Morir cristianamente

 

Hace aproximadamente año y medio, publiqué un artículo reproduciendo y glosando el relato literario de una muerte cristiana en una novela de caballerías de la baja Edad Media, concretamente el “Tirant Lo Blanch”, de Joan Martorell. Ejemplo, a mi juicio, del modo en que la religiosidad impregnaba de forma natural la vida de los católicos de la Cristiandad, sus pensamientos, sus actos y los móviles de su alma.

 

Vivimos desde hace unos años la ofensiva de la eutanasia. Gracias a una propaganda masiva y eficaz, y a la suspensión del juicio crítico, convertida en divisa de la sociedad posmoderna, se ha conseguido la aceptación general de una mentira. Del mismo modo que se ha aceptado socialmente que un no nato no es una persona (contra toda evidencia racional y científica), sino una parte del cuerpo de su madre, de la cual esta dispone libremente, se está consiguiendo también la asunción acrítica por la sociedad de la falsedad de que la eutanasia es lo mismo que la “muerte digna”. Y se confunde muy eficazmente lo que no es sino el homicidio buscado de un agonizante, un enfermo grave o crónico que no puede expresar su voluntad, con la muerte sin sufrimientos (que es cosa diversa) o con los cuidados paliativos (que es exactamente todo lo contrario).

Ya sabemos quién es el padre de la mentira.

 

Los católicos nos hemos embarcado en otra lucha, humanamente sin visos de victoria, contra este nuevo avance de la cultura de la muerte. Y hacemos bien, defendiendo la Verdad, la vida y los derechos de Dios (pues Él es el Señor de la vida, y no nosotros). Pero creo que es bueno recordar en este punto otro ejemplo en la cultura popular de la aceptación cristiana de la muerte, de una “cultura cristiana de la muerte”, no como instrumento de eugenesia y rentabilidad lucrativa so capa hipócrita de “compasión”, como la entiende el Mundo actual, sino como aceptación serena de un tránsito inevitable para todo mortal, y su significado de abandono del mundo material para pasar a la Casa del Padre, y oportunidad para hacer la última devoción del alma en la tierra, así como la exaltación del pueblo cristiano a su Dios y Señor en un momento triste y alegre a la vez.

 

La novela en este caso es mucho más cercana en el tiempo. Se trata de la obra “Peñas arriba”, publicada en 1895, una de las más populares de José María de Pereda, un escritor cántabro, miembro desde 1872 de la Real Academia Española, exponente de la corriente realista y las novelas de costumbres. Sus ideas políticas tradicionalistas le relegaron dentro del panorama de los autores regeneracionistas de la llamada “generación del 98”, pese a su popularidad entre el público. Precisamente, “Peñas Arriba” agotó su primera edición en 21 días, hito que no consiguió ningún otro escritor de su generación, incluidos sus amigos Galdós o Clarín.

 

Durante la redacción de sus últimos capítulos, supo Pereda del suicidio cometido por su primogénito, Juan Manuel, y este golpe le afectó de por vida. Téngase en cuenta este sentimiento particular del autor al leer el pasaje que aquí reproduzco, y el modo en que, pese a su profunda tristeza, reacciona un católico de su tiempo.

 

“Peñas Arriba” narra el viaje de un joven madrileño llamado Marcelo, a las tierras de la montaña cántabra de sus antepasados, llamado por su tío Celso, anciano al que no quedan descendientes, con la secreta esperanza de que quiera heredar, no sólo su hacienda, sino también el papel de patriarca de la aldea que este ejerce. Un guía terrenal que ejerce de pareja del guía espiritual, su amigo el cura Sabas. Mucho más descriptiva que activa, el tema principal de la novela son los paisajes y las gentes de la comarca del Alto Campoo, y el influjo que van ejerciendo sobre el protagonista, que pasa del tedio y agobio inicial hasta el amor final que le lleva a, efectivamente, satisfacer los deseos de su tío y poner morada en el valle, formando una familia y ejerciendo de nuevo protector y consejero de sus habitantes. Durante todo el relato, suceden unas pocas aventuras, y muchos pasajes de descripción de personas, naturaleza o sentimientos. El autor muestra un notable dominio del lenguaje (no en vano era académico de la lengua) y destaca como particularidad su reflejo fiel del habla particular de los montañeses, con su léxico, sus giros, y sus flexiones verbales propias. Una gran novela que se ha de leer pausadamente y saborear. Mucho más potente en su minucioso desarrollo de los personajes que en la historia (e historias) que en ella se cuenta. Muy distinta a sus homólogas actuales, profusas en acción, giros inesperados, suspense e incluso violencia, que parece que deben fatigar al lector continuamente para mantener su frágil atención.

 

El momento culminante de la novela es la agonía y fallecimiento de Don Celso, anunciado desde el principio del libro; postergado hasta que nos hemos hecho una idea cabal del personaje, su carácter y principios. Hasta que hemos conocido en detalle el pequeño cosmos en el que se mueve, y el papel que en él juega. Y sus exequias, en las que la fe y el sentimiento interno corresponden en plena armonía con los signos externos, de tal modo que ni estos están de más, ni aquellos dejan de empapar toda la narración. Un ejemplo de muerte cristiana.

 

Como elemento literario que es, supone sin duda una idealización, redonda en su plasmación. Sin embargo, no tengo duda de que el autor, a fin de cuentas un costumbrista, refleja en ella, de forma perfeccionada, lo que sin duda era una tradición asumida en su época. Sin olvidar que el aparato y pompa no sería igual en todas las clases sociales, que no era lo mismo la montaña que el llano, y que por supuesto no era lo mismo la ciudad que el mundo rural, Pereda nos muestra aquí cuál era el modo considerado correcto de morir, y la idea de trascendencia que subyacía en él, para la mayoría católica de la España de su época. Matices aparte, lo que el literato nos está contando es cómo vivían la muerte el común de nuestros antepasados. Apenas han pasado poco más de cien años. Reflexionemos sobre ello los católicos de hoy en día.

 

Sin más preámbulo, dejo a mis lectores, a modo de curiosidad, de reflexión y sobre todo, de ejemplo, los pasajes escogidos que relatan la agonía, muerte y entierro de Don Celso en “Peñas Arriba”, capítulos 27 y 28. Las negritas son mías.

  

“… precisamente en el instante en que mi tío saliendo de su modorra pertinaz y después de recorrer la estancia con los ojos azorados, dijo entre angustias de la respiración, como si no le cupiera ya en el pecho una burbuja de aire sin haberle desocupado de otra igual:

-Ahora… ahora es la de irse de veras, hijos míos, y la de prepararme al viaje en toda regla. Hacedme la caridad de decirle al Cura que le llamo yo para lo que él sabe… si no es alguno de los bultos que yo distingo malamente desde aquí, no sé si por culpa de la poca luz del cuarto, o porque ha empezado a apagarse ya la de mis ojos… ¡Sabas!… ¡Sabas!…

 

Todos los allí presentes oíamos y callábamos, y nos mirábamos unos a otros sin saber qué contestar. ¿Cómo decirle que el Cura no estaba en la casona ni en el pueblo?… Pero ¡qué ofuscación tan absurda la nuestra! ¿Qué inconveniente había en entretenerle las impaciencias, respondiendo que habían ido a avisarle y que estaba a punto de llegar? Esto iba a responderle yo al mismo tiempo que me acercaba a su cama con Lita y Mari-Pepa, hechas un mar de lágrimas, mientras quedaba Facia arrimada a la pared del fondo con los brazos cruzados, la cabeza inclinada sobre el pecho y los ojos, secos, entristecidos e inmóviles, clavados en la faz cadavérica de su amo, cuando éste volvió a exclamar, pero con un brío inconcebible en su estado miserable:

-¡Sabas! ¡Sabas!…

En esto oí un rudo golpeteo, como al desembocar del carrejo en la salona, y al mismo tiempo una voz que respondía a estas llamadas enérgicas:

-¡Allá va, jinojo!…

 

Conocí la voz, retrocedí de un salto hasta la puerta, y vi que por la del salón avanzaba un bulto que lo mismo podía ser un jaral de la montaña, tal y como debían estar todos en aquellos instantes, que un hombrazo del calibre y los talares de don Sabas, porque venía nevado por la cabeza y por los hombros y por donde quiera que asomaba un relieve, por mínimo que fuera, en sus luengas y espidas vestiduras; y al andar y sacudirse de propio intento, arrojaba en el suelo la nieve en cascadas polvorosas, como cae de los matorros cuando los sacude y zarandea el cierzo enfurecido. Salí a su encuentro para ayudarle a sacudirse y a enjugarse… y a nada, porque de dos bativoleos se desprendió de todo lo flotante que goteaba sobre él. Así quedó, en un periquete, liso y mondo de pies a cabeza, es decir, de chaqueta corta y en pelo. Mientras se iba despojando de aquellas envolturas y accesorios, me decía:

-¡Ah! pues gracias a que el tordillo tiene más agallas de lo que paez, y pudo con el espolique que a medio camino le cargué a las ancas, que si no… ¡jinojo! dígote que no llegamos vivos ninguno de los tres; porque nevadas he visto en lo que llevo de vivir; pero como ésta, ¡vaya, vaya!… ¿Y qué le pasa al pobre don Celso, hombre? Cuando allá me lo fueron a decir, no me cogió de susto, porque me lo venía yo temiendo de día en día. Lo peor del caso fue que aquel infeliz agonizante no acababa, y no era cosa de abandonarle en trance tal… Pues ¡cuidado si le da por no acabar en toda la tarde de Dios!… A todo esto, la nieve espesando y cerrándose los caminos. ¡Mira tú qué ocasión para ponerse este otro en la agonía!… ¡Si lo que hace Satanás para jincar el diente a las almas, es mucho cuento! A bien que no ha sido ello por falta de advertencias mías; pero este Celso, con ser tan hombre de fe, es de suyo tan…

 

Todo eso lo decía ya, y casi lo gritaba, el bueno del Cura a la puerta del dormitorio de su amigo, donde le interrumpió el descosido razonamiento otra llamada como la de antes.

-¡Sabas! ¡Sabas!

-¡Aquí estoy, hombre! -respondió el Cura-. ¡Cuidado que es tema!… Pues mira, con esas prisas en mejor salú, no las tuvieras ahora…

-¡Eso es! -refunfuñó mi tío-. Para consuelo de mis ajogos, tíñeme y vociférame, ¡pispajo!

-¡Qué te he de reñir, hombre, qué te he de reñir! -díjole entonces don Sabas, que enfrente de aquellas ruinas miserables del amigo y camarada de toda su vida, no acertaba a contener los lagrimones que le brotaban en los ojos-, ¡ni cómo te he de vociferar!… ¡Pues bueno estaría ello, jinojo!… sino que, como he venido, pude no venir, por causa de fuerza mayor. ¡Y figúrate tú entonces! ¡figúratelo, Celso!… Vaya -añadió interrumpiendo de pronto su discurso y pasando la mirada por el cuarto y acentuándola con un movimiento de sus brazos, muy significativo-: aquí sobran todos menos el enfermo y yo; porque lo que va a pasar entre nosotros, no admite más testigo que uno, que es el Señor y juez de vidas y almas.

Salimos los que sobrábamos y cerró don Sabas la puerta por dentro. Yo no sé lo que pasó por mí entonces; pero declaro que me sentí muy conmovido y que hasta lloré, disimulándolo mucho, como si fuera una debilidad indigna de los hombres fuertes.”

 

[…]

 

“Mientras desvalijaban el último cajón de la cómoda de mi cuarto, se abrió la puerta de mi tío, y apareció don Sabas en el hueco. Noté que salía lloriqueando, y corrí hacia él temiendo que ya hubiera concluido todo allí; pero desde medio camino oí toser al enfermo, y esto me tranquilizó. Salióme al encuentro el Cura, y me dijo, mientras se secaba los ojos con un pañuelo de yerbas:

 

-No se puede remediar, ¡qué jinojo!… por más avezado que uno esté a contemplar miserias y acabaciones humanas… Porque hay casos y casos, señor don Marcelo, y éste es uno de los más duros de pelar para el pobre Cura. Sesenta años de vivir, más que como amigos, como hermanos, y cada cual en su ministerio… ¡y cuidado si ha sido de altura el suyo!… algo rejunde en la entraña… me parece a mí… De pronto diz el otro al uno de ellos: «vaya, pues yo me marcho… y para no volver: conque ajústame tú estas cuentas que tengo que dar a Dios, por tu mediación mesma de lo mucho que le debo y de lo poco y mal que le he pagado… y ahí te quedas, viejo y solo, hasta que te llegue la tuya, que no puede tardar porque de viejo nadie pasa; y ya verás lo que es jallarte un día y otro sin el amigo de siempre, que parecía ya carne de tus carnes y llenaba todo el lugar, aunque en él no se le viera…» Y vaya usté, por otra parte, a saber si al llegar la de uno, le cogerá así o le cogerá asao, porque la carne es flaca y Satanás no duerme, y si, por tomas o por dacas, tampoco volvemos a encontrarnos en el otro mundo. Porque él va bien de equipajes… ¡eso sí, jinojo! y derecha como un juso ha de subir la su alma. En lo humano no puede presumirse otra cosa, con la preparación que él ha hecho, después de una vida de caridad, que yo me sé de memoria… En fin, que de ésta se va, y que no hay que dormirse para disponerle todo lo que le falta en el trance en que se ve… Hay que viaticarle enseguida, y para ello me voy a la iglesia ahora mismo. Adviértase aquí para que se espere a Dios con la pompa que se le debe.”

 

[…]

 

“Sin preocuparme gran cosa del pobre Marmitón, que se quedaba solo otra vez, repantigado, mudo y atónito en el sillón de madera y muy arrimado al fuego, volvíme al cuarto de mi tío para ver lo que pasaba en él después de la salida de don Sabas. Ya estaba desconocido todo aquel interior, y aún continuaban transformándole por momentos las dos hadas de la casona. En la cama del enfermo, la colcha de damasco rojo de los grandes días, y vuelto sobre ella, el amplio y bordado embozo de una sábana de lujo; las almohadas, con fundas de grandes guarniciones muy tiesas y escaroladas, y el enfermo mismo, con camisola limpia, calentada poco antes al brasero y sahumada con tomillo, sobre el espeso chaquetón elástico que le abrigaba el tronco; junto a la cama, una alfombra en lugar del felpudo de siempre; encima de la cómoda, cayendo en airosos pabellones por los lados, otra colcha de las buenas de la casa, y sobre ella, esperando mejor destino, el crucifijo de marfil, seis candeleros de plata, un vaso con agua bendita y un ramito de laurel.

 

Cuando yo llegué, se ocupaban las dos mujeres, que parecían tener diablillos en las manos, en sustituir, ayudadas de Facia, el trasto viejo que siempre estuvo a la cabecera de la cama, con una mesita cuadrangular sacada de mi gabinete, donde la usaba yo para leer y despachar mi correspondencia. Ofrecíles mi ayuda para aquella faena; pero la desdeñó Lita con un gestecillo muy intencionado y dos frases de cortesía para templarle. Mientras Facia se llevaba el achacoso artefacto, tendieron ellas sobre la mesa otra colcha de damasco rojo, y sobre la colcha una muy blanca sabanilla con randas de muchos calados; luego trasladaron de la cómoda a la mesa el crucifijo de marfil, cuatro candeleros y el vaso con agua bendita y el ramito de laurel; enseguida otra alfombra delante de la mesita; después todas las tiras y ruedos que se encontraron para formar una senda tan larga como se pudo; cuatro vapuleos a las sillas antes de ponerlas en orden; unos toquecitos más a las ropas de la cama; una mirada desde lejos al conjunto de tantas y tan diversas cosas… y ya estaba aquello despachado.

 

Mi tío, entre tanto, jadeando y tosiendo y pasando entre los dedos sarmentosos de su diestra cuentas y más cuentas del rosario, y reza que reza entre dientes, sin darse por enterado de lo que ocurría en su derredor, ni contestar más que con un gesto avinagrado a la menor pregunta que se le hiciera. Antes de morir con el cuerpo, estaba ya en el otro mundo con el espíritu. De Dios era, a Dios iba y sólo de Dios esperaba.”

 

[…]

 

“Al andar rayando con la media tarea, el tañido de una campana, desigual e intermitente, ora remoto, ora cercano; como débil quejido de agonía, unas veces; vibrante y clamoroso otras, según los caprichos del viento encajonado y revuelto en las estrecheces y encrucijadas del valle. Era el primer toque «a administrar», la señal que se hacía en la iglesia al vecindario para los fines que sabía él. Un ratito después, calló la campana y llegaron dos hombres con sendos brazados de velas y de cirios que mandaba el Cura, por delante. Venían enjutos de tobillos arriba, pero muy espelurciados y «ardiéndoles» las narices y las orejas; porque, según declararon, aunque había cesado de nevar, continuaba soplando el cierzo, más frío que la misma nieve. Si mal no nos parecía, quedaríanse allí ya, pues sobre estar seguros «de jallar al Señor» en el camino, si volvían a tomar el de la iglesia, no estaba el pedregal, con la capa de nieve que tenía encima, para muchas subidas y bajadas por él sin una urgencia. Asentimos de buena gana a tan cuerdo parecer, y quedáronse los hombres… hasta pasmados del «visual pomposu» que iban tomando los pasadizos y la escalera de la casona con la faena que nos hacía sudar. Continuámosla, sin embargo, con nuevos bríos, pero a puntada larga, es decir, enrareciendo los colgajos, porque ya se oía otra vez el toque de antes, señal de que se había puesto en camino lo que esperábamos, amén de que no andábamos sobrados de telas ni de «herrajes» para cubrir tantas paredes.”

 

[…]

 

“De pronto, una voz, la de Tona que se asomaba a menudo a la puerta del balcón de la cocina, gritó desde el fondo del último carrejo:

-¡Ya vienin!

Cubriéronse entonces apresuradamente la cabeza las mujeres; tomamos cada cual un cirio de los que cuidaban los dos hombres, y dímosle otro a don Pedro Nolasco que se había movido hacia el grupo; y siendo yo parte principalísima de él, con él llegué bien pronto, a todo andar y casi arrollando al aturdido gigante, al balcón de la cocina.

 

No solamente había cesado de nevar, sino que también se hallaba el viento encalmado; y, por una venturosa casualidad, por un rasgón abierto en la espesura de los negros celajes asomaba la luna llena, derramando su luz pálida sobre el blanco tapiz del valle y los más altos picos del brocal de montes que le aprisionan. En otras circunstancias mejores, acaso me hubiera detenido a considerar lo que más me admiraba y sorprendía en aquel extraño panorama, y hasta qué punto se parecía aquella fantástica realidad a los numerosos «efectos de luna» que yo había visto pintados en lienzos y cartulinas; pero ¡bueno estaba entonces el horno de mi cabeza para pastelillos de aquel arte! Y aunque lo hubiera estado: necesitaba la atención para otro espectáculo que me la solicitaba con fuerza irresistible. Y fue que apenas abocado a la puerta del balcón detrás de las mujeres, vi que, surgiendo de las tinieblas, iban apareciendo como fantasmas y coronando la altura del pedregal, dos filas de bultos negros, junto a muchos de los cuales titilaba oscilando una lucecilla triste y acobardada, como si ardiera detrás de los cristalejos de un faroluco roñoso. Cuanto más se alargaban las filas hacia la casona, más bultos surgían de la oscuridad del agrio declive. Se les veía moverse; pero no se oían sus pasos sobre el áspero suelo nevado, ni alteraban el silencio de la Naturaleza, que parecía haber enmudecido de repente por respeto a lo que estaba pasando allí, otros ruidos que algún murmurio de tarde en tarde, como de rezo coreado, y el tañido constante de la campana de la iglesia, repetido ya por el débil tintineo de una campanilla de monago que aún no había surgido de la oscuridad. De pronto apareció en la altura un bulto menor que los otros, con un farol de dos luces: éste era el monago de la campanilla, y hasta se le distinguía en la mano cuando la sacudía para que sonara. Detrás del monago, otros dos bultos con sendos faroles también; y en medio de los dos, el párroco don Sabas, de capa pluvial y debajo de un paraguas muy grande (regalo, por cierto, hecho por mi padre, siendo yo mozuelo aún, a la iglesia de Tablanca); y, por último, detrás del Cura, todavía más bultos con luces surgiendo de la vertiente sombría. Entonces cayó de rodillas Mari Pepa que estaba delante de todos, y exclamó con voz entera, mientras se llenaban de lágrimas sus ojos:

-En gracia te reciba el alma que te desea.

Yo me hinqué también, y con la cabeza humillada, repetí en el fondo de mi corazón la plegaria de aquella noble mujer.

 

Poco después volvíamos todos, conservando aún las hachas encendidas, y más corriendo que andando, hacia el crucero. Allí estaba ya Neluco, que se había disgregado de la procesión con algunos hombres de los más apegados a la casa, proveyéndolos de cirios y señalándoles puestos en el pasillo y a lo largo de la escalera; a Lita y a su madre se los dio a la puerta de la salona; «y usted, conmigo, allá dentro» me dijo, conduciéndome al mismo cuarto del enfermo, del que no se había apartado Facia un instante. Preguntámosle si se encontraba bien; respondió que «como nunca jamás», aunque no hallaba en sus pulmones ingurgitados alientos para decirlo; arrimámonos a la puerta, y allí esperamos, como dos centinelas inmóviles, lo que empezaba ya a llegar y se sentía hacia el estragal por el ruido de las almadreñas o alguna palabra que otra a media voz, y en la escalera y en el pasillo, por el sordo golpeteo de las pisadas con escarpines en los inseguros tablones del tillado, y el resoplar inconsciente de tantas respiraciones contenidas a la fuerza. Igual que cuando se va llenando de agua una vasija puesta debajo del caño de una fuente, por el matiz de los sonidos se conocía por instantes cómo se colmaban de gente los carrejos y el salón y el gabinete y todos los rincones y escondrijos franqueables de la casa. Al fin se oyó en el estragal la campanilla del monago, y casi al mismo tiempo la voz potente de don Sabas rezando algo que no se entendía bien; después enmudecieron uno y otra, y se percibieron claramente las recias pisadas del Cura y de los que le escoltaban, sobre los peldaños de la escalera; al abocar al crucero, los pasos más distintos y otro rezo de don Sabas; los que aún no estábamos de rodillas, nos hincamos, y los pechos, oprimidos ya por el peso de aquel cuadro imponente… desahogáronse en suspiros o en sollozos entrecortados, que fueron recorriendo, como nota fúnebre llevada por el aire, todos los ámbitos de la casona. Hasta la puerta del salón no volvió a oírse la voz del Cura: allí resonó otra vez, declamando, reposada y patética, este versículo del Miserere:

 

Ecce enim in inquitatibus conceptus sum: et in pecatis concepit me mater mea.

 

A los rumores de antes sucedió el silencio más profundo; y avanzando don Sabas con mesurado andar, la mirada puesta en el bordado relicario que contenía las dos Hostias consagradas, rodeado de luces que resplandecían en el oro de sus vestiduras y precedido de Mari-Pepa, de Lita y del monago, llegó a la puerta donde nosotros esperábamos, y allí, deteniéndose unos instantes como para dar mayor solemnidad a sus palabras, rezó este otro salmo:

 

Ecce enim veritatem dilexisti: incerta et oculta sapientiae tuae manifestati mihi.

 

Entonces el enfermo, tembloroso y lívido, cruzó las descarnadas manos, humilló la cabeza sobre el agitado pecho, y con una voz que parecía salir del fondo de una sepultura, respondió a las palabras del sacerdote:

Averte faciem tuam a pecatis meis: et omnes iniquitates meas dele.

 

Aquí dio fin y término otra vez mi ya vacilante serenidad, y el «nudo» que me estaba oprimiendo la garganta rato hacía, trocóse en humor benéfico que me empañaba los ojos y crecía por el contagio del llorar de las mujeres que me acompañaban en el cuarto, y que, al fin, llegaron a contaminar a Neluco, médico y todo, mientras volvía a oírse afuera la nota triste de antes recorriendo los grupos y las masas de aquellas compungidas y humilladas gentes… Hasta que vibró de nuevo la voz del Cura, y todo calló, como si hasta con el respirar se profanara la augusta solemnidad de lo que iba a suceder allí… como creería yo profanarlo si me atreviera a extraer su recuerdo del sagrado de la memoria, donde lo guardo indeleble, para describirlo con mi pluma torpe y grosera en este miserable papel.

 

No ha de merecerme igual respeto algo de lo humano que allí pasó por complemento del cuadro que tanto tenía de divino. Esto puede y debe ser, ya que no pintado, que no dan para empresa tan alta los colores de mi paleta, mencionado, por los menos; y vaya como ejemplo aquella exhortación final de don Sabas a la paciencia, al recogimiento, a la gratitud a Dios, del enfermo; cómo empezó encarrilado en las fórmulas trilladas del ritual, y se fue descarrilando poco a poco y entrándose por las sendas de su propio estilo y particulares sentimientos; cómo de esta manera se confundían y enredaban en la exhortación, el lenguaje solemne del sacerdote con el familiar de la pasión desbordada del amigo cariñoso; cómo llegó a responderle mi tío, ya para protestar nuevamente de su fe acendrada, de su resignación sin límites y de su conformidad absoluta con los decretos de Dios, ya para quejarse mansamente de que pudiera ser puesto en tela de duda por nadie el cumplimiento de éstos sus deberes de cristiano; cómo le replicó don Sabas para tranquilizarle sobre tan delicado particular, al que en modo alguno había intentado referirse él, cómo, enredados en este singularísimo diálogo, ya no hablaba el Cura en impersonal, y llegaron a tutearse los dos; cómo en la llaneza de este estilo tocaron puntos de sumo alcance piadoso, y se declaró don Sabas envidioso de la suerte de mi tío, a quien tantos, muy erradamente, compadecían entonces, y se dieron mutuas paces, poniendo por testigo de la cordialidad del impulso a «aquel Dios sacramentado que allí estaba presente en cuerpo y sangre»; cómo, al fin, bajándose mucho el Cura y alzándose un poco mi tío, se confundieron los dos en un abrazo, llorando don Sabas y ahogándose de fatiga el pobre enfermo conmovido; cómo con estos actos y aquellos dichos, el torrente de sollozos, mal contenido afuera, se desbordó por toda la casa, y trató Neluco de cerrar la puerta del cuarto en que nos encontrábamos para que mi tío no lo oyera, y cómo éste se lo impidió con sorprendente energía, y mandó que se franqueara la puerta a cuantos cupieran adentro para darles el último adiós; cómo hubo que complacerle, aunque ya no podíamos respirar ni los sanos en aquella estancia, y cómo se despidió sin retóricas sentimentales, pero en cristiano puro, sin dejar de ser aldeano neto, acabando por decirles: «Si lloráis porque perdéis lo que he sido, Dios vos lo pague en la medida del consuelo que me dais con ello; pero si vos duele mi muerte por la falta que he de haceros, mal llorado, porque aunque me voy, aquí vos dejo quien hará mis veces, y hasta con ventaja para vosotros. Ven acá, Marcelo. (Acerquéme a la cama, hecho un doctrino, torpe y desconcertado. Luego añadió él, mostrándome al montón de tablanqueses que habían invadido la habitación): Éste es; de la mi sangre neta, y amo ya y señor de esta casa. De vosotros depende desde hoy que sea, no lo que yo he sido, que bien poco fue ello, sino todo lo que debí de ser. Para él todo vuestro respeto y vuestra lealtad de hombres honrados y agradecidos, y para mí… que pidáis a Dios de vez en cuando por el buen paradero de esta alma, a punto ya de subir a juicio en su divina presencia. Y con esto, hijos míos, y la bendición de un padre viejo y moribundo… ¡hasta la eternidad!»

 

Es también de mencionarse cómo le respondieron con gemidos y lágrimas aquellas rudas y buenas gentes, por no hallar en sus lenguas palabras con que expresar lo que sentían; y cómo, finalmente, puso término a esta escena don Sabas acercándose a adorar y recoger la Forma consagrada, y sonó otra vez la campanilla… y salió del cuarto y de la casa el Señor de los señores y Rey de los reyes con la misma solemnidad y reverencia con que en ella había penetrado.


En un pie andaba el Cura con lo cuidadoso que le traía lo extremo y desesperado de mi tío, y, sin embargo, cuando llegó a la casona resuelto a no salir de ella mientras al enfermo le quedara un soplo de vida y a él una sola función que llenar a su lado como sacerdote o como amigo, ya gruñía el temporal en la montaña y descendía la nieve sobre el valle en espesos remolinos. Es decir, que sólo habían durado la «escampa» y el sosiego lo estrictamente necesario para que fuera Dios a la casona desde la iglesia, y volviera a la iglesia desde la casona; milagro patente en opinión de Facia, y no puesto en duda por los que departían con ella sobre el caso.

 

Entró, pues, el Cura como la vez primera en aquella noche, sacudiéndose la ropa para «desnevarse»; arrojó el capote sobre lo primero que se le puso por delante, y llevando en la mano un saquillo de color, cerrado con una jareta, se coló, sin detenerse, en el cuarto de mi tío, que sólo parecía vivir para esperarle. Encerráronse allá los dos.”

 

[…]

 

“De esto precisamente se había llegado a tratar en la salona, cuando se abrió la puerta cerrada antes por el Cura y apareció éste con sobrepelliz y estola preguntando por el monaguillo que había venido con él y debía de andar por la cocina. Corrió Facia a avisarle y entramos los demás en el cuarto del enfermo, en los linderos ya de la agonía y con los ojos clavados en un crucifijo colocado por el Cura para eso a los pies de la cama. Vino el muchacho, y, con su ayuda, administró don Sabas la Extremaunción al moribundo. Lloraba Mari Pepa y sollozaba Lituca mientras colocaban sobre él todas las medallas y reliquias que había en casa con indulgencia plenaria para la hora de la muerte; lagrimeaban callando muchos de los que habían acudido de la cocina con el monago; rezábamos todos respondiendo a las oraciones del Cura, y en los intervalos de silencio se oían a la vez el respirar estertoroso y agitado del agonizante, y el zumbido del temporal entre las espesuras y cañadas de los montes. A este acto imponente siguió otro que no lo era menos: la recomendación del alma, leída en voz clamorosa por don Sabas, con los consiguientes rezos en que todos tomábamos parte. Y esto fue largo, muy largo, pues que llegó a medirse por horas, con algunos descansos breves, durante los cuales se movían o se renovaban muchos de los congregados, andando de puntillas y devorando suspiros y sollozos, y volvía a oírse adentro el estertor acompasado del moribundo, y afuera el mugir de los vendavales.”

 

[…]

 

“Pero Lituca, de rodillas y rezando, como su madre, volvía rápida a clavar la vista en el crucifijo, como el sediento caminante los labios en el caño de una fuente, y así refrigeraba y fortalecía su espíritu en cada desfallecimiento que le causaba aquel incesante batallar de la muerte para acabar con una vida que también había sido risueña y juvenil como la suya. No dejaba yo de acudir a la misma fuente que ella en demanda de los mismos alientos; pero ahondaban mucho más las raíces de la vida en, mi naturaleza curtida de las intemperies del mundo, que en el organismo tierno y virginal de aquella criatura, y por eso no resultaban iguales en los dos los frutos de un mismo esfuerzo moral.

 

De pronto se produjo un fenómeno en la agonía del enfermo. Abrió los ojos, clavó la vista en el crucifijo y movió las manos hacia él. Entendióle don Sabas, púsosele entre ellas, acercóle él mismo a sus labios, se abrazó a la cruz; y con esto y un suspiro muy hondo, entregó a Dios el alma.

 

¡Extraña coincidencia! Al indescriptible rumor de los últimos alientos de mi tío, respondió en el acto desde la iglesia el primer tañido de las campanas que doblaban a muerto por él. Otro «milagro» que jamás quiso explicarse Facia por la oficiosa intervención de algún mal informado tertuliano de la cocina, en la incesante comunicación que hubo aquella noche entre ella y el pueblo, no obstante lo duro y hasta peligroso del temporal.

 

Con aquel triste desenlace de todo el día, los inseguros diques que habían mantenido a la pobre sirvienta devorando en silencio las hieles de su pesadumbre, se derrumbaron de golpe, y salieron en torrentes las lágrimas y los gemidos. Parecía no haber, en lo humano, consuelo para ella, ni fuerzas capaces de arrancarla del borde de la cama, donde besaba las manos yertas «del su señor», y ponía a Dios por testigo de lo mal que le había pagado en vida los beneficios que le debía. Y sucedió lo que era de temerse: el estruendo de esta explosión de dolores profundamente sentidos, se fue propagando por toda la casa, en la cual acabaron por llorar a gritos también hasta los que no habían pensado llorar de ninguna manera, y los lazos de la disciplina y de los humanos respetos, muy relajados ya durante la agonía del patriarca, acabaron de romperse con este descomunal y plañidero vocerío: invadieron la estancia mortuoria gentes que en tropel brotaban de todos los senos del caserón, y todas querían ver al muerto, y todas le veían al cabo, y todas lloraban y gemían después más reciamente por el espanto de haberle visto.”

 

[…]

 

“Después… ¿qué se yo?… el cuarto de mi tío; la cama, desnuda ya de lujos, en el centro, y sobre ella el cadáver afilado y amarillo, amortajado con hábito franciscano, porque desde el tiempo de la exclaustración nunca faltó acopio de ellos en la casona para trances como aquél; alrededor de la cama, blandones ardiendo; hacia la cabecera, don Sabas, o Mari Pepa, o Facia, o cualquier tablanqués de los de la cocina… o yo, de rodillas y rezando.”

 

[…]

 

“Al amanecer, a misa del alma. ¿Quiénes? Todos querían ir a oírla; pero no se lo consentimos a muchos que hacían falta en la casa, y particularmente a Mari Pepa, que se hubiera visto muy mal para acompañarnos. No nevaba ya; pero había más de una vara de nieve sobre el suelo del valle y estaban las cumbres de los montes como sumergidas en un mar denegrido y borrascoso que no auguraba cosa buena. Resignóse a quedarse la piadosa y excelente mujer; pero no Facia, más avezada que ella a franquear obstáculos de tal linaje.

 

¡Qué frío tan intenso, Dios soberano, en cuanto me vi fuera de casa! ¡Y qué hundírseme los pies en aquel suelo húmedo y esponjoso! ¡Cuántos resbalones y caídas en el pedregal, y cómo me hubiera reído de la triste figura que iba haciendo yo entre aquella gente que andaba sobre el inseguro tapiz con igual firmeza que sobre los estragales de sus casas, si las ideas de que estaba impresionado mi cerebro no hubieran sido tan tristes y funerarias! Y la silueta del Cura que caminaba delante de todos, con sus hopalandas negras, con su negro tapaboca arrollado al pescuezo, ¡qué grande me parecía sobre la blancura deslumbradora de la nieve! ¡Y qué solemnidad tan temerosa y elocuente la de aquel silencio de la Naturaleza! ¡Y qué sonido tan débil, tan extenuado y melancólico el de las campanas de la parroquia doblando a muerto sin cesar desde que había amanecido!

 

De bote en bote se llenó la iglesia: todo el pueblo había acudido allí. La misa fue rezada y breve, y se reprodujeron en ella los llantos de la casona al pedir el Cura una oración por el alma de un tan amado feligrés.”

 

[…]

 

“Llegó la tarde, fría, brumosa y tétrica; subió el vecindario en masa, pedregal arriba, detrás del Cura con ornamentos negros, precedido del estandarte de las «Ánimas» y de un crucifijo grande; resonaron en el estragal, entonadas por voces bien avenidas con la sonora de don Sabas, lamentaciones terribles del santo Job, el mayor poeta fúnebre de que hay noticia en la tierra; bajóse el féretro entre nuevos llantos y gemidos; y andando, andando con él hacia el pueblo la luctuosa procesión el camino que había andado poco antes hacia arriba, llegamos al campo santo después de una detención breve a la puerta de la iglesia, para que el hijo fiel y sumiso recibiera de su Madre cariñosa la bendición de despedida.

Y allí, entre los mustios llorones, en un mísera fosa recién abierta en el suelo, desapareció del mundo para siempre, bajo una capa de tierra que pronto volvería a cubrir la nieve, un hombre que había sido hasta aquel día el patriarca, el señor, el rey indiscutido e indiscutible de todo el valle.”




 

4 comentarios

  
Chico
Sin prisas se vivía y así se moría también. Ahora hasta para morirse y para recibir Sacramentos hay prisas. Todo ha cambiado. De Niño fui testigo en mi pueblo de acciones cristianas parecidas. Un tremendo cristiano, Pereda, tremendo escritor que por ser tan cristiano hoy es poco valorado y también porque la razón por estar tan estragada no aguanta tanta belleza
02/06/19 2:29 PM
  
Juan Mariner
Me contó mi abuela que una mujer de no muy buena reputación le explicó que fue a asistir a un moribundo vecino; advirtió que este señor estaba en peligro de muerte y que había que avisar al sacerdote para la Extrema Unción; los familiares aún no lo veían necesario, pero no temían por su herencia (el cura podía redactar testamentos), simplemente no veían aún la necesidad; la mujer le espetó a mi abuela que cuando llegó el sacerdote "el alma del moribundo ya paraba en el quinto pino" por haberle avisado demasiado tarde.
03/06/19 1:48 PM
  
Raquel D. Catequista
¡BENDITA MANERA DE MORIR! Dios quiera que con sencillez, también entregue mi alma al Señor de los Señores!
20/06/19 2:59 AM
  
Luis Piqué Muñoz
La Muerte ¡la Muerte Cristiana! es una Bendición y una Gloria de Dios. Vivir Eternamente con todas nuestras Miserias físicas y morales sería Peor ¡incluso! que la Condenación Eterna, al fin y al cabo Justa y que por tanto aprecia y acepta hasta el Propio Condenado. La Vida es ¡Ay! dulce y maravillosa, la Providencia ¡el Amor de Dios! nos protege casi Siempre ¡y cuando sufrimos duras Pruebas de Amor a sus Elegidos, nos quejamos amargamente y damos la Culpa a Dios ¡renegamos ¡Ay! de El! ¡Pero hay algo más dulce y hermoso ¡mayor Belleza! que una Muerte Cristiana, pese a la Agonía una Muerte suave y gloriosa que nos conduce al Purgatorio o ¡quizá, quién sabe! Directos al Cielo si nos Dejamos Amar y somos Santificados por el Amor ¡Dios, el dulce Jesús! Y si no hay Nada ¡incrédulos, es imposible racional y por la Revelación! descansamos en Paz y acabamos con las Miserias de la Vida. Finalmente, decir que como relata Santa Teresa habrá no pocas Sorpresas al Morir y muchos que eran tenidos por Santos y Ejemplares ¡beatos y beatas ¡Ay! quizá! pero sin el Amor de Dios ¡sin su Omnipotente y salvadora Voluntad! se pudrirán en el Infierno, mientras que muchos que eran considerados Grandes Pecadores, Ateos, Herejes, Paganos, conocerán la Misericordia de Dios del Purgatorio ¡y quién sabe del Cielo inmediato! ¡Viva la Muerte! ¡Viva la Cruz! ¡Viva el Paraíso! ¡Viva el Amor! ¡Viva Dios!
11/07/19 5:29 PM

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