Cuidar a nuestros curas
Hace unas semanas, en este portal se destacaban algunas noticias acerca del aumento de acoso y agresiones (verbales e incluso físicas) a sacerdotes en Polonia y España. Situación que, como vemos, ya no ocurre únciamente en aquellos países más o menos remotos donde se persigue al cristianismo, sino también en Occidente, y cada vez más. El odium fidei se expresa de modo crecientemente desembozado, tras varias generaciones criadas en la aconfesionalidad cristiana de las sociedades.
La palabra “sacerdote” procede del latín sacerdos ("don sacro"), un derivado del sustantivo sacrum (sagrado) que significa grosso modo a la persona dedicada a aquello propio de Dios o relacionado con Él. Muchas creencias religiosas han poseído a lo largo de la historia personas dedicadas, como oficio, a intermediar entre la comunidad y las divinidades, aunque primitivamente la religiosidad era dirigida por los cabezas de familia.
Sacerdotes tenía también el pueblo de Israel, llamados Kohanim, que oficiaban los sacrificios y otras ceremonias rituales (purificaciones, ofrendas, bendiciones, redenciones del primogénito, etcétera) dedicadas a Yahvé en el Templo de Jerusalén. Como eran todos descendientes de Aarón, de la tribu de Leví, también se les llamaba “levitas".
Aunque la Iglesia cristianizó (como tantas otras cosas) el nombre latino del oficio, en realidad, la sustancia del sacerdocio cristiano tiene mucha más relación con la del israelita, que con los homónimos romanos. Más aún, se trata más propiamente de una adaptación lingüística para los hablantes romances, puesto que en las primeras comunidades cristianas los guías de la comunidad eran los presbíteros (del griego presbýteros, “más anciano", véase Hech 14,23; 16,4; 1 Tim 4,14; Tito 1,15, etcétera, ya que en ese idioma, “sacerdote” se traduce como hieros), tanto en evocación de los consejos de ancianos de Israel del Antiguo Testamento, como por el hecho de que se formaban alrededor de los apóstoles o discípulos que hubiesen conocido personalmente a Jesús, y que obviamente solían ser los de más edad.
En la Iglesia católica, tres son las funciones del sacerdote. En primer lugar, administra los sacramentos, su tarea más importante, puesto que es exclusiva, principalmente el Sacramento de la Eucaristía, centro de la vida de fe de la comunidad; en segundo lugar, proclama la palabra de Dios, es decir, evangeliza, mandato común a todo cristiano, pero más especialmente en los presbíteros, que además deben catequizar a los neófitos; por último, asume la guía espiritual de la comunidad a él encomendada (la llamada “cura de almas", de donde proviene el término popular de cura), sea parroquía o capellanía. La gracia de estado conferida al Orden sacerdotal, por la cual Cristo se hace veraderamente presente a los fieles a través de cada sacerdote, auxilia poderosamente al presbítero en su tarea.
Por todas estas características, es comprensible que el sacerdote ejerza una indudable autoridad espiritual sobre la comunidad cristiana, y también material en aquellos aspectos relativos a los sacramentos, la evangelización y la administración de los templos. Es el fundamento de toda la estructura de la Iglesia católica, claramente jerárquica, para bien y para mal.
En una sociedad confesional (y todas las antiguas lo eran), aquellas personas encargadas de conectar a la comunidad con la divinidad, poseían un prestigio inherente a su cargo, y eran naturalmente respetadas e incluso reverenciadas por ello. En la mayoría de los casos, la potestad civil les proporcionaba sus medios de manutención (con fecuencia, de forma más que acomodada). Se suponía que su trabajo traía beneficios sobrenaturales a todos. Este reconocimiento mantuvo con el triunfo del cristianismo. En los dos últimos siglos, tanto el laicismo liberal como el ateísmo materialista, han desacralizado progresivamente a buena parte del mundo. En nuestro medio occidental, esa secularización ha ocurrido más rápida y profundamente en Europa que en América.
Por este motivo, y a diferencia de lo que ocurría hace apenas cincuenta años, hoy en día el ejercicio de la vocación sacerdotal carece de prestigio social. En la gran mayoría de los casos, además, los jóvenes que responden a la llamada de Cristo, con las capacidades necesarias para aprobar la carrera presbiterial, obtendrían mayores beneficios económicos trabajando en casi cualquier otro sector. Añadamos que los sacerdotes de rito latino no pueden contraer matrimonio, y si se ordenan casados, deben dejar de convivir maritalmente con su mujer (en la práctica, la Iglesia latina directamente desaconseja la ordenación de casados). La renuncia a una esposa, a unos hijos, a una familia propia, en suma, es un sacrificio que resulta demasiado duro para algunos de los llamados, que serían irreprochables como ministros de la Iglesia en otros aspectos. Son muchas las dificultades y renuncias que exige ser obrero en la mies de Nuestro Señor.
Por todos estas razones, podemos considerar que todos los sacerdotes, por el mero hecho de serlo en nuestra sociedad, de haber respondido generosamente a la llamada de Cristo, renunciando a tantos beneficios mundanos, a cambio de una misión elevadísima pero muy exigente, como es la de cuidar de las almas de los cristianos, son unos auténticos héroes.
En mi opinión, todos los laicos deberíamos considerar estas cosas cuidadosamente a la hora de emplear una medida con la que juzgarlos (Mateo 7, 2). La gracia de estado no convierte a los presbíteros en superhombres: poseen las mismas cualidades y defectos que cualquier otra persona. Si emplean sus talentos al servicio de su misión, multiplicarán su eficacia, santificando y santificándose. Si procuran corregir sus carencias, mejorarán como personas y como sacerdotes. Exactamente igual que cualquier otro cristiano, con la única diferencia de la importante sobrenaturalidad de su tarea.
Así, si notamos que nuestro párroco es introvertido y poco empático, o se agobia con sus tareas y nunca parece tener tiempo, o posee escasa capacidad retórica para las homilías, o cualquier otra falla de carácter, procuremos ser comprensivos y pacientes con él, como lo desearíamos que lo fuesen con nosotros. Y procuremos ayudarle a mejorar, que es un acto de caridad. No olvidemos que también él debe tener paciencia con los defectos de sus feligreses, que no son pocos (ni los defectos, ni los feligreses).
Igualmente, los sacerdotes también puede caer en falta y cometer pecados, como cualquier cristiano, pues la gracia divina fortalece su alma, pero no les hace infalibles. Si el guía cae, ¿cómo podrán sostenerse los que le siguen? También él recibe la misericordia de Cristo para levantarse y seguir en paz sin volver a caer en tentación. Auxiliémosle los fieles a ello con nuestra ayuda. Ellos son los encargados de administrar la misericordia divina para nuestros pecados en el sacramento de la confesión. ¿No merecen también nuestra compasión en los suyos?
Incluso si, Dios no permita ese nuevo dolor a su hijo Jesucristo, un sacerdote acaba por conformarse a su pecado y justificarlo, cayendo en el vicio, no olvidemos que debemos corregirle fraternalmente, como nos enseñó Nuestro Señor (Mateo 18, 15-18), procurando que se enmiende por sí, y si no lo hace, poniendo la situación en conocimiento de su obispo, que es el encargado de su alma, antes de hacerlo público. Ante hechos censurables en un sacerdote, actuemos adecuada y proporcionadamente, evitando el siempre condenable vicio de la murmuración.
Lo único verdaderamente reprobable a un sacerdote es cuando falta a la misión que Cristo le encomendó: cuando oficia de modo manifiestamente deficiente (o incluso de ningún modo) los sacramentos, cuando predica errores doctrinales, o no se preocupa de la salud espiritual de las almas a él encomendadas. Ahí sí podemos los fieles exigirle que enderece su rumbo, pues tenemos derecho a recibir de él aquello para lo que fue consagrado. Incluso en ese grave caso, hemos de usar la caridad, tanto para comunicarle nuestra preocupación personalmente en primer lugar, y poder escuchar sus razones, como para apelar a su superior jerárquico.
La labor de un párroco es ingente, y los feligreses con frecuencia no somos conscientes de ello (sobre todo en los rurales, que deben curar las parroquias de varios pueblos, en ocasiones muy lejanos). Qué feo hábito es el de la crítica vacía a aquello que nos parece mal (muchas veces, y peor aún, a espaldas del interesado), y qué poca ayuda les prestamos. Los seglares debemos ofrecernos, en la medida de nuestro tiempo, capacidades y medios económicos, para auxiliar al sacerdote en aquellas tareas que podamos asumir. Nosotros somos comunidad, y la parroquia, a fin de cuentas, es nuestra, pues los sacerdotes frecuentemente son cambiados de destino.
Antes de evaluar la tarea de un sacerdote (o lo simpático que nos pueda resultar), recordemos que detrás hay un enorme regalo de Dios, que por su medio nos da su Cuerpo y Sangre, nos bautiza, nos reconcilia, nos casa o nos imparte sus bendiciones. Únicamente por eso, ya debemos dar gracias a la divina Providencia por cada sacerdote del cual podamos recibir esos dones. Bien lo saben en aquellos países donde, por la dispersión de las comunidades y la escasez de presbíteros, la llegada de uno es celebrada con gran alborozo, o los fieles deben caminar durante horas o días para poder recibir la eucaristía o el sacramento del perdón.
Los bienes que podemos recibir de los sacerdotes (tanto aquellos a los que tenemos derecho como cristianos, como aquellos que nos ofrecen generosamente sin estar obligados) son muy numerosos, y nos ayudan poderosamente a crecer espiritualmente y dar frutos de santidad. Añádase que, en esta sociedad materialista y apóstata, los jóvenes que se comprometen de por vida en el sacramento del orden con frecuencia son sinceramente devotos y genuinamente comprometidos con su misión. Escasos pero valiosos, como perlas perfectas, débiles pero firmes faros que nos guían en los terribles tiempos de confusión que nos ha tocado vivir, pues Dios no abandona a su pueblo, aunque este le sea infiel una y otra vez.
Agradezcamos todo este caudal de bien que Nuestro Señor nos regala. Sepamos ver en los vasos de barro de nuestros presbíteros, la poderosa luz de la Gracia y los sacramentos que Dios nos ofrece por su medio. Así seremos más pacientes con sus defectos, más agradecidos con sus cualidades y su esfuerzo, y más dispuestos a ayudarles en cuanto necesiten, tanto en sus tareas apostólicas como en su necesidades personales.
Frente a ese desprecio social, o las injurias de algunos, que los sacerdotes sientan el amor y el agradecimiento de los fieles, pues eso es lo justo.
Cuidemos a nuestros curas, porque ellos, sucesores de apóstoles y discípulos del Maestro, son los pastores puestos por Jesucristo para que más fácilmente alcancemos a la salvación. La tarea más elevada a la que un ser humano puede aspirar.
6 comentarios
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LA
Gracias, Lina, por su amable comentario.
Y bienvenida, con retraso, a la familia Infocatólica.
Probablemente no pases el seminario.
Porque hoy día se busca un perfil de alguien que tenga capacidad de relacionarse con otras personas. Don de gentes.
Algo que por una parte es comprensible, pero por otra dudosa.
La función de un sacerdote no es ser relaciones públicas de un bar, es la de administrar los sacramentos, predicar la palabra de Dios y ser guía espiritual como ha mencionado el autor de este artículo.
Para ser presbítero sólo hacen faltan dos requísitos que son ser varón y estar bautizado. Aunque entiendo que halla un proceso de discernimiento con una formación etcétera.
Sobre el tema del sueldo.
Uno no se hace sacerdote por lo que se cobra. Pues gracias a Dios a los sacerdotes no les falta nada y tienen lo necesario para vivir.
Por otra parte no hay mayor regalo que trabajar para la Gloria de Dios.
Por último el tema del celibato es comprensible por el tema de la disponibilidad y dedicarle todo tu tiempo a una misión tan grande como es la de la salvación de las almas y no tener preferencia por una persona en especial como puede ser tu mujer, hijos. Por encima de otras que no son tu familia.
Pero curioso que en la Iglesia Católica de rito Oriental el celibato sea algo optativo al menos en algunos casos.
Cuanta ayuda, oración y cuidado necesitan y debemos dar a nuestros sacerdotes que, en general, pierden la vida por sus fieles.
Detrás de cada sacerdote hay una vida entregada y gastada y, en muchas ocasiones, no suficientemente valorada ni agradecida por el don que Dios nos da en cada sacerdote.
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LA
Muchas gracias por poner atención en algo que yo había olvidado: rezar por nuestros sacerdotes, sobre todo los más cercanos a nosotros, y sobre todo por sus necesidades más específicas, si las conocemos.
Un cordial saludo.
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