La Misa Romana: Capítulo 21: El sentido del misterio eucarístico (2ª parte)

Verdadero sacrificio, no sólo conmemoración

¿Cómo en la consagración intervienen a la vez Cristo y la Iglesia? Para explicar que es sacrificio de Cristo no basta con remitir al sacrificio de la cruz. El problema estriba en cómo Cristo realiza en el sacrificio eucarístico una acción sacrificial distinta en cada misa que, sin embargo, tiene toda la fuerza de aquella entrega en el ara de la cruz. Pues esto es necesario para que cada misa sea realmente un sacrificio propio (aunque dependiente del de la cruz) y no sólo una pura conmemoración de aquel. No basta que se recuerde en desfile imaginativo el drama doloroso de la cruz; es imprescindible que lo reproduzcan al vivo, que hagan verdadero sacrificio, es decir un acto sacrificial en cada misa que se celebra. Que se renueve el sacrificio en una ceremonia exterior capaz de reproducirlo.

La acción sacrificial que se corona con la presentación ante el divino acatamiento del cuerpo y sangre de Cristo, arranca de las ofrendas de pan y vino, distintas en cada misa, de modo que estas ofrendas entran materialmente, aunque convertidas en el cuerpo y sangre de Cristo, en el proceso sacrificial. A distintas materias sacrificiales, distinto sacrificio por lo tanto. Estos sacrificios son acciones sacrificiales del mismo Cristo, porque el pan y el vino consagrados son el mismo Cristo que sufrió en la cruz y que ofrece todos los sacrificios eucarísticos y, sin embargo, son sacrificios distintos porque las ofrendas sacrificiales lo son. Realiza pues Cristo en cada misa una acción sacrificial distinta, que es, sin embargo, la renovación del mismo sacrificio del Calvario.

De la misma manera así como en cada misa el pan y el vino se renuevan, también lo hace la Iglesia que interviene por el ministerio de sus sacerdotes. Es decir, la Iglesia no sólo se adhiere en lo exterior al sacrificio de Cristo presente en ella; ofrece también ella misma el sacrificio como suyo. La Iglesia no sólo ofrece a Cristo, sino que en Cristo se ofrece a sí misma. Esta es su verdadera vocación, y ningún medio mejor para cumplir con ella que la celebración incesante del sacrificio de la eucaristía. La verdad del sacrificio de la Iglesia proyecta nueva luz sobre el hecho de que el celebrante actúa en virtud de una dignidad recibida en la consagración sacerdotal de manos de la Iglesia. Es verdad que al pronunciar las palabras de la consagración el sacerdote se reviste de la persona de Cristo. Pero ni aún entonces cesa el encargo que tiene de la Iglesia que, como Esposa de Cristo, le faculta el apropiarse y poner por obra el mandato de Jesús.

Consecuencias de orden moral

Parece natural se exija de ella la disposición interna, tan necesaria como el rito exterior, para que haya verdadero sacrificio. De ahí la gran responsabilidad que sus ministros contraen de procurar en cada sacrificio ese espíritu de entrega inmolativa. A estas cimas de amor a Dios y a los hombres nos invita Cristo en cada misa, y pone en las manos de sus sacerdotes lo más selecto que Él pudo dar a su Padre celestial: su cuerpo sacrificado y su sangre derramada.

Realmente, si cada sacrificio ha de ser entrega de la propia vida, simbolizada por la efusión de la sangre, en los sacrificios perfectos de la Nueva Alianza no podía faltar este elemento. El que en nuestros sacrificios intervenga Cristo no prueba que tenga que realizar Él solo el acto sacrificial, contentándonos nosotros con gozar de sus frutos. La intervención de Cristo no nos dispensa de colaborar activamente en acción tan veneranda. La participación mediante nuestro sacrificio personal en el sacrificio de Cristo recobra nueva fuerza precisamente en nuestros días, y es una de las ideas sobre las que las que el Concilio Vaticano II y las encíclicas de los últimos papas han insistido de manera más reiterada.

La colaboración humana admite grados y el “opus operantis” (el esfuerzo religioso moral del que lo celebra y recibe) está en la celebración al lado del “opus operatum” (la fuerza divina que obra en el sacramento) Ciertamente en el sacramento es Cristo quien opera, es decir que el efecto meritorio no depende de nuestra actuación sino de la del mismo Dios.

Pero nuestra preparación moral (sufrir y aceptar adversidades, hacer actos de abnegación y otras virtudes) participa en el sacrificio eucarístico. Existe una unidad ontológica interna entre el sacrifico cultual y moral a la que se añade secundariamente la expresión psicológica cuando en el ofertorio entregamos las ofrendas haciendo simbólicamente la entrega de nosotros mismos.

En la participación humana en el sacrificio de Cristo culmina sintetizada y sublimada la línea de los sacrificios continuos de toda nuestra vida, consagrada al cumplimiento del deber para mayor gloria de Dios. Urge tener conciencia de nuestra responsabilidad ante estas realidades sobrenaturales tan asombrosas.

Y si no se educa a las jóvenes generaciones en esta perspectiva teológica no se recogerá la mies de un sacerdocio renovado para el siglo XXI ni se vivirá un renacimiento vocacional como el que necesitamos.

Dom Gregori Maria

Germinans germinabit