(458) Evangelización de América, 6. –España, misionera de Cristo

Cuzco - Perú

–Descubrir, civilizar, evangelizar 10.000 kilómetros de tierras y pueblos diversos… Es mucho.

–En una acción muy grande, enorme, como es la evangelización y civilización de América, es importante saber quién actúa, con qué autoridad y con qué fin.

–La Reconquista de España, 1492

    En los años 711-725 los árabes musulmanes ocupan toda la península ibérica, salvo pequeños núcleos cristianos en As­turias y los Pirineos. Y en esos mismos años, Pelayo en Asturias (718-737) –«un rey nuevo que reina sobre un pueblo nuevo», según Ibn Jaldún–, y en seguida Alfonso I (739-757), inician contra el Islam invasor un movimiento poderoso de reconquista que durará ocho siglos, en los que se va a configurar el alma de España.

    El gran historiador medievalista Claudio Sánchez Albornoz (1893-1984), español que vivió en América 40 años, en su obra La Edad Media española y la empresa en América (1983), muestra y demuestra la continuidad en el empeño de la Reconquista, culminado en 1492, y la empresa civilizadora y evangelizadora que en ese mismo año comienza con el descubrimiento de América.

    «Desde el siglo VIII en adelante –escribe don Claudio–, la historia de la cris­tiandad hispana es, en efecto, la historia de la lenta y continua res­tauración de la España europea;… A través de ocho siglos y dentro de la múltiple variedad de cada uno, como luego en América, toda la historia de la monarquía castellana es también un tejido de conquistas, de funda­ciones de ciudades, de reorganización de las nuevas provincias ganadas al Islam, de expansión de la Iglesia por los nuevos domi­nios: el trasplante de una raza, de una lengua, de una fe y de una civilización» (125).

    Aquellos ocho siglos España luchó, en el nombre de Dios, para re­cuperarse a sí misma, es decir, para reafirmar su propia identidad cristiana. Combatiendo hacia el sur, con la Cruz alzada y las Órdenes Militares en vanguardia, la causa de Cristo y la de España se habían fundido en una sola.

    Y «siempre en permanente actividad colonizadora, siempre llevando hacia el Sur el romance nacido en los valles septentrionales de Cas­tilla, siempre propagando las doctrinas de Cristo en las tierras ga­nadas con la espada, siempre empujando hacia el Sur la civiliza­ción que alboreaba en los claustros románicos y góticos de catedra­les y cenobios, siempre extendiendo hacia el mediodía las liberta­des municipales, surgidas en el valle del Duero, y siempre incorpo­rando nuevos reinos al Estado europeo, heredero de la antigüedad clásica y de los pueblos bárbaros, pero tallado poco a poco, por obra de las peculiaridades de nuestra vida medieval, en pugna se­cular con el Islam» (126).

    La divisa hispana en estos siglos fue Plus ultra, más allá, más allá siempre… Y cuando España culmina la reconquista entrando victoriosa en Granada (2-I-1492), en ese mismo año (12-X-1492) continúa en América su formidable impulso: descubrimiento, civilización y evangelización.

 

–Empresa popular y religiosa

    La lucha contra el Islam invasor fue lo que, por encima de muchas divisiones e intereses contrapuestos, unió en una causa común a todos los reinos cristianos peninsulares, y dentro de ellos a reyes y nobles, clérigos y vasallos, oficios y estamentos. Todos empeña­ban la vida por una causa que merecía el riesgo de la muerte. Y la Reconquista iba adelante, con tenacidad multisecular, como empeño nunca olvidado.

    «Un valle, una llanura, una montaña, una villa, una gran ciudad eran ganadas al Islam porque el Señor había sido gene­roso; y como proyección de la merced divina, castillos, palacios, casas, heredades… Se habían jugado a cara o cruz la vida, habían tal vez caído en la batalla padres, hijos, hermanos… pero después, en lo alto de las torres, [la Cruz] el símbolo magno de la pasión de Cristo. Y nuevas tierras que dedicar al culto del hijo de Dios. Y así un siglo, dos, cinco, ocho» (104)…

    En los audaces golpes de mano contra el moro, o en los embates poderosos de grandes ejércitos cristianos, todos invocaban siempre el auxilio de Cristo y de María, del apóstol Santiago y de los santos, alzando a ellos una oración «a medias humilde y orgullosa: “Sirvo, luego me debes protección”» (103). Y tras la victoria, el Te Deum laudamus. Y en seguida la repoblación.

    Durante ocho siglos las victorias hispanas eran siempre triunfos cristianos: Fernando III vence en Córdoba, y hace devolver a Santiago las campanas arre­batadas allí por Almanzor; triunfa en Sevilla, y alza la santa Cruz sobre la torre más alta de la Alhambra granadina… El programa de go­bierno de la reina Isabel al ascender al trono de Castilla (1474), expresa claramente esa intención: «el servicio de Dios, el bien de las Iglesias, la salvación de todas las almas y el honor de estos reinos». Finalmente, tras diez años de tenaz resis­tencia, cae en Granada el último bastión árabe.

 

–La Conquista de América, 1493

    La Reconquista que España hace de sí misma no es sino una pre­paración providencial para la Conquista de América, que se realiza en perfecta continuidad. El mismo impulso espiritual que moviliza a todo un pueblo de Covadonga hasta Granada, continuó empuján­dolo esta vez al oeste extra-peninsular, a las Canarias y a las Antillas, y de allí a Tierra Firme y Nueva España, y en cincuenta años hasta el Río de la Plata y la América del Norte. La Reconquista duró ocho siglos, y la Conquista sólo me­dio. Esta fue tan asombrosamente rápida porque España hizo en el Nuevo Mundo lo que en la península venía haciendo desde hacía ocho siglos. Estaba ya bien entrenada.

Sánchez de Albornoz afirma «como verdad indestructible, que la Reconquista fue la clave de la Historia de España» y que «lo fue también de nuestras gestas hispanoamericanas» (7). «Si los musulmanes no hubieran puesto el pie en España, nosotros no habríamos realizado el milagro de Amé­rica» (70). «Sin los siglos de batallas contra el moro, enemigo del Altísimo, de María, de Cristo y de sus Santos, sería inexplicable el anhelo cristianizante de los españoles en América, basado en la misma férvida fe» (106). Así ha de entenderse la rápida evangelización de América, esa inmensa transfusión de sangre, fe y cultura, que logró la rápida conversión de los pueblos misionados, fenómeno único en la histo­ria de la Iglesia.

    En las Indias, otra vez se unen en empresa común Reyes y vasallos, frailes y soldados, teólogos y navegantes. Otra vez cas­tellanos y vascos, andaluces y extremeños, se van a la conquista de almas y de tierras, de pueblos y de oro. Otra vez las encomien­das y las cartas de población, los capitanes y adelantados, las capi­tulaciones de conquista, las libertades municipales de nuevos ca­bildos, los privilegios y fueros, la construcción de iglesias o la re­construcción de los templos paganos, la destrucción de los ídolos y la erección de monasterios y sedes episcopales.

    La Conquista, pues, teniendo la evangelización como lo primero, era llegar, ver, vencer, re­poblar, implantar las formas básicas de una sociedad cristiana, y asimilar a los indígenas, como vasallos de la Corona, prosiguiendo luego el impulso por una sobreabundante fusión de mestizaje, ante el asombro de la esposa india, que se veía muchas veces como es­posa única y no abandonada. El rey Fernando el Católico aprobó en 1514, muy pronto, una real cédula de inmensa transcendencia que validaba el matrimonio entre varones castellanos y mujeres indígenas.

    «La política asimilista pero igualitaria de Castilla, única en la historia de la colonización universal –política que declaró súbditos de la Corona, como los castellanos, a los indios de América y que no convirtió en colonias a las tierras conquistadas, sino que las tuvo por prolongación del solar nacional–, no podría explicarse sin nues­tro medioevo» (128).

 

–Los religiosos en la España del XVI

    La reforma religiosa en España se anticipa al concilio de Trento, pues ya se venía realizando desde fines del siglo XIV. Este factor tuvo influjo decisivo en la evangelización de las Indias. Ya en los umbrales del siglo XVI, las Ordenes religio­sas principales y las Universidades vivieron en la península una época de gran pu­janza.

    Las más importantes Ordenes religiosas habían experimentado auténticas reformas, los jerónimos en 1373, los benedictinos de Va­lladolid en 1390. Los franciscanos, a lo largo del siglo XV, se afir­maron en la observancia, y en 1555 culminaron su renovación con los descalzos de San Pedro de Alcántara (1499-1562). En cuanto a los dominicos, también durante el siglo XV vivieron intensamente el espíritu de re­novación con Luis de Valladolid, el beato Alvaro de Córdoba, el car­denal Juan de Torquemada, o el P. Juan de Hurtado. La renovación cisterciense, por su parte, fue ligada a Martín de Vargas; la agusti­niana a Juan de Alarcón, y la trinitaria a Alfonso de la Puebla.

    Los Reyes Católicos, con la gran ayuda del franciscano Cardenal Francisco Jiménez de Cisneros (1437-1517), arzobispo de Toledo, apoyaron y culminaron en su reinado la reforma de las Ordenes re­ligiosas, ayudando así en grado muy notable a poner firmes funda­mentos a la renovación religiosa de España en el siglo XVI. Esto que, como sabemos, tuvo una gran repercusión en el concilio de Trento, fue también de transcendencia decisiva para la evangeliza­ción de las Indias.

    Con todo esto, y con la expulsión de los judíos y los árabes, España en el XVI es un pueblo homogéneo y fuerte, que tiene por alma única la fe cristiana. Las universidades de Salamanca y Alcalá, bajo el impulso de hombres como Cisneros o Nebrija, se sitúan entre las principales de Europa, uniendo humanismo y biblismo, teología tomista y misticismo. Figu­ras intelectuales de la talla de Vitoria, Báñez, Soto, Cano, Medina, Carvajal, Villavicencio, Valdés, Laínez, Salmerón, Maldonado, hacen de España la vanguardia del pensamiento cristiano de la época. Igualmente en novela y teatro, poesía y pintura, España está viviendo su Siglo de Oro. En fin, el XVI en España es sobre todo el siglo de un pueblo unido en una misma fe.

 

–Un pueblo fuerte, elegido por Dios para una empresa grandiosa

    Para conocer una historiaes necesario, pero no suficiente, cono­cer los hechos, pues es preciso también conocer el espíri­tu, o si se quiere la intención que animó esos hechos, dándoles su signifi­ca­ción más profunda. El que desconozca el espíritu medieval his­pano de conquista y evangelización que actuó en las Indias, y trate de explicar aquella magna empre­sa en términos mercantilistas y libe­rales, propios del espíri­tu burgués moderno –«cree el ladrón que to­dos son de su condición»–, apenas podrá entender nada de lo que allí se hizo, aunque conozca bien los hechos, y esté en si­tuación de esgrimirlos. Quienes proyectan sobre la obra de España en las In­dias el espíritu del colonialismo burgués, liberal y mercan­tilista, se darán el gusto de confirmar sus propias te­sis con innumerables hechos, pero se verán condenados a no entender casi nada de aquella grande histo­ria.

    Oigamos de nuevo a don Claudio Sánchez de Albornoz:

    «No, no fueron casuales ni el descubrimiento ni la conquista ni la colonización de América. El descubrimiento fue fruto de un acto de fe y de audacia pero, además, de la idiosincracia de Castilla. Otro hombre de fe y de audacia habría podido proyectar la empresa; es muy dudoso que otro pueblo con otra histórica tradición que el cas­tellano a fines del s. XV le hubiese secundado. Un pueblo de ban­queros como Génova o un pueblo como Venecia, de características bien notorias, difícilmente hubiese arriesgado las sumas que la aventuradísima empresa requería. Sólo un pueblo sacudido por un desorbitado dinamismo aventurero tras siglos de batalla y de em­presas arriesgadas y con una hipersensibilidad religiosa extrema podía acometer la aventura…

    «Pero admitamos lo imposible, que América no hubiese sido des­cubierta por Castilla; algo me parece indudable: sólo Castilla hu­biese conquistado y colonizado América. ¿Por qué? He aquí el nudo del problema. La conquista no fue el resultado natural del descubri­miento. Imaginemos que Colón, contra toda verosimilitud, hubiese descubierto América al frente de una flotilla de la Señoría de Génova o de naves venecianas; podemos adivinar lo que hubiese ocurrido. Se habrían establecido factorías [normalmente en la costa del mar, sin penetrar en el interior del país], se habrían buscado especias, se habría pensado en los negocios posibles… Podemos imaginar lo que hubiese ocurrido, porque tenemos ejemplos históricos preci­sos» (23).

    Si proyectamos el espíritu de hoy, burgués y liberal, co­mercial y consumista, sobre la empresa histórica de España en las Indias, la falsearemos completamente, y no podremos entender nada de ella.

   –Roma encomienda América a España para que la evangelice

    El Tratado de Alcaçovas-Toledo (1479), estable­cido entre España y Portugal, había clarificado entre las dos potencias ibéricas las áreas de influjo en la zona de Canarias, África y camino del Oriente; pero nada había determinado de posibles navegaciones hacia el Oeste. Por eso, en cuanto Colón regresó de América, rápi­das gestiones de los Reyes españoles consiguieron del papa Ale­jandro VI, antes del segundo viaje colombino, las Bulas Inter cætera (1493), en las que se afirman unas normas de muy alta transcen­dencia histórica.

    «Sabemos, escribe el Papa a los Reyes Católicos, que vosotros, desde hace tiempo, os habíais propuesto buscar y descubrir algu­nas islas y tierras firmes lejanas y desconocidas, no descubiertas hasta ahora por otros, con el fin de reducir a sus habitantes y mora­dores al culto de nuestro Redentor y a la profesión de la fe católica; y que hasta ahora, muy ocupados en la reconquista del reino de Granada, no pudisteis conducir vuestro santo y laudable propósito al fin deseado». Pues bien, sigue diciendo el Papa, con el descu­brimiento de las Indias llegó la hora señalada por Dios, «para que decidiéndoos a proseguir por completo semejante empresa, queráis y debáis conducir a los pueblos que viven en tales islas y tierras a recibir la religión católica». Así pues, «por la autoridad de Dios om­nipotente concedida a San Pedro y del Vicariato de Jesucristo que ejercemos en la tierra, con todos los dominios de las mismas… a tenor de la presente, donamos, concedemos y asignamos todas las islas y tierras firmes descubiertas y por descubrir a vos y a vues­tros herederos». Y al mismo tiempo, «en virtud de santa obedien­cia», el Papa dispone que los Reyes castellanos «han de destinar varones probos y temerosos de Dios, doctos, peritos y expertos para instruir a los residentes y habitantes citados en la fe católica e inculcarles buenas costumbres» (Antonio Gutiérrez, América: descubrimiento de un Mundo nuevo 122-123).

    Roma, pues, envía claramente España a América, y en el nombre de Dios se la encomidenda para que la evangelice. En otras palabras, el único título legítimo de dominio de España sobre el inmenso continente americano reside en la misión evangelizadora.

    El profesor Luis Suá­rez, historiador (Isabel I, Reina) recuerda aquí que ya Clemente V, hacia 1350, en­señaba que «la única razón válida para anexionar un territorio y someter a sus habitantes es proporcionar a éstos algo de tanto va­lor que supere a cualquier otro. Y es evidente que la fe cristiana constituye este valor» (La Cierva, Gran Historia de América 503).

   –El Patronato Real

    El Patronato real fue históricamente el modo en que se articuló esta misión de la Corona de España hacia las Indias. El Patronato sobre las Indias no fue sino una gran amplificación de la insti­tución del patronato, desde antiguo conocida en el mundo cristiano: por él la Iglesia señalaba un conjunto de privilegios y obligaciones a los patronos o fundadores de templos o colegios, hospitales o monasterios, o a los promotores de importantes obras religiosas. El Padroao de los Reyes lusitanos fue el precedente inmediato al de la Corona española.

    Por el real Patronato, los Reyes castellanos, como delegados del Papa, y sujetos a las leyes canónicas, asumie­ron así la administración general de la Iglesia en las Indias, con todo lo que ello implicaba: percepción de diezmos, fundación de diócesis, nombramientos de obispos, autorización y mantenimiento de los misioneros, construcción de templos, etc. Julio II, en la Bula Universalis Ecclesiæ (28-VII-1508), concedida a la Corona de Castilla en la per­sona de Fernando el Católico, dió la forma definitiva a este conjunto de derechos y deberes.

    Pronto se crearon las primeras diócesis americanas, y las Capitu­laciones de Burgos (1512) establecieron el estatuto primero de la Iglesia indiana. Cuando la Santa Sede vio con los años el volumen tan grande que iba cobrando la Iglesia en América, pretendió en 1568 suprimir el Patronato, pero Felipe II, felizmente, no lo permitió. Poco después, la Junta Magna de Madrid (1574) fue un verdadero congreso misional, en el que se impulsó la autonomía relativa de los obispos en las In­dias para nombramientos y otras graves cuestiones. Las modernas Repúblicas hispanoamericanas mantuvieron el régi­men del Patronato hasta el concilio Vaticano II, y en algunas todavía perdura, en la práctica al menos de algunas cuestiones.

José María Iraburu, sacerdote

 

Índice de Reforma o apostasía

Bibliografía de la serie Evangelización de América

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