Philip Trower, El alboroto y la verdad -1

El alboroto y la verdad

Las raíces históricas de la crisis moderna en la Iglesia Católica

por Philip Trower

Edición original: Philip Trower, Turmoil & Truth: The Historical Roots of the Modern Crisis in the Catholic Church, Family Publications, Oxford, 2003.

Family Publications ha cesado su actividad comercial. Los derechos de autor volvieron al autor Philip Trower, quien dio permiso para que el libro fuera colocado en el sitio web Christendom Awake.

Fuente: http://www.christendom-awake.org/pages/trower/turmoil&truth.htm

Copyright © Philip Trower 2003, 2011, 2014, 2017, 2018.

Traducida al español y editada en 2023 por Daniel Iglesias Grèzes con autorización de Mark Alder, responsable del sitio Christendom Awake.

Nota del Editor:Procuré minimizar el trabajo de edición. Añadí aclaraciones breves entre corchetes en algunos lugares.

Capítulos anteriores

Prefacio

 

Parte I. Una vista aérea

Capítulo 1. Reforma

Cuando la gente pregunta, como me imagino que a veces todavía lo hacen, “¿Qué diablos está pasando en la Iglesia Católica?", la mejor respuesta, creo, es “Dos cosas contradictorias a la vez". Luego se puede proceder a mostrar, según el tiempo de que se disponga, cómo se relacionan [las dos cosas contradictorias], lo cual es uno de los propósitos de este libro.

En la década de 1960, uno explicará, un Concilio General legítimo, una reunión de los obispos católicos del mundo con el Papa y bajo su dirección para discutir los asuntos de la Iglesia (el vigésimo primer Concilio de este tipo en su historia y el segundo celebrado en el Vaticano en poco menos de cien años) lanzó a la Iglesia a un importante programa de reformas. Convocado por el Papa Juan XXIII (1958-1963), la asamblea se reunió durante dos meses en cuatro otoños sucesivos, en 1962, 1963, 1964 y 1965. Entre estas asambleas generales, el trabajo fue llevado a cabo por comités y comisiones. El Papa Pablo VI, quien sucedió al Papa Juan en 1963, presidió las sesiones segunda, tercera y cuarta.

Sin embargo, apenas había terminado el Concilio cuando estalló una gran rebelión contra la doctrina y la autoridad de la Iglesia, [rebelión] llevada a cabo en su mayor parte en nombre del Concilio.

En este capítulo inicial examinaré la primera de estas corrientes contradictorias: el movimiento de reforma.

Como ocurre con todos los verdaderos llamados a la reforma, en el corazón de la enseñanza del Concilio se encuentra un llamado a los católicos para que regresen a una mayor santidad personal. Esta es la reforma religiosa en el sentido más fundamental. Si los católicos fueran más santos, tal parece haber sido la idea inicial del Papa Juan, los cristianos separados serían atraídos de nuevo a la Iglesia por su gran poder de atracción, y luego todos [los cristianos juntos] podrían salir y convertir al mundo moderno.

Pero no es necesario reunir a más de 2000 obispos en Roma durante cuatro otoños consecutivos a fin de hacer una exigencia tan elemental. Los que tomaron la iniciativa en el Concilio tenían preocupaciones más especializadas.

Antes del Concilio la mayoría de los católicos vivía en países que habían sido públicamente cristianos durante mucho tiempo, y sus actitudes y perspectivas se formaron en consecuencia. En tales países prevalece una cierta placidez religiosa. Es como la vida familiar. No hay nadie a quien impresionar. Nadie se escandalizaba por lo que se ha dado en llamar “la brecha entre la fe y la vida", es decir, por el hecho de que la forma en que la gente vivía demasiado a menudo tenía una correspondencia escasa o insuficiente con lo que profesaba creer. Creer sí creían. La práctica se quedaba muy atrás.

Otra característica de los países cristianos de larga data era la suposición de que no había nadie, o casi nadie, inmediatamente disponible para convertirse. Al menos en teoría, todos eran ya cristianos, por lo que el espíritu misionero tendía a atrofiarse. Se pensaba que la conversión de otras personas podía dejarse con seguridad en manos de aquellos con un llamado especial para llevar el Evangelio a los paganos.

Pero el número de países que todavía podían llamarse cristianos en un sentido verdadero estaba disminuyendo rápidamente. Los cristianos en todas partes se estaban convirtiendo en una minoría, una situación en la que sus faltas, en lo que concierne a la misión de la Iglesia, se vuelven de mucha mayor importancia. Una minoría, por el mero hecho de ser una minoría, siempre será mirada críticamente hasta cierto grado y, si es una minoría religiosa, su comportamiento será tomado como la medida de la verdad de sus creencias.

Si, por lo tanto, la Iglesia ha de continuar cumpliendo su misión, e incluso en ciertos países ha de sobrevivir, los fieles deben a toda costa dejar de vivir mental y espiritualmente en una cristiandad que ya no existe. Deben ser llevados a darse cuenta de que están llamados a predicar a Cristo tanto con el ejemplo como con la palabra, y deben aprender a verse a sí mismos como misioneros, como los primeros cristianos.

Sin embargo, tal cambio de perspectiva no se puede lograr con una simple orden y sin pensar mucho. Presupone de parte de la Iglesia algo parecido a la mirada nueva que un hombre se da a sí mismo, a su vida y a sus creencias cuando se va de retiro. En el Concilio Vaticano II, la Iglesia en cierto sentido “se fue de retiro” (aunque, como veremos en breve, fue uno atribulado), y el resultado fue una reflexión sobre su propia naturaleza, así como sobre su misión y relación con el mundo, que condujo a una reforma de la teología o de su manera de presentar sus creencias. Para los preocupados por estas cuestiones, una reforma de la teología católica era un requisito previo para una reforma de la vida católica. Si las creencias de los fieles no tenían el impacto en ellos que debían tener, era porque esas creencias eran presentadas de manera inadecuada. Ellos no entendían suficientemente todas sus implicaciones. Había “agujeros negros” en su comprensión. Los “agujeros negros” eran los responsables de la brecha entre la fe y la vida.

Una reforma de la teología no significa nuevas creencias. Pero los decretos conciliares contienen cambios importantes de énfasis y de perspectiva (generalmente se los llama las “nuevas orientaciones"), y los comienzos de algunos desarrollos teológicos (la extracción de las implicaciones de aspectos de la fe no expresados explícitamente en el “depósito” original) cuyo propósito es no sólo hacer a los católicos más fervientes y apostólicos, sino hacer que la fe sea más fácilmente comprendida por nuestros contemporáneos, eliminando causas innecesarias de malentendidos y dando una presentación de la fe que se pretende que sea más completa y equilibrada, y si es posible más atractiva.

Para la Iglesia, el propósito de los cambios de énfasis no era excluir lo que anteriormente había recibido más atención, sino dar mayor protagonismo a lo que se pensaba que hasta ese momento no había recibido suficiente atención, a fin de corregir un desequilibrio.

Los misterios revelados por Dios, como los hechos de la naturaleza, son una armonía de partes, muchas de las cuales se nos aparecen como opuestas y complementarias. Así como en la naturaleza hay luz y oscuridad, alegría y tristeza, cambio y estabilidad, así en los misterios cristianos Dios es Uno y Trino, Cristo es divino y humano, rey y siervo, la Misa es el sacrificio del Calvario hecho presente sin derramamiento de sangre y una comida sagrada. La mente humana no puede tener a la vista la fe completa en un momento dado en todos sus detalles. Pero debe tener una visión del conjunto basada en una presentación debidamente equilibrada de lo fundamental. Esta visión global es lo que la enseñanza de la fe en todo el mundo, domingo a domingo, a través de la liturgia, desde el púlpito y mediante otras formas de instrucción, está destinada a producir. Pero su fidelidad depende de la adecuada distribución del peso del énfasis. No sólo todas las características principales deben estar presentes; deben ser mostradas en la relación correcta tanto entre sí como con la totalidad. Si el equilibrio no es correcto, la comprensión del sentido y la importancia del conjunto se verá afectada en cierta medida. A lo largo del camino se mencionarán muchos ejemplos.

La presentación más completa y equilibrada de la fe que las enseñanzas conciliares pretenden proporcionar ha sido la base teórica para los cambios prácticos: liturgia modificada, derecho canónico revisado, iniciativas ecuménicas, reglas simplificadas para las órdenes religiosas, nuevos órganos administrativos y consultivos como los sínodos episcopales trienales en Roma, conferencias episcopales nacionales, comisiones diocesanas, asambleas de sacerdotes, consejos parroquiales, etc. Los decretos conciliares, sin embargo, sólo dieron pautas sobre la forma que debían tener las reformas. Los cambios prácticos han sido obra del Papa y los obispos juntos, o solo del Papa reinante, desde el Concilio. En muchos casos van considerablemente más allá de lo que los decretos sugieren o exigen positivamente1.

También se creía que el proceso que el Papa Juan llamó aggiornamento, traducido [al español] como “actualización” o “renovación", ayudaría a hacer que los católicos fueran más fervientes y apostólicos, y que la fe fuera mejor entendida por los extraños.

El aggiornamento fue la segunda gran iniciativa del Concilio. Con frecuencia se habla del aggiornamento o actualización como si fuera lo mismo que reforma. Sin embargo, hay una diferencia. En sentido estricto, el aggiornamento no es reforma en absoluto.

Reforma en sentido estricto significa devolver a su forma original algo que ha sido parcialmente distorsionado o deformado. En la religión puede ser la moral, la espiritualidad, los modos del culto, las instituciones eclesiásticas, los estilos de gobierno o, como acabamos de ver, las formas predominantes de presentar la fe. Esto a menudo implicará restaurar las cosas buenas que en el curso de la historia han sido desechadas o descuidadas, o eliminar las adiciones accidentales que impiden que se vea la belleza original o la eficacia de lo que se está reformando.

El aggiornamento o actualización, por otro lado, es la ponderación por parte de la Iglesia de nuevas ideas y prácticas en una cultura circundante, el tamizado para separar el trigo de la paja, y luego el “bautismo” o la adopción en su pensamiento y práctica de cualquier cosa que se juzgue que puede ser “bautizada” lícitamente para no obstaculizar su misión oponiéndose a lo que es naturalmente bueno, y que haga su enseñanza lo más comprensible posible a cuantas personas ella tenga que predicar. En el nivel de las ideas esto significa mostrar la relación entre el conocimiento natural y el revelado.

Un monasterio es reformado, por ejemplo, si los monjes han abandonado la oración comunitaria y un abad decidido los saca de la cama y los vuelve a llevar a la iglesia por la mañana. [En cambio] es actualizado si, por buenas razones, él decide instalar un teléfono o incluye algunas charlas sobre psicología moderna en los cursos de teología moral para sus novicios.

El proceso ahora llamado “inculturación” (lo que hace el misionero cuando, con permiso eclesiástico, usa ciertos estilos artísticos locales en la arquitectura y decoración de la iglesia, ciertas costumbres locales en la liturgia, o ciertos modos locales de expresión y de conducta al enseñar o vivir la fe) es sólo aggiornamento o actualización aplicada a nuevos lugares en lugar de nuevos tiempos.

Dado que la historia del cristianismo ha sido un continuo encuentro con nuevas culturas, ambas cosas, el aggiornamento y la inculturación, se han dado siempre en la Iglesia.

La Iglesia estaba comprometida con el aggiornamento y la inculturación cuando primero tomó la medida de la civilización greco-romana y luego se ajustó a su colapso; cuando comenzó a extraer y apropiarse del oro en la filosofía griega y el derecho imperial; cuando mitigó la severidad de sus penitencias para facilitar el regreso de los caídos después de períodos de persecución; cuando, escuchando la voz de la ciencia contemporánea, aceptó para propósitos prácticos, no como parte de su fe, la cosmología ptolemaica imperante; cuando en Occidente cambió del griego al latín en su liturgia después que la mayoría de los fieles dejaron de hablar griego; cuando con la decadencia del imperio fue saliendo cada vez más de las ciudades para convertir a la gente del campo; cuando se dedicó a ungir reyes, fomentó el espíritu de caballería, instituyó la tregua de Dios, excluyó a la turbulenta nobleza romana y al populacho de la elección de los papas y la confinó al colegio de cardenales, hizo de la copia de manuscritos uno de los trabajos principales de sus monjes, dio a luz a las universidades, puso la filosofía aristotélica y árabe bajo el microscopio, abrazó lo que valía la pena en el humanismo renacentista (y temporalmente algunas cosas que no la valían), introdujo la formación en el seminario para sus sacerdotes para que pudieran hablar en pie de igualdad con los laicos cultos, y cuando en el siglo XVII comenzó a asimilar los nuevos conocimientos científicos.

Desgraciadamente, al llevar a cabo esta obra tan necesaria, la Iglesia se verá obstaculizada con frecuencia por el hecho de que varios de sus hijos mantendrán una apasionada aventura amorosa con “los tiempos” —los períodos feudal y renacentista brindan algunos ejemplos notables—, con consecuencias que luego, para deshacerlas, tomarán mucho tiempo y esfuerzo a los eclesiásticos santos. Los del siglo XXI claramente van a tener un gran trabajo de este tipo. A menudo ella también tiene que tolerar cosas que desaprueba pero que por el momento no puede remediar. Lo mejor que puede hacer es mitigar los males más graves.

Estos encuentros con nuevos tiempos y lugares, sin embargo, no hacen que la Iglesia cambie sus creencias más de lo que lo hace la reforma teológica, aunque la necesidad de responder a las objeciones puede llevarla a aclarar ciertos aspectos, definirlos con mayor precisión, organizarlos sistemáticamente o explicar sus consecuencias. En otras palabras, pueden ser el catalizador para el desarrollo teológico o doctrinal.

Hasta aquí el aggiornamento en el pasado. Que debe de haber habido una necesidad especial de él en los tiempos recientes se comprende fácilmente cuando se consideran los cambios tremendos en los últimos 150 años en la forma en que vive la gente y la catarata de nuevas ideas e ideologías a las que ellos han estado expuestos.

Para la Iglesia [los tiempos recientes] presentan una mezcla de oportunidades y obstáculos para su misión que, incluso en las circunstancias más favorables, harían conveniente algún tipo de balance.

A pesar de ello, hacer a los fieles más santos y apostólicos sigue siendo lo primero. El propósito de todo lo demás —reforma, aggiornamento, inculturación— es remodelar las disposiciones internas de los fieles, y reavivar o liberar sus energías espirituales, hasta ahora parcialmente bloqueadas (o así se pensaba que lo estaban), por los malos hábitos, el espíritu de rutina, una comprensión inadecuada de las implicaciones de sus creencias, formas ineficientes o que ya no son efectivas de conducir los asuntos de la Iglesia, o la falta de aprovechamiento de nuevas oportunidades.

Pero, ¿por qué este interés repentino por el cambio de parte de la autoridad eclesiástica hacia 1960?

De hecho, no fue repentino. Durante mucho tiempo había habido un movimiento en la Iglesia para los dos tipos de “reforma” que he mencionado (sus orígenes se remontan a principios del siglo XIX), y ya se había logrado mucho en los noventa y tantos años entre los Concilios Vaticanos I y II.

Sin embargo, durante las décadas de 1930, 1940 y 1950 comenzó a tomar forma un grupo de teólogos y académicos, principalmente franceses y alemanes, que querían cambios de énfasis más radicales, adaptaciones más audaces y el “bautismo” de un mayor número de ideas contemporáneas. La presentación resultante de la fe, que ellos ofrecieron a la Iglesia para su aprobación, ha llegado a denominarse “la nueva teología” (la nouvelle théologie).

Durante el pontificado de Pío XII (1939-1958), el predecesor inmediato del Papa Juan, los nuevos teólogos habían caído en desgracia: el Papa y sus asesores consideraban demasiado extremas algunas de sus ideas. La encíclica Humani Generis (1950) señaló lo que el Papa objetaba. A algunos de los nuevos teólogos se les prohibió enseñar o escribir durante un tiempo. Sin embargo, el Papa Juan decidió que se les debería permitir dar su opinión. La mayoría de los principales representantes [de esa corriente] asistieron al Concilio. Algunos fueron invitados a trabajar en las comisiones que redactaron los documentos para la discusión. Otros estuvieron presentes como asesores teológicos de obispos individuales.

Se dice que la expresión “nueva teología", originalmente con un significado peyorativo, fue acuñada por el teólogo francés P. Garrigou-Lagrange OP, un líder de la teología neoescolástica cuasi-oficial rival2.

El enfrentamiento entre los neoescolásticos y los nuevos teólogos subyació a muchos de los conflictos del Concilio. No fue [del todo] diferente a la disputa entre las escuelas teológicas de Antioquía y Alejandría que comenzó alrededor del año 400 DC sobre la relación entre las naturalezas divina y humana de Nuestro Señor, disputa que se libró durante trescientos años y media docena de concilios generales. La diferencia hoy es que la nueva teología es una recién llegada, mientras que las escuelas de Antioquía y Alejandría eran rivales de casi la misma edad.

En Francia, los principales “nuevos teólogos” fueron: el P. Henri de Lubac, con base en la casa jesuita de Fourvière en Lyon, y su compañero jesuita P. Jean Danielou, y los dominicos P. Yves Congar y su maestro y amigo P. Marie-Dominique Chenu, ambos maestros durante la mayor parte de sus vidas en la casa dominicana de estudios superiores de Le Saulchoir en Bélgica, luego trasladada a las afueras de París. El P. Teilhard de Chardin, jesuita paleontólogo, una figura clave como influencia de fondo, había muerto en 1955, siete años antes de la apertura del Concilio.

El jesuita P. Karl Rahner fue el principal representante de las nuevas tendencias en Alemania, y el dominico P. Edward Schillebeeckx en los Países Bajos. El teólogo suizo P. Hans Urs von Balthasar no asistió al Concilio. Había dejado a los jesuitas algunos años antes para fundar una pequeña comunidad propia, pero era un amigo cercano del P. de Lubac, de quien había sido alumno, y simpatizaba con la mayoría de sus opiniones. Jacques Maritain, laico y neoescolástico destacado, no pertenecía al círculo de los nuevos teólogos. Pero ellos en su mayoría aprobaron sus ideas sociales y políticas que, junto con las de su discípulo Emmanuel Mounier, tuvieron una influencia profunda en la doctrina social del Concilio.

Los nuevos teólogos, respaldados por una minoría de obispos influyentes, fueron la fuerza impulsora detrás del “partido de la reforma” en el Concilio.

Por “partido de la reforma” me refiero al cuerpo mucho más amplio de hombres que apoyaron la mayoría de las iniciativas de los nuevos teólogos sin suscribirse necesariamente a todas sus ideas, o sin captar siempre todas sus implicaciones.

Además, había, en toda la Iglesia, numerosos clérigos y laicos ansiosos de cambios de un tipo u otro sin tener un programa completo [de reforma de la Iglesia]. El filósofo Dietrich von Hildebrand, que más tarde protestó con vehemencia contra los abusos litúrgicos y de otro tipo, quería que se ampliara la enseñanza de la filosofía para incluir el método fenomenológico alemán e, inmediatamente después [del Conclio], habló de la “grandeza del Concilio Vaticano II", mientras que la enseñanza del fundador del Opus Dei, el español San Josemaría Escrivá de Balaguer, es reconocida como una anticipación de la doctrina del Concilio sobre los laicos, y en particular de sus enseñanzas sobre la vocación universal a la santidad y el lugar del trabajo humano en el plan creador de Dios3.

Para concluir este capítulo, conviene mencionar otros tres puntos sobre el Concilio.

El Papa Juan, quien convocó el Concilio, dijo que éste debía ser “pastoral", es decir, preocupado principalmente por lograr que las enseñanzas de la Iglesia “dijeran” más en las mentes y las vidas de los fieles. No debía haber definiciones solemnes, ni anatemas (condenas). De esto, no pocos católicos han concluido que sus enseñanzas doctrinales son de poca importancia, que pueden ignorar lo que parece novedoso o, según el gusto, insuficientemente novedoso. Pero esto es un malentendido. Los papas, como los demás hombres, pueden proponer, pero al final Dios dispone. Puede no haber habido definiciones solemnes ni anatemas, pero los dos documentos principales (sobre la Iglesia y sobre las fuentes de la revelación) se titulan “constituciones dogmáticas", y en todo el conjunto de los decretos hay una riqueza de material doctrinal del mayor valor, por la que sería injusto no dar a los nuevos teólogos y al partido reformista la mayor parte del crédito.

El segundo punto se refiere al famoso pasaje del discurso de apertura del Papa Juan en el Concilio. La “doctrina inmutable” de la Iglesia, dijo, “tiene que ser presentada de la manera que exige nuestro tiempo. Una cosa es el depósito de la fe, que consiste en las verdades contenidas en la doctrina sagrada; otra es la forma de presentación, sin embargo siempre con el mismo significado y sentido4.”

Cómo debía entenderse y aplicarse el pasaje se convirtió en uno de los temas clave en el Concilio y ha sido la causa de muchos de los problemas desde entonces. ¿La nueva presentación habría de implicar solamente un cambio de palabras y de estilo, o también de conceptos? ¿Y se pueden cambiar los conceptos sin cambiar el significado?

Una mirada a la canción infantil sobre Jack y Jill resaltará las dificultades de la tarea. “Jack y Jill subieron la colina para buscar un balde de agua". Ahora sustituya la palabra “agua” por “líquido". No se ha alterado explícitamente el significado. Pero es menos preciso. Ahora es posible sugerir que lo que ellos llevaban era un balde de vino blanco o de arsénico.

Es en gran medida aprovechando la terminología a menudo más flexible del Concilio que, desde el Concilio, los teólogos en rebelión contra la Iglesia han podido introducir cambios de significado al amparo de la autoridad del Concilio.

El tercer punto es que la influencia de la enseñanza y las reformas conciliares no se ha limitado a la Iglesia Católica. La mayoría de los demás organismos cristianos han visto sus prácticas y certezas hasta cierto punto agitadas o perturbadas por ella.

¿La decisión del Papa Juan de convocar un Concilio fue una inspiración de Dios, como él creía, o no? En otras palabras, ¿fue una obra de la voluntad activa de Dios o de su voluntad permisiva? Nadie puede saberlo. Pero aunque sólo fuera esto último, eso no descarta que Dios haya usado el Concilio para transmitir algunos mensajes importantes. (CONTINUARÁ).

Notas

1. Los altares de cara al pueblo, no mencionados en el decreto sobre la liturgia, son un ejemplo de una iniciativa que va más allá de lo que pedía el Concilio. Por otro lado, el abandono generalizado de la filosofía y la teología tomista es un alejamiento de la enseñanza conciliar.

2. La expresión “nueva teología” se utilizó inicialmente para las ideas que emanaban de los círculos teológicos franceses. Posteriormente, la expresión se amplió para incluir a pensadores de ideas afines al otro lado del Rin [en Alemania] y en los Países Bajos. Mientras que la teología neoescolástica tendía a presentar las doctrinas de la Iglesia en una forma atemporal, la nueva teología acentuó el elemento del desarrollo histórico. En filosofía favoreció un punto de partida subjetivo y una visión evolutiva de la realidad, donde el devenir se considera más importante que el ser.

3. “Vuestro ideal es verdaderamente grande. Desde sus comienzos se anticipó a la teología del laicado que más tarde caracterizaría a la Iglesia después del Concilio” (Homilía de Juan Pablo II a los miembros del Opus Dei, 19 de agosto de 1997). Sobre las razones por las que San Josemaría Escrivá declinó dos invitaciones para participar directamente en el Concilio como cabeza de un instituto religioso o peritus, véase Álvaro del Portillo, Immersed in God [Inmerso en Dios], Scepter, Princeton, 1992, pp. 9-14.

4. La primera traducción al inglés de los documentos del Concilio (Abbott-Gallagher) omite la frase crucial, “siempre con el mismo sentido y significado". Y más tarde se afirmó que el Papa Juan nunca la usó; se dijo que había sido introducida de contrabando en el texto impreso oficial por funcionarios del Vaticano sin principios después que el discurso fue pronunciado. La afirmación fue refutada eficazmente por el Profesor John Finnis de Oxford en las columnas de correspondencia de The Tablet (enero-febrero de 1992). El punto principal es, ¿por qué habría católicos ansiosos de que el Papa no haya dicho “siempre con el mismo sentido y significado” a menos que quisieran un cambio de significado?

5. El Papa Juan fue beatificado por Juan Pablo II el 3 de septiembre de 2000, convirtiéndose en el Beato Juan XXIII. Fue canonizado el 27 de abril de 2014 en la Plaza de San Pedro, Ciudad del Vaticano, Roma por el Papa Francisco. Dejo al lector que saque sus propias conclusiones. 


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5 comentarios

  
Marta de Jesús
No tengo conclusiones sobre el punto 5. Podría dar las suyas? Lo que he escuchado es que parece haber intereses en "canonizar el concilio" a través de las canonizaciones de los Papas que formaron parte directa de él. Todos los del momento y posteriores desde entonces. Pero, para qué? Se me escapa a mi comprensión. A ver si va a ser por la persecución que nos va a exigir ser santos de verdad...

Muy interesante, como siempre.
14/02/23 4:47 PM
  
Franco
Aunque recién es el principio del libro, da la impresión de que el planteo de que la doctrina se entienda mejor tenía errores de base.
Como fuera, en libros de espiritualidad anteriores al CV II no se ve confusión alguna en lo referente a las enseñanzas de la Iglesia. Por el contrario, todo parece sencillo y claro. Es más, ojalá la doctrina fuera hoy en día expuesta de esa manera.

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DIG: Trower no dice que hubiera errores en la doctrina preconciliar.
14/02/23 10:30 PM
  
Néstor
La presentación que hace Trower confirma el hecho de que los propulsores del Concilio no tenían suficientemente en cuenta el antagonismo real que existe entre la cultura moderna y la fe católica. Si la gente no cree, eso no necesariamente se debe a que la doctrina no es presentada como es necesario hacerlo. Influye mucho la propaganda contraria desde los que detentan el poder en la sociedad moderna, controlando la educación, los medios de comunicación, la política, etc., frente a los cuales la Iglesia ha estado siempre en inferioridad de condiciones. La incredulidad del mundo, fortalecida por toda clase de apoyos económicos y políticos, acomplejó a muchos para que pensaran que la culpa era de la Iglesia, y en definitiva, de la teología escolástica o neoescolástica, mientras que otros aprovecharon ese complejo para proseguir con su campaña de destruir a la Iglesia desde dentro. Algo parecido al síndrome de Estocolmo, que le dicen. Es un complejo muy fanatizante, porque la persona tiene que convencerse continuamente a sí misma de que no ha renegado de la fe católica para congraciarse con el mundo. Basta ver a los "progresistas" para confirmarlo.

Saludos cordiales.
15/02/23 4:03 PM
  
Franco
No, Daniel, me refiero a que la finalidad con que se inició el CV II estaba mal planteada desde el principio. Ahí Néstor menciona uno de esos errores.
15/02/23 8:15 PM
  
Vicente
El Vaticano II asume toda la Tradición de la Iglesia.
16/02/23 9:46 PM

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