(564) Evangelización de América (74). Nueva Granada. -San Pedro Claver, S.J., esclavo de los esclavos (y II)

–¡Qué santo!…

–Nuestro Señor Jesucristo se manifiesta en los santos: de Él les viene toda su bondad, belleza y fuerza espiritual. ¡Gloria a ti, Señor!

 

Esclavo de los esclavos

En Cartagena, vivía Claver en un cuarto oscuro del Colegio de la Compañía, «el peor de todos», según un intérprete, pero que tenía la ventaja de quedar junto a la portería, lo que le permitía estar listo para el servicio a cualquier hora del día o de la noche. Para su ministerio de atención a los esclavos negros te­nía la colaboración de varios intérpretes negros, Sacabuche, Sofo, Yolofo, Biafara, Maiolo, etc., y sobre todo la ayuda del hermano Nicolás, que es­tuvo con él veintidós años como amigo, colaborador y confidente, y que fue su primer biógrafo, pues su testimonio en el Proceso ocupa unas 180 pági­nas.

En los días más tranquilos, el padre Claver, acompañado de alguno de estos colaboradores, se echaba al hombro unas alforjas, y se iba a pedir limosna –dinero y ropas, frutas y medicinas– para sus pobres negros en las casas señoriales de la ciudad. Allí tuvo muchos amigos, lo que le per­mitió distribuir al paso del tiempo una enorme cantidad de limosnas.

San Padre Claver llegó a Cartagena de Indias en 1610, y trabajó con los esclavos negros hasta 1651, año de su última enfermedad. Y el tráfico de negros, por mandato de la Coro­na española, quedó suspendido entre los años 1640 y 1650. Calcula Angel Rosemblat que en 1650, en toda América, había unos 857.000 africanos, incluyendo en el número a los negros libres; y «según un detallado documento de la época –informa la profesora Vila Villar–, en toda la América española habría hacia 1640, 327.000 esclavos, repartidos de la forma siguiente: México (80.000), América Central (27.000), Colombia (44.000), Vene­zuela (12.000), Región Andina (147.500) y Antillas (16.000) (Hispanoamérica… 226-227).

La misma investigadora nos informa, en el apéndice 4º de su libro, acerca de los Navíos negreros llegados al puerto de Cartagena desde 1622 a 1640 –en 1633-1635 no llegó nin­guno–, que en este tiempo llegaron 119 barcos, es decir, unos 8 cada año, que trajeron del Africa 16.260 esclavos. Desembarcaron, pues, en Cartagena unos 1.084 negros cada año; y cada barco, como media, trajo 137 negros; el que más, 402, y el que menos, 44. Los trafi­cantes eran todos por esos años portugueses, y los barcos traían su carga humana de An­gola (76), Guinea (25), Cabo Verde (7), Santo Tomé (5) y Arda (2).

 

––Cuando llegaba un barco con negros

El padre Claver, era cosa sabida, tenía ofrecidas misas y penitencias a quienes le avisaran primero la llegada de algún galeón negrero. Entonces se despertaba en él un caudal impetuoso de caridad y como que se transfi­guraba, según dicen, «se encendía y ponía rojo». Iba al puerto a toda prisa, entraba en el galeón, donde el olor era tan irresistible que los blancos, ni los mismos capitanes negreros, solían ser capaces de resistir un rato. El se quedaba allí horas y horas, y lo primero que hacía era abrazar a los escla­vos negros, especialmente a los enfermos, acariciar a los niños, entre­garles todo lo que para ese momento llevaba en una bolsa de piel colgada con una cuerda bajo el mateo: dulces, frutas, bizcochos.

En seguida, con ayuda de sus intérpretes, averiguaba sus procedencias y sus lenguas. Los negros, que llegaban enfermos y extenuados, después de meses de encie­rro y navegación, y que estaban aterrorizados ante un porvenir descono­cido –muchos temían ser devorados–, quedaban asombrados y seducidos por la caridad extrema que les mostraba aquel hombre extraño, envuelto en su manteo negro.

Muchos de los esclavos procedentes del África morían en el viaje, generalmente a causa de la disentería, o a epidemias de viruela, sarampión u otras. «Una mejor información so­bre las dietas alimenticias y la inoculación contra la viruela» hicieron bajar la tasa de de­función más tarde: «De un 20 por ciento antes de 1700, ésta cayó a un 5 por ciento entre fines del siglo XVIII y comienzos del XIX». Aun con esto, «las tasas de mortalidad, compa­radas con las de otros viajeros contemporáneos, no dejan de ser elevadas. Los esclavos disponían, en efecto, a bordo de la mitad del espacio asignado a soldados, emigrantes y penados, y sus instalaciones sanitarias eran, por supuesto, las más rudimentarias» (Klein 95).

 

–Catequesis y bautismos

En cuanto era posible, el padre Claver iniciaba la obra de evangelización y catequesis de aquel millar de negros que anualmente llegaban a Carta­gena. Horas y horas, cuatro, seis, lo que fuera preciso, se dedicaba a ha­blarles de Cristo y de la redención, ayudándose de dibujos y estampas, con el auxilio de los intérpretes, que cada tanto tiempo, agotados y mareados por el ambiente asfixiante, habían de ser relevados, en tanto que él seguía en su ministerio, como ajeno completamente a la mera posibilidad del cansancio.

Sus palabras y gestos pretendían la máxima expresividad. Por ejemplo, para explicar la conversión del hombre viejo en un hombre nuevo, «les decía, según cuenta el hermano Nicolás, que de la misma ma­nera que la serpiente muda de piel, así hay que mudar de vida y costum­bres, despojándose de la gentilidad y sus vicios, y al decir estas palabras el padre Claver, colocando el Cristo en su seno, con las manos se cogía la piel desde la frente hasta la cintura como desgarrándose y como si quisiese arrancar la piel, y los moros hacían lo mismo… con tanto fervor que pare­cía que se despojaban verdaderamente de la piel y la revestían de la fe. Era el hombre nuevo».

Era muy riguroso en los exámenes que precedían al bautismo, dedicaba horas interminables al trato directo y personal, prestando especial atención a los enfermos más graves. Una vez administrado el bautismo, sigue contando el hermano Nicolás, y «acabada la instrucción, sacaba del seno un crucifijo de bronce que llevaba consigo y lo alzaba y explicaba la fuerza de la redención con fervor. Hacía que se pidiera perdón a Dios y él mismo se golpeaba el pecho con la izquierda, y los negros lo mismo: “Jesucristo, Hijo de Dios, tú eres mi Padre y mi Madre a los cuales tengo yo gran afecto, me duele en el alma de haberte ofendido”, y repetía mu­chas veces: “Señor, yo te tengo gran amor, grande, grande”…, con golpes y lágrimas».

Las catequesis y pláticas con los negros solía tenerlas en «un cuarto bajo muy oscuro, húmedo, lleno de bancos, que estaba junto a la portería. Allí hacía sentar a los negros frente a un gran cuadro de Cristo. Delante había una mesa con una vela que aclaraba el cuarto, cuyo resplandor iluminaba el libro de imágenes, que tenía siempre, de la vida de Cristo [el del padre Ricci], e igualmente la figura de un alma condenada que traía del con­fesonario donde la tenía siempre fija». Tenía Claver, quizá por el recuerdo de su amado hermano Alonso, especial querencia hacia la portería, y siempre que podía –en Bogotá, en Tunja, y ya de sacerdote en Cartagena– se ofrecía al portero para suplirle durante la sies­ta. Allá se entretenía con negros y pobres, con esclavos y «prisioneros herejes» –ingleses, sobre todo, corsarios, contrabandistas, desertores o apresados–, enseñándoles oraciones, rezando con ellos, o dándoles de comer. En ocasiones señaladas, organizaba para toda esta pobre gente «banquetes espléndidos a la puerta del colegio, haciendo preparar la co­mida por algunos devotos, por ejemplo en casa de Isabel de Urbina o del capitán Andrés Blanquer».

El mismo San Pedro Claver nos ha dejado descritas, con rasgos vivísimos, sus activida­des en cartas e informes diversos. Su mayor compasión suele expresarla cuando refiere actividades suyas en los armazones donde se acumulaban de mala manera los negros re­cién llegados. En una ocasión cuenta: «Después de haber gastado con ellos [con dos en­fermos] muchas horas, salí a tomar un poco de aire, y luego me fueron a llamar, diciendo que uno de los dos enfermos se había muerto. Volví, y ya la habían sacado al patio. Quedé lastimado. Dije le metiesen dentro y estúveme con él, y quiso el Señor que al cabo de un rato volvió en sí, cobrando tanta mejoría que respondía mejor que los sanos. Bauticé a los dos solos con grandísimo gusto y agradecimiento a Dios».

El hermano Nicolás conoció un papel en el que el padre Claver, por es­crito y ante Dios, se comprometía a consagrarse de por vida al servicio material y espiritual de los negros. Con tan apasionado amor les quería que, cuando la trata de negros cesó casi por completo al final de su vida, por la separación de Portugal y España, anduvo soñando con irse a misio­nar a las mismas costas de África, de donde habían venido los que él había conocido y amado.

En sus cuarenta años de servicio apostólico a los escla­vos llegó a bautizar 300.000. La cifra parece increíble, pero es cierta. Cue­nta el hermano Nicolás en el Proceso: «Yo le pregunté al padre unos años antes que muriese cuántos negros había bautizado en este tiempo que ejercitaba su ministerio, y me respondió que según su cuenta más de 300.000, y pareciéndome a mí muchos», comenzaron a hacer cuentas y cálculos, y «vine a conocer con realidad y certeza que el padre había dicho la verdad».

 

–Enfermos y muertos

El padre Antonio Aristráin, historiador, dice: «No sabemos si en la his­toria de la Iglesia se hallan prodigios de caridad corporal como los que se cuentan de este santo varón». Cuando el padre Claver, tras diez horas de trabajo durísimo, después de haber agotado a varios intérpretes, regre­saba extenuado a la portería, encontraba en ella a veces una nueva solici­tación urgente, a la que siempre se mostraba dispuesto: «Precisamente llegáis en buena hora, tengo un rato perfectamente desocupado». Y allá se iba, vacilante, envuelto en su manteo raído, sacando fuerzas sólo del amor de Cris­to.

El manteo del padre Claver llegó a ser famoso, y de él se habla en el proceso más de trescientas veces. Con él envolvía a los enfermos mientras les arreglaba el catre, con él cubría a las negras cuando las confesaba, con él secaba el sudor de los enfermos… Cuenta un intérprete que hubo día en que fue necesario lavarlo siete veces. Aquel manteo, de color ya indefinido, que él vestía sin repugnancia alguna, envolviendo y cubriendo a los mise­rables, no era sino un signo gráfico de su amor sin medida.

Todo lo que San Pedro Claver pretendía era, precisamente, esto: manifestar y comuni­car el amor de Cristo a los hombres. Para eso servía y limpiaba a los en­fermos, los abrazaba y los llevaba en sus brazos. Para eso, barría las salas escoba en mano, hacía las camas, servía de comer, fregaba los platos, abrazaba a los apestados, y llegaba a besar –muchas veces lo hizo– las llagas de los leprosos. Sus colaboradores, a veces, se le echaban atrás, ven­cidos por la repugnancia, y el padre trataba de retenerles. A una intér­prete biafara que en una ocasión se le echaba atrás, le dijo: «Magdalena, Magdalena, no se vaya, que éstos son nuestros prójimos redimidos con la sangre de Nuestro Señor Jesucristo».

El lugar preferido de Claver, donde tenía su querencia, era el hospital de San Lázaro, que acogía unos 70 leprosos. Para éstos guardaba los obsequios mejores que le hacían. A uno, especialmente repugnante, a quien nadie se le acercaba, le ponía sobre sus rodillas para confesarle. Con estos enfermos extremaba la expresión física de su cariño, y cuando trataba con ellos, los abrazaba siempre uno a uno. Eran los momentos en que su rostro, habitualmente triste, brillaba de alegría. Pocos días antes de morir, estando impedido de pies y manos, allá quiso ir, a San Lázaro, a despedirse de sus leprosos.

A los negros difuntos les conseguía mortaja y ataúd, cirios y un entierro religioso digno, cosa que conmovía especialmente a los esclavos, que se veían tan abandonados. «Una pobre esclava llamada Magdalena, de la casta Brau, murió en tal pobreza que no tenía ni ataúd ni paño de difunto. Acudió Claver, recitó los responsos, extendió su manteo, tomo el cadáver y lo puso sobre él, asistiendo con una vela en la mano hasta el final de la ce­remonia».

 

–Presos y condenados a muerte

«Yo le acompañé muchas veces al padre Pedro Claver, cuenta el herma­no Rodríguez, cuando iba a visitar, confesar y consolar a los encarcelados, lo cual hacía con gran devoción y caridad; les daba pláticas muy afectuo­sas exhortándoles a la paciencia y a la confesión, y allí, sentado en el al­tar, les confesaba. Luego ellos le hacían sus encargos, que él cumplía con fidelidad, pues tenía varios abogados amigos».

Su caridad con los presos se hacía extrema cuando alguno de ellos era condenado a muerte. En efecto, él iba por lo derecho, y tras dar un abrazo al sentenciado, le decía: «Hermano mío, se acerca el día de tu muerte, ánimo». Seguidamente, les ayudaba al arrepentimiento y la confesión, les exhortaba y animaba, y como atestigua el intérprete Sacabuche, «trataba con ellos días enteros». Les daba frutas, vino, alguna golosina, y con ello, algún libro para la buena muerte, sin olvidar unos cilicios, como todos los testigos cuentan: «Sufre, hermano, ahora que puedes merecer».

Cosa no­table: condenados a muerte, preparándose a morir ceñidos de cilicios. Y cosa más notable: los sentenciados comprendían y recibían tan singular tratamiento. De hecho, era común que, en su último trance, en aquella hora dramática, todos querían recibir la atención del padre Claver, todos busca­ban la confortación de su caridad, a la vez tan tierna y tan fuerte.

Para el entierro de un sentenciado a muerte, movilizaba Claver a sus amigos, conseguía limosnas, llamaba a músicos. La cárcel quedaba junto a la catedral, y en ésta se hacían los funerales. «Esos días el padre Claver movía toda la música de la catedral –cuenta Pedro Mercado, un sacer­dote– y todos los instrumentos del colegio, pífanos, bajos, cornetas. Entre los intérpretes esclavos negros del santo había buenas voces… Fácil es comprender la estima y amor que estas delicadezas despertaban entre esos pobres, que lo habían perdido todo en vida y en muerte».

 

–Amigo de sus amigos

San Pedro Claver suscitó desde joven muchas y profundas amistades. Fue muy querido de sus amigos porque supo quererles. Trató con mucho cariño, por ejemplo, a sus intérpretes, de los que llegó a tener ocho o diez. El sólo consiguió hablar con dificultad el angoleño. Algunos de sus intér­pretes, como José Monzolo, uno de sus más fieles colaboradores, fueron atendidos por él cuando llegaron esclavos en un galeón negrero, enfermos y aterrorizados, y se vieron fascinados por su caridad.

Otro de ellos, Fran­cisco Yolofo, contaba: «Cuando caían enfermos los llevaba a su cuarto, les daba la ropa de su cama y compraba para ellos las medicinas más costo­sas». Le querían también mucho los niños, todos los negros, los pobres y los presos. Los enfermos miserables y los leprosos de San Lázaro contaban los días que duraban sus ausencias.

En todo caso, cuatro personas tuvieron un lugar muy especial entre las amistades de Claver: San Alonso Rodríguez, el padre Alonso Sandoval, el hermano Nicolás González (¿1615-1684?), nacido en Plasencia, y muchos años sacristán en Cartagena; y doña Isabel de Urbina, muy relacionada con la Compañía, pues tenía dos hermanos y dos sobrinos jesuitas. Doña Isabel, sobre todo cuando quedó viuda, le ayudó mucho, y como aquellas mujeres del Evangelio que seguían a Jesús, ella «le servía de sus bienes» (Lc 8,3), que no eran escasos.

 

–Trato con los ricos

En este sentido, llama la atención que incluso entre los ricos y poderosos tuviera el padre Claver tantos amigos, siendo así que sacudía con fuerza sus conciencias, denunciaba sus lujos, se permitía a veces ciertas ironías sobre sus disposiciones para recibir la absolución, y les urgía tanto a la justicia y a la limosna.

Su patente dedicación a los más pobres se revelaba en la confesión –con enojo y protestas de algunos ricos–. Como cuenta el hermano Ni­colás,

«mientras había negros esclavos, en vano había que intentar confe­sarse con él; después de éstos venían los pobres y luego, a falta de unos y de otros, los niños de la escuela. Sentía mucho que otra gente, y más si era autoridad, se mezclase entre sus humildes penitentes; a los caballeros de­cía que les sobraban confesores, y a las señoras que era estrecho su confe­sonario para guardainfantes, que sólo era capaz para los pobres negros». Notemos que el guardainfantes era un traje aparatoso, por el cual las se­ñoras fieles a la moda lograban asemejarse a una mesa camilla.

«Muchos dueños usaron con el padre –dice Fernández– de grandes demasías», o como señala Andrade: Claver «tuvo que lidiar con los amos de los negros…; le hacían la guerra por las caricias y regalos que les hacía, le decían oprobios, injurias y palabras afrentosas, motejándole de impru­dente y que les echaba a perder, porque con sus favores tomaban alas y se hacían insolentes, y como a enemigo suyo le cerraban las puertas de sus casas y le despedían con desdén. Todo lo llevaba con paciencia, hasta re­cabar licencia de aquellos amos para enseñar el camino del cielo a sus es­clavos».

Alguna vez, es cierto, le falló la paciencia en el trato con los señorones. Cuenta el her­mano Nicolás que «un día de la semana de pasión de 1644 entró en la iglesia una señora con galas impropias del tiempo y con el famoso vestido guardainfante. Apenas la vio Pe­dro Claver, que estaba acomodando a los negros junto a su confesonario, se dirigió a ella y le dijo que debía respetar este tiempo santo, y ella entonces, dirigiéndose cerca de la capi­lla del Milagro, empezó a gritar diciendo que el padre la había ofendido en público y la había afrentado. Yo la consolé lo mejor que pude, y dirigiéndome al padre le dije que no debía entrometerse en eso y que por causa de él iba a quedar la iglesia vacía.

«El padre rector oyó el alboroto; era el padre Francisco Sarmiento; bajó a la iglesia, y en presencia de todo el pueblo reprendió severamente al padre, diciéndole que los religiosos no eran los reformadores de los hábitos de las mujeres y que para eso estaba el confesona­rio o el púlpito. El padre Claver calló todo el tiempo.

«Al día siguiente, a las cuatro de la mañana, estando yo como sacristán haciendo ora­ción en la sacristía, entró él y cayendo de rodillas me besó los pies, diciendo que estaba como Judas a los pies de Cristo, y yo procuré disculparme de lo que le había dicho, diciéndole que procedía de mi celo de que todos vinieran a la iglesia. El padre, sin decir palabra, se levantó y fue a su confesonario».

Al hermano Lamparte le hizo un día la confidencia de que «tenía sólo dos penitentes españolas que confesaba fijamente y que éstas le daban más trabajo que todos los negros de la ciudad».

 

–Mártir del confesonario

El mismo martirio que el franciscano Motolinía refería un siglo antes en México, lo vivía el jesuita Claver en Cartagena: la afluencia innumerable de penitentes. Ordinariamente, entraba en su confesonario de cinco a ocho de la mañana. Pero en cuaresma o grandes fiestas, «era tal la multitud de negros y negras que venían, que este testigo –el hermano Nicolás– no sabe cómo tenía fuerzas, cuerpo ni espíritu para tanto, y más con una vida austera y rigurosa». Por otra parte, «la iglesia es muy húmeda por estar cerca del mar y estrecha y muy caliente. Hay mucho zancudo [mosquito]. En ella estaba el padre Claver toda la ma­ñana y la mayor parte de la tarde en su confesonario estrecho y caluroso. Los cilicios le acompañaban».

En cambio, atestiguó Zapata de Talavera, para los penitentes «en el confesonario tenía una canastilla con algunos regalos, y con sus manos los daba a algunos negros o negras más enfer­mos, en especial dátiles y rosmarino».

«Algunas veces, añade un testigo, le sucedió sentarse a confesar a las ocho de la noche y no dejarle levantar hasta las once del día siguiente, de cuyo trabajo le sobrevinieron algu­nas veces desmayos que le quebraron las fuerzas para poder decir misa. En estos casos permitía algo que él consideraba muy regalado: el hermano Nicolás le aplicaba un poco de vinagre para reconfortarle».

«Hubo una peste de viruelas –refiere el hermano Rodríguez–, el padre Claver visitaba a todos, cansaba a tres o cuatro hermanos, iba con uno y cuando no podía caminar llama­ba a otro: era incansable, infatigable. Al entrar, después de horas de trabajo, decía al por­tero que le llamaran por la noche para las confesiones, porque él estaba listo, y que los otros padres estaban cansados de las fatigas del día y era justo que reposasen. Las llama­das eran frecuentes. Al punto estaba en la portería [tenía la celda al lado para eso] y se presentaba al portero diciéndole que ya estaba vestido y listo. Siempre llevaba al cuello dos cajas de vidrio con los óleos».

 

–Oración y penitencia

Una vida así, llevada sin descanso durante cuarenta años, parece cosa increíble, no tiene explicación humana, es un milagro del Señor diariamente continuado. Efectivamente, la vida de San Pedro Claver es una prodigiosa mani­festación incesante del amor de Cristo a los hombres: Cristo estaba en Pedro amando a los hombres de modo sobrehumano, porque Pedro había muerto totalmente a sí mismo, y dejaba que Cristo se manifestara y ac­tuara plenamente en él. Esa es la clave de Claver, como la de todos los santos.

San Pedro Claver podía realizar esa milagrosa entrega diaria de caridad no a pesar de las horas que pasaba cada día con Cristo en oración, sino precisamente por ello.

«Todos los días –dice el hermano Nicolás– tenía continuadas cinco horas enteras de oración antes de salir a los ministerios, porque tomaba un ligero sueño al principio de la noche, y de las doce a la una se levantaba a gozar, como él decía, del silencio y quietud que Dios le daba, cuando todos dormían, y se ponía en oración hincado de rodillas o postrado en el suelo… y perserveraba de esta manera en la oración hasta que la tenían todos en la comunidad, empezando a la una y acabando a las seis de la mañana». El mismo hermano informa que «a veces se iba al coro, con más frecuencia quedaba en su cuarto». Solía orar sobre los salmos o el evangelio, y cuando la meditación era sobre el evangelio, abría la Vi­ta Christi del padre Ricci, y ponía sus ojos sobre la estampa que ilustraba el pasaje. Siete testigos del Proceso afirmaron haberle visto en éxtasis.

Insisto en ello: San Pedro Claver podía realizar esa milagrosa entrega diaria de caridad no a pesar de las grandes penitencias con que se castigaba, uniéndose a la pasión del Crucificado, sino precisamente por ello.

El hermano Pedro Lomparte afirmó que el padre Claver «tenía un cilicio por todo el cuerpo de la cintura para arriba, como un hombre armado, y esto aun enfermo». El her­mano Nicolás dice lo mismo: «Tan estrecho era este cilicio como si amarrasen un fardo para llevarlo de viaje». Y añade: «Tenía tres clases de disciplinas, un verdadero museo, con cuerdas duras que terminaban en pedazos de hierro. No llevaba camisa; la sotana ve­nía directamente sobre el cilicio, que cubría su cuerpo». Andrade refiere que «nunca usó colchón, ni sábanas, ni almohada para dormir. Su cama era una estera vieja tendida en el suelo, y por gran regalo una piel de vaca, y en los últimos años, a causa de la vejez y achaques, se quitó aun esto, durmiendo en el desnudo suelo y con un madero por cabece­ra, sin piel ni estera». En lo referente a comer, «tomaba de ordinario, cuenta el hermano Nicolás, al mediodía un plato de arroz, una sopa de pan bañada en agua o vino. A la no­che, un poco de arroz; hubo días en que su alimento era sencillamente pan en agua».

Sólo un hombre tan extremadamente penitente podía acercarse a los es­clavos negros, a los presos, a los apestados, a los sentenciados a muerte, para mostrarles el Crucifijo, para afirmarles el valor redentor de la Cruz, para asegurarles del amor de Cristo. El padre Claver, tan pobre y peni­tente, situado, por ejemplo, junto a un condenado a la horca, daba la figu­ra de otro desgraciado.

Así nos lo describe el hermano González: «El reo estaba sentado sobre una silla vecina al palo en donde se le debía colgar. El padre Claver, allí muy cerca en el suelo, con su sombrero desteñido de puro viejo, caídas las alas, rota la badana del forro que le daba en la cara, los ojos profundos enmarcados en dos líneas oscuras de espesas cejas. Es­taba más serio que de ordinario». Él era un miserable más entre los mise­rables, y éstos podían aceptar su consolación, porque le veían hermano en el dolor. Él era, como Jesucristo, «un hombre de dolores, acostumbrado al sufrimiento». Por eso precisamente era, como Cristo, «el Consola­dor» de todos los hombres (Is 53,3;40,1; Lc 2,25).

 

–Incomprendido a veces

En la primera biografía de San Pedro Claver, escrita en 1657, tres años después de su muerte, se le describe como hombre «mediano de cuerpo, el rostro flaco, la barba medianamente poblada, entre negra y cana, los ojos grandes y melancólicos, la nariz afilada, el color trigueño y con las peni­tencias y malos tratamientos del cuerpo estaba amarillo, como de hombre muy penitente».

Envuelto el padre Claver en su famoso manteo, cubierto por algo que di­cen fue un sombrero, calzado siempre con zapatos de desecho, colgada al hombro una bolsa con toda clase de socorros para los pobres, aquel santo espantajo, que convertía su celda en almacén para pobres, con vino y todo, que metía en su cama negros en­fermos, que apenas comía nunca en la primera mesa, que llenaba portería y templo con negros y miserables, aunque era generalmente estimado como santo, no siempre era comprendido y aprobado, ni siquiera por sus compañeros jesuitas.

En realidad, el padre Claver fue muy estimado como santo y como após­tol por sus compañeros y superiores. Y si no tuvo cargos de importancia dentro de la Compañía fue porque no valía para ello. Una vez que le hicie­ron ministro, se vio pronto que no sabía mandar, y que se abrumaba a sí mismo tomando cargas para descargar a los otros. Muchos años, eso sí, hasta su última enfermedad, fue maestro de novicios de los hermanos coadjutores, director espiritual de la casa y prefecto de la iglesia.

Era San Pedro Claver muy estimado, sí, por sus hermanos religiosos. Sin embargo –refiere el padre Andrade–, «juzgaban muchos que no pro­cedía según las reglas de la prudencia… Las reprensiones ácidas con pala­bras muy mayores y de vivo sentimiento que llevó de algunos superiores fueron muchas y muy graves, no una, sino muchas veces… Muchos, to­mando ocasión de su paciencia y mansedumbre, le despreciaron y trataron ignominiosamente, llamándole ignorante, simple, impertinente, sin letras ni prudencia y que no sabía gramática». El solía responder a estos chapa­rrones con el silencio, o a veces poniéndose de rodillas y pidiendo perdón. Pero no parecía verse demasiado afectado, pues, cuidando no quebrar la obedien­cia, él seguía a su aire, que era el aire del Espíritu Santo.

 

–Pasión y muerte

Nueve jesuitas murieron en Cartagena durante la peste de 1651. A causa de ella, Sandoval y Claver quedaron casi paralíticos, recluídos en la enfermería. Sandoval murió en 1652, pero Claver aún tuvo dos años de purgatorio. Quedó hecho un guiñapo: «las facciones desencajadas; las fuerzas, débiles; el movimiento, torpe, una especie de estatua de la peni­tencia –dice un testigo– con honores de persona».

Pero a esos sufrimien­tos se añadieron otros, quizá peores. El padre Fernández, que en 1666 pu­blicó su biografía, dice que el padre Claver «pasó aquellos últimos años de su vida en sumo desamparo, remate el más precioso de la cruz de Cristo. Menos dos señoras, doña Isabel y doña Jerónima de Urbina, que siempre le fueron devotísimas, le olvidaron los de afuera como si no hubieran cono­cido tal hombre».

La peste había dejado la Casa con muy pocos religiosos, y el muchacho bozal que le atendía en la enfermería «un día le dejaba sin bebida, otro sin pan, muchos sin ración». Además de eso, «le martirizaba cuando le vestía, desgobernándole a estirones, crujiéndole los brazos, dándole encuentros, manejándole con tanta crueldad como desprecio. Por otra parte estaba lleno de cilicios. Nunca le salió un ¡ay! ni una queja; an­tes decía: “Más merecen mis culpas”».

Tres años duró este calvario de inactividad, desamparo y sufrimientos. Un día de agosto de 1654, cuando ya tenía 74 años, le dijo al hermano Ni­colás: «Ya se va acabando esto: en un día dedicado a la Virgen tengo que morir». El tuvo siempre, desde chico, una gran devoción a la Virgen, a la Moreneta, como buen catalán. Rezaba siempre aquel oficio breve de la In­maculada que le dio San Alonso, hacía especiales penitencias en vísperas de las fiestas marianas, y se entretenía mucho en hacer rosarios con sus propias manos –hizo miles–, para repartirlos a todos, especialmente a sus negros, a los presos y enfermos. Finalmente, la Virgen, que ruega por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte, ese mismo año, el día 8 de setiembre, fiesta de su gloriosa Natividad, se llevó consigo a su hijo Pedro al descanso eterno.

 

–El humillado fue ensalzado

Cuando se corrió en la ciudad la voz de que se moría el Santo, «empezó –cuenta el hermano Nicolás– la gran peregrinación ante el que ya no tenía sentido; la apoteosis al que murió creyéndose abandonado de todos». Caballeros y pobres, curas y religiosos de otras órdenes, todos querían to­carle, llevarse de él cabellos, un trozo de su camisa, lo que fuera: «le besan aun antes de morir las manos, los pies, tocándole rosarios». Dos pintores entraron primero para hacerle el retrato, pero en seguida, como dice el padre Juan de Arcos, rector del colegio, «la gente entraba y salía como a una estación de Jueves Santo; diluvios de niños y negros venían diciendo: “Vamos al Santo”»…

El gobernador don Pedro Zapata y el concejo de la ciudad solicitaron del capítulo, ya que la sede episcopal estaba vacante, que se iniciaran los in­formes sobre la vida y milagros –fueron éstos innumerables, en vida y ya muerto– del siervo de Dios. En 1657 se nombró al efecto la comisión. Con aprobación de Roma se inició el proceso en 1695. Se reconocieron las vir­tudes heroicas del padre Claver en 1747, fue beatificado en 1851, y cano­nizado en 1888.

Gloria tibi, Domine!

José María Iraburu, sacerdote

 

Índice de Reforma o apostasía

Bibliografía de la serie Evangelización de América

 

 

 

 

 

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