(490) Evangelización de América –33 México. Primeros misioneros franciscanos

Franciscanos primeros en México

–Eran verdaderos gigantes espirituales.

–Nosotros, a su lado, somos enanos. Prueba de ello es que los ignoramos, e incluso los criticamos, pensando que su «misionología» era tosca y misérrima, comparada con la nuestra actual.

 

Debemos recordar algunos nombres muy señala­dos entre los franciscanos primeros que evangelizaron México, junto con otros religiosos, principalmente dominicos y agustinos. Debemos hacerlo. Seríamos con Dios unos ingratos si no celebráramos su bondad santificante haciendo memoria de sus grandes obras. Y los católicos mexicanos serían más ingratos todavía si aceptaran ignorar a sus padres en la fe… Lean, lean lo que sigue, que les hará mucho bien: el bien que hace la lectura de vidas de santos.

Adelanto que pienso dedicar artículos monográficos a otras grandes figuras misioneras de México: San Juan Diego, fray Antonio de Roa, Zumárraga, Vasco de Quiroga, beato Sebastián de Aparicio, San Pedro de San José, venerable Antonio Margil de Jesús, beato Junípero Serra, y tantos otros.

 

–Fray Martín de Valencia (1474-1534)

Bien hizo el superior general de los franciscanos –fray Francisco de los Ángeles, más tarde cardenal Quiñones– cuando, por gracia de Dios, eligió a fray Martín de Valencia para que, ateniéndose a sus Instrucciones (1523), eligiera y encabezase el grupo de Doce franciscanos que habían de partir para la evangelización de México…

Fray Martín nació el año 1474 en Valencia de Don Juan –entre León y Benavente– y fue provincial de la provincia francis­cana de Santiago. Motolinía, que nos dejó escrita la vida de este jefe de los Doce (Historia III,2, 295-314)), afirma: «además de lo que yo vi en él, porque le conocí por más de veinte años, oí decir a mu­chos buenos religiosos que en su tiempo no habían conocido reli­gioso de tanta penitencia, ni que con tanto tesón perseverase siem­pre en allegarse a la cruz de Jesucristo».

Amigo de soledad y silencio, pasó años de terribles noches oscu­ras y tentaciones, quedando tan flaco y desmejorado «que no pare­cía tener sino los huesos y el cuero». Un día que andaba en Robleda, pueblo salmantino, pidiendo para comer, una buena mujer le dijo: «¡Ay, padre! ¿Y vos qué tenéis? ¿Cómo andáis que parece que queréis expirar de flaco; y cómo no miráis por vos, que parece que os queréis mo­rir?». En ese momento, como quien despierta de un sueño, quedó li­bre de los engaños del demonio, tuvo una gran paz y comenzó a comer como Dios manda.

Fray Martín, aun siendo tan recogido y contemplativo, siempre de­seaba «padecer martirio, y pasar entre los infieles a los convertir y predicar. Este deseo y santo celo alcanzó el siervo de Dios con mu­cho trabajo y ejercicios de penitencia, de ayunos, disciplinas, vigi­lias y muy continuas oraciones». El Señor le había asegurado en la oración que «venida la hora de Dios, le llamaría, y que de ello estu­viera cierto».

En 1516 se había instituido la custodia franciscana de San Gabriel, reformada, muy evangélica y observante, y en 1518 fue elegido Fray Martín como su primer provincial. Fue un superior bueno, que gobernó a sus herma­nos «más por ejemplo que por palabras. Y siempre iba aumentando en sus penitencias»: cilicio y ayunos, vigilias y ceniza en la comida.

Por fin, en 1523, «cuando más descuidado estaba, llamó Dios de esta manera»: el Padre General, fray Francisco de los Angeles (Quiñones) le encomendó pasar con doce compañeros a evangelizar la Nueva España. El mandato, como sabemos, fue cumplido pron­tamente, estando ya él por los cincuenta años. En el viaje «padeció mucho trabajo, porque como era persona de edad, y andaba a pie y descalzo, y el Señor que muchas veces le visitaba con enfermeda­des, fatigábase mucho; y por dar ejemplo, como buen caudillo siempre iba adelante». Aunque lo intentó, ya a su edad no logró aprender la lengua de los indios, sino sólo algunas palabras, y «holgábase mucho cuando otros predicaban, y poníase junto a ellos a orar mentalmente y a rogar a Dios que enviase su gracia al predi­cador y a los que le oían. Asimismo a la vejez aumentó la peniten­cia, que ordinariamente ayunaba cuatro días en la semana con pan y legumbres».

Revivía a veces la Pasión de Cristo, y él mismo, muy callado para hablar de sí, hubo de confesar en una ocasión: «Desde la Dominica in Pasione hasta la Pascua, estas dos semanas siente tanto mi espíritu, que no lo puedo sufrir sin que exteriormente el cuerpo lo sienta y lo muestre como veis». Una vez, predicando so­bre la Pasión del Señor, «fue tanto el sentimiento que tuvo, que sa­liendo de sí fue arrobado y se quedó yerto como un palo, hasta que le quitaron del púlpito». Varios fueron –el alcalde de Tlalmanalco, Hernán Cortés, que le visitaba con frecuencia, fray Bernardino de Sahagún– los que le vieron orar elevado en éxtasis. Fue sin duda un religioso más contemplativo que activo, pero no obstante, tuvo gran energía en los primeros años más difíciles para sujetar a los espa­ñoles que se habían desmandado, por lo que hubo de sufrir más de una persecución y calumnia. Fue gran amigo del Obispo Zumárraga, franciscano, y del dominico fray Domingo de Betanzos.

«Vivió el siervo de Dios fray Martín de Valencia en esta Nueva España diez años, y cuando a ella vino había cincuenta, que son por todos sesenta. De los diez que digo los seis fue provincial, y los cuatro fue guardián de Tlaxcallan, y él edificó aquel monasterio, y le llamó la Madre de Dios; y mientras en esta casa moró ense­ñaba los niños desde el a b c hasta leer por latín, y poníalos a tiem­pos en oración, y después de maitines cantaba con ellos himnos; y también enseñaba a rezar en cruz, levantados y abiertos los bra­zos, siete Pater noster y siete Ave Marías, lo cual él acostumbró siempre hacer [y aún dura la costumbre en algunos lugares de México]. Enseñaba a todos los indios, chicos y grandes, así por ejemplo como por palabra, y por esta causa siempre tenía intér­prete; y es de notar que tres intérpretes que tuvo, todos vinieron a ser frailes, y salieron muy buenos religiosos».

Al fin de su vida, retirado en el convento de Tlalmanalco, solía irse a una ermita muy devota, que tenía cerca una cueva. Durante aque­llos retiros, acostumbraba salir a orar al amanecer en una arboleda, debajo de un árbol muy grande. «Y certifícanme que luego que allí se ponía a rezar, el árbol se henchía de aves, las cuales con su canto hacían dulce armonía, con lo cual él sentía mucha consola­ción, y alababa y bendecía al Señor; y como él se partía de allí, las aves también se iban».

Cuatro días duró su última enfermedad, y cuando tres frailes le llevaban a curar a México, «expiró en aquel campo o ribera. El mismo había dicho muchos años antes que no tenía de morir en casa ni en cama sino en el campo, y así pareció cumplirse». Era el 21 de marzo del año del Señor 1534.

 

–Fray Toribio de Benavente, Motolinía (1490-1569)

Hemos gozado en artículos precedentes escuchando con fre­cuencia la voz sencilla y bondadosa de Motolinía. Nacido en Benavente, León, tomó el hábito en la provincia franciscana de Santiago, y con fray Martín de Valencia, fue el más dotado del grupo de los Doce. En aquellos primeros años, tan agitados y difíciles, se distinguió tanto por su energía para poner paz entre los españoles y frenar sus desmanes, como por su amor a los indios y la abnega­ción de su entrega total a la evangelización.

Como dicen los cronistas, «fue el que anduvo más tierra». En su Carta al Emperador, dice de sí mismo, aunque sin nombrarse: «Fraile ha habido en esta Nueva España que fue de México hasta Nicaragua, que son cuatrocientas leguas, que no se quedaron en todo el camino dos pueblos que no predicase y dijese misa y ense­ñase y bautizase a niños y adultos, pocos o muchos». Este incan­sable fraile andariego habla con plena experiencia cuando dice que «no pueden los pobres frailes hacer estos caminos sin padecer en ellos grandísimos trabajos y fatigas» (III,10, 381).

Vuelto a México, él se ocupó en promover la fundación de Puebla de los Angeles (16 abril 1531), donde pudieran recogerse y poblar y vivir sin hacer daño muchos españoles que había por entonces allí, sin oficio ni beneficio. Allí celebró él la primera misa del  lugar, ante cuarenta pobladores y miles de indios que acudieron en fiesta.

Según cálculos autorizados, en su larga vida misionera, Motolinía bautizó unos 400.000 indios. En su Historia –se goza en ello una y otra vez– cuenta cómo los indios «después de bautizados es cosa de ver la alegría y regocijo que llevan con sus hijuelos a cuestas, que parece que no caben en sí de placer» (II,4, 223). Pocos misione­ros pudieron alegrarse tanto cómo él viendo cómo «se iba exten­diendo y ensanchando la fe de Jesucristo» (II,2, 206). Pocos como él conocieron, amaron y estimaron a los indios en todo su valor, cap­tando las peculiaridades de su carácter, tan distinto al de los espa­ñoles: «Son muy extraños de nuesta condición, porque los españo­les tenemos un corazón grande y vivo como fuego, y estos indios y todas las animalias de esta tierra naturalmente son mansos; y por su encogimiento y condición [por timidez] descuidados en agrade­cer, aunque muy bien sienten los beneficios; y como no son tan prestos a nuestra condición son penosos a algunos españoles. Pero hábiles son para cualquier virtud, y habilísimos para todo oficio y arte, y de gran memoria y buen entendimiento» (II,4, 220).

Entre 1536 y 1539 fue el padre Motolinía guardián del convento franciscano de Tlaxcala. En esta época fue cuando, según él mismo refiere, «estando yo descuidado y sin ningún pensamiento de escri­bir semejante cosa que ésta, la obediencia me mandó que escri­biese algunas cosas notables de estos naturales» (II, intr. 195). El resultado fue la magnífica obra Historia de los indios de la Nueva España, que venimos citando tan repetidas veces, llena de encanto y de alegría evangélica, y que hubo de escribir «hurtando al sueño algunos ratos, en los cuales he recopilado esta relación» (Prólogo).

Fue sumamente cuidadoso en sus crónicas, y evita siempre en lo posible hablar de oídas. Y cuando se ve obligado a hacerlo, nunca deja de advertirlo al lector. Fue también autor de otros escritos, como la Doctrina cris­tiana en lengua mexicana, Memoriales, Tratados de materias espiri­tuales y devotas, Carta al Emperador, etc. Pero siempre hubo de es­cribir penosamente, entre los ajetreos de la vida pastoral: «Muchas veces me corta el hilo la necesidad y caridad con que soy obligado a socorrer a mis prójimos, a quien soy compelido a consolar cada hora» (III,8, 364).

Cuarenta y cinco años duraron sus trabajos misionales, y su vida se extinguió en el convento de San Francisco, de México. Ya muy enfermo y próximo a morir, quiso celebrar la misa, y casi arrastrán­dose, sin dejar que le ayudaran, se acercó al altar y la celebró. Recibió después la unción, en presencia de sus hermanos, poco an­tes de Completas, y después de éstas, con pleno juicio, bendijo a sus hermanos frailes, y entregó su alma al Creador. Era el 9 de agosto de 1569. De los Doce apóstoles primeros de México, él fue el último en morir, y lo hizo con fama de santo.

 

–Fray Pedro de Gante (+1572)

Un año antes que los Doce, llegó a México fray Pedro de Gante, el único sobreviviente de los tres franciscanos flamencos que llegaron en 1523. Fray Pedro de Moor (Peter van der Moere, pariente del emperador Carlos), nacido en Gante, la capi­tal de Flandes. Y quedó en Texcoco para aprender la lengua mexi­cana. Era Texcoco el principal centro cultural de México, la Atenas del nuevo mundo, con sus archivos y sabios varones. Y allí mismo, en la casa del señor que le alojaba, comenzó fray Pedro una admi­rable labor escolar, prolongada luego en la ciudad de México, que había de durar cincuenta años. Conocemos bien su vida y aposto­lado, tanto por sus propias Cartas a Carlos I y a Felipe II (+V. Martínez Gracia, Gante 71-90), como por las crónicas de la época, especialmente por la del padre Mendieta (V,18; +A. Trueba, Fray Pedro de Gante, IUS, México 19592):

Según Mendieta, fue «el muy siervo de Dios fray Pedro de Gante primero y principal maestro y industrioso adiestrador de los indios», justamente en unos años en que éstos parecían a muchos torpes e inútiles, pues estaban aún «como atónitos y espantados de la guerra pasada, de tantas muertes de los suyos, de su pueblo arruinado, y finalmente, de tan repentina mudanza y tan diferente en todas las cosas» (IV,13). Con la colaboración de varios padres y hermanos, y con sorpresa de muchos, los indios «muy en breve sa­lieron con los oficios más de lo que nuestros oficiales [españoles] quisieran» (IV,13). Fray Pedro, pues, «fue el primero que en esta Nueva España enseñó a leer y escribir, cantar y tañer instrumentos musicales, y la doctrina cristiana, primeramente en Texcoco a algu­nos hijos de principales, antes que viniesen los doce, y después en México, donde residió casi toda su vida… Junto a la escuela [de los niños] ordenó que se hiciesen otros aposentos o repartimientos de casas donde se enseñasen los indios a pintar, y allí se hacía imá­genes y retablos para los templos de toda la tierra. Hizo enseñar a otros en los oficios de cantería, carpintería, sastres, zapateros, he­rreros y los demás oficios mecánicos con que comenzaron los in­dios a aficionarse y ejercitarse en ellos. Su principal cuidado era que los niños saliesen enseñados, así en la doctrina cristiana, como en leer y escribir y cantar, y en las demás cosas en que los ejercitaba» (V,18).

El orden de vida de los muchachos, compuesto de oración, estudio y diversos trabajos, era muy severo –semejante, por lo demás, en su rigor a los grandes centros pedagógicos antiguos del mundo mexicano, como la escuela de Calmécac, para sacerdotes, o la es­cuela del Telpochcalli, para guerreros–, en régimen de absoluto in­ternado. Así «se juntaron luego, pocos más o menos, mil mucha­chos, los cuales teníamos encerrados en nuestra casa de día y de noche, y no les permitíamos ninguna conversación [trato con el ex­terior], y esto se hizo para que se olvidasen de sus sangrientas ido­latrías y excesivos sacrificios» (Cta. a Felipe II, 23-6-1558).

Los más idóneos eran enviados de dos en dos los fines de semana a predi­car a varias leguas a la redonda de México, cosa que hacían con mucho fruto. Si en estas salidas sabían de alguna secreta celebra­ción idolátrica, lo comunicaban al regreso, según cuenta fray Pedro: «y luego los enviaba yo a llamar a México, y venían a capítulo, y les reñía y predicaba lo que sentía y según Dios me lo inspiraba. Otras veces los atemorizaba con la justicia, diciéndoles que los habían de castigar si otra vez lo hacían; y de esta manera, unas veces por bien y otras veces por mal, poco a poco se destruyeron y quitaron muchas idolatrías» (ib.).

Según el modelo establecido por Gante y sus colaboradores, así se procedió en los otros centros misionales, uniendo a la iglesia una escuela, en la que se enseñaban las letras con la doctrina, y también artes y oficios. En aquellas escuelas los frailes, ayudados muy pronto por indios bien preparados, enseñaban mediante repeti­ciones, representaciones mímicas y cantilenas, así como con la ayuda de figuras pintadas en lienzos, que iban señalando con una vara. Fray Pedro de Gante compuso una Doctrina cristiana en len­gua mexicana que fue impresa primero en Amberes, en 1525, cuando aún no había imprenta en México, y que fue reimpresa en 1553. Y en 1569 publicó fray Pedro una Cartilla para enseñar a leer. A él parece que se debe también la introducción en México de los vi­llancicos de Navidad.

Fray Pedro, tan entrañado en tantas familias mexicanas de la ciu­dad o de los pueblos de la comarca, conoció muy bien todos los abusos que los indios sufrieron en aquellos años muy primeros de la Nueva España –tributos excesivos, servicios fuera de sus pueblos, trabajos agotadores y mal pagados–, y en 1552 escribió una carta sumamente apremiente al emperador Carlos I, recordándole que es­tos indios «no fueron descubiertos sino para buscarles la salvación, lo cual, de la manera que ahora van, es imposible». Y añade que para pedir remedios con tanta osadía, «dame atrevimiento ser tan  allegado a V. M. y ser de su tierra». Ambos, en efecto, eran paisa­nos, nacidos en Gante, y según parece tenían entre sí algún paren­tesco.

Años más tarde, en 1558, «ya muy viejo y cansado», pero al parecer más animado, escribe a Felipe II una carta con varias solici­tudes, y entre ellas le pide que consiga privilegios de indulgencias para su amada iglesia de San José, que empezó siendo una capilla de paja, y ahora «es muy buena y muy vistosa, y caben en ella diez mil hombres, y en el patio caben más de cincuenta mil, y en ella tengo mi escuela de niños donde se sirve a Dios nuestro Señor muy mucho». En la carta le cuenta los apostolados suyos y de los frai­les, y cómo explicaban a los indios «la diferencia sin comparación que había de servir a Dios y a la Corona Real, a servir al demonio y estar tiranizados».

Así pasó fray Pedro de Gante cincuenta años, en su labor educa­tiva continua y paciente, oculta y fecundísima, y llevó en su corazón siempre a miles de muchachos mexicanos de lugares muy diver­sos, de tal manera que con toda verdad pudo escribir al emperador: «los tengo a todos por mis hijos, y así ellos me tienen por padre» (20-7-1548). En efecto, según refiere Mendieta, «fue muy querido, como se vio muy claro en todo el discurso de su vida, y en que con ser fraile lego, y predicarles a los indios y confesarlos otros sacer­dotes grandes siervos de Dios y prelados de la Orden, al Fr. Pedro solo conocían por particular Padre, y a él acudían con todos sus ne­gocios, trabajos y necesidades, y así dependía de él principalmente el gobierno de los naturales de toda la ciudad de México y su co­marca en lo espiritual y eclesiástico; tanto que solía decir el se­gundo Arzobispo, Fr. Alonso de Montufar, de la orden de predicado­res: “Yo no soy arzobispo de México, sino Fr. Pedro de Gante, lego de San Francisco”» (V,18).

En estos empeños misioneros de tanta caridad estuvo fray Pedro de Gante hasta el primer domingo de Pascua de 1572, en que se fue a descansar al cielo. Si en 1523 fue a México con unos 40 años de edad, según dice Trueba, «tendría, pues, al morir casi 90 años» (Gante 49), de los que casi 50 pasó al servicio de Dios y de los in­dios. A su muerte, según refiere Mendieta, «sintieron los naturales grande dolor y pena, y en público la mostraron», poniéndose por él luto, y celebrando exequias en muchos pueblos y cofradías. También hicieron «su figura sacada al natural de pincel, y casi en todos los principales pueblos de la Nueva España lo tienen pintado, juntamente con los doce primeros fundadores de esta provincia del Santo Evangelio» (V,18).

 

–Fray Andrés de Olmos (+1571)

No hemos de cerrar este artículo sin hacer breve memoria de al­gunos otros franciscanos realmente memorables (+ Trueba, Retablo franciscano). Nacido a fines del XV en un pueblo de Burgos, Andrés de Olmos estudió en Valladolid, donde llegó a ser catedrá­tico de derecho canónico. Dejando su cátedra, se hizo franciscano, y cuando fray Juan de Zumárraga, guardián del convento de Abrojo, fue designado Arzobispo de México, se llevó consigo en 1528 a fray Andrés de Olmos, fraile de su convento. Cuarenta y tres años pasó éste evangelizando y enseñando en la Nueva España. Aprendió prodigiosamente no pocas lenguas de las Indias. Y escribió mu­chas obras en varias lenguas indígenas.

    «Compuso un Arte en lengua mexicana [primera gramática náhuatl, de 1547], y escribió en el mismo idioma… Libro de los siete sermo­nes, Tratado de los Sacramentos y Tratado de los sacrílegos. En lengua huasteca, una gramática, un vocabulario y una doctrina cris­tiana. En totonaca, un arte y un vocabulario. Además de éstos, com­puso otros muchos» (Trueba, Retablo 38). En náhuatl escribió un auto titulado El Juicio Final, que fue representado –a juicio de Las Casas, perfectamente– por 800 indios.

«Fray Andrés de Olmos fue el que sobre todos tuvo don de len­guas, porque en la mexicana compuso el arte más copioso y prove­choso de los que se han hecho, y hizo vocabulario y otras muchas obras, y lo mesmo hizo en la lengua totonaca y en la guasteca, y entiendo que supo otras lenguas de chichimecos, porque anduvo mucho tiempo entre ellos» (Mendieta IV,44). «Quizá, observa Ricard, de este padre habla Mendieta cuando recuerda a un religioso que escribía catecismos y predicaba la doctrina cristiana en diez len­guas diferentes (III,29). Caso a la verdad de excepción, pero sabe­mos que varios frailes menores predicaban en tres lenguas» (Motolinía, Historia III,29, 318)».

La rápida elaboración de vocabularios y gramáticas de lenguas indígenas fue una tarea, sumamente laboriosa, de importancia deci­siva para la evangelización. El dominio, sobre todo, del náhuatl era particularmente urgente. En efecto, «esta lengua mexicana es la ge­neral que corre por todas las provincias de esta Nueva España, puesto que en ella hay muy muchas y diferentes lenguas particula­res de cada provincia, y en partes de cada pueblo, porque son in­numerables. Más en todas partes hay intérpretes que entienden y hablan la mexicana, porque ésta es la que por todas partes corre, como la latina por todos los reinos de Europa. Y puedo con verdad afirmar, que la mexicana no es menos galana y curiosa que la la­tina, y aun pienso que más artizada en composición y derivación de vocablos, y en metáforas» (ib.).

Fray Andrés de Olmos, durante sus 43 años en México, no fue solamente un erudito especializado en lenguas, sino un apóstol de los indios, que fiel a su lema, La cruz delante, hizo muchas jornadas misioneras, buscando especialmente aquellas regiones de indios más ásperas y peligrosas. Al gobernador Ortiz de Zúñiga le confe­saron unos indios que varias veces salieron a matar al padre Olmos, y que las flechas se volvían contra ellos mismos. Otros mi­lagros se cuentan de su vida, y obrados también después de su muerte, que, con toda santidad, ocurrió en octubre de 1571.

 

–Fray Bernardino de Sahagún (+1590)

Nacido en Sahagún, en la leonesa Tierra de Campos, hacia el 1500, Bernardino Ribeira estudió en Salamanca, donde se hizo franciscano. En 1529 llegó a Nueva España, y fray Juan de Torquemada nos da de él un dato curioso: «Era este religioso varón de muy buena persona, y rostro, por lo cual, cuando mozo, lo es­condían los religiosos ancianos de la vista común de las mujeres» (+Oltra, Sahagún 28).

De él dice Mendieta: «Fue fray Bernardino religioso muy macizo cristiano, celosísimo de las cosas de la fe, deseando y procurando que ésta se imprimiese muy de veras en los nuevos convertidos. Amó mucho el recogimiento y continuaba en gran ma­nera las cosas de la religión, tanto que con toda su vejez nunca se halló que faltase a maitines y de las demás horas. Era manso, hu­milde, pobre, y en su conversación avisado y afable con todos… En su vida fue muy reglado y concertado, y así vivió más tiempo que ninguno de los antiguos, porque lleno de buenas obras, murió de edad de más de noventa años» (V,41). Sahagún fue guardián de va­rios conventos, pero, por mandato, se dedicó especialmente al es­tudio sistemático de la historia y religión, lengua y costumbres de los indígenas.

De entre sus escritos descuella la Historia general de las cosas de la Nueva España, verdadero monumento etnográfico, compuesto de doce libros, que no tiene precedentes comparables en nin­guna lengua. Sahagún fue, a juicio de Mendieta, el más experto de todos en la lengua náhuatl (IV,44), y su sistema de trabajo, ya ini­ciado en parte por fray Andrés de Olmos, era estrictamente científico y metódico. El mismo Sahagún explica cómo reunía una decena de hombres principales, «escogidos entre todos, muy hábiles en su lengua y en las cosas de sus antigüallas, con los cuales y con cua­tro o cinco colegiales todos trilingües», elaboraba incansablemente detallados informes en lengua náhuatl, continuamente revisados por sus mismos informantes (Prólogo). La obra, escrita a dos co­lumnas, en náhuatl y castellano, pasó por tres etapas de elaboración que se terminaron en Tepeapulco (1560), en el Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco (1562) y finalmente en la redacción definitiva, tras un largo recogimiento en México (1566) (Ricard 113).

Los escritos de fray Bernardino de Sahagún, con todas sus des­cripciones minuciosas de aquel mundo indígena fascinante, son apasionadamente científicos, y están siempre impulsados por la solicitud apostólica.

En primer lugar pre­tende favorecer el trabajo de los misioneros, pues «el médico no puede acertadamente aplicar las medicinas al enfermo sin que pri­mero conozca de qué humor o de qué causa procede la enferme­dad… y los predicadores y confesores médicos son de las almas»; y sin embargo, hay predicadores que excusan cosas graves pen­sando que «son boberías o niñerías, por ignorar la raíz de donde sa­len, que es mera idolatría, y los confesores ni se las preguntan ni piensan que hay tal cosa, ni saben lenguaje para se lo preguntar, ni aun lo entenderán aunque se lo digan».

Pretende Sahagún en segundo lugar revalorizar la cultura indígena mexicana, pues estos in­dios «fueron tan atropellados y destruidos ellos y todas sus cosas, que ningua apariencia les quedó de lo que eran antes. Así están te­nidos por bárbaros y por gente de bajísimo quilate, como según verdad en las cosas de política echan el pie delante a muchas otras naciones que tienen gran presunción de políticos, sacando fuera al­gunas tiranías que su manera de regir contenía». Por todo ello fray Bernardino compuso esta obra, que «es para redimir mil canas, por­que con harto menos trabajo de lo que aquí me cuesta podrán los que quisieren saber en poco tiempo muchas de sus antiguallas y todo el lenguaje desta gente mexicana» (Prólogo). El mundo mexicano prehispánico, no habiendo escritura, sin la inmensa obra de fray Bernardino de Sahagún, hubiera quedado ignorado en buena parte para siempre con la muerte de aquellos sabios ancianos que por experiencia y tradición conocían su propia historia, guardada en sus cabezas como en una biblioteca.

A juicio de Jiménez Moreno, «el P. Sahagún emprendió por pri­mera vez en la historia del mundo la más completa investigación etnográfica de pueblo alguno, mucho antes de que el mismo Lafitau (generalmente considerado como el primer gran etnógrafo) escri­biera su notabilísima obra sobre las costumbres de los iroqueses, que tanto admiran los sabios» (+Trueba, Retablo 15-16).

 

Fray Gerónimo de Mendieta (1525-1604)

Este vasco de Vitoria, nacido en 1525, fue el menor de los cua­renta hijos que su padre tuvo en sus tres legítimos matrimonios. Ingresó en los franciscanos de Bilbao, y en 1554 pasó a la Nueva España, donde aprendió el náhuatl con asombrosa rapidez. En México permaneció más de sesenta años, y fue guardián del con­vento de Tlaxcala y de otros importantes conventos franciscanos, como Toluca y Xochimilco. Fue también varios años secretario e in­térprete del Comisiario General franciscano.

En 1574 recibió del Padre General el encargo de componer una historia de la orden en México, y partiendo de sus propios conocimientos y de los escritos de autores como Motolinía, Olmos y Sahagún, alcanzó a culminar su grandiosa Historia eclesiástica indiana poco antes de morir santa­mente en San Francisco de México, en 1604, a los setenta y nueve años de edad. Su obra, muy cuidadosa y exacta, se caracteriza por la profundidad de su sentido religioso e histórico, y está llena de graciosa amenidad.

 

–Apostolado de santidad

Los misioneros que plantaron la Iglesia en México, franciscanos, dominicos y agustinos, y otros, porque eran unos santos, por pura gracia de Dios, pudieron hacer el milagro de la evangeli­zación. Perdidos en una selva del lenguas desconocidas, diseminados en una geografía inmensa y escabrosa, mínimos en número para tantos millones de indios, eran conscien­tes de que sólo en la abnegación total de sí mismos y en la perfecta santidad del Espíritu podían dejar que Dios hiciera por medio de ellos las maravillosas obras de su gracia. Y efectivamente, en oraciones y penitencias in­cesantes, en pobreza y castidad perfectas, en obediencia y en tra­bajos agotadores, realizaron la evangelización más excelente que recuerda la historia de la Iglesia, después de la de los Apóstoles.

Extracto de unas páginas del historiador francés Robert Ricard (+1984):

«Los misioneros de México parecen como dominados por la obsesión de dar ejem­plo, de enseñar y predicar por el ejemploEjemplo de oración, ante todo», para que los indios, dados a la imitación, «se llegasen a Dios». Ejemplo de penitencia y austeridad. «¿No escribirá Zumárraga que fray Martín de Valencia «se nos murió de pura peni­tencia»? No era él una excepción: las fatigas y privaciones fueron la causa de la gran mortalidad de los dominicos, obligados [en el sur] a recorrer un inmenso territorio: «Y como los religiosos de esta Orden de Santo Domingo no comen carne y andan a pie, es intolera­ble el trabajo que pasan y así viven poco», escribía el virrey Luis de Velasco al príncipe Felipe en 1554… Y lo mismo pasaba con los agustinos», como fray Juan Bautista de Moya o el increíblemente penitente fray Antonio de Roa. Ejemplo de pobreza: «Los religiosos de las tres órdenes se opusieron abiertamente a que los indios pa­garan el diezmo, para que no imaginaran que los misioneros habían venido en busca de su personal provecho». Ellos querían vivir po­bres como los indios, «ya que éstos, en su mayoría, ignoraban la codicia y llevaban una vida durísima o miserable… De ahí, quizá más que de sus beneficios, nació la honda veneración y amor que les tuvieron: “los religiosos casi son adorados de los indios”, pudo escribir sin exagerar Suárez de Peralta (+1590; Noticias históricas de la Nueva España, Madrid 1878, cp.VII,65)». Y esto era así para los in­dios «fueran los que fueran sus misioneros, franciscanos, agustinos o dominicos»… Éstas eran «las admirables y excelsas virtudes de tantos de los fundadores de la Iglesia en la Nueva España». Y «tal es la llave que abre las almas; sin ella, todo apostolado viene a pa­rar en inmediato y definitivo fracaso, o se queda apenas en frágil y engañadora apariencia» (Ricard 224-228).

«En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación, darte gracias, Padre santo, siempre y en todo lugar, por Jesucristo, tu Hijo amado».

José María Iraburu, sacerdote

 

Índice de Reforma o apostasía

Bibliografía de la serie Evangelización de América

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