La Iglesia siríaca (IX)

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Tamerlán y la destrucción del cristianismo oriental

Timur había nacido de ascendencia túrquica en la región de Transoxiana (sur del actual Uzbekistán), en el Turquestán (las grandes estepas de Asia Central). A partir de 1370 unificó las tribus de Turkestán y las puso al servicio de la creación de un nuevo imperio mongol, esta vez musulmán. Dado que no era de la familia real mongola, gobernó como caudillo militar escudado tras diversos janes títere descendientes del gran Gengis fue anexionando en interminables campañas todas las hordas (o pequeños emiratos) de mongoles que habían quedado tras deshacerse el janato de Persia, llegando por el este hasta la India. En 1393 ocupó Bagdad y toda Mesopotamia, llegando a las fronteras del gran sultanato mameluco. Poco después se expandió por el Cáucaso y el Alto Eúfrates.

En sus campañas practicó con frecuencia la destrucción completa de ciudades y pueblos, como no había conocido el Oriente antes, persuadido de que el terror haría más por afianzar su poder que las habilidades de sus ejércitos. A él se debe la completa desaparición del cristianismo al este de Iraq. Las comunidades cristianas de Persia, Afganistán o Turquestán fueron erradicadas con particular saña. Esto afectó sobre todo a la Iglesia de Oriente o siria oriental (a veces llamada inexactamente nestoriana), pero también las diversas misiones jacobitas y greco-melquitas sufrieron sus matanzas. Incluso en el sur de Mesopotamia la presencia cristiana se redujo enormemente, quedando confinada a la llanura de Mosul y las montañas al norte.

Nada parecía resistir al conquistador: en 1399 arrasó Bagdad, que se le había rebelado, hasta los cimientos. La ciudad necesitaría siglos para recuperar algo de su antiguo esplendor. Al año siguiente entró en Siria para acogotar a los otrora poderosos mamelucos: fueron conquistadas Homs y Alepo. Damasco, que resistió, sufrió también la destrucción total y la matanza habituales. En 1402 la víctima fueron los turcos de Anatolia. Conquistó toda la península, y derrotó y capturó al sultán de los otomanos, la familia que había reunificado a todos los antiguos turcos seljúcidas con gran éxito, llegando a conquistar territorios en la parte europea del decadente Imperio bizantino. Estas últimas expediciones no tendrían consecuencias: Tamerlán murió en 1404 mientras preparaba su expedición más ambiciosa, la conquista de China. Sus descendientes (llamados timúridas) no pudieron mantener unido el inmenso imperio, que pronto cayó en la división y las guerras civiles habituales. Siria pudo recuperar la paz, pero muchas antiguas áreas cristianas no volvieron a ver comunidades nunca más.

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El concilio de Ferrara-Florencia y la efímera unión de las Iglesias. La última cruzada.

Como si tras la tempestad llegase la calma, la historia de la Iglesia siríaca conoce un período de tranquilidad y pocas noticias.

En el patriarcado greco-melquiita (ortodoxo) en Damasco, a Ignacio II sucedió Pacomio (1386-1393), Nilo (1393-1401) y Miguel III (1401-1410), quien sufrió la destrucción de la ciudad a manos de los mongoles. A lo largo del siglo se sucedieron Pacomio II (1410-1411), Joaquin II (1411-1426), Marcos III (1426-1436) y Doroteo II (1436-1454).

Para entonces, la decadencia del emperador de Constantinopla, principal valedor de los melquitas, era irrefrenable. Rodeado por todas partes por el poder de los turcos otomanos, el emperador Juan VIII Paleólogo se vio forzado a una unión eclesial con el papa a cambio de que este promoviera una cruzada para liberar su menguante imperio. La unión se produjo en el concilio de Ferrara-Florencia en 1439 (bula Laetentur Caeli). La iglesia melquita siria fue incorporada oficialmente a la católica en la bula Multa et admirabilia el 30 de noviembre de 1444, por el obispo de Edesa enviado por el patriarca miafisista Basilio IV, a expensas de la ayuda latina al amenazado emperador, pero ese mismo mes las banderas de la última cruzada, formada principalmente por el rey de Hungría y Polonia, y una miríada de principados cristianos orientales, fueron barridas por el ejército otomano del sultán Murad II en la batalla de Varna. Constantinopla cayó 9 años más tarde y la sombra del Imperio cristiano de Oriente desapareció definitivamente. Desde ese momento, se convirtió en la sede del poderoso sultán otomano. La unión acordada en el concilio de Ferrara-Florencia fue papel mojado y jamás se plasmó en la práctica, por la oposición del resto del clero jacobita.

Posteriormente, rigieron la Iglesia greco-ortodoxa Miguel IV (1454-1476), Marcos IV (1476), Joaquin III (1476-1483), Gregorio III (1483-1497) y Doroteo III (1497-1523), de oscuros pontificados.

En la comunidad miafisista, a Miguel III le sucedió Filoxeno II (1387-1421), y a este Basilio IV Simón (1421-1444). A su muerte, los obispos elevaron al influyente mafriano de Mardin, que tomó el nombre de Ignacio Behnam Hadliyo (1444-1454), importando la costumbre altomesopotámica de anteponer el nombre de Ignacio al propio, que ya no abandonarían los patriarcas jacobitas. Hadliyo se desentendió de lo firmado en Ferrara. También decidió abolir el cargo de mafriano de Mardin, que había perdido su contenido tras la enorme pérdida de vidas cristianas tras las matanzas de Tamerlán. Hadliyo destacó por su afición a componer poesía, algo poco frecuente. Fue sucedido por Ignacio Khalaf (1455-1483) y por Ignacio Juan XIII (1483-1493). Este se había formado como teólogo en Egipto, y mantuvo una intensa amistad con el gobernador mameluco de su sede episcopal, Amida, gracias a la cual pudo acometer un imponente programa de reconstrucción de templos, derrudios por la guerra o la incuria. Fue elevado por un sínodo de obispos divididos (una parte quería elevar al sobrino del anterior patriarca, Basilio IV). Juan XIII logró el apoyo del gobernador musulmán y restauró el cargo de mafriano (aunque ahora como simple subalterno del patriarca) para otorgárselo a Filoxeno, logrando así neutralizarlo. Durante su pontificado reedificó una iglesia jacobita en Nisbis, un bastión de los cristianos nestorianos, que provocó su protesta, pues entendían que se violentaba la ley musulmana que prohibía levantar nuevos templos cristianos, sólo repararlos. En un proceso ante el gobernador mameluco local logró demostrar con documentos que en aquellas ruinas se había alzado en tiempos pretéritos una iglesia jacobita. Restauró otras muchas iglesias y monasterios en toda Siria, mereciendo la aprobación general del pueblo. Tras la muerte de Filoxeno en 1489, elevó al cargo de mafriano al obispo de Homs, Noé de Líbano (converso de una familia maronita), lo cual se interpretó pronto como una designación a sucederle. Así lo decidió el sínodo convocado a la muerte de Juan, que lo elevó en 1493 con el nombre de Ignacio Noé (1493-1509). Su gobierno fue gris, y se vio envuelto en disputas con el insignificante patriarca jacobita rival de Tur Abdin, cuya importancia local no había quedado más remedio que reconocer.Fue sucedido por Ignacio Yeshú (1509-1512) y este por Ignacio Jacob (1512-1519), metropolitano de Amida desde 1496. Durante su pontificado se produjo la invasión otomana, y partidas kurdas asaltaron el monasterio de Mor Hanayo, sede del patriarcado. El patriarca hubo de vender muchos bienes de la Iglesia para emplear el dinero en restaurar el monasterio.

Entre los maronitas, a Gabriel II le sucedió Daoud II (1367–1404). A su muerte ocupó el solio su emisario patriarcal, con el nombre de Youhanna o Juan VIII (1404-1445), que trasladó la sede patriarcal al valle de Kannoubine, en las faldas del Monte Líbano, en el centro de la región maronita, quedando plasmado que su título de patriarca de Antioquia era puramente nominal, pues el cargo representaba al superior espiritual del pueblo maronita, cada vez más ligado a la gran cordillera del Monte Líbano. Fue sucedido por Ya’qub III o Jacob el-Hadathi (1445-1468), obispo de Mar Yohanna (san Juan) de Besharri, y sus parientes Youssef o Joseph II el-Hadathi (1468-1492) y Semaan el-Hadathi (1492-1524), estando la silla patriarcal en manos de la misma familia durante casi un siglo.

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La conquista otomana

El sultán Selim I el Implacable, nieto de Mehmet II, el conquistador de Constantinopla, fue un soberano cruel, que no dudó en matar a sus hermanos y sobrinos, y posteriormente a sus propios hijos menores para salvaguardar la tranquilidad de su reinado y el de su heredero Solimán. Ambicionaba emular las conquistas de su abuelo, y al poco de ascender al trono (1514) lanzó una agresiva campaña contra el sha Ismail de Persia, de la dinastía safávida que había implantado el chiísmo en Irán y amenazaba a extenderlo hacia Occidente. En 1516 decidió expandir las fronteras de su sultanato hacia el sur, aprovechando la prolongada debilidad del trono mameluco. En una campaña de dos años, el moderno ejército otomano (que ya empleaba mosquetes y artillería) batió a los egipcios en la batalla de Marj Dabiq (a 40 kilómetros al norte de Alepo) en agosto de 1516. Conquistó la plaza y entró en Damasco sin lucha al mes siguiente. Toda Siria cayó rápidamente en sus manos. Al año siguiente venció de nuevo a los mamelucos en la batalla de Ridaniya, cerca de El Cairo, matando al último sultán y abatiendo su imperio. Las posesiones egipcias y árabes de los mamelucos (incluyendo las ciudades santas de Medina y La Meca) reconocieron la soberanía de la Sublime Puerta, y Selim se nombró “el Criado de los dos Santos Lugares”.

Durante la invasión otomana, tanto las tropas turcas como sus aliados kurdos cometieron numerosos desmanes, como por ejemplo la destrucción del monasterio de Mor Hanayo, sede del patriarca jacobita Ignacio Jacob I. Acabada la guerra, el sultanato otomano puso en práctica una estricta centralización religiosa en Constantinopla. Considerándose además heredero de los césares, obligó a todos los cristianos a sujetarse a la autoridad del Patriarca de Constantinopla, lo cual redundó en beneficio de los greco-ortodoxos, que se asimilaron rápidamente, y en perjuicio de los jacobitas, que naturalmente se negaron y volvieron a sufrir una etapa de discriminación. Los bajás o gobernadores regionales comenzaron a jugar un papel en la historia de la Iglesia como antes no lo había jugado ninguna autoridad islámica: en virtud de su representación de la autoridad religiosa del sultán, podían perjudicar o beneficiar a una comunidad cristiana frente a otra o ante los musulmanes (auque raros, también hubo casos de bajás que se apoyaban en cristianos, por ser más leales, frente a los levantiscos árabes musulmanes). Como norma, se alentaba el enfrentamiento entre las comunidades de cristianos para mantenerlas divididas.

El sultanato otomano practicaba una tolerancia religiosa fiel al espíritu de la sharia, que considera a cristianos y judíos ciudadanos de segunda (sujetos al pago de la yazia), pero bajo la protección del sultán, y permitía práctica religiosa, siempre que no fuese pública, y no incluyese proselitismo. Heredaba también la política religiosa francamente tolerante del Imperio oriental en sus decadentes últimos siglos. En el primer siglo existió también la costumbre (devsirme) de tomar como tributo forzado a las familias cristianas de Anatolia y los Balcanes a uno de sus hijos varones para servir al sultán en el célebre cuerpo de jenízaros (a partir del siglo XVII este cuerpo se formaba con hijos de jenízaros o guerreros escogidos). Aunque el dominio otomano fomentó la paz religiosa, también hubo períodos de persecución: destrucción de templos o monasterios, destierro o ejecución de sacerdotes o monjes, y con frecuencia razzias de musulmanes enardecidos consentidas por las autoridades no fuero raros. Las leyes prohibían a los no musulmanes ocupar cargos en la administración pública, pero los otomanos abrieron los puestos de poder a pueblos y razas no turcas o árabes, a diferencia de los mamelucos. Todas estas circunstancias alentaron a muchos cristianos a apostatar al islam para poder ascender en la carrera social. Progresivamente, las comunidades cristianas quedaron asociadas a estratos sociales humildes (artesanos, jornaleros), perdiendo progresivamente el brillo cultural que habían ostentado durante el califato abbasí.

Los patriarcas greco-melquitas, confesión oficialmente protegida, siguieron rigiendo desde Damasco a la Iglesia ortodoxa siria. Fueron Miguel V (1523–1541), Doroteo IV (1541–1543), Joaquín IV ben Juma (1543–1576), Miguel VI Sabbagh (1577–1581), Joaquín V (1553–1592) y Joaquín VI (1593–1604). Ese año fue elegido para suceder al anterior patriarca a su obispo auxiliar, que tomó el nombre de Doroteo IV ibn Al-Ahmar. Es el primero del que tenemos noticia de enfrentamiento con las autoridades otomanas. Fue a propósito del impuesto religioso del que, tras larga porfía, logró eximir a los clérigos, y sustituir los recaudadores musulmanes por otros cristianos. Su lucha en pro de la Iglesia le costó su muerte por envenenamiento en una visita apostólica a Líbano en 1611. Ciertos enemigos políticos otomanos fueron señalados como los principales sospechosos.

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Las penalidades de la Iglesia maronita

Entre los maronitas del Líbano, a Semaan el-Hadathi le sucedieron el obispo de Saida Mousa Saade el-Akari (1524-1567), el obispo de san Antonio de Khozaya Miguel I el-Rizzi (1567-1581), seguido de sus parientes y emisarios patriarcales Sarkis el-Rizzi (1581-1597) y Youssef III el-Rizzi (1597-1608). Se contaron entre los primeros alumnos del colegio maronita de Roma, fundado por el papa Gregorio XIII (1572-1585) para la formación del clero y religiosos católicos maronitas que se veían enormemente dificultados de hacerlo en el Líbano. El hermano de Youssef III, también llamado Sarkis (Sergio), trajo de Roma a Líbano diversos libros de teología, y fue el autor en 1610 del primer libro impreso en todo el Levante mediterráneo, una edición del libro de los Salmos escrito en siríaco y en gharsouni (árabe escrito en alfabeto siríaco), así como de muchos tratados de diversas materias teológicas, o catecismos, tanto de autores libaneses como latinos.

Los obstáculos de las autoridades otomanas, impidieron la elevación de un sucesor en el patriarcado hasta que lo fue en 1609 Youhanna IX Makhlouf, que aún hubo de pasar dos años más escondido hasta que por fin se normalizó su situación. Youhanna rigió la Iglesia maronita hasta 1633, y en cierto modo deshizo la influencia (que se había hecho excesiva) de la familia el Rizzi, sobre todo en el monasterio de san Antonio de Khozaya, centro espiritual libanés por aquellos años. Fue sucedido por el obispo de Ehden, Gewargios I Omaira El Douaihy (1633-1644), el obispo de Saida Youssef IV Halib el-Akouri (1644-1648) y Youhanna X el-Bawwab (1648-1656). A su muerte, el sínodo maronita elevó a un virtuoso monje llamado Jorge Habquq, el cual renunció por humildad, y para evitar que pudieran forzarle, escapó a una cueva en un intrincado valle del Monte Líbano para acabar sus días como ermitaño. En una segunda elección, fue elegido el arzobispo George II Rizqallah Beseb’ely (1656-1670), que cultivo la amistad con el rey de Francia que ya sus predecesores habían iniciado, hasta el punto de conseguir que un noble maronita fuese escogido para el cargo de cónsul francés en Beirut en 1662.

Fu sucedido por Estephan II Boutros El Douaihy, otro alumno del Colegio maronita de Roma, donde estudió durante 14 años, adquirió vastos conocimientos y se curó de forma aparentemente milagrosa de una enfermedad ocular para la que no existía cura conocida. Había sido visitador apostólico y curador de las comunidades maronitas en Alepo y Chipre , antes de ser elevado al patriarcado con 40 años de edad. En lo disciplinario su mandato se caracterizó por una vigorización de las tradiciones religiosas de la comunidad (entre sus acciones, eliminó adiciones latinas sufridas por la liturgia y los ritos maronitas) y la promoción de la formación y educación. Llevó cuantos sacerdotes pudo a estudiar a Roma, para que al regresar, suplieran la carencia educativa de los fieles (particularmente en las zonas rurales), y fundó un colegio maronita en Alepo que se convirtió en el centro del pensamiento de esa comunidad en su época. En lo político, se erigió en el principal denunciador de las malas condiciones que los maronitas sufrían bajo el gobierno otomano, debido principalmente a los abusivos impuestos que sobre ellos recaían, y que llevaban a la ruina y el exilio a muchas familias. De todas las comunidades cristianas de Oriente, sin duda fueron los más maltratados, permanentemente bajo sospecha de colaboracionismo con los occidentales. Estephan II vio, no sólo como muchos de sus sacerdotes y obispos eran detenidos, torturados o incluso asesinados, sino que él mismo pasó buena parte de su vida escondido de una a otra localidad, por las frecuentes órdenes de detención de los gobernantes otomanos contra su persona, hasta su muerte en 1704. En 2008, el papa Benedicto XVI autorizó a la Congregación de la Causa de los Santos a emitir un decreto de reconocimiento de las virtudes heroicas del patriarca Esteban, que eventualmente concluirán en su beatificación (como ya es considerado por la comunidad maronita).

Le sucedió Gabriel de Blaouza (1704-1704), fundador de la orden monástica de los Antoninos de Mar Chaya (o Antoninos maronitas), y a este Jacob Awad- que había sido secretario de Esptephan II- en 1705. Este patriarca fue objeto de rumores sobre comportamientos aberrantes e indignos en su residencia. Alentados por el carmelita Elías Giacinto, finalmente los obispos maronitas le depusieron en una vista de invesitigación celebrada en la iglesia de san Sergio y san Baco, de Rayfoun, en mayo de 1710, siendo elevado en su lugar Youssef Moubarak Al Rayfouni, obispo de Saida. Para obtener el consentimiento papal a la acción, los acusadores viajaron a Roma encabezados por Georges Oubaid Benjamin, obispo de Ehden. Pero la Congregación para la Propagación de la Fe, tras examinar el caso, falló a favor de Awad en diciembre de 1710. El Custodio de Tierra Santa, fray Lorenzo de Saint-Laurent se encargó de reinstalar a Jacob en una ceremonia en agosto de 1711. Durante la ceremonia, Awad renunció por voluntad propia, para conciliar la decisión de la curia con la voluntad de sus oponentes. Así, Youssef Moubarak fue proclamado por segunda vez. Parecía que todo había quedado resuelto, pero la Congregación romana examinó la renuncia y decidió iniciar una investigación pontificia. El dictamen, publicado el 8 de mayo de 1713, rechazó la renuncia de Jacob Awad, lo reinstaló en la sede y acusó a Elías Giacinto de ser el fautor de falsos rumores sobre el patriarca. La muerte en septiembre de 1713 de Youssef Moubarak facilitó la reconciliación de la comunidad, y el pontificado de Awad fue tranquilo hasta su muerte en 1733. Durante este, ayudó a muchos greco melquitas católicos en las persecuciones promovidas por los ortodoxos, como veremos en su lugar.

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El acercamiento a Roma entre los greco-ortodoxos. Disputas entre patriarcas.

Aunque ya en 1342 los dominicos habían abierto algunas casas en Siria (particularmente en Damasco), no fue hasta 1534, con la primera misión jesuita, cuando los latinos tomaron verdadero interés en los cristianos orientales. Con todo, eran años de guerra intermitentes entre el Gran sultán turco y las potencias católicas de la Cristiandad, por lo que las misiones avanzaron lentamente y con grandes dificultades.

En 1550, el patriarca jacobita envió un legado a Roma para adquirir varios libros litúrgicos escritos en siríaco. Aprovechando su estancia, el sacerdote fue persuadido para hacer una declaración de fe católica en nombre de su pueblo (mandato para el que no había sido investido), que fue rechazada de inmediato por el patriarca y no tuvo repercusión alguna.

En 1580 se deshizo la Liga Santa Papal contra los turcos, con la firma de la paz por parte del Monarca católico Felipe II y de Venecia. A partir de ese momento, con la convicción de que el otomano ya no podría ser doblegado con la mera fuerza de las armas, el papa Gregorio XIII volvió sus ojos hacia las Iglesias orientales, en un intento de atraerlas de nuevo a la obediencia a a Roma (más allá de la ya católica comunidad maronita).

A partir de 1600, las relaciones entre el papa y la Sublime Puerta pasaron por un período de acercamiento, y el sultán permitió el establecimiento de misiones de las órdenes jesuita y capuchina en Alepo. Los misioneros lograron encontrar simpatía entre algunos miembros del clero y fieles de la comunidad greco-ortodoxa. El patriarca Atanasio II Dabbas (elegido en 1611 por la curiosa razón de que había sido capaz de encontrar el dinero que debían los cristianos ese año para pagar el impuesto religioso, que los turcos llamaban kharaj) tuvo un enfrentamiento personal con el obispo metropolitano de Alepo, Melecio Karmah (al que él mismo había consagrado en 1612), que se recrudeció hasta que en 1614 ambos acudieron a Constantinopla para tratar ante el patriarca ecuménico Timoteo II la deposición del segundo, acusado por su patriarca de entendimiento con los franciscanos. El patriarca de Constantinopla logró que alcanzaran un acuerdo, y de hecho, Atanasio II Dabbas acabó teniendo una opinión tan favorable de los latinos que convocó un sínodo melquita pro-católico en 1617. Dos años más tarde Atanasio sufrió prisión y maltratos en las cárceles otomanas por no pagar el impuesto religioso. Tras un cuantioso rescate, fue liberado, pero murió de las enfermedades contraídas en prisión a finales de 1619.

Melecio Karmah se convirtió en la figura prominente del partido melquita pro-católico: celosamente preocupado por mejorar el nivel de sus clérigos, publicó numerosos libros de cánones, liturgia bizantina e himnos en árabe, que era ya la lengua de uso habitual de la comunidad desde hacía mucho (el griego había quedado relegado a lengua litúrgica). Ayudado por la financiación de sus amigos franciscanos, envolvió a la Santa Sede en un ambicioso proyecto de traducir toda la Biblia al árabe (empeño notable teniendo en cuenta que nos hallábamos en las décadas posteriores al Concilio de Trento), aunque las dificultades de censura y financieras limitaron el proyecto únicamente a la publicación de los Evangelios.

Tras la muerte de Atanasio II, la Iglesia greco-ortodoxa se dividió. El patriarca melquita de Alejandría apoyó la elevación de Cirilio IV Dabbas, metropolitano de Bosra y hermano del patriarca precedente, como titular de Antioquía, con el apoyo del pasha de Trípoli de Siria, Ibn Sifa. La congregación de Damasco, descontenta con la familia Dabbas, elevó a Ignacio III Atiyah, metropolitano de Saida, que había sido secretario personal del emir Fakhr ad Din II, regente de cierto principado autónomo druso dentro del Imperio, que le sostuvo. Ignacio III logró el apoyo del Patriarca ecuménico. La Iglesia greco-ortodoxa en Siria se dividió: Cirilo IV contó con el apoyo del patriarca de Alejandría y dominó el área central, mientras Ignacio III lo hizo con el de Constantinopla y se sostuvo en la región de Alepo y del Monte Líbano. Ambos gastaron enormes cantidades de dinero tratando de comprar el firman o aprobación del sultán otomano, que es quien daba la auténtica legitimidad, mientras la Iglesia caía en una profunda crisis.

En 1620 la situación pareció resolverse cuando Cirilo Lucaris de Alejandría fue elevado a la dignidad de patriarca ecuménico. De inmediato logró la aprobación del sultán para Cirilo IV, su protegido, y exilió a Ignacio III a Chipre. Pero en 1624 fue el emir druso quién expulsó al pasha de Trípoli, reponiendo a Ignacio III Atiyah. Cirilo IV hubo de abandonar Trípoli y marchar a Alepo, donde chocó con el enérgico Melecio Karmah, que había reconocido a Ignacio Atiyah y se negó a reconocerle e incluso a comulgar con él. Pese a que Cirilo logró que metieran en prisión hasta dos veces al terco metropolitano, este, apoyado por la congregación, no modificó su posición. Finalmente, para acabar con la división, el emir Fakhr al Din convocó en 1628 el sínodo de Ras-Baalbeck (y es la primera noticia que tenemos de un sínodo cristiano convocado por una autoridad musulmana). Los primeros seis cánones establecieron que el pueblo y los sacerdotes debían designar tres candidatos a patriarca, entre los cuales se elegiría uno por sorteo, método que se siguió empleando desde entonces. La confirmación de la autoridad civil únicamente se pediría tras la decisión del sínodo que lo eligiera. Se condenó duramente la influencia de las autoridades externas a la Iglesia para la elevación de los prelados, epidemia que afectaba a todas las iglesias orientales desde hacía muchos siglos. Ignacio III Atiyah fue confirmado como patriarca legítimo, poniendo fin al cisma, y Cirilo IV Dabbas fue exiliado a Hermel (norte del Líbano) donde poco después agentes del emir le asesinaron.

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Decadencia, crisis y final partición de la Iglesia greco-ortodoxa

Ignacio III Atiyah vivió en el Líbano, cerca de su protector, pero su suerte terminó en 1633, cuando las autoridades otomanas decidieron acabar con la creciente autonomía de los drusos. Una breve guerra provocó la deposición y muerte de Fakhr al Din, y poco después el patriarca murió asesinado por soldados cuando trataba de escapar disfrazado. Unos meses después (mayo de 1634) el prestigioso metropolitano Melecio Karmah fue elevado como nuevo patriarca, eligiendo el nombre de Eutimio II Karmah. Su primera decisión fue enviar una legación a Roma en busca de la reunión, y abrir escuelas con profesores jesuitas, en aquellos años los más prestigiosos del orbe. Con ello buscó el enfrentamiento con el partido pro-ortodoxo, y el desasosiego de las autoridades otomanas. Casi por los mismos días en que la legación obtenía una respuesta favorable por parte de la Congregación para la Propaganda de la Fe, Eutimio II moría envenenado por sus enemigos el primer día del año 1635. Fue elevado como su sucesor a un célebre pintor de iconos recomendado por el prelado asesinado, que curiosamente también se llamaba Melecio, y que eligió el nombre de Eutimio III de Quíos (1635-1647). Fue más manejable que su predecesor, y pese a compartir las simpatías latinas de aquel, se abstuvo de llevar a cabo ningún movimiento para evitar el mismo final.

Fue elevado en su sustitución uno de sus discípulos, el metropolitano de Alepo Yuhanna Melecio Zaim, que tomó el nombre de Macario III Zaim. Caso excepcional, había sido sacerdote casado (y con un hijo que posteriormente fue su secretario), entrando en religión (lo que permitió su nombramiento como obispo) tras enviudar. Hombre enérgico, es conocido principalmente por el fabuloso periplo por el mundo ortodoxo que llevó a cabo entre 1652 y 1659, en busca de dinero con el que pagar el kharaj. Visitó Constantinopla, Valaquia, Moldavia, Ucrania, y finalmente llegó al zarato ruso, donde fue recibido con grandes honores, y tomó parte importante en la controvertida reforma religiosa del patriarca Nikon. Su opinión favorable acerca de la validez del bautismo católico fue tenida en cuenta por el sínodo ruso, pero también criticó la intolerancia religiosa de los polacos católicos, contraponiéndola a la tolerancia del sultán (una vez satisfecho el impuesto, claro está), y pronunciando elogiosas palabras hacia el gobierno otomano. Una vez regresado a Damasco, su inicial recelo hacia los misioneros católicos fue trocando poco a poco en simpatía: escribió en diversas ocasiones al papa en términos amistosos, y según algunos llegó a enviarle una profesión de fe católica privada y secreta. En 1666 llevó a cabo un nuevo viaje a Moscú para asistir, junto al patriarca melquita de Alejandría, a la deposición de Nikon. A su paso por Polonia, rogó al rey Juan Casimiro que trabajara por la unión de las iglesias Oriental y Occidental. Tras su regreso a Antioquía, murió probablemente envenenado por los contrarios a dicha unión en junio de 1672, sin llegar a participar en el Sínodo ortodoxo de Jerusalen que aquel mismo año refutó las enseñanzas calvinistas.

El gobernador de Damasco elevó a la dignidad patriarcal al sobrino del precedente, Constantino, con el nombre de Cirilo V Zaim. Esta fue pronto refutada por el patriarca ortodoxo de Jerusalén, Dositeo, pues el candidato no había cumplido aún la edad legal (20 años). Varios obispos sirios le apoyaron, y elevaron en su lugar al obispo de Hama, Neófito de Quíos (sobrino a su vez de Eutimio III de Quíos), confirmado al año siguiente por el patriarca ecuménico. Durante los nueve siguientes lamentables años se reprodujo el sainete de ambos candidatos gastándose cantidades exorbitantes de dinero para intentar comprar el firman del sultán. Conforme las pujas subían, ambos candidatos fueron depuestos y elevados hasta tres veces cada uno, mientras la congregación sufría por causa de la división. En 1682, Neófito (totalmente endeudado) se retiró de la competición, siendo nombrado obispo de Latakia con derecho a emplear el título de patriarca honorario.

La paz no duró mucho. El partido pro-católico, alentado por los influyentes franciscanos de Alepo, acusó a Cirilo V de simonía, y propuso para sustituirle a Pablo Procopio Dabbas (educado en los jesuitas y prior en un monasterio en Belén), familiar de los patriarcas Atanasio II y Cirilo IV, que habían regido medio siglo antes. Contaba con el importantísimo apoyo de su tío materno Miguel Khayat, cortesano del sultán, que en 1685 logró de él el firman para que Pablo (que contaba 38 años) pudiese ser consagrado el 5 de julio con el nombre Atanasio III Dabbas.

En abril de 1687, Atanasio III Dabbas hizo una profesión pública de fe católica. Fue aceptada por la Congregación de la Propaganda de la Fe y el papa Inocencio XI le escribió una cariñosa carta en agosto de 1687, reconociéndole como legítimo patriarca de Antioquía, de la Iglesia greco melquita.

Un nuevo y lamentable conflicto tuvo lugar durante los siguientes siete años, con la iglesia dividida entre quienes reconocían a uno u otro patriarca. Finalmente, en 1694, por la intermediación de un prominente judío de Alepo llamado Salomón, se alcanzó un entendimiento entre ambos. A cambio de una cantidad de dinero, la sede de Alepo y el derecho a sucederle a su muerte, Atanasio III Dabbas renunció al patriarcado ante Cirilo V Zaim, al más puro estilo feudal. En 1698 una comisión de la Santa Sede dictaminó que el acuerdo era nulo, y siguió considerando patriarca a Atanasio III. Atanasio viajó por los Balcanes buscando financiación, y en 1704 fue escogido por el patriarca ecuménico de Constantinopla como arzobispo regente de Chipre.

La lamentable sucesión de despropósitos llega a su culminación a partir de 1716. Ese año Cirilo V hizo también profesión de fe católica, siendo recibido en comunión por el papa en 1718. Al enterarse de ello, Anastasio III Dabbas se declaró a sí mismo ortodoxo de nuevo. De repente, los partidos católico y ortodoxo de la Iglesia melquita vieron intercambiarse a sus cabezas, en un espectáculo insólito. Cirilo V murió en enero de 1720, y (como estaba pactado) Anastasio III Dabbas le sucedió, logrando el reconocimento del patriarca ecuménico y del sultán, y eliminando de la carrera por el patriarcado a Eutimio Saifi, obispo de Tiro y amigo desde el colegio del finado Cirilo, propuesto por el partido católico. Atanasio III Dabbas rigió la iglesia melquita cuatro años más, y lo hizo desde Alepo, donde contaba con un fuerte grupo ortodoxo favorable, en vez de en Damasco, donde estaba la sede, y que había sido mayoritariamente favorable a su rival Cirilo V. Fue conocido como autor de una “Historia del patriarcado de Antioquía desde san Pedro hasta 1202” en griego, que fue traducida al latín, así como un Liturgicon empleado por la Iglesia melquita hasta mediados del siglo XIX.

Tras su muerte en Alepo el 13 de julio de 1724, la Iglesia greco melquita siria materializó definitivamente el cisma tanto religioso (ortodoxos y católicos) como territorial (Alepo y Damasco) que ya venía fraguándose de forma cada vez más marcada desde hacía casi un siglo.

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Primer período de la Iglesia siríaca católica

Los misioneros también lograron acercamientos notables, e inicialmente más fructíferos, entre los jacobitas, logrando poco a poco un número de crecientes conversiones en la ciudad y su comarca, hasta que en Alepo los siríacos católicos fueron mayoría. Por pedido del papa, los jóvenes seminaristas fueron a estudiar al colegio maronita de Roma. Entre ellos, uno llamado Andrés Akhidjan fue consagrado en 1656 como el primer obispo de los sirio católicos por el patriarca maronita y enviado a Alepo. De allí hubo de huir al año siguiente por discrepancias con los obispos jacobitas, pero fue repuesto en 1658. Un año después, el papa Alejandro VII aprobó el rito sirio occidental como válido dentro de la Iglesia católica.

En 1662, el patriarcado jacobita quedó vacante, y la división dentro de la Iglesia entre obispos favorables al papa y los contrarios se desequilibró gracias a la presión del embajador francés ante el sultán, que obtuvo la elevación al patriarcado de Akhidjan el 19 de abril, como Ignacio Andrés Akhidjan, con lo que por primera vez en más de mil años, el patriarcado sirio estuvo en comunión con Roma. Tres obispos de la facción contraria rechazaron el resultado del sínodo y eligieron a Ignacio Abdul Masih, certificando el cisma. El sultán, como comendador de los creyentes, confirmó el nombramiento de Akhidjan el 3 de agosto. Surgieron dificultades, porque la Congregación pontificia para la propagación de la Fe desaprobó la confirmación emitida por el sultán en septiembre de 1662, pero finalmente, el papa aprobó la elección en 1663.

En la más genuina tradición siria, las disputas entre ambos candidatos al patriarcado pasaron a mayores, y ese mismo año Ignacio Abdul Masih ocupó la catedral de Alepo (desde 1292 la sede del patriarcado jacobita estaba en el monasterio de Dar ez-Za´faran o de San Ananías, en Mardin, Alta Mesopotamia, hoy sureste de Turquía), que fue recuperada por los católicos al año siguiente. Ignacio Andrés Akhidjan envió en 1665 al papa una profesión de fe y ejerció el patriarcado sirio-católico desde Alepo sin más inconvenientes hasta su muerte en 1677.

Entonces el otro patriarca, Abdul Masih, hizo profesión de fe católica para ser aceptado por el sínodo sirio-católico. Tras obtener la aprobación del sultán, logró la reunificación de todos los jacobitas, pero pronto se manifestó de nuevo miafisista, y los obispos católicos le rechazaron y eligieron a Ignacio Gregorio Pedro Shahbaddin (sobrino de Abdul Masih) en 1678, que obtuvo la aprobación del embajador francés y la confirmación de la Santa Sede y el palio a finales de ese año. En los siguientes años los choques entre ambas facciones en Alepo provocaron que Shahbaddin fuese depuesto y repuesto hasta en cuatro ocasiones. Los sirio-ortodoxos (o jacobitas) echaron mano entonces de su influencia frente al bajá. También los siro-católicos trataron de lograr el favor del gobernante, sobre todo mediante el embajador del rey francés. El propio Shahbaddin viajó a Roma en 1696 para obtener fondos y el apoyo del papa Inocencio XII. En 1700, gracias a la mediación del emperador Leopoldo y el rey de Francia Luis XIV pudo volver a Estambul, donde se aprobó su quinta reinstalación en Alepo como patriarca.

Abdul Masih gobernó hasta su muerte en 1686, cuando el capítulo jacobita elevó al mafriano Ignacio Jorge II (1687-1708), que prosiguió la política anticatólica del sínodo, y cultivó las buenas relaciones con el poder otomano, de modo que pudo reconstruir muchas iglesias y monasterios. Un nuevo periodo de malas relaciones entre el sultán y la Santa Sede inclinó la balanza: los sirio-católicos fueron proscritos y sufrieron persecución. El patriarca Ignacio Gregorio Pedro Shahbaddin junto al obispo de Alepo y la mayoría del clero fueron detenidos por las autoridades otomanas y trasladados a la fortaleza de Adana, donde sufrieron torturas y encierro en condiciones infrahumanas. A pesar de las reclamaciones de los poderes latinos de Europa, entre 1701 y 1702 la mayoría de los prelados murieron debido a las penosas condiciones del encierro. Shahbaddin murió el 4 de marzo de 1702, se cree que envenenado por orden del gobernador otomano de la prisión. Los sobrevivientes se reunieron en capítulo durante su reclusión, y eligieron al mafriano Basilio Isaac ben Jubair, arzosbispo de Nínive. Este, no obstante, se encontraba refugiado en el consulado francés en Estambul y ,pese a la confirmación papal en 1704, el propio Basilio rechazó la elección y se siguió considerando a sí mismo únicamente como mafriano. En 1706 marchó a Roma y allí se quedó hasta su muerte en 1721. La comunidad sirio-católica quedó dispersa y sin cabeza, quedando reducida a pequeñas comunidades semi-clandestinas y perseguidas por el gobierno otomano.

La Iglesia siríaca miafisista se expandió también en la India a expensas de una congregación local de la Iglesia de Oriente (por cierto, difisista, lo que habla a las claras de la escasa importancia que las cuestiones teológicas tenían en aquel entonces en las disputas religiosas), misionera en aquellas tierras desde hacía siglos, y por entonces dividida. La llegada en 1665 de Mar Gregorio Abdul Jaleel, un obispo jacobita de Irak, fue tomada confusamente por el metropolitano autocéfalo Tomás como la venida de un legítimo representante del patriarca de Oriente. Su facción aceptó el rito siríaco occidental (ligeramente diferente al oriental), con unas variantes propias que lo conformaron como el llamado rito malankara. De esta comunidad surgió la Iglesia malankara (siro-occidental), la segunda más importante de las indias genuinas tras la católica malabal (siro-oriental). Su historia se desarrolla con más detalle en este artículo dedicado a la Iglesia de Oriente, al que remito al lector interesado para no hacer más larga esta historia de la Iglesia siríaca.

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