29.07.11

(146) La Cruz gloriosa –X. La devoción a la Cruz. 6

–¿No se aburre usted de acumular uno y otro texto sobre la cruz de Cristo? ¿No se cansarán los lectores?

–Le responde San Juan de la Cruz: «el alma que anda en amor, ni cansa ni se cansa» (Dichos de luz y amor 96).

Sin aburrirnos ni cansarnos, proseguimos esta modesta antología de textos sobre la Cruz de Cristo.

San Andrés de Creta (+740)

Nacido en Damasco, monje en Jerusalén, obispo de Creta, poeta litúrgico y gran predicador.

«Venid, y al mismo tiempo que ascendemos al monte de los Olivos, salgamos al encuentro de Cristo que vuelve hoy de Betania y por propia voluntad se apresura hacia su venerable y dichosa pasión para poner fin al misterio de la salvación de los hombres. Porque el que iba libremente hacia Jerusalén es el mismo que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, para levantar consigo a los que yacíamos en lo más profundo y colocarnos, como dice la Escritura, “por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación y por encima de todo nombre conocido” [Ef 1,21].

«Y viene, no como quien busca su gloria por medio de la fastuosidad y de la pompa… sino manso y humilde, y se presentará sin espectacularidad alguna. Ea, pues, corramos a una con quien se apresura a su pasión, e imitemos a quienes salieron a su encuentro. Y no para extender por el suelo a su paso ramos de olivo, vestiduras o palmas, sino para prosternarnos nosotros mismos con la disposición más humillada de que seamos capaces y con el más limpio propósito, de manera que acojamos al Verbo que viene, y así logremos captar a aquel Dios que nunca puede ser totalmente captado por nosotros.

… «Y si antes, teñidos como estábamos de la escarlata del pecado, volvimos a encontrar la blancura de la lana gracias al saludable baño del bautismo, ofrezcamos ahora al vencedor de la muerte no ya ramas de palma, sino trofeos de victoria. Repitamos cada día aquella sagrada exclamación que los niños cantaban, mientras agitamos los ramos espirituales del alma: “bendito el que viene, como rey, en nombre del Señor”».

(Sermón 9 sobre el domingo de Ramos: PG 97,990-994: leer más > LH domingo de Ramos).

«Por la cruz, cuya fiesta celebramos, fueron expulsadas las tinieblas y devuelta la luz. Celebramos hoy la fiesta de la cruz y, junto con el crucificado, nos elevamos hacia lo alto, para, dejando abajo la tierra y el pecado, gozar de los bienes celestiales. Tal y tan grande es la posesión de la cruz.

«Quien posee la cruz posee un tesoro. Y al decir tesoro, quiero significar el más excelente de todos los bienes, en el cual, por el cual y para el cual culmina nuestra salvación y se nos restituye a nuestro estado de justicia original. Porque sin la cruz, Cristo no hubiera sido crucificado. Sin la cruz, aquel que es la vida no hubiera sido clavado en el leño. Si no hubiese sido clavado, las fuentes de la inmortalidad no hubiesen manado de su costado la sangre y el agua que purifican el mundo, no hubiese sido rasgado el documento en que constaba la deuda contraída por nuestros pecados, no hubiéramos sido declarados libres, no disfrutaríamos del árbol de la vida, y el paraíso continuaría cerrado. Sin la cruz, no hubiera sido derrotada la muerte, ni dospojado el lugar de los muertos.

«Por esto, la cruz es cosa grande y preciosa. Grande, porque ella es el origen de innumerables bienes, tanto más numerosos, cuanto que los milagros y sufrimientos de Cristo juegan un papel decisivo en su obra de salvación. Preciosa, porque la cruz significa a la vez el sufriimiento y el trofeo del mismo Dios: el sufrimiento, porque en ella sufrió una muerte voluntaria; y el trofeo, porque en ella quedó herido de muerte el demonio y, con él, fue vencida la muerte. En la cruz fueron demolidas las puertas de la región de los muertos, y la cruz se convirtió en sal­vación universal para todo el mundo.

«La cruz es llamada también gloria y exaltación de Cristo. Ella es el cáliz rebosante, de que nos habla el salmo, y la culminación de todos los tormentos que padeció Cristo por nosotros… Él mismo nos enseña que la cruz es su exaltación, cuando dice: “cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí” [Jn 12,32]».

(Sermón 10: MG 97, 1018-1019: leer más > LH 14 de septiembre).

San Teodoro Estudita (+826)

Nacido en Constantinopla, abad del monasterio de Stoudios, escritor y reformador monástico.

«¡Oh don preciosísimo de la cruz! ¡Qué figura tiene más esplendorosa! No contiene, como el árbol del paraíso, el bien y el mal entremezclados, sino que en él todo es hermoso y atractivo tanto para la vista como para el paladar. Es un árbol que engendra la vida, sin ocasionar la muerte; que ilumina sin producir sombras; que introduce en el paraíso, sin expulsar a nadie de él; es un madero al que Cristo subió, como rey que monta en su cuadriga, para derrotar al diablo que detentaba el poder de la muerte, y librar al género humano de la escla­vitud a que la tenía sometido el diablo.

«Este madero, en el que el Señor, cual valiente luchador en el combate, fue herido en sus divinas manos, pies y costados, curó las hue­llas del pecado y las heridas que el pernicioso dragón había infligido a nuestra naturaleza. Si al principio un madero nos trajo la muerte, ahora otro madero nos da la vida: entonces fuimos seducidos por el árbol: ahora por el árbol ahuyentamos la antigua serpiente. Nuevos e inesperados cambios: en lugar de la muerte alcanzamos la vida; en lugar de la corrupción, la incorrupción; en lugar del deshonor, la gloria.

… « Con la cruz sucumbió la muerte, y Adán se vio restituido a la vida. En la cruz se gloriaron todos los apóstoles, en ella se coronaron los mártires y se santificaron los santos. Con la cruz nos revestimos de Cristo y nos despoja­mos del hombre viejo. Fue la cruz la que nos reunió en un solo rebaño, como ovejas de Cristo, y es la cruz la que nos lleva al aprisco celestial».

(Sermón en la adoración de la Cruz: MG 99, 691-695. 698-699: leer más > LH viernes II Pascua).

San Bernardo (+1153)

Nacido en Dijon, Francia, monje cisterciense, gran maestro espiritual, Doctor de la Iglesia. Suscitador de innumerables vocaciones monásticas.

«El martirio de la Virgen queda atestiguado por la profecía de Simeón y por la misma historia de la pasión del Señor. “Éste –dice el santo anciano, refiriéndose al niño Jesús– está puesto como una bandera discutida; y a ti –añade, dirigiéndose a María– una espada te traspasará el alma” [Lc 2,34-35].

«En verdad, Madre santa, una espada traspasó tu alma. Por lo demás, esta espada no hubiera penetrado en la carne de tu Hijo sin atravesar tu alma. En efecto, después que aquel Jesús –que es de todos, pero que es tuyo de un modo especialísimo– hubo expirado, la cruel espada que abrió su costado, sin perdonarlo aun después de muerto, cuando ya no podía hacerle mal alguno, no llegó a tocar su alma, pero sí atravesó la tuya. Porque el alma de Jesús ya no estaba allí, en cambio la tuya no podía ser arrancada de aquel lugar. Por tanto, la punzada del dolor atravesó tu alma, y, por esto, con toda razón, te llamamos más que mártir, ya que tus sentimientos de compasión superaron las sensaciones del dolor corporal…

No os admiréis, hermanos, de que María sea llamada mártir en el alma… Pero quizá alguien dirá: “¿es que María no sabía que su Hijo había de morir?” Sí, y con toda certeza. “¿Es que no sabía que había de resucitar al cabo de muy poco tiempo?” Sí, y con toda seguridad. “¿Y, a pesar de ello, sufría por el Crucificado?” Sí, y con toda vehemencia. Y si no, ¿qué clase de hombre eres tú, hermano, o de dónde te viene esta sabiduría, que te extrañas más de la compasión de María que de la pasión del Hijo de María? Este murió en su cuerpo, ¿y ella no pudo morir en su co­razón? Aquélla fue una muerte motivada por un amor su­perior al que pueda tener cualquier otro hombre; esta otra tuvo por motivo un amor que, después de aquél, no tiene semejante».

(Sermón infraoctava Asunción 14-15: Opera omnia, ed. Cister 5, 273-274: leer más > LH 15 de septiembre, Nuestra Señora, la Virgen de los Dolores).

San Francisco de Asís (+1230)

Gran maestro de espiritualidad evangélica, fundador de la orden religiosa de los Hermanos menores, destinada a hacerse en la Iglesia un árbol inmenso de hombres y mujeres consagrados a Jesús.

–La conversión de Francisco fue ante el crucifijo de la iglesia de San Damián, casi arruinada, en las afueras de Asís. «Guiado del Espíritu divino, entró para hacer oración, postrándose reverente y devoto ante la imagen del Crucifijo. Y pronto se creyó muy distinto del que había entrado, conmovido por desacostumbradas impresiones. A poco de encontrarse de tal modo emocionado, la imagen del Santo Cristo, entreabriendo los labios en la pintura, le habla, llamándole por su propio nombre: “Francisco, ve y repara mi iglesia, que, como ves, está en ruina”. Tembloroso el Santo, se maravilla en extremo y queda como enajenado, sin poder articular palabra…Y de tal suerte quedó grabada en su alma la compasión del Crucificado, que muy piadosamente debe creerse que las sagradas Llagas de la pasión quedaron muy profundamente impresas en su espíritu antes de que lo estuvieran en su carne» (II Vida Tomás de Celano p.I, c.1,10).

– «Algún tiempo después de su conversión, iba Francisco solo por un camino, cerca de la iglesia de Santa María de la Porciúncula, y lloraba en alta voz. Se le acercó un hombre muy espiritual y le preguntó: “¿qué te pasa, hermano mío?”. Y el Santo le contestó: “así debía ir, sin vergüenz alguna, por todo el mundo, llorando la pasión de mi Dios y Señor”» (Espejo de perfección cp. 7,92).

–Estando ausente Francisco de un capítulo de la Orden celebrado en Arlés, predicó San Antonio de Padua sobre el título fijado en la cruz de Cristo, y uno de los frailes «lleno de admiración vió allí con los ojos del cuerpo al seráfico Padre que, elevado en el aire y extendidas las manos en forma de cruz, bendecía a sus religiosos. Todos experimentaron en aquella ocasión tanta y tan extraña consolación de espíritu que en su interior no les fue posible dudar de la real presencia del seráfico Padre» (San Buenaventura, Leyenda de San Francisco 4,10). Muchos milagros de sanación hizo San Francisco trazando la señal de la cruz sobre los enfermos (ib. 12,9-10).

–«Rogaron por aquel tiempo a Francisco sus discípulos que les enseñase a orar… A ello contestó: “cuando oréis, decid: Padre nuestro, y también Adorámoste, Cristo, en todas las iglesia que hay en el mundo entero, y te bendecimos, pues por tu santa cruz redimiste al mundo“» (II Vida Tomás de Celano p.I, c.18,45; cf. Testamento 4,5).

–Al final de su vida, enfermo y retirado en un eremitorio improvisado en el monte Alverna, alto, rocoso, abundante en fieras, San Francisco recibió los estigmas de la Pasión de Cristo, tan venerada, contemplada y amada durante toda su vida. «Nel crudo sasso intra Tevere ed Arno - Da Cristo prese l’ultimo sigillo - Che le sue membra due anni portarono». En el áspero monte entre el Tíber y el Arno - de Cristo recibió el último sello - que sus miembros llevaron durante dos años (Dante, Paraíso 11º canto). Según narra Tomás de Celano, compañero suyo, «el santo Padre se vió sellado en cinco partes del cuerpo con la señal de la cruz, no de otro modo que si, juntamente con el Hijo de Dios, hubiera pendido del sagrado madero. Este maravilloso prodigio evidencia la distinción suma de su encendido amor» (I Vida II, 1,90).

«Estando en el eremitorio del lugar llamado Alverna, dos años antes de que alma volara al cielo, vió Francisco, por voluntad de Dios, un hombre, como un serafín con seis alas, crucificado y con las manos extendidas y los pies juntos, que permanecía ante su vista… Se levantó, a la vez afligido y gozoso, y se preguntaba con ansia qué podía significar aquella visión. No acababa aún de penetrar su sentido, y apenas se había repuesto de la novedad de la visión, comenzaron a aparecer en sus manos y pies las señales de los clavos, idénticos a los que notara en el serafín alado y crucificado» (ib. 1,90)… Fue San Francisco el primer estigmatizado de la historia cristiana. Y «para que la honra humana nada se apropiase de la gracia recibida, se esforzaba por todos los medios a su alcance en ocultar tales maravillas» (ib. 3,96). Así vino a ser Francisco una epifanía de Jesús crucificado.

Con razón la Iglesia en la oración del ofertorio de la misa del Santo dice: «Al presentarte, Señor, nuestras ofrendas, te rogamos nos dispongas para celebrar dignamente el misterio de la cruz, al que se consagró San Francisco de Asís con el corazón abrasado en tu amor» (4 octubre).

San Buenaventura (+1274)

Franciscano, gran maestro de teología contemporáneo de Santo Tomás de Aquino. Fue el tercer General de la Orden, escribió una vida de San Francisco de Asís y un buen número de obras teológicas y espirituales. Es Doctor de la Iglesia.

«Cristo es el camino y la puerta. Cristo es la escalera y el vehículo; él, que es “la placa de expiación colocada sobre el arca de Dios” [Ex 26,34] y “el misterio escondido desde el principio de los siglos” [Ef 3,9]. Aquel que mira plenamente de cara esta placa de expiación y la contempla suspendida en la cruz, con la fe, con esperanza y caridad, con devoción, admiración, alegría, reconocimiento, alabanza y júbilo, este tal realiza con él la pascua, esto es, el paso, ya que, sirviéndose del bastón de la cruz, atraviesa el mar Rojo, sale de Egipto y penetra en el desierto, donde saborea el maná escondido, y descansa con Cristo en el sepulcro, muerto en lo exterior, pero sintiendo, en cuanto es posible en el presente estado de viadores, lo que dijo Cristo al ladrón que estaba crucificado a su lado: “hoy estarás conmigo en el paraíso” [Lc 23,43].

… «Muramos, pues, y entremos en la oscuridad, impongamos silencio a nuestras preocupaciones, deseos e imaginaciones. Pasemos con Cristo crucificado de este mundo al Padre, y así, una vez que nos haya mostrado al Padre, podremos decir con Felipe: “eso nos basta” [Jn 14,8]. Oigamos aquellas palabras dirigidas a Pablo: “te basta mi gracia” [2Cor 12,9]; alegrémonos con David, diciendo: “se consumen mi corazón y mi carne por Dios, mi lote perpetuo” [Sal 72,26]. “Bendito sea el Señor por siempre, y todo el pueblo diga: ¡Amén!” [Sal 105,48]».

(Itinerario de la mente a Dios 7,1.6).


José María Iraburu, sacerdote

Índice de Reforma o apostasía

22.07.11

(145) La Cruz gloriosa –IX. La devoción a la Cruz. 5

–Hoy, Santa María Magdalena.

–«Él me libró del demonio - yo le seguí hasta la cruz, - y di el primer testimonio - de la Pascua de Jesús».

Canta la Iglesia en su historia la gloria de la Cruz, y nosotros cantamos hoy con ella.

San Pedro Crisólogo (+450)

Obispo de Ravena, notable predicador, Doctor de la Iglesia, fidelísimo a la Sede de Pedro: «por el bien de la paz y de la fe, no podemos escuchar nada que se refiera a la fe sin la aprobación del Obispo de Roma». En el texto que sigue contempla el misterio de la Cruz en los cristianos.

«“Os exhorto, por la misericordia de Dios, nos dice San Pablo, [a presentar vuestros cuerpos como hostia viva” (Rm 12,1)]. Él nos exhorta, o mejor dicho, Dios nos exhorta, por medio de él. El Señor se presenta como quien ruega, porque prefiere ser amado que temido, y le agrada más mostrarse como Padre que apa­recer como Señor. Dios, pues, suplica por misericordia para no tener que castigar con rigor.

«Y escucha cómo suplica el Señor: “mirad y contemplad en mí vuestro mismo cuerpo, vuestros miembros, vuestras entrañas, vues­tros huesos, vuestra sangre. Y si ante lo que es propio de Dios teméis, ¿por qué no amáis al contemplar lo que es de vuestra misma naturaleza? Si teméis a Dios como Señor, por qué no acudís a él como Padre?

«Pero quizá sea la inmensidad de mi Pasión, cuyos responsables fuisteis vosotros, lo que os confunde. No temáis. Esta cruz no es mi aguijón, sino el aguijón de la muerte. Estos clavos no me infligen dolor, lo que hacen es acrecentar en mí el amor por vosotros. Estas llagas no provocan mis gemidos, lo que hacen es introduciros más en mis entrañas. Mi cuerpo al ser extendido en la cruz os acoge con un seno más dilatado, pero no aumenta mi sufrimiento. Mi sangre no es para mí una pérdida, sino el pago de vuestro precio. Venid, pues, retornad y comprobaréis que soy un padre, que devuelvo bien por mal, amor por injurias, inmensa caridad como paga de las muchas heridas”.

«Pero escuchemos ya lo que nos dice el Após­tol: “os exhorto a presentar vuestros cuerpos”. Al rogar así el Apóstol eleva a todos los hombres a la dignidad del sacer­docio: a presentar vuestros cuerpos como hostia viva. ¡Oh inaudita riqueza del sacerdocio cris­tiano: el hombre es, a la vez, sacerdote y víctima! El cristiano ya no tiene que buscar fuera de sí la ofrenda que debe inmolar a Dios: lleva consigo y en sí mismo lo que va a sacrificar a Dios. Tanto la víctima como el sacerdote permanecen intactos: la víctima sacrificada sigue viviendo, y el sacerdote que presenta el sacrificio no podría matar esta víctima. Misterioso sacrificio en que el cuerpo es ofrecido sin inmolación del cuerpo, y la sangre se ofrece sin derramamiento de sangre. “Os exhorto, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva”

«Hombre, procura, pues, ser tú mismo el sacrificio y el sacerdote de Dios. No desprecies lo que el poder de Dios te ha dado y concedido. Revístete con la túnica de la santidad, que la castidad sea tu ceñidor, que Cristo sea el casco de tu cabeza, que la cruz defienda tu frente, que en tu pecho more el conocimiento de los misterios de Dios, que tú oración arda conti­nuamente, como perfume de incienso. Toma en tus manos la espada del Espíritu; haz de tu corazón un altar, y así, afianzado en Dios, presenta tu cuerpo al Señor como sacrificio. Dios quiere tu fe, no desea tu muerte; tiene sed de tu entrega, no de tu sangre; se aplaca, no con tu muerte, sino con tu buena voluntad».

(Sermón 108: ML 52, 499-500: leer más > LH martes IV Pascua).

San León Magno (+461)

Toscano, Obispo de Roma, gran predicador y escritor, Doctor de la Iglesia. Afirmó con fórmulas perfectas la fe católica en el misterio de Cristo, y no solo defendió la fe ortodoxa, sino también la cultura occidental, amenazada por hunos y vándalos.

«Que nuestra alma, iluminada por el Espíritu de verdad, reciba con puro y libre corazón la gloria de la cruz que irradia por cielo y tierra, y trate de penetrar interiormente lo que el Señor quiso significar cuando, hablando de la pasión cercana, dijo: “ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre”. Y más adelante: “ahora mi alma está agitada, y, ¿qué diré ? Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora, Padre, glorifica a tu Hijo”. Se oyó la voz del Padre, que decía desde el cielo: “lo he glo­rificado y volveré a glorificarlo”, y dijo Jesús a los que le rodeaban:“cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí. Esto lo decía indicando de qué muerte había de morir” [12,23-33].

«¡Oh admirable poder de la cruz! ¡Oh inefa­ble gloria de la pasión! En ella podemos admi­rar el tribunal del Señor, el juicio del mundo y el poder del Crucificado. Atrajiste a todos hacia ti, Señor, porque la devoción de todas las naciones de la tierra puede celebrar ahora con sacra­mentos eficaces y de claro significado, lo que antes solo podía celebrarse en el templo de Jerusalén y únicamente por medio de símbolos y figuras. Ahora, efectivamente, es mayor la grandeza de los sacerdotes, más santa la unción de los pontífices, porque tu cruz es ahora fuente de todas las bendiciones y origen de todas las gracias: por ella los creyentes encuentran fuerza en la debilidad, gloria en el oprobio, vida en la misma muerte.

«Ahora, al cesar la multiplicidad de los sacrificios car­nales, la sola ofrenda de tu cuerpo y sangre lleva a realidad todos los antiguos sacrificios, porque tú eres el verdadero “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” [Jn 1,29]… “Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores” [1Tim 1,15]. Aquí radica la maravillosa misericordia de Dios para con nosotros: en que Cristo no murió por los justos ni por los santos, sino por los pecadores y por los impíos.

«Y como la natura­leza divina no podía sufrir el suplicio de la muerte, tomó de nosotros, al nacer, lo que pudiera ofrecer por nosotros… En efecto, si Cristo al morir tuvo que acatar la ley del sepulcro, al resucitar, en cambio, la derogó hasta tal punto que echó por tierra la perpetuidad de la muerte y la convirtió de eterna en temporal, ya que “si por Adán murieron todos, por Cristo todos volverán a la vida” [1Cor 15,22].

(Sermón 8 sobre la pasión del Señor 6-8: ML 54, 340-342: leer más > LH martes V Cuaresma).

«El verdadero venerador de la pasión del Señor tiene que contemplar de tal manera, con la mirada del corazón, a Jesús crucificado, que reconozca en él su propia carne. Toda la tierra ha de estremecerse ante el suplicio del Redentor: las mentes infieles, duras como la piedra, han de romperse, y los que están en los sepulcros, quebradas las losas que los encierran, han de salir de sus moradas mortuorias. Que se aparezcan también ahora en la ciudad santa, esto es, en la Iglesia de Dios, como un anuncio de la resurrección futura, y lo que un día ha de realizarse en los cuerpos, efectúese ya ahora en los corazones.

«A ninguno de los pecadores se le niega su parte en la cruz, ni existe nadie a quien no auxilie la oración de Cristo. Si ayudó incluso a sus verdugos ¿cómo no va a beneficiar a los que se convierten a él? Se eliminó la ignorancia, se suavizaron las dificultades, y la sangre de Cristo suprimió aquella espada de fuego que impedía la entrada en el paraíso de la vida. La obscuridad de la vieja noche cedió ante la luz verdadera.

«Se invita a todo el pueblo cristiano a disfrutar de las riquezas del paraíso, y a todos los bautizados se les abre la posibilidad de regresar a la patria perdida, a no ser que alguien se cierre a sí mismo aquel camino que quedó abierto, incluso, ante la fe del ladrón arrepentido. No dejemos, por tanto, que las preocupaciones y la soberbia de la vida presente se apoderen de nosotros, de modo que renunciemos al empeño de conformarnos a nuestro Redentor, a través de sus ejemplos, con todo el impulso de nuestro corazón. Porque no dejó de hacer ni sufrir nada que fuera útil para nuestra salvación, para que la virtud que residía en la cabeza residiera también en el cuerpo».

(Sermón de la pasión del Señor 15,3-4: PL 54,366-367: LH jueves IV Cuaresma)

San Fulgencio de Ruspe (+532)

Monje norteafricano, obispo de Ruspe, fue quizá el mejor teólogo de su tiempo, y siguiendo la doctrina de San Agustín, afirmó la fe católica contra arrianos y semipelagianos.

Cristo poseía «en sí mismo todo lo que era necesario para que se efectuara nuestra redención, es decir, él mismo fue el sacerdote y el sacrificio; él mismo, Dios y el templo: el sacerdote por cuyo medio nos reconciliamos, el sacrificio que nos reconcilia, el templo en el que nos reconciliamos, el Dios con quien nos hemos reconciliado…

«Ten, pues, por absolutamente seguro y no dudes en modo alguno, que el mismo Dios unigénito, Verbo hecho carne, se ofreció por nosotros a Dios en olor de suavidad como sacrificio y hostia; el mismo en cuyo honor, en unidad con el Padre y el Espíritu Santo, los patriarcas, profetas y sacerdotes ofrecían en tiempos del antiguo Testamento sacrificios de animales; y a quien ahora, o sea, en el tiempo del Testamento nuevo, en unidad con el Padre y el Espíritu Santo, con quienes comparte la misma y única divinidad, la santa Iglesia católica no deja nunca de ofrecer por todo el universo de la tierra el sacrificio del pan y del vino, con fe y caridad».

(Regla de la verdadera fe a Pedro 22,63: CCL 91 A,726. 750-751: leer más > LH viernes V Cuaresma).

«Fijaos que en la conclusión de las oraciones decimos: “por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo”; en cambio, nunca decimos: “por el Espíritu Santo”. Esta práctica universal de la Iglesia tiene su explicación en aquel misterio según el cual, “el mediador entre Dios y los hombres es el hombre Cristo Jesús, sacerdote eterno según el rito de Melquisedec, que entró una vez para siempre con su propia sangre en el santuario, pero no en un santuario construido por hombres, imagen del auténtico, sino en el mismo cielo, donde está a la derecha de Dios e intercede por nosotros” [Heb 6,19-20; 8,1; 9,12].

«Teniendo ante sus ojos este oficio sacerdotal de Cristo, dice el Apóstol: “por su medio, ofrezcamos continuamente a Dios un sacrificio de alabanza” [13,15]… Y así nos exhorta san Pedro: “tam­bién vosotros, como piedras vivas, entráis en la construc­ción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado, para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Jesucristo” [1Pe 2,5].

«Por este motivo, decimos a Dios Pa­dre: “por nuestro Señor Jesucristo”… Y al decir “tu Hijo”, añadimos: “que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo”, para recordar, con esta adición, la unidad de naturaleza que tienen el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y significar, de este modo, que el mismo Cristo, que por nosotros ha asumido el oficio de sacerdote, es por naturaleza igual al Padre y al Espíritu Santo».

(Carta 14,36-37: CCL 91,429-43: leer más > LH jueves II T. Ordinario).

«Cuando ofrecemos nuestro sacrificio, realizamos aque­llo mismo que nos mandó el Salvador… Yporque Cristo murió por nuestro amor, cuan­do hacemos conmemoración de su muerte en nuestro sa­crificio,pedimos que venga el Espíritu Santo y nos comu­nique el amor; suplicamos fervorosamente que aquel mis­mo amor que impulsó a Cristo a dejarse crucificar por nosotros sea infundido por el Espíritu Santo en nues­tros propios corazones, con objeto de que consideremos al mundo como crucificado para nosotros, y nosotros sepamos vivir crucificados para el mundo [Gál 6,14]. Así, imitan­do la muerte de nuestro Señor, como Cristo “murió al pecado de una vez para siempre, y su vivir es un vivir para Dios, también nosotros andemos en una vida nue­va, y, llenos de caridad, muertos para el pecado vivamos para Dios” [Rm 6,10-11]…

«Debemos decir, pues, que todos los fieles que aman a Dios y a su prójimo, aunque no lleguen a beber el cáliz de una muerte corporal, deben beber, sin embargo, el cáliz del amor del Señor, embriagados con el cual, mortificarán sus miembros en la tierra y, revestidos de nuestro Señor Jesucristo, no se entregarán ya a los deseos y placeres de la carne, ni vivirán dedicados a los bienes visibles, sino a los invisibles. De este modo, beberán el cáliz del Señor y alimentarán con él la caridad, sin la cual, aunque haya quien entregue su propio cuerpo a las llamas, de nada le aprovechará. En cambio, cuando poseemos el don de esta caridad, llegamos a convertirnos realmente en aquello mismo que sacramentalmente celebramos en nuestro sacrificio».

(Tratado contra Fabiano 28,16-19: CCL 91 a, 813-814: leer más > LH lunes XXVIII T. Ordinario).

San Anastasio de Antioquía (+598)

Monje palestino, obispo patriarca de Antioquía.

«Cristo dijo a sus discípulos, a punto ya de subir a Jerusalén: “mirad, estamos subiendo a Jerusalén y el Hijo del hombre va a ser entregado a los gentiles y a los sumos sacerdotes y a los escribas, para que lo azoten, se burlen de él y lo crucifiquen” [Mc 10,33-34].

«Esto que decía estaba de acuerdo con las predicciones de los profetas, que habían anunciado de antemano el final que debía tener en Jerusalén. Las sagradas Escrituras habían profetizado desde el principio la muerte de Cristo y todo lo que sufriría antes de su muerte; como también lo que había de suceder con su cuerpo, después de muerto. Con ello predecían que este Dios, al que tales cosas acontecieron, era impasible e inmortal. Y no podríamos tenerlo por Dios, si, al contemplar la realidad de su encarnación, no descubriésemos en ella el motivo justo y verdadero para profesar nuestra fe en ambos extremos: a saber, en su pasión y en su impasibilidad; como también el motivo por el cual el Verbo de Dios, que era impasible, quiso sufrir la pasión, porque era el único modo como podía ser salvado el hombre….

«“El Mesías, pues, tenía que padecer”, y su pasión era totalmente necesaria, como él mismo lo afirmó cuando calificó de hombres sin inteligencia y cortos de entendimiento a aquellos discípulos que ignoraban que el Mesías tenía que padecer para entrar en su gloria [24.25-26]. Porque él, en verdad, vino para salvar a su pueblo, dejando aquella gloria que tenía junto al Padre antes que el mundo existiese. Y esta salvación es aquella perfección que había de obtenerse por medio de la pasión, y que había de ser atribuida al guía de nuestra salvación, como nos enseña la carta a los Hebreos, cuando dice que él es “el guía de nuestra salvación, perfeccionado y consagrado con sufrimientos”.

(Sermón 4,1-2: MG 89,1347-1349: leer más > LH martes octava Pascua).

José María Iraburu, sacerdote

Índice de Reforma o apostasía

15.07.11

(144) La Cruz gloriosa –VIII. La devoción a la Cruz. 4

–¡Oh cruz fiel, árbol único en nobleza!

–Jamás el bosque dio mejor tributo en hoja, en flor y en fruto.

El coro de la Tradición cristiana, a lo largo de los siglos, continúa cantando con muchas voces diferentes un mismo canto de gloria, gratitud y alabanza a la Cruz de Cristo.

San Gregorio Nacianceno (+390)

Amigo de San Basilio y monje como él, fue obispo de Constantinopla, llamado «El Teólogo».

«Vamos a participar en la Pascua… Sacrifiquemos no jóvenes terneros ni cor­deros con cuernos y uñas, más muertos que vivos y desprovistos de inteligencia, sino más bien ofrezcamos a Dios un sacrificio de ala­banza sobre el altar del cielo, unidos a los coros celestiales…

«Inmolémonos nosotros mismos a Dios, ofrezcámosle todos los días nuestro ser con todas nuestras acciones. Estemos dispuestos a todo por causa del Verbo; imitemos su Pasión con nuestros padecimientos, honremos su sangre con nuestra sangre, subamos decididamente a su cruz.

«Si eres Simón Cireneo, toma tu cruz y sigue a Cristo. Si estás crucificado con él como un ladrón, confía en tu Dios como el buen ladrón. Si por ti y por tus pecados Cristo fue tratado como un malhechor, lo fue para que tú llegaras a ser justo. Adora al que por ti fue crucificado, e, incluso si tú estás crucificado por tu culpa, saca provecho de tu mismo pecado y compra con la muerte tu salvación. Entra en el paraíso con Jesús y descubre de qué bienes te habías privado. Contempla la hermosura de aquel lugar y deja que fuera muera el murmurador con sus blasfemias.

«Si eres José de Arimatea, reclama su cuerpo a quien lo crucificó y haz tuya la expiación del mundo. Si eres Nicodemo, el que de noche adoraba a Dios, ven a enterrar el cuerpo y úngelo con ungüentos. Si eres una de las dos Marías, o Salomé, o Juana, llora desde el amanecer; procura ser el primero en ver la piedra quitada y verás quizá a los ángeles o incluso al mismo Jesús».

(Sermón 45, 23-24: MG 36, 654-655: leer más > LH sábado V Cuaresma).

San Juan Crisóstomo (+407)

Nacido en Antioquía, monje, gran predicador, obispo de Constantinopla, Doctor de la Iglesia, es desterrado por combatir los errores y los pecados de su pueblo, especialmente de la Corte imperial, y muere en el exilio.

«¿Quieres saber el valor de la sangre de Cris­to? Remontémonos a las figuras que la pro­fetizaron y recorramos las antiguas Escrituras. “Inmolad, dice Moisés, un cordero de un año; tomad su sangre y rociad las dos jambas y el dintel de la casa” [Ex 12,5.7]. ¿Qué dices, Moisés? La sangre de un cordero irracional ¿puede salvar a los hombres dotados de razón? “Sin duda, responde Moisés: no porque se trate de sangre, sino porque en esta sangre se contiene una profecía de la sangre del Señor”…

«¿Deseas descubrir aún por otro medio el valor de esta sangre? Mira de dónde brotó y cuál sea su fuente. Empezó a brotar de la misma cruz y su fuente fue el costado del Se­ñor. Pues muerto ya el Señor, dice el Evan­gelio, “uno de los soldados se acercó con la lanza, y le traspasó el costado, y al punto salió agua y sangre” [Jn 19,34]: agua, como símbolo del bau­tismo; sangre, como figura de la eucaristía… Con estos dos sa­cramentos se edifica la Iglesia: con el agua de la regeneración y con la renovación del Es­píritu Santo, es decir, con el bautismo y la eucaristía, que han brotado ambos del costado. Del costado de Jesús se formó, pues, la Iglesia, como del costado de Adán fue formada Eva».

(Catequesis 3,13-19: SC 50, 174-177: leer más > LH Viernes Santo).

San Gaudencio de Brescia (+410)

De este santo Obispo de Brescia se conservan 21 sermones, varios de ellos, preciosos, sobre la Pascua sagrada de nuestro Señor Jesucristo.

«El sacrificio celeste instituido por Cristo constituye efectivamente la rica herencia del Nuevo Testamento que el Señor nos dejó, como prenda de su presencia, la noche en que iba a ser entregado para morir en la cruz… Este es el viático de nuestro viaje, con el que nos alimentamos y nutrimos durante el ca­mino de esta vida, hasta que saliendo de este mundo lleguemos a él…

«Quiso, en efecto, que sus beneficios quedaran entre nosotros, quiso que las almas, redimidas por su preciosa sangre, fueran santificadas por este sacramento, imagen de su pasión; y encomendó por ello a sus fieles discípulos, a los que constituyó primeros sacerdotes de su Iglesia, que siguieran celebrando ininterrum­pidamente estos misterios de vida eterna; misterios que han de celebrar todos los sacer­dotes en cada una de las iglesias de todo el orbe, hasta el glorioso retorno de Cristo. De este modo los sacerdotes, junto con toda la comunidad de creyentes, contemplando todos los días el sacramento de la pasión de Cristo, llevándolo en sus manos, tomándolo en la boca, recibiéndolo en el pecho, mantendrán imborrable el recuerdo de la redención.

«Los que acabáis de libraros [por el bautismo] del poder de Egipto y del Faraón, que es el diablo, compar­tid en nuestra compañía, con toda la avidez de vuestro corazón creyente, este sacrificio de la Pascua salvadora; para que el mismo Señor nuestro, Jesucristo, al que reconocemos presente en sus sacramentos, nos santifique en lo más íntimo de nuestro ser: cuyo poder inestimable permanece por los siglos».

(Tratado 2: leer más > LH jueves II Pascua).

San Agustín (+430)

Norteafricano de Tagaste, durante treinta y cuatro años obispo de Hipona, gran Doctor de la Iglesia. Su teológica y mística elocuencia se eleva en la contemplación del sacrificio eucarístico de Cristo, del que predica muchas veces en sus escritos y homilías.

–«¡Oh, cómo nos amaste, Padre bueno, que “no perdonaste a tu Hijo único, sino que lo entregaste por nosotros”, que éramos impíos [Rm 8,32]!…Por noso­tros se hizo ante ti vencedor y víctima: vencedor, precisa­mente por ser víctima. Por nosotros se hizo ante ti sacer­dote y sacrificio: sacerdote, precisamente del sacrificio que fue él mismo. Siendo tu Hijo, se hizo nuestro servidor, y nos transformó, para ti, de esclavos en hijos.

«Con razón tengo puesta en él la firme esperanza de que sanarás todas mis dolencias por medio de él, que está “sentado a tu diestra y que intercede por nosotros” [Rm 8,34]; de otro modo desesperaría… Aterrado por mis pecados y por el peso enorme de mis miserias, había decidido huir a la soledad; mas tú me lo prohibiste y me tranquilizaste, diciendo: “Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió por ellos” [cf. Rm 14,7-9].He aquí, Señor, que ya arrojo en ti mi cuidado… Tú conoces mi ignorancia y mi flaqueza: enséña­me y sáname. Tu Hijo único, “en quien están encerrados todos los tesoros del saber y del conocer” [Col 2,3], me redimió con su sangre»

(Confesiones 10,32,68-70: CSEL 33, 278-280: leer más > LH Viernes XVI T. Ordinario).

–«La pasión de nuestro Señor y Salvador Jesucristo es una prenda de gloria y una enseñanza de paciencia. Pues, ¿qué dejará de esperar de la gracia de Dios el corazón de los fieles, si por ellos, el Hijo único de Dios, coeterno con el Padre, no se contentó con nacer como un hombre entre los hombres, sino que quiso incluso morir por mano de aquellos hombres que él mismo había creado?… ¿Quién dudará que a los santos pueda dejar de darles su vida, si él mismo entregó su muerte a los impíos?… Lo que ya se ha realizado es mucho más increíble: Dios ha muerto por los hombres.

«Porque ¿quién es Cristo, sino aquel de quien dice la Escritura: “en el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios? Esta Palabra de Dios se hizo carne y acampó entre noso­tros” [Jn 1,1]. El no poseería lo que era necesario para morir por nosotros si no hubiera tomado de nosotros una carne mortal. Así el inmortal pudo morir. Así pudo dar su vida a los morta­les: y hará que más tarde tengan parte en su vida aquellos de cuya condición él primero se había hecho participe. Pues nosotros, por nuestra naturaleza, no teníamos posibilidad de vivir, ni él por la suya, posibilidad de morir. Él hizo, pues, con nosotros este admirable intercambio, tomó de nuestra naturaleza la condición mortal y nos dio de la suya la posi­bilidad de vivir.

«Por tanto, no sólo no debemos avergonzar­nos de la muerte de nuestro Dios y Señor, sino que hemos de confiar en ella con todas nues­tras fuerzas y gloriarnos en ella por encima de todo: pues al tomar de nosotros la muerte, que en nosotros encontró, nos prometió con toda su fidelidad que nos daría en sí mismo la vida que nosotros no podemos llegar a poseer por nosotros mismos. Y si aquel que no tiene pecado nos amó hasta tal punto que por nosotros, pecadores, sufrió lo que habían merecido nuestros pecados, ¿cómo después de habernos justificado, dejará de darnos lo que es justo? Él, que promete con verdad, ¿cómo no va a darnos los premios de los santos, si soportó, sin cometer iniquidad, el castigo que los inicuos le infligieron?

«Confesemos, por tanto, intrépidamente, her­manos, y declaremos bien a las claras que Cristo fue crucificado por nosotros: y hagá­moslo no con miedo, sino con júbilo, no con vergüenza, sino con orgullo… “Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” [Gal 6,14]»

(Sermón Güelferbitano 3: MLS 2, 545-546: leer más > LH Lunes Santo).

«Verdadero sacrificio es toda obra que se hace con el fin de unirnos a Dios en santa sociedad, es decir, toda obra relacionada con aquel supremo bien, mediante el cual llegamos a la verdadera felicidad. Por ello, incluso la misma misericordia que nos mueve a socorrer al hermano, si no se hace por Dios, no puede llamarse sacrificio. Por­que, aun siendo el hombre quien hace o quien ofrece el Sacrificio éste, sin embargo, es una acción divina, como nos lo indica la misma palabra con la cual llamaban los antiguos latinos a esta acción. Por ello, puede afirmarse que incluso el hombre es verdadero sacrificio cuando está consagrado a Dios por el bautismo y está dedicado al Se­ñor, ya que entonces muere al mundo y vive para Dios…

«Si, pues, las obras de misericordia para con nosotros mismos o para con el prójimo, cuando están referidas a Dios, son verdadero sacrificio, y, por otra parte, solo son obras de misericordia aquellas que se hacen con el fin de librarnos de nuestra miseria y hacernos felices –cosa que no se obtiene sino por medio de aquel bien, del cual se ha dicho: “para mí lo bueno es estar junto a Dios” [Sal 72,28]–, resul­ta claro que toda la ciudad redimida, es decir, la asamblea de los santos, debe ser ofrecida a Dios como un sacrificio universal por mediación de aquel gran sacerdote que se entregó a sí mismo por nosotros, toman­do la condición de esclavo, para que nosotros llegáramos ser cuerpo de tan sublime cabeza. Ofreció esta forma esclavo y bajo ella se entregó a sí mismo, porque sólo según ella pudo ser mediador, sacerdote y sacrificio.

«Por esto, nos exhorta el Apóstol a que “ofrezcamos nues­tros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios; éste es vuestro culto razonable”, y a que “no nos confor­memos con este siglo, sino que nos reformemos en la novedad de nuestro espíritu” [Rm 12,1-2]…Éste es el sacrificio de los cristianos: la reunión de mu­chos, que formamos un solo cuerpo en Cristo. Este mis­terio es celebrado por la Iglesia en el sacramen­to del altar, donde se de muestra que la Iglesia, en la misma oblación que hace, se ofrece a sí misma.

(Ciudad de Dios 10,6: CCL 47, 278-279: leer más > LH Viernes XXVIII T. Ordinario).

«Jesucristo, salvador del cuerpo, y los miembros de este cuerpo forman como un solo hombre, del cual él es la cabeza, nosotros los miembros; uno y otros estamos unidos en una sola carne, una sola voz, unos mismos sufrimientos; y, cuando haya pasado el tiempo de iniquidad, estaremos también unidos en un solo descanso. Así, pues, la pasión de Cristo no se limita únicamente a Cristo… Porque …si [los sufrimientos] solo le perteneciesen a él, solo a la cabeza, ¿con qué razón dice el apóstol Pablo: “así completo en mi carne los dolores de Cristo” [Col 1,24]?…

«Lo que sufres es solo lo que te correspondía como contribución de sufrimien­to a la totalidad de la pasión de Cristo, que padeció como cabeza nuestra y sufre en sus miembros, es decir, en nosotros mismos. Cada uno de nosotros aportando a esta especie de contribución común lo que debemos de acuerdo a las fuerzas que poseemos, contribuimos con una especie de canon de sufrimientos».

(Comentarios sobre los salmos 61, 4: CCL 39, 773-775: leer más > LH 12 mayo).

San Cirilo de Alejandría (+444)

Monje, obispo de Alejandría, gran defensor de la fe católica, especialmente contra los nestorianos. Presidió el concilio de Éfeso (431, ecuménico IIIº), donde se profesó la fe en la Santísima Virgen María como «theotokos», Madre de Dios. Es Doctor de la Iglesia.

«Por todos muero, dice el Señor, para vivi­ficarlos a todos y redimir con mi carne la carne de todos. En mi muerte morirá la muerte y conmigo resucitará la naturaleza humana de la postración en que había caído. Con esta finalidad me he hecho semejante a vosotros y he querido nacer de la descen­dencia de Abrahán para asemejarme en todo a mis hermanos…

«Si Cristo no se hubiera entregado por noso­tros a la muerte, él solo por la redención de todos, nunca hubiera podido ser destituido el que tenía el dominio de la muerte [el diablo], ni hubiera sido posible destruir la muerte, pues él es el único que está por encima de todos. Por ello se aplica a Cristo aquello que se dice en el libro de los salmos, donde Cristo aparece ofreciéndose por nosotros a Dios Padre: “tú no quieres sacrificios ni ofrendas, y en cambio me abriste el oído; no pides sacrificio expiatorio, entonces yo dije: aquí estoy” [Sal 39,7-8; Heb 10,5-7].

«Cristo fue, pues, crucificado por todos noso­tros, para que habiendo muerto uno por todos, todos tengamos vida en él. Era, en efecto, imposible que la vida muriera o fuera some­tida a la corrupción natural. Que Cristo ofre­ciese su carne por la vida del mundo es algo que deducimos de sus mismas palabras: “Pa­dre santo, dijo, guárdalos”. Y luego añade: “Por ellos me consagro yo” [Jn 17,11.18].

«Cuando dice consagro debe entenderse en el sentido de “me dedico a Dios” y “me ofrezco como hostia inmaculada en olor de suavidad”. Pues según la ley se consagraba o llamaba sagrado lo que se ofrecía sobre el altar. Así Cristo entregó su cuerpo por la vida de todos, y a todos nos devolvió la vida».

(Sobre el evangelio de San Juan 4,2: MG 73, 563-566: leer más > LH sábado III Tiempo Pascual).


José María Iraburu, sacerdote

Índice de Reforma o apostasía

8.07.11

(143) La Cruz gloriosa –VII. La devoción a la Cruz. 3

–Qué cosas dicen de la Cruz tan preciosas…

–Llevan grabada en el corazón la Cruz de Cristo, y de la abundancia del corazón habla la boca.

Continúotranscribiendo textos de la Tradición cristiana sobre la cruz de Cristo y la de los cristianos. Meditando estos escritos, crezcamos en el conocimiento y en el amor de Cristo, y de Cristo crucificado; y reparemos por quienes hoy olvidan y falsifican el misterio de la Cruz.

–Anónimo

El sacrificio pascual de Cristo, Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, es desde el principio de la Iglesia el centro de la vida cristiana personal y comunitaria.

«Todo aquel que sabe que la Pascua ha sido inmolada por él, sepa también que la vida empezó para él en el momento en que Cristo se inmoló para salvarle. Cristo se inmoló por nosotros… y reconocemos que la vida nos ha sido devuelta por este sacrificio. Quien llegue al conocimiento de esto debe esforzarse en vivir de esta vida nueva y no pensar ya en volver otra vez a la antigua, puesto que la vida antigua ha llegado a su fin».

(Homilía pascual de un autor antiguo, PG 59,723-724: leer más > LH, lunes II de Pascua).

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30.06.11

(142) La Cruz gloriosa –VI. La devoción a la Cruz. 2

–¿Otra vez iniciamos una serie de artículos?… Y sobre la Cruz.

–Mis lectores no se cansarán de oír hablar de la Cruz de Cristo, pues en ella tienen puesto el corazón.

La devoción a la Cruz, a Cristo crucificado, a la Pasión de Cristo ha sido desde el comienzo de la Iglesia una de las coordenadas principales de la espiritualidad cristiana. Hoy, sin embargo, es ésta una dimensión espiritual olvidada por muchos cristianos, e incluso impugnada por algunos, como ya vimos (139). Por eso quiero exponer en varios artículos, siguiendo un orden cronológico, una antología de textos, tomados muchas veces de la Liturgia de las Horas. Nos ayudarán a vivir como el apóstol San Pablo: concrucificados con Cristo, predicando a Cristo crucificado, y gloriándonos solamente en la Cruz del Señor.

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