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23.06.21

(478) Error, concupiscencia y engaño

«Y sabéis también que nuestras exhortaciones no procedían de error, ni de concupiscencia, ni de engaño, sino de que, probados por Dios, se nos había encomendado la misión de evangelizar; y así hablamos, no como quien busca agradar a los hombres, sino sólo a Dios, que prueba nuestros corazones». (1 Tes 2, 3-4)

Parece que la tónica general del catolicismo en crisis de hoy, liberaloide y retraído, es no dar importancia a hablar o actuar desde el error, ni desde la concupiscencia, ni desde el engaño.

Y así, el discurso hodierno de los fieles, y sobre todo de muchos pastores, se ha vuelto escéptico, porque no cree en la verdad; vicioso, porque no le importa caer en la tentación; y doloso, porque no le afecta la ilicitud de los medios, sino alcanzar el fin.

(Se dice, incluso, como un tópico ya, que se puede comulgar en adulterio manifiesto y permanente, y no perder el estado de gracia; porque la cosa es muy subjetiva, al parecer).

Doctrina, moral, recta pastoral. Son tres aspectos profundamente heridos de las situación actual, cuya salud reclama, primero, la gloria de Dios, a quien debemos la fe; segundo, el bien de nuestro prójimo y de la sociedad, necesitados de un camino verdadero, bueno y sensato para alcanzar la virtud.

Y así, el tiempo pasa, los errores se van enquistando, los vicios prosiguen enfermando el cuerpo eclesial; la mala praxis continúa sembrando de minas la vida cristiana, aproximándola al siglo, confundiéndola con él, poniendo en peligro las almas y turbando los pueblos y sus intituciones. 

 

Los remedios pasan, entre otros, por revalorizar la doctrina de la Iglesia, restaurar la teología moral clásica, volver a enlazar pastoral y verdad. Abandonar la Nueva Teología, desechar la ilusión personalista, pulverizar la quimera de un hombre pecador siempre digno, sean cuales sean sus delitos. (Sí, existe la dignidad moral. Y el pecado atenta contra ella).

Y orar sin descanso, hacer penitencia sin descanso, pedir perdón sin descanso, sobre todo por habernos contaminado con los errores de la Modernidad.

No tiene sentido descuajar al cristiano de la realidad. Denunciar los males del mundo adámico no es profetizar calamidades, sino irse al desierto, vestirse de piel de camello y vivir de langostas y miel silvestre. Que se nos quede grabado en la mente la advertencia de San Jerónimo: dada la mucha gracia que recibimos, día tras día, ser voluntariamente imperfecto es delinquir. Vendrá el crujir de dientes, pero no para el que pida gracia, y gracia y gracia, unido a Nuestra Madre y a todos los santos.

Sumergirse en las aguas territoriales del Maelstrom significa ahogar al hombre nuevo, y revivir al hombre carnal, irredento, caído de la gracia, como diría León Bloy. No debemos ocultarnos que serán precisos muchos sufrimientos, una grave ascesis emocional e intelectual para subir a los últimos árboles, y divisar Erebor.

Pero no es imposible, porque la Iglesia sigue siendo columna y fundamento de la verdad (Cf. 1 Tim 3, 15).