La Iglesia copta (II)
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El Concilio de Nicea
Se puede decir que este primer concilio ecuménico, trascendental en la historia de la Iglesia, fue un concilio “egipcio”, pese a celebrarse en la ciudad bitinia. Egipcio era el acusador, el papa Alejandro de Alejandría; libio y predicador en Alejandría el acusado, Arrio, y egipcia era plenamente la controversia sobre la naturaleza de Cristo.
El flamante emperador único Constantino convocó el concilio para finales de la primavera de 325, en su palacio de Nicea, desde donde supervisaba la edificación de Constantinopla, la nueva capital. Proporcionó manutención, escolta y mulas públicas a todos los asistentes para que acudiesen desde el lugar del Imperio donde se hallasen. Acudieron trescientos dieciocho obispos (sólo cinco de la parte occidental del imperio) sin contar ayudantes y acólitos. A Alejandro le acompañaron los obispos Potamón de Heraclea (en la persecución de Maximino le habían sacado un ojo) y Pafnucio de Tebaida (discípulo de san Antonio Abad), así como su diácono, el brillante Atanasio, que ejerció de portavoz. A Arrio le escoltó otro grupo de obispos, encabezado por Eusebio de Nicomedia.
El obispo Osio de Córdoba, consejero de Constantino, legado imperial en la fracasada mediación previa, era el más respetado de todos los participantes (había sufrido persecución bajo Diocleciano) y presidió el concilio, que finalmente fue inaugurado el 20 de mayo. Constantino asistió a la mayoría de los debates, aunque no tenía palabra y su presidencia fue puramente honorífica. El papa romano Silvestre era demasiado viejo, y envió dos delegados.
La principal discusión del concilio fue sobre si el Verbo (la segunda persona de la Trinidad) había sido engendrado por el Padre desde todos los tiempos (consustancial y coeterno al Padre), como era la opinión más antigua y extendida, y que sostenía el papa Alejandro de Alejandría; o había sido creado al principio de los tiempos, como defendía Arrio, apoyado (vagamente) en las enseñanzas subordinacionistas de Orígenes y Teognosto de Alejandría.
A despecho de lo que los panegiristas de Constantino (particularmente Eusebio de Cesarea) quisieron transmitir, el emperador no tuvo papel en las discusiones teológicas, materia en la que era un lego. Su preocupación era mantener la unidad de la Iglesia, dado que tenía en mente emplearla como religión de la corte, y eventualmente en un futuro como nueva religión oficial del Imperio. Se limitó a sancionar y dar cuerpo legal a las decisiones del concilio, sentando por cierto un precedente que futuros emperadores y reyes seguirían, el de convertir las decisiones conciliares en leyes civiles, inaugurando así la colaboración entre la Iglesia y el Estado.
Más de una veintena de obispos apoyaban la interpretación de Arrio, pero la aplastante mayoría estaban en contra. Atanasio habló en nombre del papa alejandrino defendiendo que el Hijo era de la misma “sustancia” que el Padre, empleando el término griego “homousios”, que tantas discusiones iba a provocar durante siglos en la Iglesia. Esa expresión se ha interpretado siempre como que el Hijo compartía la naturaleza divina del Padre en pie de igualdad. Arrio postuló que sólo el Padre era infinito y eterno, y que el Hijo (el Verbo) había sido su primera creación, y por ende, no podía ser eterno, y no podía tener la misma naturaleza divina del Padre (a lo sumo una participación divina en su naturaleza de mayor o menor medida). A partir de esa primera creación, todo había sido hecho por el Hijo. Arrio se apoyó en fragmentos de las Sagradas Escrituras (concretamente Juan 14:28, y Colosenses 1, 15), mientras Atanasio presentó otros textos en apoyo de su postura.
Según textos posteriores, cuando Arrio hablaba, muchos obispos se tapaban los oídos para no escuchar herejías, y en un momento particularmente enconado de la discusión, el obispo Nicolás de Bari llegó a abofetear al presbítero alejandrino.
Tras dos meses de discusiones, Atanasio convenció a la mayoría de los que apoyaban a Arrio. Elaboró una profesión de fe cristiana que hoy se conoce como “credo de Nicea” en la cual se afirmaba la enseñanza ortodoxa, y en el que al respecto de la relación entre la primera y segunda personas afirma “Creemos […] en un solo Señor Jesucristo, el Hijo de Dios; unigénito nacido del Padre, es decir, de la sustancia del Padre; Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero; engendrado, no creado; de la misma naturaleza que el Padre; por quien todo fue hecho: tanto lo que hay en el cielo como en la tierra”, así como “a los que dicen: hubo un tiempo en que no existió, y: antes de ser engendrado no existió, y: fue hecho de la nada o de otra hipóstasis o naturaleza, pretendiendo que el Hijo de Dios es creado y sujeto de cambio y alteración, a éstos los anatematiza la Iglesia católica.” Este primer “Credo” (por la primera palabra de la profesión en la versión latina) fue incorporado a las actas del concilio.
El concilio trató de otros muchos temas, cuyos decretos se enumeraron en forma de “cánones”. Se intentó poner fin al cisma de Melicio de Licópolis, permitiendo a este conservar su sede obispal, pero prohibiéndole ordenar presbíteros. Los obispos que había ordenado debieron ser ordenados de nuevo. También se trató de otros cismas por intransigencia con los lapsi, como el de Donato de Cartago o el de Novaciano de Roma. Varios cánones regularon la readmisión de los apóstatas en las últimas persecuciones, así como las condiciones y penitencias que debían sufrir para ser readmitidos a comunión. Igualmente con la readmisión de los seguidores del excomulgado Pablo de Samosata. Otros cánones regulaban la ordenación de catecúmenos, las disciplinas eclesiásticas (los clérigos no podían convivir con una mujer que no fuese familiar directa, no podían prestar a interés, no podían castrarse, ni abandonar su diócesis sin permiso), o la preeminencia concedida a las sedes de Roma, Alejandría, Antioquía y Jerusalén (la segunda de Palestina después de Cesarea), cuyos titulares eran llamados arzobispos o metropolitanos, que prefiguran los futuros patriarcados históricos. Por último, se cambio la forma de calcular la fecha de la Pascua según el método judío por el método romano.
Se invitó a los presentes a que firmaran las actas completas, incluyendo la profesión de fe, lo que hicieron casi todos los obispos. Bien por convencimiento o presionados, todos los partidarios de Arrio firmaron las actas (incluyendo a Eusebio de Nicomedia), excepto los dos obispos libios, Theonas y Secundus. Junto a Arrio, fueron excomulgados por no acatar la decisión del concilio. El emperador publicó oficialmente las actas, exilió a Arrio y los dos obispos renuentes, y ordenó que todas las copias de sus obras fuesen confiscadas.
Sin embargo, apenas tres meses después, el emperador Constantino suavizó un tanto las disposiciones antiarrianas, tanto en la condena de Arrio, al que se permitió elegir exilio, y los dos obispos que no firmaron las actas, como en el castigo a los que no entregaran las obras condenadas, que no fueron sentenciados a muerte.
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Atanasio, arzobispo de Alejandría
El papa Alejandro de Alejandría falleció entre unos meses y dos años después del primer concilio ecuménico (las fuentes difieren sobre la fecha), aparentemente indicando como sucesor a Atanasio, su elocuente portavoz durante el concilio, que aún era muy joven. Según una historia posterior, Alejandro había reclutado a Atanasio siendo niño, mientras jugaba a ser obispo bautizando a sus amigos en la playa, y formándolo sólidamente en filosofía y teología.
Se cree que Alejandro había sido persuadido por su admirado Pafnucio de Tebas para que permitiese que los casados que se ordenaran no fuesen forzados a separarse de su esposa (contra las disposiciones en ese sentido del concilio de Elvira de 305), base para la posterior aceptación de los clérigos casados en las Iglesias orientales. Escribió algunas obras, una colección de cartas antiarrianas, una homilía sobre el cuerpo y el alma, y una hagiografía de san Pedro de Alejandría, de las cuales se conserva muy poco.
Según San Gregorio, el moribundo Alejandro ordenó llamar a Atanasio, y este huyó por temor a ser nombrado sucesor. Cuando los obispos egipcios se reunieron para elegir al nuevo arzobispo, todos estaban de acuerdo en que debía ser Atanasio, y el pueblo cristiano reunido fuera gritaba “¡dadnos a Atanasio!”, por lo que la elección fue unánime. Parece que fue consagrado entre el año 326 o como muy tarde el 9 de mayo de 328, cuando tenemos el primer documento oficial.
Para entonces, Melicio de Licópolis había fallecido en 327, designando en su sustitución en su sustitución a Juan Arkhaf, a quien Constantino envió una carta en 328 pidiéndole que se sometiese al criterio del metropolitano. Los obispos melicianos, sin embargo, desconocieron las disposiciones del concilio de Nicea sobre su secta, rechazaron a Atanasio, y transformaron el cisma en herejía, al adherir las enseñanzas de Arrio, entre cuyos partidarios se contaron desde entonces.
Antes de Nicea, el nuevo papa Atanasio ya había publicado alrededor de 318, muy joven, dos escritos, Contra Gentes (Contra los paganos) yDe Incarnatione (Sobre la Encarnación). Atanasio tenía la sólida formación escriturística y filosófica típica de la Escuela de Alejandría desde tiempos de Panteno y Orígenes. Sin embargo, a diferencia de sus predecesores más ilustrados, no conocía el hebreo, y se basaba en la traducción griega de las Escrituras realizada por la Septuaginta. Debido a la polémica arriana, Atanasio tomó distancia con aquellas enseñanzas de Orígenes que no se ajustaban a lo acordado en el Concilio de Nicea, particularmente en su subordinacionsimo (aunque Orígenes nunca postuló que Cristo fuese creado y no eterno, como sí hizo Arrio), así como el alegorismo escriturístico un tanto radical que el filósofo había seguido en su tiempo.
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La controversia arriana se reaviva. Sínodo de Tiro y primer exilio de Atanasio
Los primeros años de su pontificado, los dedicó Atanasio a visitar las iglesias de Egipto y Libia, y a tomar contacto con los ermitaños del desierto, particularmente Antonio y Pacomio, que le inspiraron vivamente. No obstante, su largo pontificado iba a estar marcado por la controversia arriana que, lejos de terminarse con las actas del Concilio de Nicea, se avivó de un modo dramático.
Tras el Concilio de 325, Constantino había ido mostrando cada vez más claramente su conversión al cristianismo, en sus numerosas cartas y actos oficiales (comenzó a abandonar los cultos públicos a los dioses romanos, que, como emperador, estaba llamado a presidir). No es evidente la vinculación directa con la revelación divina del lábaro con el Crismón que supuestamente recibió antes de la Batalla del Puente Milvio (20 de octubre de 312), citada por Lactancio, ya que el proceso fue progresivo, y no es hasta la segunda mitad de la década de 320 cuando hay pruebas irrefutables de su cristianismo. Sin embargo, a partir de ese momento, la fe en Cristo se convirtió en la religión de la corte imperial, y recibió todo tipo de apoyos y prebendas en su culto y sus devociones, potenciando enormemente la evangelización entre los paganos.
Para 328, Constantino había constatado que sus disposiciones contra el arrianismo no habían ni mucho menos hecho desistir a sus partidarios. Para buscar la reconciliación, levantó el exilio a los obispos condenados, a los simpatizantes como Eusebio de Nicomedia, y al propio Arrio, que se había establecido en Palestina. Pero cuando solicitó a Anastasio que levantara la excomunión de Arrio, que había firmado un escrito matizando algunas de sus proposiciones más extremas, el arzobispo alejandrino se negó, exigiendo que Arrio profesara el mismo Credo que habían aprobado los padres conciliares. Con ello, fue Atanasio el que cayó en el desagrado imperial.
Eusebio de Nicomedia recuperó la confianza de Constantino, convirtiéndose en su asesor espiritual, y poco a poco fue convenciendo al emperador de que, tras la “retractación” de Arrio, quienes no querían recobrar la comunión con él y sus partidarios eran los verdaderos cismáticos. Varios obispos arrianos, encabezados por el egipcio (y rival) Juan Arkhaf, acusaron entonces públicamente a Atanasio de haber sido consagrado obispo sin tener la edad necesaria (treinta años), de cobrar tasas ilegales, conducta inmoral, o incluso cargos graves y excéntricos como apoyar a usurpadores al trono imperial, o asesinar al desaparecido obispo Arsenio y conservar su mano para rituales mágicos. Atanasio fue llamado a un sínodo en Cesarea de Palestina en 334, pero él rechazó las acusaciones y no acudió.
Un año más tarde, Constantino inauguró su basílica del Santo Sepulcro en Jerusalén, y aprovechó la llegada de numerosos obispos de toda la parte oriental del imperio a la consagración del templo, para pedirles que se reunieran en el sínodo de Tiro (335) y analizasen las acusaciones contra el metropolitano egipcio. Atanasio fue forzado a acudir, y llegó con el respaldo de casi todos (cuarenta y siete) los obispos egipcios, encabezados por Pafnucio de Tebaida y Potamón de Heraclea. Hubo más de trescientos asistentes, incluyendo un fuerte grupo de arrianos, encabezados por Eusebio de Nicomedia, Teognis de Nicea, Macedonio de Mopsuestia o Patrófilo de Citópolis. El primado de Palestina, Eusebio de Cesarea, presidió el sínodo, que confirmó la ortodoxia de las afirmaciones matizadas de Arrio, readmitió a comunión a los melicianos y condenó a Atanasio.
Este huyó, convencido de no haber sido juzgado con imparcialidad, y apeló al emperador, al que visitó en Constantinopla para defender su causa. Constantino le eximió de todas las acusaciones, pero creyó la de que había cortado el suministro de grano egipcio a la nueva capital imperial para forzar al emperador a permitirle mantener excomulgado a Arrio. Por ese único motivo, fue exiliado a Augusta Treverorum (Tréveris) en la lejana frontera con Germania.
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Constancio, el emperador arriano
Contra lo que muchos historiadores protestantes o ateos han querido mostrar en siglos posteriores, lo cierto es que las controversias en la teología cristiana no variaron tras Constantino, pero la relación de la Iglesia con la sociedad y la autoridad política sí lo hizo, y de forma dramática. Hasta 313, la cristiana era una comunidad minoritaria, mal vista (considerada una religión “oriental, poco patriótica y antirromana”), perseguida y en algunos periodos, mártir. Con la adopción personal del cristianismo por Constantino, pasó a ser de golpe la religión de la corte imperial, es decir, la más influyente en el soberano absoluto. Los obispos y las iglesias cristianas fueron protegidas, mientras los templos y sacerdotes olímpicos eran abandonados por el trono, anteriormente su máximo patrocinador.
Eso provocó, por una parte, que muchos paganos deseosos de medrar cerca de la corte se acercaran al cristianismo, lógicamente con una sinceridad dudosa. Por otro lado, la autoridad del emperador se extendió a una esfera hasta entonces independiente, la de los obispos. Con la nueva dinastía cristiana y las que le sucedieron, los emperadores van a influir en la organización y disposiciones eclesiásticas e, indirectamente, en materias de fe. Y, acostumbrados a hacerlo así en el ámbito civil, con un marcado autoritarismo. La mayoría de emperadores no tenían conocimientos teológicos profundos, pero una vez se decidían por una interpretación, exigían su seguimientos con todas las armas coercitivas que la autoridad civil ponía en sus manos. Había nacido el cesaropapismo, que tendría una fundamental importancia, tanto en el Imperio Romano en los siguientes diez siglos, como en otras entidades políticas sucesoras del mismo, tales como el Sacro Imperio Romano Germánico o el Zarato de todas las Rusias. Y los hijos de Constantino van a ser los primeros en ejercerlo.
Arrio murió en 336, pero los partidarios de su interpretación de la relación entre el Padre y el Hijo mantuvieron su preeminencia gracias a la influencia en la corte de Eusebio de Nicomedia, que en 337 bautizó al emperador Constantino poco antes de su muerte. Este había dividido su imperio entre sus hijos, correspondiéndole al segundo, Constancio, todo el Oriente, incluyendo Constantinopla, Siria y Egipto, que eran las zonas donde mayor porcentaje de cristianos había y se localizaban las más importantes escuelas de pensamiento de la Iglesia. Sus hermanos se repartieron el Occidente, después de que tropas leales a ellos asesinasen a otros familiares del fallecido Constantino, posibles rivales al trono.
Constancio era una criatura de Eusebio, y pronto la versión arriana del cristianismo se convirtió en la oficial de la corte de Constantinopla. El metropolitano Pablo de Constantinopla denunció esta violación de las decisiones del Concilio de Nicea, y fue desterrado junto a Anastasio a Tréveris. Constancio favoreció la postura moderada dentro del campo arriano, que reconocía una misma sustancia al Padre y al Hijo, pero este había sido creado y estaba subordinado a Aquel (los llamados homoiousianos), frente a los más radicales (llamados anomeos o heterousianos) que defendían la desigualdad de sustancias entre Padre e Hijo, que sería una simple (aunque santa) criatura.
Constancio nombró a su amigo, el arriano Gregorio de Capadocia como nuevo arzobispo de Alejandría en 339, pero tuvo muy poco apoyo. En 338, Atanasio había apelado al papa Julio II de Roma, el cual reunió un sínodo de obispos en Roma que analizaron el caso de Atanasio, proclamando su inocencia, y la ilegitimidad de su deposición. Julio escribió a los partidarios egipcios de Arrio, encareciéndoles a restituir a Atanasio, pero en vano. En 340, un sínodo de cien obispos egipcios se reunió en Alejandría, para rechazar las acusaciones vertidas sobre Atanasio en Tiro, y reconocerlo como su metropolitano legítimo, recibiendo el apoyo de Julio II. El cisma entre el emperador oriental y la Iglesia en occidente, y entre Egipto y el resto de la Iglesia en oriente era una realidad.
En ninguna parte fueron las luchas entre niceanos y arrianos más enconadas que en Egipto. Potamón de Heraclea, perseguido por Maximino Daza, gran amigo y apoyo del arzobispo Alejandro en Nicea, fue azotado hasta la muerte por orden del prefecto arriano Filagrio en 341. Gregorio de Capadocia, el metropolitano impuesto por el emperador, y que nunca logró la aceptación de la mayor parte de la Iglesia en Egipto, murió en 345, parece que a resultas de las heridas sufridas a manos de un cristiano trinitario.
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Los sínodos de Sárdica y Filipópolis. Cisma de la Iglesia.
Alarmado por lo que estaba ocurriendo, el papa Julio II de Roma, solicitó a los emperadores del centro (Constante) y Oriente (Constancio), la convocatoria de un concilio, que se reunió en Sárdica (Tracia) en el año 343, presidido nuevamente por Osio de Córdoba, y al que acudió el propio Atanasio. A diferencia de Nicea, los obispos occidentales (unos noventa, casi todos nicenos) fueron esta vez mayoría frente a los orientales (unos ochenta, más de la mitad de ellos arrianos). La reunión fue un fracaso: los orientales arrianos rechazaron la asistencia de los obispos condenados en el sínodo de Tiro, salvo para responder de las acusaciones, y acabaron abandonando el sínodo y reuniéndose en la cercana Filipópolis de Tracia, donde bajo la presidencia del arzobispo arriano de Antioquía, celebraron un sínodo que confirmó todos los exilios anteriores. Los occidentales siguieron adelante, pese a ello, levantando la condena a Atanasio y el resto de obispos exiliados, y elaboraron una nueva profesión de fe que pretendía integrar a los arrianos más templados, en la que afirmaban que en las tres personas divinas había una sola ousia (naturaleza o sustancia), que Padre e Hijo eran distintos, que Dios no padeció en la cruz, sino “el hombre revestido de él”, y que el Logos era unigénito de Dios y primogénito entre los hombres, y su reino era eterno. Era el cisma entre cristianos niceanos y arrianos.
Por cierto, que el concilio de Sárdica establecía que el tribunal de primera instancia para juzgar a un obispo estaría formado por sus pares coprovinciales, pero si el acusado apelaba al metropolitano de Roma (como había hecho Atanasio), su sentencia sería inapelable. Este canon establecía la primacía jurídica del papa romano sobre la Iglesia, siendo una de las primeras piedras de la teoría del primado romano universal. Como los obispos orientales habían abandonado este concilio desde el principio, ni esta disposición, ni la absolución de los obispos acusados, ni la nueva profesión de fe, fueron aplicadas en Oriente. De hecho, el propio Atanasio descartó el Credo de Sárdica, argumentando con lógica que ya existía el símbolo de Nicea, aprobado por una asamblea mucho más amplia y representativa tras una discusión más prolongada y profunda.
El concilio de Sárdica envió cartas a los obispos y fieles egipcios, comunicándoles sus decisiones. Los obispos arrianos, dirigidos por Eusebio de Nicomedia, redoblaron su persecución, imponiendo castigos a los prelados que acataran a Atanasio, e incluso amenazándolo de muerte si regresaba a Alejandría. Apenas treinta años después de la última persecución pagana, unos cristianos condenaban a muerte a un obispo cristiano por desobedecer las disposiciones de un sínodo como el de Tiro.
Más efectiva fue la presión del emperador de Occidente, el hermano menor Constante, que escribió a Constantinopla, exigiendo la reposición de Atanasio. Finalmente, Constancio se entrevistó con el exiliado, y aceptó su vuelta a Alejandría en 345, aprovechando la muerte de Gregorio. Pero Constante murió en 350 y, tras una breve guerra con un usurpador, Constancio II reunificó el imperio en 353, convirtiéndose en el árbitro de la ortodoxia cristiana. Un año antes había muerto Julio II, el leal apoyo de Atanasio.
Ahora dueño también de Occidente, Constancio un concilio en Arlés en 350, y uno más amplio de obispos occidentales en Milán en 355, en el que los obispos (presionados por el emperador) reafirmaron las conclusiones del sínodo de Tiro, aceptaron una versión del canon niceano en el que se omitía la definición “consubstancial” (homousios) para el Hijo, y exiliaron por segunda vez a Atanasio. El nuevo papa Liberio se opuso a firmar las actas de Milán, en protesta por la coerción imperial ejercida sobre los obispos, y fue exiliado a Berea de Tracia, donde le maltrataron durante dos años. También Osio fue desterrado ese año, tras negarse a condenar a Atanasio, contestando al emperador en una gallarda carta “Yo fui confesor de la fe cuando la persecución de tu abuelo Maximiano; si la reiteras, estoy dispuesto a padecerlo todo antes de traicionar la verdad […] Dios te confió el imperio, a nosotros la Iglesia […] ni nos es lícito a nosotros tener potestad en la tierra, ni tú, Emperador, la tienes en lo sagrado”, en lo que es la primera declaración conocida de distinción de la autoridad civil y eclesiástica. No cedió pese a ser azotado y torturado en un sínodo arriano, y ya centenario, el eximio obispo cordobés acabó muriendo en su exilio en Sirmio (Iliria), en 357.
La interpretación arriana de la naturaleza de Cristo parecía haber triunfado.
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Los Padres del Desierto
Para entonces, el movimiento monástico y eremita egipcio se había extendido por todo el país.
Alrededor de 360, Atanasio escribió la Vida de san Antonio el Abad, o Antonio del Desierto (traducida al latín por Evagrio de Antioquía antes de 374), por la cual nos ha llegado hasta nuestros días su historia, y que es un modelo de regla de ascesis cristiana, tanto para los cristianos de su época como para los de siglos posteriores (sobre todo en la Edad media), muy particularmente para los monjes.
En la Tebaida, Palemón de Tabennisi había seguido los pasos de Pablo el ermitaño, viviendo en el yermo en soledad. Entre 320 y 330, junto a su discípulo a Pacomio, un antiguo soldado de Tebas, convertido al cristianismo en 314 tras recibir auxilio desinteresado de los cristianos alejandrinos, fundó un monasterio en la isla nilótica de Tabennisi (al norte de Tebas), para acoger a todos aquellos eremitas que no soportaban la vida en absoluta soledad. Pronto, más de cien monjes (empezando por Juan, hermano mayor de Pacomio) ocuparon celdas particulares, pero con zonas comunes, reuniéndose para la liturgia y oraciones comunes. Pacomio (que había vivido varios años junto a Antonio para aprender la organización monástica) administraba el cenobio, y fue llamado abba (padre en lenguas semíticas), de donde derivó la palabra “abad”. El arzobispo Atanasio le visitó en 333 con intención de ordenarle sacerdote, pues ninguno de los monjes era clérigo ni podía celebrar misa, dependiendo para ello de los sacerdotes de Tebas, pero Pacomio, considerándose indigno, lo rechazó. Sí estuvo de acuerdo con el metropolitano en la condena del arrianismo, y predicó contra él en varias ocasiones.
Pronto Tabennisi quedó pequeño para la gran cantidad de monjes que se incorporaban sin cesar a la vida eremítica, y Pacomio fundó otro monasterio en Pabau en 336, donde pasó el resto de su vida. Creó la primera regla de la historia del monasticismo, la regla de san Pacomio, que prescribía oraciones comunes, y buscaba un equilibrio entre trabajo y devociones, y entre comunidad y eremitismo. El hábito, la comida y el agua eran comunes, pero se permitía cierta libertad a los monjes para su práctica religiosa, sus ayunos y mortificaciones o su trabajo manual. La regla de san Pacomio fue la base de la regla de san Basilio de Cesarea, llamado el Grande (que visitó precisamente los monasterios de Pacomio en la Tebaida para adaptar su funcionamiento), que se expandió por todo el Oriente griego y arameo, y, por la traducción de san Jerónimo, influyó también en la regla de san Benito en el Occidente latino. Así, el cristianismo egipcio alumbró la regla primera de todo el monasticismo cristiano.
Pacomio murió en mayo de 348, dejando ocho monasterios y varios cientos de monjes en su regla. Se le atribuye la invención del cordón de oración, un pariente oriental de las cuentas del Rosario.
En 341, Antonio el Abad (que habría abandonado su retiro en el año 311 para polemizar contra los seguidores de Arrio en Alejandría) visitó al otro venerable fundador del monacato (en su caso en el Alto Egipto), Pablo de Tebas. Según Atanasio, el cuervo que (a imitación de Elías) alimentaba todos los días a Pablo con una hogaza de paz, traía también otra diaria a Antonio. Tras un tiempo de orar y meditar juntos, murió Pablo a la fabulosa edad de ciento trece años, y Antonio lo enterró con la ayuda de dos leones, lo cual le ha valido el patronazgo de los animales (se cuentan otras historias suyas de amistad con las bestias del desierto) y los sepultureros.
En el desierto de Nitra, al sur y no lejos de Alejandría, los cenobios que fundase Antonio el Abad prosperaron. Entre sus muchos eremitas descolló Macario de Alejandría (también llamado el Joven, para distinguirlo de Macario de Egipto), un comerciante de dulces, que en edad ya adulta renunció a todo, se bautizó y marchó a una celda en El Natroun, donde vivió el resto de su vida, siendo el prior de más de cinco mil monjes. Se cuenta de él la anécdota de que, enterado de la santidad de vida del monasterio de Tabbenisi, acudió allí de incógnito, y pasó toda la Cuaresma de aquel año de pie, sin comer ni beber, tejiendo cestas con hojas de palma. Los monjes avisaron a Pacomio de que había un loco entre ellos al que había que expulsar, pero el abad, inspirado por una revelación, identificó correctamente al anónimo visitante, que aceptó bendecir a todos antes de regresar al norte.
El otro Macario célebre de Nitra, llamado Macario de Egipto, nacido en la aldea de Shabsheer, había sido pastor de niño, y contrabandista de salitre de joven. En poco tiempo enviudó y heredó de sus padres, repartiendo todos sus bienes entre los pobres y marchando a hacer vida eremítica al cercano desierto. Allí vivió de hierbas crudas, entregado al ayuno y la oración constantes. Visitó a Antonio el Abad en el Monte Colzim, cerca del mar Rojo, de quien aprendió las reglas monásticas. A su regreso a Nitra se ordenó sacerdote y dirigió una comunidad cenobítica, cuyos miembros vivían aislados, pero cercanos, y se reunían únicamente para la liturgia dominical o para formarse mutuamente.
Otros monjes célebres de las comunidades antonianas de Nitra fueron Pombo, devoto de la mortificación del silencio, predicador junto a Atanasio contra el arrianismo, que fundó antes de 350 un conocido monasterio en Nitra, siendo maestro de muchos otros importantes padres del desierto, como Juan Kolobos o Juan el enano, Pishoy, Arsenio el Grande, Amonas de Egipto, etcétera, de los que oiremos hablar más adelante.
El propio Antonio murió en 356, también más que centenario, y pidió que sus restos se enterrasen en una tumba anónima cerca de su celda del Monte Colzim, pero dos siglos más tarde, en 561, fueron llevados a Alejandría para su veneración.
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El intervalo de Juliano el Apóstata
En 356, el emperador Constancio II nombró a un nuevo arzobispo para Alejandría en sustitución del depuesto Atanasio, a un acaciano (que defendían que el Hijo es semejante al Padre, pero no en la sustancia) u homeo llamado Jorge de Capadocia, antiguo recaudador de impuestos, venal pero culto (por lo visto tuvo una impresionante biblioteca particular), al que se le ha atribuido una obra anónima contra los maniqueos. Atanasio se retiró al desierto de Tebaida, donde los monjes lo acogieron. Allí vivió durante seis años una vida eremítica, y escribió su “Carta a los Monjes”, cuatro “Discursos contra los arrianos”, y una “Apología a Constancio”, defendiéndose de las acusaciones vertidas en su contra. Jorge de Capadocia, al encontrar resistencia a su autoridad en una parte significativa de su grey, que era trinitaria, desencadenó una nueva persecución a base de prisiones y azotes en todo Egipto, tanto a los nicenos como a los paganos (despojó el gran templo de Serapión de Alejandría), tan severa que provocó una rebelión. El 29 de agosto de 358 su templo fue invadido y los soldados lo rescataron con dificultad. Hubo de huir y fue repuesto con escolta militar en diciembre. Al conocer estos hechos, Atanasio escribió la “Historia de los arrianos”, en la que describe a Constancio como precursor del Anticristo.
En 361, el sobrino nieto del emperador, llamado Flavio Claudio Juliano, se rebeló con las tropas del Rin. Antes de entrar en batalla, Constancio murió el 4 de noviembre de ese año, dejando en su testamento nombrado como sucesor precisamente al rebelde Juliano, que era a fin de cuentas el único miembro varón de la familia constantiniana que quedaba vivo.
Estos hechos ocurrieron precisamente cuando Jorge de Capadocia se había embarcado en una nueva campaña de represión de sus enemigos religiosos. La muerte de su protector y el ambiente caldeado provocó que fuese inmediatamente depuesto y encarcelado. Una turba pagana, sedienta de venganza, lo saco de la cárcel, lo mató y arrojó su cuerpo al mar el 24 de diciembre de 361. Los arrianos lo consideraron mártir de su causa, y colocaron en su sustitución a un presbítero llamado Pisto.
Pero el nuevo emperador, Juliano, era un filósofo no cristiano, que simpatizaba por los cultos paganos, en tanto representaban a su juicio la verdadera religiosidad romana. Los paganos sintieron que con él regresaba la religión tradicional y terminaba el paréntesis cristiano de los constantinos, mientras los autores cristianos le llamaron “el Apóstata” (pues había sido bautizado de niño y educado como cristiano por el propio Eusebio de Nicomedia) y temieron una nueva era de persecuciones. En el momento de su entronización, Juliano era un devoto neoplatónico ilustrado (aunque también aficionado a las prácticas mistéricas y mágicas como el mitraísmo), deseoso de gobernar con y según los principios de la filosofía, y su práctica y aliento de los cultos olímpicos (sobre todo el del moderno Júpiter Solar o Solis Invictus) no pretendía romper la paz religiosa o imponer un culto único, como sí había intentado su predecesor. Así, en el mismo decreto que ordenaba reabrir los templos paganos abandonados y devolverles sus bienes, y suprimía la mayor parte de los privilegios de los clérigos cristianos, permitía la vuelta del exilio de todos los nicenos perseguidos por Constancio. Esto supuso la deposición de Pisto y el retorno de Atanasio a su sede de Alejandría, que se sustanció el 22 de febrero de 362. La Iglesia en Egipto estaba desgarrada por las querellas teológicas, agotada por las persecuciones y desprestigiada ante los paganos. Había mucho trabajo que hacer.
Atanasio convocó de inmediato un sínodo en Alejandría, que presidió junto al obispo Eusebio de Vercelli, exiliado en Tebaida. El sínodo puso orden doctrinal y canónica: se apeló a la unidad de todos los creyentes, orillando por primera vez la obstinación en la terminología teológica sobre el alcance del ousios del Hijo, pero enderezó una condena a quien negase la divinidad del Espíritu Santo, el alma humana de Cristo o su naturaleza divina. Se acordaron penitencias leves a los obispos heterodoxos arrepentidos, pero unas más severas para los cabecillas de las principales sectas. Eusebio fue encargado de difundir las decisiones del sínodo en las Iglesias de Siria y Palestina. Atanasio se aplicó con su habitual energía en ordenar las comunidades en Egipto.
Pero la tolerancia del emperador Juliano no duró mucho tiempo. Tras afianzar su poder con la depuración de todos los funcionarios adeptos a Constancio II, y comprobar como sus medidas benignas en favor del paganismo no lograban aumentar su culto, endureció su postura contra los cristianos, a los que consideraba responsables de el decaimiento en la fe en los antiguos dioses. Como buen antiguo cristiano, conocía cuáles eran los puntos fuertes y débiles del cristianismo para mejor poder atacarlo.
Durante 362 y 363, fue promulgando medidas cada vez más radicales: organizó (y obligó a organizar a las ciudades) grandes y espectaculares sacrificios públicos, que frecuentemente presidía, para atraer de nuevo a la población a los templos de sus antepasados; prohibió el acceso de cristianos a las altas magistraturas de la corte; exigió a los soldados participar en los ritos paganos oficiales; creó una auténtica doctrina teológica monista en torno al Solis Invictus (al modo cristiano), inspirada en el neoplatonismo, de la cual habían carecido los cultos politeístas previos; ordenó que los sacerdotes olímpicos imitasen las cualidades más admiradas en los clérigos cristianos: la pureza de costumbres y la atención caritativa a los pobres; publicó un escrito llamado “contra los Galileos”, en el que les acusaba de ser una corriente apóstata de la ley de Moisés, que había empleado de forma espuria la sabiduría griega, tomando lo peor de judaísmo y helenismo, de hipócritas que perdonaron los graves pecados de Constantino y Constancio, los cuales habían la muerte de sus propios familiares (sobre todo la del padre de Juliano); y, finalmente, prohibiendo a los maestros cristianos enseñar filosofía, gramática o retórica, es decir, tanto como excluirlos de la cultura grecorromana, aquella que llenaba de contenido la civilización del Imperio romano. Muchos eruditos cristianos, como Basilio el Grande, el bibliotecario Apolinar de Alejandría, o Gregorio Nacianceno, protestaron por esta medida, pues desde los tiempos de los egipcios Panteno y Orígenes, esa era también la cultura de los cristianos del imperio.
A finales de 362, Juliano decretó una vez más la deposición y exilio de Atanasio, al que consideraba sin duda el más peligroso para sus propósitos de entre los prelados cristianos, por su prestigio, carácter e infatigable determinación. Los cristianos se reunieron en octubre de 362 en la basílica alejandrina, dispuestos a defender a su metropolitano, pero Atanasio les instó a comportarse pacíficamente y a tener paciencia, augurando que su ausencia no sería larga. Después partió una vez más al destierro en el desierto de la Tebaida.
Sin duda, eliminando a su élite intelectual, Juliano pretendía que el cristianismo volviera a convertirse en una religión de grupos iletrados o esclavos, marginada socialmente e irrelevante políticamente. En las décadas medias de aquel turbulento siglo IV, es difícil poder afirmarlo con seguridad, pero tras el gobierno procristiano de Constantino y sus hijos, es posible que en lugares como Egipto, más de la mitad de la población fuese ya cristiana, y en otros lugares constituiría una minoría numerosa. Es difícil saber cómo hubiesen alterado la composición religiosa del Imperio a la larga las disposiciones anticristianas de Juliano, ya que su reinado fue muy corto. Lo cierto es que en ese poco tiempo, apenas se produjeron apostasías entre los nobles o sabios, y ninguna entre clérigos. El politeísmo olímpico estaba muerto por dentro desde hacía siglos, y su sustitución por otros cultos, tanto orientales (como el mitraísmo o el maniqueísmo) como oficiales (el culto al Sol invictus de Aureliano, o a Júpiter y Hércules de Diocleciano) había fracasado previamente, limitándose a lo que realmente eran, un culto a la figura oficial del emperador, es decir, una veneración puramente civil.
Juliano, tras sus éxitos contra los germanos, decidió acabar con la amenaza del Irán sasánida del shahanshaSapor I, y levantó un formidable ejército con el que atacó Mesopotamia. Tras un inicial triunfo, fue derrotado y muerto en batalla el 26 de junio de 363. Según algunos, un soldado cristiano le clavó una lanza por la espalda. Juliano moría sin hijos ni parientes, ni heredero designado. Aunque aún conservaban una fuerza militar considerable, los altos oficiales, temiendo quedarse aislados y sin suministros en medio de una tierra hostil, elevaron a la púrpura a un capitán de la guardia llamado Joviano, que firmó de inmediato una paz humillante, cediendo Armenia y todas las conquistas de anteriores emperadores al Oriente del Éufrates a Sapor, a cambio de un regreso salvo a Siria.
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Dídimo el Ciego
Joviano era cristiano, y de inmediato levantó todas las restricciones que Juliano había impuesto a la Iglesia, de modo que Atanasio pudo regresar nuevamente a su sede. Joviano rechazó una delegación arriana que pretendía nombrar a Lucio como arzobispo de Alejandría, e incluso se entrevistó amistosamente con Atanasio, encargándole la redacción de una profesión de fe, poco antes de morir tras apenas ocho meses de reinado en febrero de 364.
Atanasio, continuamente amenazado de destierro, había confiado unos años antes la dirección de la Escuela catequética de Alejandría a Dídimo, un erudito lacio que, habiendo quedado ciego de niño, había desarrollado una portentosa memoria, de modo que aprendió escuchando lo que otros aprendían leyendo. Con apenas cuarenta años, se había convertido en el más insigne teólogo egipcio, y uno de los más grandes de su época.
Ardiente origenista, abogó por las enseñanzas de su maestro, asumiendo la neoplatónica preexistencia de las almas y la apocatástasis (pero rechazando la metempsicosis, esto es la reencarnación o transmigración). También mantuvo su subordinacianismo, pero era impecablemente trinitario: defendía la coeternidad del Hijo, y de un modo más original, la consubstancialidad, que afirmaba como igualdad en divinidad de las tres personas, pero sin hablar de esencia (no cita el ousios), y la originalidad de la divinidad en el Padre, que engendraba al Hijo y daba procedencia al Espíritu Santo. Desarrolló de un modo más moderno el alegorismo clásico de la escuela alejandrina, influido por el hermetismo pagano, que empleó para combatir en sus varios escritos a docetistas, arrianos y maniqueos. Profundo conocedor de las Escrituras, realizó numerosos comentarios (de marcada interpretación alegórica) a diversos libros bíblicos, entre los que destacan su Comentario sobre las Epístolas Católicas, Sobre el libro de Zacarías, Comentarios al Génesis, Eclesiastés, Job, Salmos, etcétera, incluyendo comentarios a libros posteriormente no considerados canónicos, como el “Pastor de Hemas” o la “Epístola de Bernabé”. Prolífico autor, otras de sus obras no menos importantes fueron Primera Palabra, Sobre los Dogmas, Sobre la Trinidad, Comentarios a “Primeros principios” de Orígenes, Tratado sobre el Espíritu Santo, entre otros muchos.
Dídimo el Ciego fue maestro de sabios como Paladio, Tiranio Rufino o san Jerónimo, que le profesaron gran cariño, aunque no siempre coincidiesen con su interpretación, excesivamente hermética, de las Escrituras. Ejerció de director fáctico de la Escuela de Alejandría hasta su muerte en 398 d.C.
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Últimos años de Atanasio y fin del arrianismo.
Los militares se pusieron de acuerdo para nombrar en febrero de 364 como sucesor de Joviano a un tribuno panonio (actual norte de Serbia) de la guardia imperial llamado Valentiniano, proscrito por su cristianismo durante el reinado de Juliano, pero rehabilitado por su sucesor. De inmediato asoció a su hermano Valens/Valente, también oficial de la guardia, como emperador de la parte oriental, realizando una partición en principio formal, pero a la postre definitiva. Valente era un cristiano sincero como su hermano, pero en aras a alcanzar la paz religiosa, buscó un entendimiento ya imposible entre trinitarios y arrianos.
Para ello no tuvo mayor ocurrencia en octubre de 364 que ordenar la deposición de los máximos cabecillas nicenos y arrianos, pensando que sin ellos disminuirían las tensiones. Naturalmente, Atanasio era el principal campeón de los homousios, y se dictó un nuevo destierro para él. Afortunadamente, tanto el prefecto de Egipto como el pueblo se opusieron rotundamente a cumplir la orden. Atanasio, no obstante, abandonó la ciudad para evitar ser causa de conflicto, pero pocas semanas después el propio emperador autorizó su regreso.
Este breve interludio fue el último de una larga sucesión de exilios del anciano arzobispo (en ese momento contaba ya sesenta y seis años), corona martirial que adornaba sus venerables sienes como principal valladar de la defensa de las actas de Nicea en su siglo. Ningún otro prelado hizo más por defender el trinitarismo en aquellas agitadas décadas, y a su carisma y firmeza debemos casi exclusivamente que la Iglesia en Egipto se mantuviese mayoritariamente nicena. Si tenemos en cuenta que en ese momento la comunidad egipcia era la más numerosa y mejor formada de todo el cristianismo oriental, podemos darnos cuenta de cómo la valerosa actitud de Atanasio indirectamente mantuvo al resto de Iglesias griegas en su mayor parte fieles a la ortodoxia definida por el primer concilio ecuménico. Es notable que en su largo pontificado, en el que se multiplicaron los sínodos más o menos representativos, que elaboraban su propia versión de la profesión de fe para intentar lograr una entendimiento o transacción entre los distintos grupos arrianos y los trinitarios, Atanasio jamás vacilara en mantener que la profesión de Nicea era la correcta, hasta sus últimos días. Las amenazas de los arrianos y las presiones de los emperadores jamás le doblegaron, convirtiéndose en uno de los principales campeones de la recta fe en la historia de la Iglesia.
Atanasio dedicó estos últimos años a proseguir su infatigable labor de confirmación en la fe de Nicea y reorganización de la Iglesia en Egipto, sacudida por tantas tempestades espirituales.
En su carta de Pascua de 367, Atanasio fue el primer autor en citar los veintisiete libros del Nuevo Testamento que unos años después fueron declarados canónicos en el concilio de Roma de 382. Posiblemente usó una recensión similar previa ya enunciada por Orígenes.
El dos de mayo de 373, con setenta y cinco años, Atanasio enfermó gravemente, y tras consagrar como su sucesor al presbítero Pedro, murió en su lecho rodeado de su fiel clero el mayor de los primeros campeones de la fe trinitaria.
Apenas enterrado, los arrianos obtuvieron del emperador Valente que el prefecto pagano Paladio expulsara a Pedro II e instaurara como papa de Alejandría al antiguo candidato arriano Lucio, que llegó poco después con escolta militar, y de inmediato pactó una alianza con los miembros de la religión olímpica para reprimir a los nicenos. Pedro se ocultó durante un tiempo, pero cuando llegó un mensajero del papa Dámaso de Roma confirmando a Pedro II como el único arzobispo con el que se comunicaría, Paladio lo hizo arrestar, golpear y enviar a las minas de Fanena. Lucio por su parte, mandó a Paladio a perseguir y torturar a diversos obispos y cabecillas nicenos que se negaban a reconocerlo como metropolitano, por ejemplo el filósofo-cristiano cínico Máximo de Alejandría fue desterrado a un oasis en el desierto. Al ver todo esto, Pedro II escapó y se refugió en Roma durante los siguientes años, participando allí de un sínodo contra el apolinarismo.
Por cierto que a finales del mismo 373 el emperador Valente, por consejo del obispo arriano Lucio de Alejandría, desterró a los dos Macarios, el de Alejandría y el de Egipto, cabezas de importantes comunidades monásticas, fervientemente trinitarias, a una isla en el Nilo habitada por fieles de la antigua religión egipcia. Estando allí, la hija del sacerdote pagano local enfermó, y los habitantes pensaban que estaba poseída por un demonio, pidiendo a su padre que la matase para evitar que el mal espíritu afectase a los demás. Ambos eremitas, sin embargo, oraron por la muchacha, que quedó curada. Impresionados, todos los nativos se convirtieron al cristianismo. Apenas supo la noticia, el emperador Valente permitió el regreso de ambos al desierto de Nitria, donde fueron recibidos por decenas de miles de monjes y monjas.
En 375, murió Valentiniano, el emperador Occidental, y sus dominios fueron divididos entre sus hijos (pero medio-hermanos), los jóvenes Graciano y Valentiniano II. Valente ejerció una suerte de tutela, como emperador senior. Sin embargo, su mediocre reinado acabó trágicamente, cuando acudió desde la frontera con los sasánidas a Tracia, para rechazar una gran invasión de godos (que huían a su vez, a través del Danubio, del avance de los hunos de las estepas). En la batalla de Adrianópolis, en verano de 378, el ejército romano oriental sufrió una desastrosa derrota ante los germanos, y Valente murió en ella. Tras unos meses de regencia de su viuda, en enero de 379 llegó a Constantinopla, con la delicada tarea de rechazar a los triunfantes godos, el general hispano Teodosio, nombrado por Graciano como su colega oriental. El nuevo emperador tenía mucha tarea por delante, pero era (como la mayoría de los occidentales) un decidido defensor de la ortodoxia de las actas de Nicea. Pedro II regresó a Alejandría ese mismo año; el arriano Lucio, amedrentado de las represalias, escapó de la ciudad y se refugió en Constantinopla, donde murió en 380 d.C. Un año más tarde, Teodosio, el primer emperador firmemente trinitario, expulsó al arzobispo arriano Demófilo de Constantinopla, por negarse a acatar las actas de Nicea, y convocó en mayo de 381 un concilio ecuménico en la Iglesia de Santa Irene de la capital, para que los obispos orientales confirmaran la fe de Nicea.
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El primer Concilio de Constantinopla y el fin del arrianismo
Para este momento, la consubstancialidad y coeternidad del Hijo con el padre, era solo una, aunque no la menos importante, de las controversias religiosas sobre la naturaleza y relación de las personas divinas dentro del cristianismo.
Macedonio, obispo depuesto de Constantinopla, había escrito contra la consubstancialidad divina del Espíritu Santo, dando luz al macedonianismo o pneumatomaquismo. Apolinar el Joven, hijo de Apolinar de Alejandría (y amigo de Atanasio), que había sido nombrado obispo de Laodicea de Siria en 361, se persuadió de la pecabilidad esencial del alma racional humana, y comenzó a enseñar desde entonces que la naturaleza divina de Cristo sustituía a la razón y voluntad de la naturaleza humana de Cristo, y que por tanto Cristo no tenía propiamente alma humana, y su lugar había sido ocupado por su substancia divina (la naturaleza humana de Cristo era simplemente un cuerpo que la divina inhabitaba), dando lugar al apolinarismo, una variante del modalismo o monaquismo que ya enseñara Sabelio un siglo antes. Era, en cierto modo, una reacción a la disminución de la divinidad de Cristo que predicaba el arrianismo.
Ambas doctrinas iniciaban el debate teológico que iba a ocupar los siglos siguientes, y era el de la relación de la unión hipostática de las dos naturalezas de Cristo, o la relación del Espíritu Santo con las otras dos personas de la Trinidad. Ambas habían sido ya condenadas en el sínodo de Alejandría de 362, convocado por el propio Atanasio.
A la clarificación teológica de las diversas interpretaciones de la naturaleza y relaciones divinas, se unieron problemas más mundanos. Teodosio había elevado como obispo de Constantinopla a Gregorio Nacianzeno, un obispo capadocio erudito y piadoso, alumno de la escuela exegética de Antioquía, empeñado como él en la unidad de todos los cristianos de Oriente. El concilio fue abierto y presidido por Melecio de Antioquía, un niceno moderado, pero murió a las pocas sesiones. Teodosio nombró como nuevo presidente a su favorito Gregorio, pero en Alejandría sentó mal que la presidencia estuviese monopolizada por teólogos provenientes de la escuela rival antioquena, mucho más literalista en el estudio de las Escrituras. Pedro II de Alejandría decidió apoyar a los que impugnaban un defecto de forma en la elección de Gregorio, encabezados por Máximo de Alejandría (también llamado el cínico), que se postulaba en su sustitución. Aprovechando una enfermedad de Gregorio, sus partidarios egipcios consagraron y entronizaron a Máximo, causando gran indignación en la ciudad, y la expulsión de Máximo. En medio de las sesiones teológicas del concilio se sucedieron estos lamentables conflictos, cuando los obispos egipcios rechazaron reconocer a Gregorio, el cual al poco decidió renunciar a la presidencia y a la sede constantinopolitana. Un oficial civil, Nectario, fue elevado a la sede de Constantinopla y elegido para presidir el concilio en su sustitución.
Más de ciento ochenta obispos (todos orientales) iniciaron el concilio, aunque sólo ciento cincuenta se quedaron hasta el final para firmar las actas (unos treinta y seis seguidores de Macedonio lo abandonaron). Para añadir aún más confusión, estas incluyeron cuatro cánones doctrinales en las copias más antiguas, que son los aceptados por la Iglesia Universal, y tres disciplinares (de menor importancia), que el papa de Roma no aceptó por aparecer únicamente en adiciones posteriores (por tanto, con riesgo de que no fuesen realmente debatidos y aprobados durante el concilio).
El primer canon, sin duda el más importante teológicamente, condenaba de forma explícita las enseñanzas de Arrio, de Macedonio y de Apolinar, confirmando las conclusiones cristológicas de Nicea como las ortodoxas. El segundo reestableció los límites diocesanos para ejercer la autoridad episcopal. El cuarto decretó que la elevación de Máximo el Cínico como obispo de Constantinopla era inválida. El tercer canon estaba destinado a levantar ampollas, por cuanto ponía a la sede de la Nueva capital, Constantinopla, por encima de los demás metropolitanos históricos de Oriente, y únicamente por detrás de la sede petrina de Roma (que además seguía siendo la capital formal del imperio occidental, si bien Milán ya ejercía esa capitalidad de hecho). Aunque en ese momento nadie recusó este canon, en siglos posteriores la sede romana afirmaría que no lo había aceptado en ningún momento, y que no renunciaba a ejercer su jurisdicción sobre Oriente como lo hacía sobre Occidente. Probablemente la controversia surge de que el canon habla de “preeminencia en el honor”, y cada uno interpretó de forma diferente el alcance de supremacía jurisdiccional que esa expresión conllevaba.
El concilio cayó de forma agridulce en Alejandría, donde poco antes del mismo había muerto Pedro II, no mucho después de haber ordenado la expulsión de Máximo el cínico cuando este regresó a Alejandría buscando el apoyo del arzobispo en su reclamación constantinopolitana. El triunfo del trinitarismo llenó de alegría a los atribulados (y mayoritarios) egipcios nicenos, perseguidos en varias ocasiones por los arrianos, pero la preeminencia de la sede constantinopolitana sobre la mucho más antigua y venerable Alejandría fueron mal recibida. En sustitución de Pedro II fue elevado al solio alejandrino su designado hermano Timoteo el Desamparado (porque al convertirse al cristianismo había vendido todos sus bienes y dado el dinero a los pobres), que llegó a participar e incluso presidir varias sesiones del Concilio de Constantinopla, donde condenó con firmeza el macedonianismo, y disputó con sabelianos y apolinaristas.
Poco después, un concilio de obispos occidentales convocado en Milán por san Ambrosio confirmó el trinitarismo del ecuménico constaninopolitano como ortodoxo. En 382, según algunas fuentes tardías, el papa Dámaso convocó un poco documentado sínodo en Roma para rechazar la elevación del honor de la sede imperial oriental. Alejandría siempre se adhirió a las conclusiones de este nebuloso sínodo, rechazando la preeminencia constantinopolitana (lo cual también iba a generar graves conflictos en los siglos posteriores).
El llamado credo constantinopolitano, de uso habitual, básicamente repite el símbolo de fe de Nicea, añadiendo cualidades al Espíritu Santo, descrito como “Señor y Dador de vida, que procede del Padre, que con el Padre y el Hijo es adorado y glorificado, y que habló por los profetas”, así como más definiciones sobre la Iglesia, el bautismo y la resurrección de los muertos. Curiosamente, no parece que estuviese incluido en las actas, y por tanto podría ser posterior. Todos los concilios ecuménicos que le siguieron, sin embargo, atribuyeron este símbolo al primer concilio ecuménico de Constantinopla.
El segundo concilio ecuménico, convocado por el niceno Teodosio, supuso el golpe de gracia para el arrianismo, que fue marginado progresivamente, para desaparecer varias décadas después.
Al menos entre los romanos, pues curiosamente, pervivió entre los germanos. Los godos, los primeros en evangelizarse, lo hicieron por mano de un obispo de su nación llamado Wulfilas, que había sido catequizado y enviado en misión por Eusebio de Nicomedia y el emperador Constancio dos décadas atrás. Arriano fue educado Ulfilas, y arrianos hizo a los godos, los cuales a su vez difundieron esa herejía cuando convirtieron a las otras naciones germánicas orientales y occidentales… excepto a los francos, que siguieron siendo paganos de la religión nórdica. En el futuro esto tendría influencia en la historia de Ociccente, pero también en cierto modo en la de Oriente.
Cerrado el capítulo de la discusión sobre las relaciones de las tres personas de la Trinidad, en lo sucesivo estas recaerían sobre la relación entre la humanidad y divinidad en Cristo. Y nuevamente, la Iglesia en Egipto jugaría un papel decisivo en esa controversia.
1 comentario
Puede dedicar unas palabras al asunto??? Gracias.
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LA
Gracias por comentar.
En el primer artículo de esta serie sobre la Iglesia copta, en el epígrafe "florecimiento del cristianismo egipcio", tiene usted un breve resumen sobre esta controversia entre los dos papas Dionisios, poco duradera en el tiempo.
https://www.infocatolica.com/blog/matermagistra.php/2501310612-la-iglesia-copta-i#more46459
Al tratarse de una serie de artículos sobre la entera historia de la Iglesia en Egipto, no permite tratar temas especializados con toda la amplitud que probablemente usted desearía.
Un saludo.
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