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27.12.21

(497) Falsa paz

Texto 8

«La amplitud de las enseñanzas conciliares sobre la Iglesia ofrece ciertamente una mejor base para el diálogo —a condición, por supuesto, de no comenzar por reducirlas, reteniendo sólo una de sus partes, que además podría ser mal interpretada, como ya ha sucedido en más de una ocasión—. Esta forma de “pensar” según la disyuntiva “o esto o aquello” es un procedimiento simplista o sectario, que deforma la realidad y engendra polémicas sin solución. […] Progresar en el campo del conocimiento analítico no entraña siempre un avance en la inteligencia vital». (Henri DE LUBAC, Diálogo sobre el Vaticano II, Madrid, BAC Popular, 1985, pág.49

 

Paráfrasis crítica

8.1, «La amplitud de las enseñanzas […] ofrece ciertamente una mejor base para el diálogo —a condición […] de no […] reducirlas, reteniendo […] una [parte] […] mal interpretada».— Cuando uno quiere evitar la discusión con alguien, se pone a hablar de vaguedades, y no entra en temas polémicos concretos. Se expresa con mucha amplitud, para no hacer distinciones que provoquen el disenso. A veces es prudente, pero en no pocas ocasiones es falsa caridad.

Esta manera de hablar, aun sin quererlo, hiere el celo por la salvación de las almas. No quiere un recto proselitismo, sino intercambio de pareceres que deje a salvo la falsa paz; no aborda derechamente los temas candentes, ni matiza cuanto puede y debe. No contribuye al bien del errado; por su bienestar psicológico y espiritual, a veces es preciso contenderle: 

«Amados, por el gran empeño con que deseaba escribiros sobre nuestra común salud, he sentido la necesidad de hacerlo, exhortándoos a contender por la fe, que, una vez para siempre, ha sido entregada a los santos» (Judas 1, 3).

Por esto, la idea de Henri de Lubac, que a priori, en asuntos de doctrina, hablar ampliamente de las cosas es mejor para dialogar, no se refiere desde luego al diálogo mayéutico ni al apostólico, sino al político, al mundano o al diplomático; no al que pretende la conversión del interlocutor, cuyas objeciones se han resuelto con exactitud salvífica; sino al que se conforma con un intercambio afectuoso, vano y conformista de pareceres, que puede servir para despedirse sonrientes y para reunirse juntos y hacer declaraciones conjuntas de buenas intenciones, pero no para la metanoia.

Porque errores precisos requieren refutaciones precisas, no elásticas, sino rigurosas; para que, ablandado por esa caridad que es sol faciado de la verdad, el disidente autoengañado se rinda y crea.

Santo Tomás, y la traditio escolástica original, enseñan respondiendo objeciones y aportando soluciones, no apelando a una opinión arcana o al sentimiento de lo misterioso nouménico. Tras la oscuridad de las dificultades, por fin resueltas, ha de surgir la claridad, como expone Cristóbal Pérez de Herrera, en su epigrama:

«Los argumentos que ofrecen

La duda y contrariedad,

Aclaran más la verdad» (Amparo de pobres, 1598, f. 74, Emb. Post nubila Phoebus)

 

8.2, «como ya ha sucedido en más de una ocasión».— Ingenuidad pelagiana es suponer que, dando argumentos ambiguos por su amplitud, no vaya a haber disputas y malas hermenéuticas, cuando se aborde necesariamente lo esencial. De hecho, debido a la ofuscación originada por el pecado, y a la intrínseca dificultad de las cuestiones morales y religiosas, lo normal es que si las cosas no se precisan, se malquisten en la confusión, y se produzcan discusiones sin fin. Es absurdo aceptar unas premisas erróneas y luego lamentarse de su conclusión.

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