En la diócesis “pastoreada” -es un decir- por monseñor Setién, el emérito que más manda de los eméritos españoles, y monseñor Uriarte, se ha logrado el hito de pasar de unos 450 seminaristas hace medio siglo a la impresionante cifra de cero patatero en este año. En Bilbao y Vitoria, con tres y un seminarista respectivamente, no están mucho mejor. En otras palabras, la iglesia en el País Vasco se muere, pues como bien dijo san Ignacio de Antioquía, de quien hoy recordamos y celebramos su martirio, “todos respeten a los diáconos como a Jesucristo, tal como deben respetar al obispo como tipo que es del Padre y a los presbíteros como concilio de Dios y como colegio de los apóstoles. Aparte de ellos no hay ni aun el nombre de iglesia” (Ep. a los Trallianos,III). Es cuestión de tiempo que las diócesis vascos se queden sin curas “nativos". Por supuesto, la Iglesia se las arreglará para enviar sacerdotes procedentes de otros lugares, mayormente de Hispanoamérica, pero eso no deja de ser un intento de tapar con un dedo eclesial el sol negro del catolicismo vasco.
Dice el todavía obispo de San Sebastián que la causa de ese dramático desplome de las vocaciones sacerdotales está en la radicalización política y nacionalista de la juventud vasca. Esa juventud “ha transferido a los valores patrios la devoción absoluta que sólo Dios merece". Oiga, don Juan María, ha dado usted en el centro de la diana. El problema está en el nacionalismo, que cuando se manifiesta de forma descontrolada, es idolatría pura y dura, incompatible con la condición cristiana. Cuando el espíritu pre-nazi y racista de Sabino Arana sustituyó al Espíritu Santo como referencia de su pueblo, el destino del catolicismo vasco quedó sellado. Hoy recogen lo que han sembrado. No debemos de extrañarnos por ello. La sociedad vasca, salvo una minoría cada vez más pequeña, está enferma. Pero las iglesias locales de allá son en buena parte responsables de lo ocurrido.
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