(488) Evangelización de América –31 México. Lengua y educación, cruces y templos, sacramentos y catequesis...

Tlaxcala, templo de San Francisco

–Olvida usted «artes y oficios».

–Lo he dejado para que lo recordara usted, creciera su autoestima y se abreviara el título.

–Evangelizar a los indios aprendiendo sus lenguas

Lo primera tarea de los misioneros era aprender la lengua indígena, pues sin esto apenas era posi­ble la evangelización y la educación de los indios. Y en esto los niños les ayudaron mucho a los frailes, pues éstos, refiere fray Jerónimo de Mendieta (+1604), «dejando a ratos la gravedad de sus personas, se ponían a jugar con ellos…, y siem­pre tenían a mano un papel para ir anotando las palabras aprendi­das» (Historia III,17). Al fin del día, los religiosos se comunicaban sus anota­ciones, y así fueron formando un vocabulario, y aprendiendo a ex­presarse mal o bien. De este modo, el Señor «quiso que los primeros evangelizadores de estos indios aprendiesen a volverse como al estado de niños, para darnos a entender que los ministros del Evangelio que han de tratar con ellos… conviene que dejen la cólera de los españoles, la altivez y presunción (si alguna tienen), y se hagan indios con los indios, flemáticos y pacientes como ellos, pobres y desnudos, mansos y humildísimos como lo son ellos» (III,18).

A medida que aprendían las lenguas indígenas, con tanta rapidez como trabajo, se iba potenciando la acción evangelizadora. «Después que los frailes vinieron a esta tierra –dice el franciscano Motolinía (+1569)– dentro de medio año comenzaron a predicar, a las veces por intér­prete y otras por escrito. Pero después que comenzaron a hablar la lengua predicaban muy a menudo los domingos y fiestas, y muchas veces entre semana, y en un día iban y andaban muchas parroquias y pueblos. Buscaron mil modos y maneras para traer a los indios en conocimiento de un solo Dios verdadero, y para apartarlos del error de los ídolos diéronles muchas maneras de doctrina. Al principio, para les dar sabor, enseñáronles el Per signum Crucis, el Pater nos­ter, Ave Maria, Credo, Salve, todo cantado de un canto muy llano y gracioso. Sacáronles en su propia lengua de Anáhuac [náhualt] los mandamientos en metro y los artículos de la fe, y los sacramentos también cantados. En algunos monasterios se ayuntan dos y tres lenguas diversas, y fraile hay que predica en tres lenguas todas di­ferentes» (III,3, 318). También San Francisco de Javier en el Oriente apoyaba su predicación –siempre con intérprete– en las principales oraciones, que había hecho traducir.

Hoy es muy urgente reafirmar la necesidad de la predicación misionera. «¿Cómo creerán sin haber oído de Él?… La fe es por la predicación, y la predicación por la palabra de Cristo» (Rm 10,14.17). Fides ex auditu. La beneficencia no basta, y el diálogo interreligioso tampoco. «¡Ay de mí si no evangelizara!» (1Cor 9,16).

 

–Gramáticas, diccionarios, catecismos

Los misioneros prestaron un inmenso servicio a la conservación de las lenguas indígenas. Juan Pablo II, en un discurso a los Obispos de América Latina, decía: «Testimonio parcial de esa acti­vidad es, en el sólo período de 1524 a 1572, las 109 obras de bi­bliografía indígena que se conservan, además de otras muchas per­didas o no impresas. Se trata de vocabularios, sermones, catecis­mos, libros de piedad y de otro tipo», escritos en náhuatl o mexi­cano, en tarasco, en totonaco, otomí y matlazinga (Sto. Domingo 12-10-1984). Concretamente, 80 obras de este período proceden de franciscanos (llegados en 1524), 16 de dominicos (1526), ocho de agustinos (1533), y 5 más anónimas (Ricard apénd.I; +Gómez Canedo 185; Mendieta IV,44).

    Concretamente, los Catecismos en lenguas indígenas de México comenzaron muy pronto a componerse y publicarse. Entre otro, además del compuesto por fray Pedro de Gante, del que luego ha­blaremos, podemos recordar la Doctrina cristiana breve (1546), de fray Alonso de Molina, y la Doctrina cristiana (1548), más larga, del dominico Pedro de Córdoba, estos últimos impresos ya en México a instancias del obispo Zumárraga, que en 1539 consiguió de España una imprenta, ya solicitada por él en 1533. Algunos frailes usaron en la predicación y catequesis «un modo muy provechoso para los indios por ser conforme al uso que ellos tenían de tratar todas sus cosas por pintura. Hacían pintar en un lienzo los artículos de la fe, y en otro los diez mandamientos de Dios, y en otro los siete sacra­mentos, y lo demás que querían de la doctrina cristiana», y seña­lando con una vara, les iban declarando las distintas materias (Mendieta III,29).

–Administración de los sacramentos

    El bautismo fue vivamente deseado por los indios, según se apre­cia en diversos relatos. Al paso de los frailes, dice Motolinía, «les salen los indios al camino con los niños en brazos, y con los dolien­tes a cuestas, y hasta los viejos decrépitos sacan para que los bau­ticen… Cuando van al bautismo, los unos van rogando, otros impor­tunando, otros lo piden de rodillas, otros alzando y poniendo las manos, gimiendo y encogiéndose, otros lo demandan y reciben llo­rando y con suspiros» (II,3, 210).

    Tlaxcala, Méx.-pila bautismalAl principio de la evangelización, «eran tantos los que se venían a bautizar que los sacerdotes bautizantes muchas veces les aconte­cía no poder levantar el jarro con que bautizaban por tener el brazo cansado, y aunque remudaban el jarro les cansaban ambos bra­zos… En aquel tiempo acontecía a un solo sacerdote bautizar en un día cuatro y cinco y seis mil» (III,3, 317). Con todo esto, dice Motolinía, «a mi juicio y verdaderamente, serán bautizados en este tiempo que digo, que serán 15 años, más de nueve millones» (II,3, 215). En los comienzos, bautizaron sólo con agua, pero luego hubo disputas con religiosos de otras órdenes, que exigían los óleos y ceremonias completas (II,4, 217-226). Y antes de que hubiera obis­pos, sólo Motolinía administró la  confirmación, en virtud de las con­cesiones hechas por el Papa a estos primeros misioneros.

    El sacramento de la penitencia comenzó a administrarse el año 1526 en la provincia de Texcoco, y al decir de Moto-linía, «con mu­cho trabajo porque apenas se les podía dar a entender qué cosa era este sacramento» (II,5, 229). Por esos años, siendo todavía pocos los confesores, «el continuo y mayor trabajo que con estos indios se pasó fue en las confesiones, porque son tan continuas que todo el año es una Cuaresma, a cualquier hora del día y en cualquier lu­gar, así en las iglesias como en los caminos… Muchos de éstos son sordos, otros llagados» y malo-lientes, otros no saben expresarse, o lo hacen con mil particularidades..,«Bien creo yo que los que en este trabajo se ejercitaren y perseveraren fielmente, que es un gé­nero de martirio, y delante de Dios muy acepto servicio» (III,3, 319).

    A veces los indios se confesaban por escrito o señalando con una paja en un cuadro de figuras dibujadas (II,6, 242). Acostumbrados, como estaban, desde su antigua religiosidad, a sangrarse y a gran­des ayunos penitenciales, «cumplen muy bien lo que les es man­dado en penitencia, por grave cosa que sea, y muchos de ellos hay que si cuando se confiesan no les mandan que se azoten, les pesa, y ellos mismos dicen al confesor: «¿por qué no me mandas discipli­nar?»; porque lo tienen por gran mérito, y así se disciplinan muchos de ellos todos los viernes de la Cuaresma, de iglesia en iglesia», sobre todo en la provincia de Tlaxcala (II,5, 240). Realmente en esto los frailes se veían comidos por los fieles conversos. «No tienen en nada irse a confesar quince y veinte leguas. Y si en alguna parte hallan confesores, luego hacen senda como hormigas» (II,5, 229).

    Al principio la comunión eucarística no se daba sino «a muy pocos de los na­turales», pero el papa Paulo III, movido por una carta del obispo dominico de Tlaxcala, fray Julián Garcés, «mandó que no se les ne­gase, sino que fuesen admitidos como los otros cristianos» (II,6, 245). La misma norma fue acordada en 1539 por el primer concilio celebrado en México.

    La celebración de matrimonios planteó problemas muy graves y complejos, dada la difusión de la poligamia, sobre todo entre los señores principales, que a veces tenían hasta doscientas mujeres. «Queriendo los religiosos menores poner remedio a esto, no halla­ban manera para lo hacer, porque como los señores tenían las más mujeres, no las querían dejar, ni ellos se las podían quitar, ni bas­taban ruegos, ni amenazas, ni sermones para que dejadas todas, se casasen con una en faz de la Iglesia. Y respondían que también los españoles tenían muchas mujeres, y si les decíamos que las tenían para su servicio, decían que ellos también las tenían para lo mismo» (II,7, 250). De hecho, el marido tenía en sus muchas muje­res una fuerza laboral nada despreciable, de la que no estaba dis­puesto a prescindir.

    No había modo. En fin, con la gracia de Dios, pues «no bastaban fuerzas ni industrias humanas, sino que el Padre de las misericor­dias les diese su divina gracia» (III,3, 318), fueron acercándose los indios al vínculo sacramental del matrimonio. Y entonces, «era cosa de verlos venir, porque muchos de ellos traían un hato de mujeres y hijos como de ovejas», y allí había que tratar de discernir y arreglar las cosas, para lo que los frailes solían verse ayudados por indios muy avisados y entendidos en posibles impedimentos, a quienes los españoles llamaban licenciados (II,7, 252; +Ricard 200-209).

 

–Construcción de templos

    La construcción de iglesias fue sorprendentemente temprana. Viéndolas ahora, produce asombro comprobar que aquellos frailes construyeran tan pronto con tanta solidez y belleza, como si estu­vieran en Toledo o en Burgos, lo que expresaba claramente una conciencia cierta de que allí estaban plantando Iglesia para siglos.

    Ya a los quince años de lle­gados los españoles, puede decir Motolinía que «en la comarca de México hay más de cuarenta pueblos grandes y medianos, sin otros muchos pequeños a éstos sujetos. Están en sólo este circuito que digo, nueve o diez monasterios bien edificados y poblados de reli­giosos. En los pueblos hay muchos iglesias, porque hay pueblo, fuera de los que tienen monasterio, de más de diez iglesias; y éstas muy bien aderezadas, y en cada una su campana o campanas muy buenas. Son todas las iglesias por de fuera muy lucidas y almena­das, y la tierra en sí que es alegre y muy vistosa, y adornan mucho a la ciudad» (III,6, 340).

    Quien hoy viaja por México, sobre todo por la zona central, se ma­ravilla de ver preciosas iglesias por todas partes. En regiones como Veracruz, Puebla, el valle de Cholula, hay innumerables iglesias del siglo XVI. En Tlaxcala me dijeron –creo recordar– que unas 30 iglesias de la Diócesis databan del siglo XVI. Los templos dedicados a San Francisco o a Santo Domingo, que suelen ser en México los más antiguos, son mues­tras encantadoras del barroco indiano. En los retablos, y especial­mente en los camerinos de la Virgen, el genio ornamental indígena se muestra deslumbrante. Y junto al templo de religiosos, ya al ex­terior, se abrían amplísimos atrios bien cercados, con una cruz al medio y capillas en los ángulos, donde se concentraba la indiada neocristiana –temerosa al principio de cobijarse bajo altas bóvedas–, y que hoy suelen ser jardines contiguos a las igle­sias.

    La grandiosidad a un tiempo sobria e imponente de estos centros misioneros conventuales –y lo mismo los conventos de dominicos y agustinos–, se explica porque no sólo habían de servir de iglesia, convento, almacén, escuela, talleres, hospital y cuántas cosas más, sino porque debían ser también ante los indios una digna réplica de las imponentes ciudades sagradas anteriores: Teotihuacán, Cholula, Cacaxtla, Monte Alban…

 

–Alzamiento de cruces

    Ya vimos que Hernán Cortés «doquiera que llegaba, luego levan­taba la cruz». Los misioneros, igualmente, alzaron el signo de la Cruz por todo México: en lo alto de los montes, en las ruinas de los templos paganos, en las plazas y en las encrucijadas de caminos, en iglesias, retablos y hogares cristianos, en el centro de los gran­des atrios de los indios… Siempre y en todo lugar, desde el princi­pio, los cristianos de México han venerado la Cruz como signo máximo de Cristo, y sus artesanos, según las regiones, han sabido adornar las cruces en cien formas diversas, a cual más bella.

    No exageraba, pues, Motolinía al escribir: «Está tan ensalzada en esta tierra la señal de la cruz por todos los pueblos y caminos, que se dice que en ninguna parte de la cristiandad está tan ensalzada, ni adonde tantas y ni tales ni tan altas cruces haya; en especial las de los patios de las iglesias son muy solemnes, las cuales cada domingo y cada fiesta adornan con muchas rosas y flores, y espa­dañas y ramos», como todavía hoy puede verse (II,10, 275).

 

–Escuelas cristianas

    Los frailes edificaban junto a los monasterios unas grandes salas para escuela de niños indios. En 1523, apenas llegado, fray Pedro de Gante inició en Texcoco una primera escuela, y poco después pasó a enseñar a otra en México. En seguida surgieron otras en Tlaxcala, en Huejotzingo, en Cuautitlán, el pueblo de Juan Diego, y en Teopotzotlán, y más adelante en muchos sitios más. En cambio, «los dominicos no fundaron en sus misiones de la Nueva España ningún colegio secundario; era hostiles a estas instituciones y, en particular, a que se enseñara latín a los indios. No compartían los agustinos esta desconfianza» (Ricard 333).

    Rápidamente se fue multiplicando el número de estos centros educativos, de modo que, en buena parte, la evangelización de México se hizo en las escuelas, a través de la educación de los niños in­dios. Los frailes los recogían como internos, en un régimen de vida educativa muy intenso, y «su doctrina era más de obra que por palabra». Allí, con la lectura y escritura y una ense­ñanza elemental, se enseñaba canto, instrumentos musicales y al­gunos oficios manuales; «y también enseñaban a los niños a estar en oración» (Mendieta III,15). A partir de 1530, bajo el impulso del obispo franciscano Zumárraga, se establecieron también centros de enseñanza para muchachas, confiados a religiosas, en Texcoco, Huehxotzingo, Cholula, Otumba y Coyoacán.

    La costumbre de las escuelas pasó a las parroquias del clero se­cular, e incluso el modelo mexicano se extendió a otros lugares de América hispana. Decía fray Martín de Valencia en una carta de 1531, que en estas escuelas «tenemos más de quinientos niños, en unas poco menos y en otras mucho más» (Gómez Canedo 156). Se solía recibir en ellas sobre todo a los hijos de principales. Estos, al comienzo, recelosos, guardaban sus hijos y enviaban hijos de ple­beyos.

Cuando vieron los señores que los niños escolares prosperaban y venían a ser maestros, alcaldes y gobernadores, muy pronto entre­garon sus hijos a la enseñanza de los frailes. Y como bien dice Mendieta, «por esta humildad que aquellos benditos siervos de Dios mostraron en hacerse niños con los niños, obró el Espíritu Santo para su consuelo y ayuda en su ministerio una inaudita ma­ravilla en aquellos niños, que siéndoles tan nuevos y tan extraños a su natural aquellos frailes, negaron la afición natural de sus padres y madres, y pusiéronla de todo corazón en sus maestros, como si ellos fueran los que los habían engendrado» (III,17). Por otra parte, los muchachos indios mostraron excelentes disposiciones para aprender cuanto se les enseñaba.

 

–Escritura y música, artes y oficios

«El escribir se les dio con mucha facilidad, y comenzaron a escri­bir en su lengua y entenderse y tratarse por carta como nosotros, lo que antes tenía por maravilla que el papel hablase y dijese a cada uno lo que el ausente le quería dar a entender» (IV,14). En la escri­tura y en las cuentas, así como en el canto, en los oficios mecáni­cos y en todas las artes, pintura, escultura, construcción, muy pronto se hicieron expertos, hasta que no pocos llegaron a ser ma­estros de otros indios, y también de españoles. El profundo e inge­nuo sentido estético de los indios, liberado de la representación de aquellos antiguos dioses feos y feroces, halló en el mundo de la belleza cristiana una atmósfera nueva, luminosa y ale­gre, en la que muy pronto produjo maravillosas obras de arte.

    En la música, al parecer, hallaron dificultad en un primer momento, y muchos «se reían y burlaban de los que los enseñaban». Pero también aquí mostraron pronto sus habilidades: no había pueblo de cien vecinos que no tuviera cantores para las misas, y en seguida aprendieron a construir y tocar los más variados instrumentos mu­sicales. Poco después pudo afirmar el padre Mendieta: «En todos los reinos de la Cristiandad no hay tanta copia de flautas, chirimías, sacabuches, orlos, trompetas y atabales, como en solo este reino de la Nueva España. Organos también los tienen todas cuasi las iglesias donde hay religiosos, y aunque los indios no toman el cargo de hacerlo, sino maestros españoles, los indios son los que labran lo que es menester para ellos, y los mismos indios los tañen en nuestros conventos» (IV,14). El entusiasmo llevó al exceso, y el Concilio mexicano de 1555 creyó necesario moderar el estruendo en las iglesias, dando la primacía al órgano. Junto a la música, tam­bién las representaciones teatrales y las procesiones tuvieron una gran importancia catequética, pedagógica y festiva.

 

–La Universidad de México y el Colegio de Santa Cruz

Antes de la fundación de la Universidad de México, en 1551, el primer centro importante de enseñanza fue, en la misma ciudad, el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco para muchachos indígenas. A los doce años «desde que vino la fe», es decir, en 1536, fue fundado por el obispo Zumárraga y el virrey Antonio de Mendoza, y puesto bajo la dirección de fray García de Cisneros, uno de los Doce. En este Colegio, en régimen religioso de internado, los muchachos recibían una enseñanza muy completa, compuesta de retórica, filo­sofía, música y medicina mexicana. Dirigido por los franciscanos, allí enseñaron los maestros más eminentes, como Bernardino de Sahagún, Andrés de Olmos, Arnaldo de Basacio, Juan Focher, Juan Gaona y Francisco Bustamente, y lo hicieron con muchos y buenos frutos, entre los que destaca el indio don Antonio Valeriano, verda­dero humanista, que ocupó cátedra en el Colegio, enseñó a religio­sos jóvenes, y tuvo entre sus alumnos a indios, españoles y crio­llos. A él le debemos el Nican Mopohua (1545), texto en náhuatl que narra las apariciones de la Virgen en Guadalupe.

José María Iraburu, sacerdote

Índice de Reforma o apostasía

Bibliografía de la serie Evangelización de América

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