(494) Evangelización de América –37. México. Guadalupe y Juan Diego (II)

Virgen de Guadalpue

–«Lo bueno, si breve, dos veces bueno», dice un refrán muy antiguo.

–Más antiguo es el de Jesús: «No dar lo santo a los perros».

Dejamos a Juan Diego, después de su primer encuentro con la Virgen María en el cerro Tepeyac, caminando derecho a México, según Ella le había mandado, para hablar con el Sr. Arzobispo. Y seguimos leyendo aquellos diálogos asombrosos entre la Virgen María, una doncella jovencita, y Juan Diego, vecino de un pueblo próximo a la capital, viudo de 57 años… ya un anciano, en aquellos tiempos.

 

–Sábado 9, diciembre 1531

Primera entrevista con el señor Obispo, de mañana

«Habiendo entrado en la ciudad, sin dilación se fue en derechu­ra al palacio del obispo, que era el prelado que muy poco antes había venido y se llamaba don fray Juan de Zumárra­ga, religioso de San Francisco. Apenas llegó, trató de verle; rogó a sus criados que fue­ran a anunciarle; y pasado un buen rato, vinieron a llamarle, que había mandado el se­ñor obispo que entrara [Fray Juan de Zumárraga era Obispo electo, consagrado al año siguiente, y no  tenía palacio, sino que vivía en una casa pobre].

«Luego que entró, se inclinó y arrodilló delante de él [los indios eran muy respetuosos; algunos, cuando Zumárraga los visitaba, besaban el burro que montaba]; en seguida le dio el recado de la Señora del cielo; y también le dijo cuanto ad­miró, vio y oyó. Después de oír toda su plática y su recado, pareció no darle crédito; y le respondió: Otra vez vendrás, hijo mío, y te oiré más despacio; lo veré muy desde el principio y pensaré en la volun­tad y deseo con que has venido. El salió y se vino triste, porque de ninguna manera se realizó su mensaje».

Tarde

 «En el mismo día se volvió; se vino derecho a la cumbre del cerri­llo, y acertó con la Señora del cielo, que le estaba aguardan­do, allí mismo donde la vio la vez primera. Al verla, se postró delan­te de ella y le dijo: Señora, la más pequeña de mis hijas, Niña mía, fui adonde me enviaste a cumplir tu mandato: aunque con dificultad en­tré adonde es el asiento del prelado, le vi y expuse tu mensaje, así como me advertiste. Me recibió benignamente y me oyó con aten­ción; pero en cuanto me respondió, pareció que no lo tuvo por cierto; me dijo: Otra vez vendrás; te oiré más despacio; veré muy desde el principio el deseo y voluntad con que has venido.

«Comprendí perfectamente en la manera como me respondió, que piensa que es quizás invención mía que tú quieres que aquí te ha­gan un templo y que acaso no es de orden tuya; por lo cual te ruego encarecidamente, Señora y Niña mía, que a alguno de los principa­les, conocido, respetado y estimado, le encargues que lleve tu mensaje, para que le crean; porque yo soy un hombrecillo, soy un cordel, soy una escalerilla de tablas, soy cola, soy hoja, soy gente menuda [seis calificativos humildes], y tú, Niña mía, la más pequeña de mis hijas, Señora, me envías a un lugar por donde no ando y donde no paro. Perdóname que te cause gran pesadumbre y caiga en tu enojo, Señora y Dueña mía.

«Le respondió la Santísima Virgen: Oye, hijo mío el más pequeño, ten entendido que son muchos mis servidores y mensajeros, a quienes puedo encargar que lleven mi mensaje y hagan mi volun­tad; pero es de todo punto preciso que tú mismo solicites y ayudes y que con tu mediación se cumpla mi voluntad. Mucho te ruego, hijo mío el más pequeño, y con rigor te mando, que otra vez vayas ma­ñana a ver al obispo. Dale parte en mi nombre y hazle saber por en­tero mi voluntad: que tiene que poner por obra el templo que le pido. Y otra vez dile que yo en persona, la Siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, te envía.

«Respondió Juan Diego: Señora y Niña mía, no te cause yo aflic­ción; de muy buena gana iré a cumplir tu mandato; de ninguna ma­nera dejaré de hacerlo ni tengo por penoso el camino. Iré a hacer tu voluntad; pero acaso no seré oído con agrado; o si fuere oído, qui­zás no se me creerá. Mañana en la tarde, cuando se ponga el sol, vendré a dar razón de tu mensaje con lo que responda el prelado. Ya de ti me despido, Hija mía la más pequeña, mi Niña y Señora. Descansa entre tanto. Luego se fue él a descansar en su casa».

 

–Domingo 10

En misa, de mañana.

«Al día siguiente, domingo, muy de madruga­da, salió de su casa y se vino derecho a Tlatilolco [México], a instruirse de las cosas divinas y es­tar presente en la cuenta [los franciscanos pasaban lista de sus catecúmenos], para ver en segui­da al prelado. Casi a las diez, se aprestó, después de que se oyó Misa y se hizo la cuenta y se dispersó el gentío».

        

Segunda entrevista con el señor Obispo.

«Al punto se fue Juan Diego al palacio del señor obispo. Apenas llegó, hizo todo empeño por verle: otra vez con mucha dificultad le vio; se arrodilló a sus pies; se entristeció y lloró al exponerle el mandato de la Señora del Cielo; que ojalá que creyera su mensaje, y la voluntad de la Inmacula­da, de erigirle su templo donde mani­festó que lo quería.

«El señor obispo, para cerciorarse, le preguntó muchas cosas, dónde la vio y cómo era; y él refirió todo perfectamente al señor obispo. Mas aunque explicó con precisión la figura de ella y cuanto había visto y admirado, que en todo se descubría ser ella la Siempre Virgen, Santísima Madre del Salvador Nuestro Señor Jesucristo; sin embargo, no le dio crédito y dijo que no solamente por su plática y solicitud se había de hacer lo que pedía; que, ade­más, era muy necesaria alguna señal, para que se le pudiera creer que le enviaba la misma Señora del Cielo. Así que lo oyó, dijo Juan Diego al obispo: Señor, mira cuál ha de ser la señal que pides; que luego iré a pedírsela a la Señora del cielo que me envió acá. Viendo el obispo que ratificaba todo sin dudar ni retractar nada, le despi­dió».

Los espías del señor Obispo. «Mandó inmediatamente a unas gen­tes de su casa, en quienes podía confiar, que le vinieran siguiendo y vigilando mucho a dónde iba y a quién veía y hablaba. Así se hizo. Juan Diego se vino dere­cho y caminó por la calzada; los que venían tras él, donde pasa la barranca, cerca del puente del Tepeyá­cac, le perdieron; y aunque más buscaron por todas partes, en ningu­na le vieron.

«Asíes que regresaron, no solamente porque se fastidiaron, sino también porque les estorbó su intento y les dio enojo. Eso fueron a informar al señor obispo, inclinándole a que no le creyera: le dijeron que nomás le engañaba; que nomás forjaba lo que venía a decir, o que únicamente soñaba lo que decía y pedía; y en suma discurrie­ron que si otra vez volvía, le habían de coger y castigar con dureza, para que nunca más mintiera ni engañara».

En el Tepeyac, tarde

«Entre tanto, Juan Diego estaba con la Santísi­ma Virgen, dicién­dole la respuesta que traía del señor obispo; la que oída por la Señora, le dijo: Bien está, hijito mío, volve­rás aquí mañana para que lleves al obispo la señal que te ha pedido; con eso te creerá y acerca de esto ya no dudará ni de ti sospechará; y sábete hijito mío, que yo te pagaré tu cuidado y el trabajo y cansancio que por mí has impendido; ea, vete ahora; que mañana aquí te aguardo».

 

Lunes 11

Enfermedad de Juan Bernardino. «Al día siguiente, lunes, cuando tenía que llevar Juan Diego al­guna señal para ser creído, ya no vol­vió. Porque cuando llegó a su casa, a un tío que tenía, llamado Juan Bernardino, le había dado la enfermedad, y estaba muy grave. Prime­ro fue a llamar a un médico y le auxilió; pero ya no era tiempo, ya estaba muy grave. Por la no­che, le rogó su tío que de madrugara saliera y viniera a Tlatilolco a llamar un sacerdote, que fuera a confe­sarle y disponerle, porque es­taba muy cierto de que era tiempo de morir y que ya no se levanta­ría ni sanaría».

Martes 12

Frente al manantial del Pocito, de madrugada. «El martes, muy de madrugada, se vino Juan Diego de su casa a Tlatilolco a llamar al sacerdote; y cuando venía llegando al camino que sale junto a la lade­ra del cerrillo del Tepeyácac, hacia el po­niente, por donde tenía costumbre de pasar, dijo: Si me voy dere­cho, no sea que me vaya a ver la Señora, y en todo caso me de­tenga, para que lleve la señal al prelado, según me previno: que primero nuestra aflicción nos deje y primero llame yo de prisa al sacerdote; el pobre de mi tío lo está ciertamente aguardando» [prefiere Juan Diego servir en caridad a su tío moribundo que ver a la santísima Virgen].

«Luego dio vuelta al cerro; subió por entre él y pasó al otro lado, hacia el oriente, para llegar pronto a México y que no le detuviera la Señora del Cielo. Pensó que por donde dio la vuelta, no podía verle la que está mirando bien a todas partes. La vio bajar de la cumbre del cerrillo y que estuvo mirando hacia donde antes él la veía. Salió a su encuentro a un lado del cerro y le dijo: ¿Qué hay, hijo mío el más pequeño? ¿a dónde vas? Se apenó él un poco, o tuvo vergüenza, o se asustó. Se inclinó delante de ella; y la saludó, diciendo: Niña mía, la más pequeña de mis hijas, Señora, ojalá estés contenta. ¿Cómo has amanecido? ¿estás bien de salud, Señora y Niña mía? Voy a causarte aflicción: sabe, Niña mía, que está muy malo un po­bre siervo tuyo, mi tío; le ha dado la peste, y está para morir. Ahora voy presuroso a tu casa de México a llamar uno de los sacerdotes amados de Nuestro Señor, que vaya a confesarle y disponerle; por­que desde que nacimos, vinimos a aguardar el trabajo de nuestra muerte. Pero sí voy a hacerlo, volveré luego otra vez aquí, para ir a llevar tu mensaje. Señora y Niña mía, perdóname; tenme por ahora paciencia; no te engaño, Hija mía la más pequeña; mañana vendré a toda prisa.

«Después de oír la plática de Juan Diego, respondió la piadosí­sima Virgen: Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige; no se turbe tu corazón; no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre? ¿no estás bajo mi sombra? ¿no soy yo tu salud? ¿no estás por ventura en mi regazo? ¿qué más has menes­ter? No te apene ni te inquiete otra cosa; no te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora de ella: está seguro de que ya sanó. (Y entonces sanó su tío, según después se supo).

«Cuando Juan Diego oyó estas palabras de la Señora del cielo, se consoló mucho; quedó contento. Le rogó que cuanto antes le despa­chara a ver al señor obispo, a llevarle alguna señal y prueba, a fin de que le creyera. La Señora del Cielo le ordenó luego que subiera a la cumbre del cerrillo, donde antes la veía. Le dijo: Sube, hijo mío el más pequeño, a la cumbre del cerrillo; allí donde me viste y te di ór­denes, hallarás que hay diferentes flores; córtalas, júntalas, recóge­las; en seguida baja y tráelas a mi presencia. [Juan Diego obedece sin dudar el mandato sin sentido de la Virgen, y sube a recoger flores en puro invierno].

«Al punto subió Juan Diego al cerrillo; y cuando llegó a la cum­bre, se asombró mucho de que hubieran brotado tantas variadas exquisitas rosas de Castilla, antes del tiempo en que se dan, por­que a la sazón se encrudecía el hielo: estaban muy fragantes y lle­nas del rocío de la noche, que semejaba perlas preciosas. Luego empezó a cortarlas; las juntó todas y las echó en su regazo.

«La cumbre del cerrillo no era lugar en que se dieran ningunas flo­res, porque tenía muchos riscos, abrojos, espinas, nopales y mez­quites; y si se solían dar hierbecillas, entonces era el mes de di­ciembre, en que todo lo come y echa a perder el hielo.

«Bajó inmediatamente y trajo a la Señora del Cielo las diferentes rosas que fue a cortar; la que, así como las vio, las cogió con su mano y otra vez se las echó en el regazo, diciéndole: Hijo mío el más pequeño, esta diversidad de rosas es la prueba y señal que llevarás al obispo. Le dirás en mi nombre que vea en ellas mi vo­luntad y que él tiene que cumplirla. Tú eres mi embajador, muy digno de confianza. Rigurosamente te ordeno que sólo delante del obispo despliegues tu manta y descubras lo que llevas. Contarás bien todo; dirás que te mandé subir a la cumbre del cerrillo, que fue­ras a cortar flores, y todo lo que viste y admiraste, para que puedas inducir al prelado a que dé su ayuda, con objeto de que se haga y erija el templo que he pedido».

Continuará, con el favor de Dios.

José María Iraburu, sacerdote

 

Índice de Reforma o apostasía

Bibliografía de la serie Evangelización de América

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