El estudiado folklore de las ideas muertas

Parece que forma parte de nuestro sentimiento colectivo enaltecer apresuradamente lo que mejor estaría en claro silencio hacia los hombres para saber ser digno interlocutor de Dios. No han faltado, en nuestra ajetreada vida social catalana, ejemplos de nerviosismo ideológico cada vez que por fragilidad humana algún identificado como valedor de la patria nacionalista ha dado el paso a la eternidad (según se mire). Tenemos en nuestra memoria ceremonias laicas o, lo que es lo mismo, homenajes de despedida de este mundo de los más variopintos personajes de la literatura, del espectáculo o de la política en las que preside la simple palabrería sin sabor a trascendencia. De un retroceso semejante quedarían estupefactos hasta los mismísimos faraones reunidos en asamblea cultual deseosos de seguir a sus sacerdotes en la ejecución de los rituales más ancestrales. Aquí no se les pega nada. Escondiéndose detrás de su nihilismo cuanto más bajo descienden a lo soez del lenguaje y al vacío de los gestos, más se les identifica como sensibles, avanzados e incomprendidos. En algunos casos son premiados y enaltecidos itinerarios vitales auténticamente suicidas cubiertos con el nada sospechoso disfraz de lo heroico. En resumen, cuanto más una vida tiene de esperpéntica y en la que puede encontrarse de todo menos fidelidad y coherencia, tanto más goza de reputación para organizar la procesión de muchos contemporáneos nuestros dispuestos a volver a su propio vómito. Es curioso que, a pesar de que en estas ceremonias y homenajes, acudan muchos admiradores muy pocos están dispuestos a imitar el modelo con pies de barro que yace ante sus ojos.

En un contexto de exaltación adolescente sin medida hay dos posibles salidas. La primera de ellas es, por parte del interesado y antes del último respiro, buscar el apoyo de las ideologías como una forma de asociarse a las mejores influencias del club de la comedia. En cambio, la segunda salida, es movilizar a los adictos “in extremis” para conceder un postrero y público reconocimiento al que se cuenta como incorporado al club angustioso de los poetas muertos. En ambas sedes sociales los homenajes y discursos transmiten a la perfección el estudiado folklore de las ideas muertas. Lo importante es el disimulo y seguir el guión. ¿Qué raíces pretende mostrar un pueblo que cuando tiene la oportunidad no duda en destacar y exhibir con orgullo lo que es objetivamente contradictorio? ¿Dónde encontraremos una belleza cultural sin la cual nos desfiguraremos a sabiendas? ¿Qué espíritu será capaz de humanizar a las futuras generaciones cuando parece que nada hay más alto que la cima del morir?

Algo parecido nos sucede en la vida de la Iglesia. A pesar de todos los documentos habidos y por haber hay quien morirá intentando descontextualizar el aura divina de una Liturgia que tanto más suena a cercana cuanto más secuestra lo humano y lo explica sin Gracia. Los signos de nuestra “Iglesia Patriótica” se ponen de manifiesto por doquier cuando se exhibe sin pudor la violencia de las formas, del lenguaje y de la apropiación sin respeto a presbiterios, basílicas o catedrales. El decoro se pierde cuando las medallas, premios y homenajes que reciben personas o instituciones eclesiásticas responden al objetivo que amablemente nos presta la fundación Carulla como síntesis transversal de un denominador común: “fortalecer la conciencia de comunidad nacional y el sentido de pertenecer a la cultura de los países de lengua catalana”. Es decir, lo correcto es destacar convenientemente a quien no ha olvidado que el fin de la misión evangelizadora es contribuir al endiosamiento de la nación.

Lo peor es que ya la mismísima “Catalunya Cristiana” se adhiere al editorial de los periódicos catalanes por la dignidad y el Estatuto sin posibilidad para la duda o el desmarque. Lo peor es que el mismísimo cardenal Sistach canta la música del autogobierno como imprescindible para la vida de la Iglesia y lo hace con la melodía desfasada de unas raíces más catalanas que cristianas de las que ya no brota nada sano. Lo peor es que entronizamos a quien, como en un taller de desguace, utiliza el magisterio pontificio para obedecer a ciegas todo lo que se pueda aplicar a la nación que queremos. En cambio, lo mejor, es que los centros islámicos ya están dispuestos para abrir sus puertas a la consulta soberanista: a este paso lo cristiano ya no servirá para nada.

Mientras tanto, unos sacerdotes mueren con la dignidad de haber compartido la misma suerte de Cristo: ni buscando la aprobación de los hombres ni procurando que todos hablen bien de uno sino simplemente acreditándose como servidores. Y es que la mayoría de los sacerdotes, actualmente más o menos jóvenes, si reciben el don de la longevidad, ya no podrán presentarse al reconocimiento social como cooperadores de algún sindicato clandestino, como disidentes de un régimen o como animadores de alguna ideología de moda o padrinos de futuros políticos. Tampoco pasarán a la historia de la Iglesia por acudir habitualmente al supermercado más cercano, poner la lavadora, saber charlar cercana y tranquilamente con los feligreses en plena calle o por procurar asistencia social a familias o matrimonios, enfermos o pobres. También es el final de las ideas sobre el sacerdocio. El verdadero sacerdote muere en el silencio. Pero junto a él también va muriendo una generación sacerdotal en la que ha brillado el activismo social, la lucha por la causa, la solidaridad con un tipo de desfavorecidos, el diálogo con unos alejados que lo han de ser siempre, en fin, la necesidad de enarbolar una bandera desde la sospecha de una Iglesia que no es tan madre como parece. Son los avanzados a su tiempo por discutirlo todo y enseñar a hacer lo mismo. Si la influencia vocacional que estos han proyectado desde su “compromiso cristiano” sobre la cultura y los políticos es lo que hemos visto desde el imperio de la democracia, mejor ser ateos. Pero, felizmente, está volviendo lo que iguala a todos: predicó, santificó y pastoreó. Hizo lo que sabía que tenía que hacer y todo por amar con pasión el mismo amor de Cristo: la Iglesia.

Pero no pasemos por alto lo más atractivo no sea que lo profundo nos aparte de lo “guay”. Estemos atentos a los análisis del aficionado a todo, Llisterri, sobre el regreso de los anglicanos a la comunión o su airada reacción al nuevo destino de Mons. Munilla. Acudamos a la iglesia de Nuestra Señora del Pino para concienciarnos de los aborígenes Adivasi de la India. Y si todavía nos sobra tiempo es recomendable un paseo sosegado a través de las pastorales emitidas desde el palacio episcopal de Girona. Desde una de las primeras ya se indicó que “para conocer mejor los servicios del obispo, los presbíteros y diáconos, he pedido a un experto que, a partir de la próxima semana, nos lo explique” (18.01.09). El peso de obispo que, por lo que se ve, cada vez pesa más y cuesta menos, se vende ya en el mercado negro. Todo de ensueño, sin miedo al ridículo y con afanes de restauración. ¿Podemos aspirar a más?

Justus ut Palma