InfoCatólica / Cor ad cor loquitur / Categoría: Espiritualidad cristiana

12.08.15

Cristo no murió por nuestras "situaciones irregulares"

Desgraciadamente gran parte de la Iglesia está asumiendo en la práctica -el magisterio sigue intacto- una visión del pecado que no tiene nada que ver con lo que dice la Revelación. Esa visión consiste básicamente en una banalización del mismo.

Por ejemplo, se banaliza el pecado del aborto cuando se equipara a la víctima inocente asesinada con la mujer que ha ordenado matar a su hijo no nacido. Ciertamente son muchos los casos en que la mujer actúa así movida por presiones externas, que pueden llegar a ser tremendas, pero no es menos cierto que otras muchas, muchísimas, abortan simple y llanamente porque sí, porque no quieren tener un hijo en ese momento de sus vidas.

Se banalizan los pecados del adulterio y la fornicación cuando se esconde el hecho de que ambos no son meras “situaciones irregulares” sino pecado mortales que, de no ser objeto de arrepentimiento, llevan al que los comete al infierno.

Se banaliza hasta extremos intolerables el pecado de la herejía, cuya extensión en la actualidad es fruto sobre todo de la ausencia de una política pastoral encaminada a librar al pueblo de Dios de esa plaga, lo que provoca que millones de almas estén en grave peligro.

Se banaliza el pecado de la falta de práctica religiosa. Siendo yo pequeño tenía muy claro que si no iba a Misa un domingo, tenía que confesarme cuanto antes. Hoy se te ocurre decir que no ir a Misa es pecado mortal, y te miran como un bicho raro.

Se banaliza el pecado de llevar una vida cristiana mundana, que afecta a todos los ámbitos de la vida, pero especialmente al ocio, que lleva a un consumo desenfrenado, que deshace las relaciones familiares, etc.

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5.08.15

Ser víctimas del pecado ajeno no nos da vía libre para pecar

Aunque en bastantes ocasiones cuando algo nos va mal, tenemos lo que nos hemos buscado, no pocas de las desgracias que sufrimos en nuestra vida son consecuencia de pecados ajenos. Por ejemplo, si te matan a tu padre siendo adolescente, el sufrimiento que conlleva la pérdida no es culpa tuya, sino del asesino. Si siendo niño tus padres te maltrataron miserablemente, la culpa de que llegues a la adolescencia y la madurez en una situación psicológica complicada no es tuya, sino de tus padres. Y así podríamos poner mil ejemplos.

De igual forma, cuando en un matrimonio uno de los cónyuges comete adulterio y la cosa acaba en divorcio, es evidente que el otro cónyuge es víctima del pecado ajeno. Y tiene consecuencias para toda la vida. Si hay niños de por medio, más aún.

Ahora bien, el ser víctima del mal de los demás no nos da derecho a cometer nosotros mal alguno. El hijo de un maltratador no tiene derecho a maltratar a sus hijos. El hijo de una víctima del terrorismo no tiene derecho a tomarse la justicia por su mano. Y la víctima de un adulterio no tiene derecho a convertirse ella misma en adúltera. De igual manera, la víctima de una violación que se queda embarazada no puede combatir esa injusticia haciendo que maten al ser humano que se está formando en su seno. El mal siempre se combate con el bien, no añadiendo otro mal

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14.07.15

Lo que sé de mí lo sé porque tú me iluminas


No saben lo mucho que se pierden aquellos que no hacen la Liturgia de las Horas, que aunque es preceptiva para sacerdotes y religiosos, está a disposición de todos los fieles que quieran crecer en gracia mediante la oración, la lectura de la Escritura y las perlas de grandes padres de la Iglesia y santos como San Agustín. 

Precisamente el día de hoy encontramos en el Oficio de lecturas esta joya del santo obispo de Hipona:

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9.07.15

Silvano, desde Athos (y IX)

Última entrega de la selección de textos escogidos de Silvano de Athos, monje ortodoxos canonizado por la Iglesia Ortodoxa.

El Señor tiene compasión de todos. Y quiere que amemos de la misma forma a nuestros hermanos. Por eso: ama a los hombres hasta el punto de cargar sobre ti el peso de sus pecados. 

Yo entré al monasterio poco después del servicio militar. Pero pronto me asaltaron las dudas y quise volver al mundo y casarme. Sin embargo me dije enérgicamente: es aquí que quiero morir a causa de mis pecados. Durante algún tiempo viví en la desesperación. Me parecía que Dios me había repudiado y que no había más salvación para mí. Me parecía que Dios no tenía piedad. Y estos pensamientos eran tan atormentadores que, aún hoy, no puedo recordar ese tiempo sin sentir espanto. El alma no tiene fuerza para soportarlo. 

Adán, padre de la humanidad, había conocido la felicidad del amor de Dios en el Paraíso, y por eso sufrió amargamente cuando el pecado lo expulsó del Edén y le hizo perder el amor y la paz de Dios. Llenó el desierto con sus lamentos y el recuerdo de lo que había perdido atormentó su alma: ¡He ofendido al Señor amado! 

Deseó de tal forma el Paraíso y su belleza, que sufrió por haber perdido el amor que atrae continuamente al alma hacia Dios… Toda alma que, después de haber conocido a Dios en el Espíritu Santo, ha perdido la gracia, vuelve a sentir el sufrimiento de Adán. Ella está enferma y triste por haber afligido al Señor amado. 

Adán lloró amargamente. La tierra no le dio más ninguna alegría y su grito recorrió el desierto: “Mi alma desea al Señor y lo busca con lágrimas. ¿Cómo no buscar al Señor? Mi alma estaba feliz en El y en paz, y el enemigo no estaba dentro mío. Ahora el espíritu de malicia ha adquirido poder sobre mí, mi alma está en la incertidumbre y bajo sus golpes. También ella languidece por el Señor y lo desea a muerte. Mi espíritu tiende hacia Él, nada sobre la tierra me regocija más, ¡nada puede consolar mi alma!

Yo quiero ver al Señor y en Él ser saciado. No puedo olvidarlo y grito en la plenitud de mi pena: “¡Dios, mi Dios, ten piedad de mí, ten piedad de tu criatura caída!” Así se lamentaba Adán. Las lágrimas caían sobre sus mejillas, bañaban la tierra a sus pies; el desierto escuchó sus gemidos, los pájaros se callaron de dolor. Y así toda paz abandonó la tierra. Cuando vio a Abel muerto por su hermano Caín, no contuvo más su dolor y llorando gritó: “de mí saldrán los pueblos que se multiplicarán, pero ¡vivirán en la enemistad y se matarán!" 

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5.07.15

Tu sacrificio al Señor

Texto patrístico de hoy en el Oficio de Lecturas de la Liturgia de las Horas

De los Sermones de san Agustín, obispo.(Sermón 19, 2-3: CCL 41, 252-254)

Yo reconozco mi culpa, dice el salmista. Si yo la reconozco, dígnate tú perdonarla. No tengamos en modo alguno la presunción de que vivimos rectamente y sin pecado. Lo que atestigua a favor de nuestra vida es el reconocimiento de nuestras culpas. Los hombres sin remedio son aquellos que dejan de atender a sus propios pecados para fijarse en los de los demás. No buscan lo que hay que corregir, sino en qué pueden morder. Y, al no poderse excusar a sí mismos, están siempre dispuestos a acusar a los demás. No es así cómo nos enseña el salmo a orar y dar a Dios satisfacción, ya que dice: Pues yo reconozco mi culpa, tengo presente mi pecado. El que así ora no atiende a los pecados ajenos, sino que se examina a sí mismo, y no de manera superficial, como quien palpa, sino profundizando en su interior. No se perdona a sí mismo, y por esto precisamente puede atreverse a pedir perdón.

Cuando Adán pecó, quiso echar la culpa de su pecado a Eva. Cuando Eva pecó, quiso echar la culpa de su pecado a la serpiente. ¿Cuántas veces no hacemos lo mismo? ¿cuántas veces miramos el pecado ajeno sin reparar en el propio? ¿No seremos a veces como Caín, que quiso huir de su pecado desviando la atención a una supuesta falta de obligación de cuidar a aquel a quien había asesinado?

Ante Dios, no valen excusas. Solo vale el reconocimiento de la culpa. Y no cualquier reconocimiento. No basta con decir “oh, sí, Señor, no lo he hecho bien pero es que mira…". No, no hay nada que mirar. Si somos templo de su Espíritu -y si no lo eres es porque no lo has pedido-, no busquemos explicación a la profanación que hacemos cada vez que nos alejamos de su voluntad, porque no la hay. Aunque creamos tener una paja en tu ojo, eso no nos da derecho a ver la viga en el ojo ajeno. Porque es más fácil que nuestra paja sea viga que cualquier viga auténtica que pueda haber en los ojos de quienes, por las razones que sean, no han sido todavía iluminados por Cristo.

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