, provincia ni distrito de esta dila­tada América se ha logrado reducción de indios sin que a la predicación evangélica y trato suave de los ministros, acompañe el miedo y respeto que ellos tienen a los españoles».

Guiado por esta convicción, a lo largo de su vida misionera, en muchas ocasiones vemos cómo fray Margil, lo mismo que otros misioneros anteriores y posteriores de América, propuso y asesoró a los gobernadores las entradas de soldados entre los indios. En realidad, en la inmensa mayoría de las entradas pacificadoras y evan­gelizadoras realizadas en América, solía haber muy poca espada y mu­cha cruz.

Concretamente, fray Margil, que ya había concluido su guardianía y que era entonces vicecomisario de misiones, propuso que una expedición de cincuenta hombres entrara a los indios de Talamanca, donde el bendito fray Pablo de Rebullida, que ya hablaba siete lenguas indígenas, venía trabajando con grandes dificultades hacía años.El mismo fray Margil se integró en la expedición, y así llegó de nuevo entre los indios de Tala­manca.

Pero estaba de Dios que terminara ya su acción misionera en el sur. En efecto, por esas fechas fue llamado para fundar otro Colegio de Misiones en Zacatecas. Para entonces, muchos lugares, entre Chiapas y Panamá, habían recibido para siempre el sello de Cristo que en ellos había mar­cado fray Margil con otros misioneros. Muchos pueblos habían sido ya testi­gos de su caminar alado, de sus oraciones y penitencias, de sus predica­ciones y milagros. En cien lugares diversos se guardaría memoria de él durante siglos: «Aquí estuvo fray Margil de Jesús».

Milagros, en efecto, hizo muchos fray Margil. En un cierto lugar, se acercó a una niña muerta, y con decirle «Ya María, ya basta, ven de donde estás», la había devuelto a la vida. En otra ocasión, un ladrón le detuvo en la mitad de un bosque, pero terminó de rodillas, confesándole sus pecados. Y fray Margil, después de haberle reconciliado con Dios, lo remitió al guardián de un convento próximo, seguro de que iba a morir. En una carta suya que llevaba el ladrón arrepentido decía: «Dará V. P. sepultura al por­tador».

 

Colegio de Nuestra Señora de Guadalupe, en Zacatecas

De nuevo en 1706 el paso rápido de fray Margil recorre los senderos de la Nueva España: México, Querétaro, y finalmente –por el camino que, se­gún se dice, abrió aquel antiguo carretero, el franciscano beato Sebastián de Aparicio–, Zacatecas, donde había de fundar el tercer Colegio de Mi­siones de Propaganda Fide. Fray Margil, que tuvo siempre una profunda devoción a Nuestra Señora de Guadalupe, y que extendió su culto por toda la América Central, tuvo ahora la alegría de poner el Colegio misio­nero de Zacatecas bajo el dulce nombre de la Virgen Guadalupana.

Desde allí salió a predicar a muchas ciudades y pueblos de la región: Guadalajara, Jalisco, Durango, Querétaro, San Juan del Río, Santa María de los Lagos –que se quedó luego en Lagos de Moreno–, siempre llevado por sus rápidos pies descalzos, sin conocer nunca vaca­ciones, ni más descansos que los indispensables. Solía decir: «Para gozar de Dios nos queda una eternidad; pero para hacer algo en servicio de Dios y bien de nuestros hermanos, es muy corto [el tiempo] hasta el fin del mundo». En Guadalajara conoció a las carmelitas de Santa Teresa de Je­sús, especialmente a Sor Leonor de San José, con quien mantuvo una pre­ciosa relación epistolar durante años.

 

–Los padres Zamora y Rebullida, mártires de Talamanca (+1709)

Ya vimos que los padres Margil y Melchor, en 1688, en condiciones durí­simas, lograron plantar la Iglesia entre los indios talamancas, y cómo algu­nos frailes, que les sucedieron allí, no pudieron soportar la dureza de aquellas misiones. Pero otros, en cambio, sí fueron capaces de permane­cer y de continuar la misión de los dos primeros apóstoles.

En un informe de fray Francisco de San José a la Audiencia real de Guatemala, describe las terribles privaciones que sufrían los misioneros, y concluye diciendo: «llevan los ministros evangélicos la vida perdida; y así no se espantará V. S. de que les tiemble la barba a los seis que dicen están señalados para Talamanca de esta santa Provincia [franciscana], aunque sean de mucho espíritu, valor y robusta naturaleza, pues tienen experiencia que yo, de dos años que estuve, salí con humor gálico, y mi compañero [fray Pablo] salió a los cuatro con cuartanas, cuajado de granos y diviesos, y muy mal humorado» (+Ignacio Omaechevarría, Los mártires de Talamanca 25-78).

Entre los misioneros franciscanos de Talamanca hemos de recordar a fray Juan Francisco Antonio de Zamora, burgalés de Belorado, llegado a Guatemala en 1696, y a fray Pablo de Rebullida, natural de Fraga, en Huesca, venido a la zona en 1694, procedente del Colegio de Misiones de Querétaro. El padre Rebullida logró aprender todos los idiomas de los indios de la Sierra, y hubo años que se mantuvo solo en estas misiones. En su primera campaña apostólica (1695-1699) ya fue alanceado en una ocasión por unos indios, que profanaron cuantos objetos sagrados llevaba consigo. Pero, a pesar de todo, consiguió bautizar 1.450 indios y bendecir 120 matrimonios.

En 1699 emprendió su segunda campaña, y cuatro indios anduvieron un tiempo buscando ocasión para cortarle la cabeza a él y a su compañero. El padre Rebullida escribía en 1702 a su Provincial: «Y están muy arrepentidos de que yo y mi compañero tengamos la cabeza sobre el cuello». La acción misionera continuaba, pero siempre con peligro de muerte.

El 18 de agosto de 1704 el padre Rebullida escribe a fray Margil informándole del estado de estas misiones: «En esta última vez que visité a los talamancas, se me alborotaron tres veces, y otra me apedrearon. Mire cómo están mansos estos indios. Agora volví a proseguir, llegué hasta San Miguel y bauticé 40 criaturas. La idolatría está muy radicada. Aunque les pida las piedras [los ídolos], responden que no quieren darlas. Casamientos, no hay que hablar, porque no se quie­ren casar; sino, cuando se les antoja, dejan una y toman otra. Los enfermos, para confesarlos, no los quieren descubrir, sino negarlos. En este pueblo de Orinama, por dos ocasiones, se me alborotó un indio con macanas y flechas» (+Omaechavarría 30-31).

En medio de tantos peligros y resistencias, los padres Rebullida y Zamora informaban en 1709 que en Talamanca y Terbi habían construido 14 iglesias y bautizado 950 niños. En el año de ese informe, 1709, estalló la rebelión en Talamanca. El cacique Presberi, viendo un día que los misioneros preparaban el envío de una carta, supuso que en ella se llamaba a los españoles, y al punto procuró el alzamiento de varias tribus. Al padre Rebullida, mientras decía misa, le cor­taron la cabeza de un hachazo. Al padre Zamora lo atravesaron con una lanza, y mataron con él también a dos soldados, y a la mujer y niño de uno de ellos. Quemaron las 14 iglesias de las misiones, y de tal modo destruyeron y dispersaron todos los objetos litúrgicos, que todavía en 1874 un geólogo norteamericano, William M. Gabb, pudo descubrir en un riachuelo, cerca de Cabécar, un trozo de incensario, que cedió al Instituto Smithsoniano de Washington.

La noticia de la ruina de las misiones de Talamanca llegó a fray Margil, en Querétaro, ese mismo año de 1709. Evangelio, cruz y sangre: como siempre, desde el principio, desde Cristo. Ya decía fray Margil: «La mejor señal de amor es padecer y callar». En todo caso, estos fracasos aparen­tes –pues siempre la cruz es victoria–, no eran para él sino estímulos acuciantes hacia nuevas acciones misioneras.

 

–«Apretando con Jesús» en el Nayarit

En efecto, en ese mismo año de 1709 el Rey había autorizado al go­bierno de Guadalajara para que organizase una entrada a los indios de la Sierra del Nayarit, en la Sierra Madre Occidental, resistentes a todo go­bierno hispano y a toda luz evangélica. Ocho años antes, los nayaritas habían flechado y muerto en sus montañas a Francisco Bracamonte, a un clérigo y a diez soldados. Ahora, en la cédula real se indicaba que la parte evangelizadora de la empresa fuera conducida por fray Margil, «diestro y experimentado en apostólicas correrías».

A comienzos de 1711, ejerciendo esa función asesora, fray Margil escribe a la autoridad de Guadalajara, y solicita para todos los indios cora y nayaritas que en la próxima expedición fue­ran pacificados con un indulto general, de modo que no fueran castigados por los delitos cometi­dos en sus tiempos de rebeldía. Al mismo tiempo indicaba: «También convendrá ofrecerles a los indios que se redujeren y estuvieren como buenos cristianos que no se les pondrá Alcalde Mayor ni otra justicia española, sino que el pueblo que se formare con su iglesia tendrá su Al­calde indio, de ellos mismos». Y otra cosa más: «Que no se permitirá entren a sus pueblos ne­gros, mulatos, mestizos, sino los que los misioneros les pareciere ser conveniente».

La víspera de partir a esta acción misional, el 15 de abril de 1711, fray Margil le escribía a Sor Leonor: «Ya de aquí [de San Luis de Colotlán] iremos acercándonos al Nayarit, y así, ahora, apretar con nuestro buen Jesúspara que aquellos pobres reciban la fe… Acompañemos todos a Jesús. El solo sea el misionero y nosotros… sus jumen­tillos». La expresión se repite en carta del 25 de abril a la misma: «Apretar con nuestro Je­sús».

La expedición fue un fracaso. En mayo, desde Guazamota, fue enviada al jefe de los nayaritas una embajada de dos indios, uno de los cuales, Pablo Felipe, hablaba la lengua cora. Ellos leyeron solemnemente a los nayaritas la cédula real, en la que se proponían medios pacíficos de con­quista, y el ofrecimiento de amistad. Pero la respuesta del rey nayarit fue tajante: «No se cansen los padres misioneros. Sin los padres y los alcal­des mayores estamos en quietud, y si quieren matarnos que nos maten, que no nos hemos de dar para que nos hagan cristianos».

Fray Margil y fray Luis decidieron insistir, y el 21 de mayo se entraron en la sierra, armados sólamente con unas cruces de madera. Al fin llegaron a un lugar donde treinta arqueros les atajaron el paso. Fray Margil les habló con la mayor bondad, y luego él con fray Luis se pusieron de rodillas, con los brazos en cruz, para que los flecharan. Los indios bajaron sus arcos, pero siguieron en su obstinada negativa, respondiendo por Pablo Felipe la misma palabra: «Que no quieren ser cristianos». No los flecharon, pero les echaron en burla un zorro lleno de paja: «¡Tomad eso para comer!»

Años después, cuando los jesuitas lograron penetrar en la sierra nayarita, venera­ban el árbol donde una noche fray Margil lloró, al ver que los indios del Gran Nayar rechazaban a Jesucristo. Entonces, tanto nayares como jesui­tas, se quitaban el sombrero ante aquel árbol, en recuerdo devoto del bie­naventurado siervo de Dios, fray Antoio Margil de Jesús.

 Misión de la Concepción, fundada por fray Margil - San Antonio, Texas

–Misionero en Texas

El Colegio de Guadalupe, de Zacatecas, no había fundado todavía nin­guna misión, y como fray Margil tenía licencia del Comisario franciscano para predicar en cualquier lugar de la Nueva España, eligió el norte. «Ya que este Colegio hasta ahora no ha podido tratar de infieles –escribía a comienzos de 1714–, será bueno que yo, como indigno negrito de mi ama de Guadalupe, pruebe la mano y Dios nuestro Señor obre».

Acercándose ya a los sesenta años, fray Margil estaba flaco y encorvado, sus pies eran feos y negros como los de los indios, y ya no caminaba ligero, como antes, pero conservaba entera su alegría, y su afán misionero era cada vez ma­yor. Había fundado por ese tiempo en el real de Boca de Leones un hospi­tal para misioneros de Zacatecas, y allí se estuvo, esperando irse a misio­nar a Texas, al norte.

Desde finales del siglo XVII, veinte años antes, misioneros de Querétaro y de Zacatecas –Massanet, Cazañas, Bordoy, Hidalgo, Salazar, Fontcuberta– habían misionado en el Nuevo Reino de León, en Cohauila, en Texas y Nuevo México. Pero aquellas misiones, tan cos­tosamente plantadas, no acababan de prender, unas veces por lo despoblado de aquellos pa­rajes, otras por los ataques de los indios, y también porque apenas llegaba allí el influjo de la autoridad civil española. Años hubo en que fray Francisco Hidalgo quedó solo, a la buena de Dios, e hizo varios viajes más allá del río de la Trinidad, cerca del actual Houston, para asegu­rarles a los indios de las antiguas misiones de San Francisco y Jesús María, que ya pronto regre­sarían los padres.

En 1714, ciertas intromisiones del francés Luis de Saint Denis con veinti­cinco hombres armados, que se acercó hasta el presidio de San Juan Bautista, junto a río Grande, alarmaron a las autoridades virreinales de México, que por primera vez comprendieron el peligro de que se perdieran para la Corona española las provincias del norte y Texas. Se dis­puso, pues, a comienzos de 1716, una expedición de veinticinco soldados con sus familias, al mando del capitán Domingo Ramón, que con la ayuda de misioneros de Querétaro y de Zacatecas, habrían de asentarse en cua­tro misiones.

Los cinco frailes de la Santa Cruz –entre ellos el padre Hi­dalgo, aquél que se había quedado solo para asegurar a los indios el re­greso de los frailes–, fueron conducidos por fray Isidro Félix de Espinoza, biógrafo de fray Margil. Y otros cinco religiosos del Colegio de Guadalupe partieron bajo la autoridad de fray Margil de Jesús. Formaban entre todos una gran caravana de setenta y cinco personas, frailes y soldados con sus mujeres y niños. En una larga hilera de carretas, y arreando más de mil cabezas de ganado, partieron todos hacia el norte, para fundar poblaciones misionales en Texas. 

Cuando fray Margil, que salió más tarde, se reunión con ellos en julio de 1716, ya cuatro misiones habían sido fundadas en Texas, más allá del río de la Trinidad: San Francisco de Asís, la Purísima Concepción, Nuestra Señora de Guadalupe y San José, en las tierras de los indios nacoches, asinais, nacogdochis y nazonis. Fray Margil, con seis religiosos más, quedó todo el año 1716 en Guadalupe de los Nacogdochis. Y en 1717, du­rante el invierno, muy frío por aquellas zonas, salió fray Margil con otro reli­gioso y el capitán Ramón hacia el fuerte francés de Natchitoches, a orillas del río Rojo, y allí fundaron dos misiones, San Miguel de Linares y Nuestra Señora de los Dolores.

Mientras que Ramón y el antes mencionado Saint Denis hacían negocios de contrabando y comerciaban con caballos tejanos, los misioneros que­daron solos y hambrientos. Concretamente Fray Margil, en 1717, cuando murió el hermano lego que le acompañaba, llegó a estar solo con los in­dios en la misión de Los Dolores, solo y con hambre. Desayunaba, cuenta Espinoza, «un poco de maíz tostado y remolido. Al mediodía y por la noche volvía a comer maíz y tal vez algunos granos de frijol sazonados con saltie­rra, pues sal limpia pocas veces alcanzaba a las comidas».

Un día llegó en el que faltándole estos groseros alimentos, comió carne de cuervo. Y de­cía: «Como el oro en la hornilla prueba Dios a sus siervos. Si está con no­sotros en la tribulación, ya no es tribulación, sino gloria»». La verdad es que fray Margil tenía allí mucho tiempo para orar, y después de tantos años de viajes y trabajos, vivía en la más completa paz, en el silencio de aquellos paisajes grandiosos. Así pasó dos años con ánimo excelente, que le lle­vaba a escribir: «Perseveremos hasta dar la vida en esta demanda como los Apóstoles… ¿Hay algo mejor?»

En 1719, las misiones de Zacatecas en Texas –Guadalupe, Los Dolores y San Miguel– y las que dependían de Querétaro –La Purísima, San Francisco y San José–, apenas podían subsistir, pues el Virrey no man­daba españoles que fundaran villas en la región. La guerra entre España y Francia había empeorado la situación, y el comandante francés de Natchi­toches, Saint Denis, saqueó la misión de San Miguel.

Tuvieron, pues, que ser abandonadas las misiones, a pesar de que «los indios se ofrecían a poner espías por los caminos y avisar luego que supiesen venían mar­chando los franceses». Enterraron en el monte las campanas y todo lo más pesado, y se replegaron a la misión de San Antonio, hoy gran ciudad. Allí fray Margil no se estuvo ocioso, pues en 1720 fundó la misión de San José, junto al río San Antonio, que fue la más prospera de Texas.

Por fin en 1721 llegó una fuerte expedición española enviada por el go­bernador de Coahuila y Texas, y los frailes pudieron hacer renacer todas sus misiones, una tras otra. Pero fray Margil, elegido guardián del Colegio misional de Zacatecas para el trienio 1722-1725, hubo de abandonar para siempre aquellas tierras lejanas, silenciosas y frías, en las que durante seis años había vivido con el Señor, sirviendo a los indios.

 

–El final de un largo camino

Vuelto fray Margil a Zacatecas en 1722, hizo con el padre Espinoza, guardián de Querétaro, una visita al Virrey de México, para exponerle la situación de Texas y pedir ayudas más estables y consistentes. La ayuda de la Corona española a las misiones no era ya entonces lo que había sido en los siglos XVI y XVII, durante el gobierno de la Casa de Austria. Ahora, se quejaba Espinoza, diciendo: «como el principal asunto de los gobernadores y capitanes no es tomar con empeño la conversión de los indios, quieren que los padres lo carguen todo y que las misiones vayan en aumento sin que les cueste a ellos el menor trabajo». La visita al Vi­rrey, que les acogió con gran cortesía, apenas valió para nada.

Fray Margil, aprovechando el viaje, predicó en México y en Querétaro. A mediados de 1725, con otro fraile, se retiró unos meses a la hacienda que unos amigos tenían cerca de Zacatecas. A sus sesenta y ocho años, es­taba ya muy agotado y consumido, pero de todas partes le llamaban invi­tándole a predicar. Aún pudo predicar misiones en Guadalajara, en varios pueblos de Michoacán, en Valladolid.

A veces tuvo que viajar de noche y a caballo, pues los indios de día le salían al paso, con flores, música y cruz alzada, y no le dejaban ir adelante. En Querétaro tuvo un ataque y quedó inconsciente una hora. Cuando volvió en sí, un amigo le preguntó si sentía lástima de dejar la actividad misionera. A lo que fray Margil contestó: «Si Dios quiere, sacará un borrico a la plaza y hará de él un predicador que convierta al mundo».

Ya muy enfermo, le llevaron al convento de México, para que allí reci­biera mejores cuidados médicos. Fray Manuel de las Heras recibió su úl­tima confesión, y él mismo cuenta que, al quedar perplejo, viendo tan te­nues faltas en tantos años de vida, fray Margil le dijo:

«Si Vuestra Reverencia viera en el aire una bola de oro, que es un metal tan pesado, ¿pudiera persuadirse a que por sí sola se mantenía? No, sino que alguna mano invisible la susten­taba. Pues así yo, he sido un bruto, que si Dios no me hubiera tenido de su mano, no sé que hubiera sido de mí».

El padre las Heras, impresionado, siguió explorando delicadamente aquella conciencia tan santa, y pudo lo­grar alguna preciosa confidencia, como aquélla en la que fray Margil le dijo con toda humildad que «acabando de consagrar, parece que el mismo Cristo le respondía desde la hostia consagrada con las mismas palabras de la consagración, haciendo alusión al cuerpo del V. Padre: Hoc est Corpus Meum, favor que dicho Padre atribuía a que siempre había estado, o procurado estar, vestido de Jesucristo».

El 3 de agosto decía fray Margil: «¡Dispuesto está, Señor, mi corazón, dispuesto está!». Y el día 6 de agosto de 1726, día de su muerte y de su nacimiento definitivo, dijo: «Ya es hora de ir a ver a Dios».

 

–Los pies benditos del evangelizador

La asistencia de la gente, que se acercaba a venerar en la sacristía de San Francisco los restos de fray Margil, fue tan cuantiosa que «hacía olas», y hubo de hacerse presente la guardia del palacio. Todos querían venerar aquellos pies sagrados de fray Margil, que –como escribió el Arzobispo de Manila, en unas exequias celebradas en México días más tarde–  ha­bían quedado «tan dóciles, tan tratables, tan hermosos sin ruga ni nota al­guna. Pies que anduvieron tantos millares de leguas tan descalzos y fati­gados en los caminos, tan endurecidos en los pedregales, tan quebranta­dos en las montañas, tan ensangrentados en los espinos… ¡Qué mucho que se conservasen hermosos pies que pisaron cuanto aprecia el mundo!»

En 1836 fueron declaradas heroicas las virtudes del Venerable siervo de Dios fray Antonio Margil de Jesús, cuyos restos reposan en La Purísima de la ciudad de México. Aquellas palabras de Isaías 52,7 podrían ser su epitafio:

«¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del heraldo que anuncia la paz, que trae la Buena Noticia!»

José María Iraburu, sacerdote

 

Índice de Reforma o apostasía

Bibliografía de la serie Evangelización de América

 

 

 

 

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