InfoCatólica / Schola Veritatis / Categoría: Sagrada Liturgia

11.06.15

Corazón de Jesús, único refugio en medio de las turbaciones y angustias de la vida presente

Corazón de Jesús

En el presente post deseamos ofrecer para la oración contemplativa de nuestros queridos lectores dos maravillosos textos monásticos relativos al gran misterio que mañana celebra la Iglesia, el Sagrado Corazón de Nuestro Redentor.

El primer de los textos es de Lanspergio (Juan Gerecht), el cual nació en Landsberg, Alta Baviera, en 1489/90. Entró en la Cartuja de Colonia hacia 1508, donde fue gran maestro espiritual, escribió obras de espiritualidad como el Enchiridion christianae militiae y el Speculum christianae perfectionis así como algunos opúsculos apologéticos en alemán en contra de Martín Lutero. Es uno de los pocos autores alabados por la Orden Cartujana por su amplia actividad literaria. Murió en el año 1539.

El segundo texto es de Guillermo de Saint-Thierry, quien nació entre 1075 y 1080 en Lieja (Bélgica). Hacia 1120 conoce personalmente a Bernardo de Claraval, el cual deja en él una profunda huella. Elegido abad de Saint-Thierry en 1121, trabajó denodadamente en la renovación de los monjes benedictinos. Los pobres resultados influyeron en la renuncia al cargo en 1135 y en su decisión de hacerse monje cisterciense de Signy. Allí se dedicará a la contemplación y a la escritura. Murió el año 1148. Entre sus numerosas obras, destacan: Sobre la contemplación de Dios; Sobre la naturaleza y dignidad del amor; Sobre el sacramento del altar; Comentario de la Carta a los romanos; Sobre la naturaleza del cuerpo y del alma; El espejo de la fe; y sobre todo su influyente Carta a los hermanos de Monte Dei, así como una inacabada Vida de Bernardo.

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4.06.15

¿Quién comprende el misterio que encierra una comunión sacramental?

En este día del Corpus Christi, ofrecemos para la meditación de nuestros lectores un texto seleccionado de las obras del beato Dom Columba Marmion (1858-1923), quien fue monje, sacerdote y tercer abad de la Abadía de Maredsous. Gran maestro espiritual y autor de obras de notable influencia como fueron “Jesucristo, vida del alma”, “Jesucristo ideal del sacerdote”, “Jesucristo ideal del monje” y “Jesucristo en sus misterios”, de la cual tomamos el texto de este post (la traducción directa del original francés es nuestra, así como las negritas y cursivas). Dom Columba fue beatificado el año 2000 por el Papa Juan Pablo II.

A modo de brevísima introducción, vale la pena considerar este aspecto a menudo olvidado que señala dom Columba: el hecho de que recibiendo la comunión sacramental, nosotros aceptamos, por decirlo de este modo, que Cristo imprima y reproduzca en nosotros sus misterios, misterios que como sabemos son de gozo, de cruz y de gloria. La humillación de su anonadamiento, su ocultamiento, su martirio por la verdad, su obediencia al Padre, su caridad inmolada hacia los hombres, su muerte ignominiosa tras un juicio humano falso e injusto, su resurrección de entre los muertos, su eterna gloria… todo aquello deviene la impronta bendita de su vida en nosotros. 

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29.05.15

La construcción de un mundo al margen de la Santa Trinidad

Homilía en la Solemnidad de la Santísima Trinidad

Gloria y honor a Dios Padre, al Hijo y al Espíritu Paráclito, por todos los siglos

Misterio central de nuestra fe. Celebramos hoy, con ale­gría, el misterio de la Santísima Trinidad, que el Catecismo de la Iglesia Católica llama: «misterio central de la fe y de la vida cristiana». El mismo Catecismo nos enseña que el misterio trinitario «es el misterio de Dios en sí mismo. Es, pues, la fuente de todos los otros misterios de la fe; es la luz que los ilumina» (n.234).

Formación del dogma trinitario. La Iglesia de los primeros siglos centró su atención teológica en los misterios centra­les de nuestra fe. La predicación de los Padres de la Iglesia trata continuamente del formidable misterio trinitario, de la divinidad de Jesucristo y del Espíritu Santo. En los siete pri­meros Concilios se contiene el patrimonio dogmático fun­damental de la Iglesia Católica Romana. Frente a los errores heréticos que iban apareciendo —que eran muy graves—, la Iglesia procuró expresar con absoluta fidelidad la fe en la cual creía desde los primeros tiempos, en fórmulas breves, concisas y exactas. El Concilio de Nicea, celebrado el año 325, definió contra los arrianos, que negaban la divinidad del Verbo, que Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es «Dios verdadero, y consubstancial al Padre» (Cf Dz 54), es decir, de la misma naturaleza que el Padre. En otras pa­labras, la Persona de Jesús de Nazaret es el Verbo de Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, eternamente engendrada por el Padre, y de su misma naturaleza. Medio siglo después, en el Concilio Primero de Constantinopla, del año 381, se definió la divinidad del Espíritu Santo contra los macedonianos que no la aceptaban. De este Concilio, que asume la doctrina del anterior, proviene el Credo niceno-constantinopolitano que rezamos cada domingo, en el cual tenemos ya claramente estructurado el misterio trinitario. Así, la Iglesia muy joven aun en su historia, pudo expresar de manera infalible su fe en la Trinidad para salvaguardar la vida espiritual y la salvación de sus hijos.

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6.04.15

Homilía de Pascua, la crucifixión de Cristo en la historia

La resurrección de Fra Angelico, 1440

 

 «Scimus Christus surrexisse a mortuis vere: tu nobis victor Rex, miserere» (Secuencia de Pascua)

 

En la Vigilia de anoche, con el canto del Pregón Pas­cual, exultamos de alegría con los ángeles y con toda la tierra por la victoria definitiva de Cristo sobre el de­monio, el pecado, la muerte, la mentira y el dolor. Con su Sangre, el Cordero nos ha «comprado» para Dios, y en adelante vivimos solo para El, gustando ya de su eterna bienaventuranza. Por este motivo la Sagra­da Liturgia nos ha envuelto en un ambiente jubiloso, manifestándonos con palabras, símbolos y cantos el verdadero motivo de nuestra alegría. «¡Cristo, nues­tro Cordero Pascual, ha sido inmolado!» (Versículo del Aleluya), «¡El Cordero ha redimido a las ovejas, ha re­conciliado con el Padre a los pecadores!» (Secuencia) «¡Este es el Día que ha hecho el Señor, alegrémonos y regocijémonos!» (Gradual).

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25.12.14

«Christus natus est nobis, venite adoremus»

  Cada vez que nos hallamos en contacto íntimo con Dios, nos sentimos envueltos  en el misterio. Dios habita en una luz inaccesible… Como dice el Salmo 97: «tiniebla y nube lo rodean». Esto es una consecuencia inevitable de la infinita distancia que separa a la criatura de su Creador; pues aunque el hombre puede llegar al conocimiento de Dios por vía racional, es imposible para nosotros comprehender o asir al que, desde toda eternidad, es la plenitud misma del Ser, el Ipsum Esse, el Acto de los actos, el Ser que es Dios. No sólo nos es imposible comprehender a Dios sino también conocerlo enteramente. Ni siquiera será así en la visión cara a cara de la eternidad. Por eso, cuando Nuestro Padre Santo Tomás al final de su vida, le fue dado contemplar más de cerca el misterio de Dios, se dio cuenta que todo lo que había escrito era simple paja. Y eso es verdad. Dios supera y es infinitamente más que todo lo que el más grande de los hombres pueda conocer y decir de Él ¡Es Dios!

  El Apóstol San Juan dice: «Dios es luz, y en él no hay tiniebla alguna» (1 Jn 1,5). Masesta Luz cuyos fulgores nos envuelven y penetran, en vez de revelar a Dios a los ojos de nuestra alma, por su plenitud o super - abundancia, parece que lo oculta, de manera semejante a como el sol, por sus resplandores nos impiden contemplarlo. La Escritura nos dice que la Trinidad «habita en una luz inaccesible» (1 Tim 6,16). La luz divina deslumbra demasiado para que pueda penetrar con todos sus esplendores en nuestra débil mirada.

Sin embargo, a pesar de todo lo anterior, Dios en su infinita bondad, ha querido, de alguna manera y en alguna medida, traspasar este abismo: el Verbo, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios de Dios, Luz de Luz, «resplandor de la luz eterna» (Sab 7,26), se ha revestido de nuestra carne y nace en Belén de Judá. Siendo Dios incomprensible, invisible, inasible e inaccesible para nosotros, por un designio difusivo de su bondad, quiso revelarse, quiso darnos a conocer la misma vida íntima de Dios, quiso hacerse visible, y en cierto sentido comprensible, abarcable y accesible para que, por Su medio, pudiéramos contemplar la divinidad y vivir en ella. Dios se hace hombre para que el hombre pueda contemplar a Dios. Como dice San Juan: «Hemos contemplado su gloria» (Jn 1).

  Envuelta enteramente en las nubes del misterio, esta Misa de media noche comenzó con aquellas palabras solemnes del Introito: «El Señor me ha dicho: ‘Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy». Es el grito del alma humana de Cristo, que por vez primera revela a la tierra lo que oyen los cielos desde toda la eternidad. Este «hoy» es el día de la eternidad, día sin aurora y sin ocaso. El Padre celestial contempla a su Hijo encarnado, el cual hecho hombre no deja de ser su Verbo. La primera mirada que reposa sobre Cristo, el primer amor de que se ve rodeado, es la mirada y el amor de su Padre: «El Padre me ama» (Jn 15,9).

  Y este misterio admirable ha tenido por finalidad que el hombre, vuelto a su santidad original, participe de la vida misma de Dios por la filiación adoptiva.

 Pidámosle a María Santísima, en esta noche santa, que engendre y dé a luz al Verbo en nuestros corazones y en nuestro mundo contemporáneo, para que el fin grandioso que Dios se ha propuesto con la Encarnación sea realidad en la historia humana, en Schola Veritatis y en cada uno de nosotros.