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14.12.13

Optimismo moderno y esperanza cristiana (Joseph Ratzinger)

En la primera mitad de los años setenta, un amigo de nuestro grupo hizo un viaje a Holanda. Allí la Iglesia siempre estaba dando que hablar, vista por unos como la imagen y la esperanza de una Iglesia mejor para el mañana y por otros como un síntoma de decadencia, lógica consecuencia de la actitud asumida. Con cierta curiosidad esperábamos el relato que nuestro amigo hiciera a su vuelta. Como era un hombre leal y un preciso observador, nos habló de todos los fenómenos de descomposición de los que ya habíamos oído algo: seminarios vacíos, órdenes religiosas sin vocaciones, sacerdotes y religiosos que en grupo dan la espalda a su propia vocación, desaparición de la confesión, dramática caída de la frecuencia en la práctica dominical, etc., etc.

Por supuesto nos describió también las experiencias y novedades, que no podían, a decir verdad, cambiar ninguno de los signos de decadencia, más bien la confirmaban. La verdadera sorpresa del relato fue, sin embargo, la valoración final: a pesar de todo, una Iglesia grande, porque en ninguna parte se observaba pesimismo, todos iban al encuentro del futuro llenos de optimismo. El fenómeno del optimismo general hacía olvidar toda decadencia y toda destrucción; era suficiente para compensar todo lo negativo. Yo hice mis reflexiones particulares en silencio. ¿Qué se habría dicho de un hombre de negocios que escribe siempre cifras en rojo, pero que en lugar de reconocer sus pérdidas, de buscar las razones y de oponerse con valentía, se presenta ante sus acreedores únicamente con optimismo? ¿Qué habría que pensar de la exaltación de un optimismo simplemente contrario a la realidad? Intenté llegar al fondo de la cuestión y examiné diversas hipótesis. El optimismo podía ser sencillamente una cobertura, detrás de la que se escondiera precisamente la desesperación, intentando superarla de esa forma. Pero podía tratarse de algo peor: este optimismo metódico venía producido por quienes deseaban la destrucción de la vieja Iglesia y, con la excusa de reforma, querían construir una Iglesia completamente distinta, a su gusto, pero no podían empezarla para no descubrir demasiado pronto sus intenciones. Entonces el optimismo público era una especie de tranquilizante para los fieles, con el fin de crear el clima adecuado para deshacer, posiblemente en paz, la misma Iglesia, y conquistar así el dominio sobre ella.

El fenómeno del optimismo tendría por tanto dos caras: por una parte supondría la felicidad de la confianza, aunque más bien la ceguera, de los fieles que se dejan calmar con buenas palabras; por otra existiría una estrategia consciente para un cambio en la Iglesia, en la que ninguna otra voluntad superior –voluntad de Dios– nos molestara, inquietando nuestras conciencias, y nuestra propia voluntad tendría la última palabra. El optimismo sería finalmente la forma de liberarse de la pretensión, ya amarga pretensión, del Dios vivo sobre nuestra vida. Este optimismo del orgullo, de la apostasía, se habría servido del optimismo ingenuo, más aún, lo habría alimentado, como si este optimismo no fuera sino esperanza cierta del cristiano, la divina virtud de la esperanza, cuando en realidad era una parodia de la fe y de la esperanza. Reflexioné igualmente sobre otra hipótesis. Era posible que un optimismo similar fuera sencillamente una variante de la perenne fe liberal en el progreso: el sustituto burgués de la esperanza perdida de la fe. Llegué incluso a concluir que todos estos componentes trabajaban conjuntamente, sin que se pudiera fácilmente decidir cuál de ellos, cuándo y dónde predominaba sobre los otros.

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