Impedimentos del acto humano. Impedimentos de la voluntad

En el artículo anterior se describieron los impedimentos del conocimiento que entorpecen el acto libre, que son la ignorancia (de un conocimiento debido), la inadvertencia (desconocimiento puntual), el olvido, y el error o juicio equivocado. El sujeto puede ser ignorante, bien de forma invencible (no advierte el impedimento o lo ha intentado evitar en vano), que se realiza con tranquilidad de conciencia, o de forma vencible (se puede evitar, en diversos grados). Asimismo, según la voluntad frente a esa ignorancia puede ser antecedente (de haberse disipado hubiese modificado el acto, siempre excusa), concomitante (ingenua, pero no hubiese modificado el acto) o consiguiente (voluntaria, que no excusa nunca).

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Impedimentos del acto libre que afectan al elemento de la voluntad

El elemento volitivo del acto (o voluntad) se ve impedido en su libertad principalmente por la concupiscencia y sus efectos, que son las pasiones, entre las que la más influyente es el miedo.

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La concupiscencia

Se define como la inclinación del apetito sensible hacia un bien terrenal o material. Son los bienes llamados deleitables, porque producen placer a los sentidos. Por tanto, son sensitivos y no racionales.

El apetito de los bienes terrenales no es siempre, necesariamente y per se pecaminoso. Apetecer abrigo en invierno, o descanso tras el trabajo no son moralmente reprobables. Pero seguida en su extremo la concupiscencia acaba siempre en actos contra la voluntad de Dios (recordemos la enseñanza de Cristo de amar los bienes del Cielo y no poner el corazón en los de la tierra): la avaricia por inclinación a la riqueza material, la pereza por inclinación a la comodidad, la lujuria por inclinación al uso de la carne… nos empujan finalmente a transgredir tanto el Bien último del hombre (Dios) como los medios para alcanzarlo (la ley natural y divina). Es por ello que la moral católica considera la concupiscencia la principal causa natural de la tendencia del hombre hacia el pecado. Muchos eremitas combaten incluso las inclinaciones no pecaminosas de la concupiscencia (practicando la frugalidad y austeridad incluso extremas), pues consideran que todo lo que tiende hacia lo terrenal aleja de lo espiritual.

La concupiscencia tiene un primer impulso, llamado indeliberado, y que no tiene culpa alguna. Conforme el impulso es más fácil de advertir y se consiente, se considera más deliberado y se incrementa su culpa.

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Clasificación de la concupiscencia

  1. Antecedente: la concupiscencia que aparece previamente e influye en la voluntariedad del acto. Proviene de causa ajena a la voluntad, como una disposición orgánica, o una provocación a los sentidos.

La concupiscencia antecedente aumenta la voluntariedad del acto, pues con cuanta mayor pasión se realiza, mayor afección al objeto del acto hay. Sin embargo, disminuye también su libertad, pues entorpece el entendimiento racional y por tanto altera el juicio. Aunque la concupiscencia disminuye la responsabilidad del acto, en mayor medida cuanto más pasional es, no lo elimina. Este caso es un buen ejemplo de cómo la autonomía de la voluntad no es equivalente a libertad, sino que en algunos casos es incluso opuesta.

  1. Consiguiente: es la concupiscencia que nace de la voluntad, que consiente en ella o incluso la provoca y excita.

La concupiscencia consiguiente aumenta la voluntariedad del acto pero no disminuye la libertad (pues se realiza con plena consciencia y asentimiento del entendimiento racional); por tanto no altera el juicio, y aumenta la responsabilidad del acto.

La concupiscencia es sustrato de todas las pasiones, que son a modo de manifestaciones particulares, aunque al intervenir en estas el entendimiento, no se limitan al apetito material, sino también al emocional y racional, variando en mucho su catalogación moral.

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Las pasiones

Se definen como movimientos del apetito sensible surgidos del conocimiento del bien o mal posibles, y que asocian cierto grado de conmoción orgánica (las consecuencias de las mismas han sido bien estudiadas en la biología, pero nosotros aquí sólo trataremos su influencia en la voluntad del espíritu).

Una clasificación tradicional de las pasiones las organiza según lo cercanas o remotas que sean. Así, el apetito por un bien engendra amor, que será gozo si es presente o deseo si es futuro. A su vez, si su obtención es posible, generará esperanza, mientras que si aparece como imposible dará lugar a la desesperación. Por su parte, el apetito ante el mal generará odio, si es presente producirá ira o tristeza, y si es futuro, evitación o fuga. Si la evitación se ve posible, dará lugar a la audacia, mientras que si no se ve posible, al miedo o temor.

Al igual que con la concupiscencia, las pasiones antecedentes aumentan la voluntariedad y disminuyen la libertad del acto, mientras las consecuentes o consiguientes aumentan la voluntariedad sin disminuir la libertad del acto. Sólo en el caso de pasión repentina y virulenta la responsabilidad del acto se puede ver afectada por ofuscación del juicio.

De todas las pasiones, el miedo es la que más influye en la voluntariedad del acto.

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El miedo

Se define el miedo como el entorpecimiento de la voluntad por un mal presente o uno futuro que se prevé, y sus consecuencias, tanto propio como de seres queridos.

El miedo puede ser debido por una amenaza grave (por ejemplo a la vida y la integridad) o leve (a contratiempos en el trabajo, por ejemplo), puede ser próximo y cierto, o remoto e improbable; asimismo depende de la presencia de ánimo del sujeto. También puede mover el acto, o puede aparecer durante la realización del acto, sin influjo alguno en el mismo. Su origen puede ser psicológico o interno (una depresión), natural (una enfermedad, un desastre), o bien externo o preternatural, como el influjo de un demonio.

La medida de la responsabilidad en que el miedo reduce a la voluntad en la realización de un acto depende de los factores comentados, y se debe valorar caso por caso. En general, la moral católica considera que el miedo no suprime la voluntariedad del acto. Asimismo, jamás justifica un acto intrínsecamente malo (blasfemar, matar a un inocente, cometer adulterio, levantar falso testimonio, etc).

Puede, no obstante, excusar parcialmente la inmoralidad de un acto en ciertos casos: por ejemplo, en el cumplimiento de leyes positivas que mueven a hacer el bien (por ejemplo, quien se abstiene de cumplir el precepto dominical porque teme la amenaza cierta de que si sale de casa será agredido por un enemigo). En cambio, en cuanto a las leyes negativas que prohíben hacer el mal, el miedo no excusa la responsabilidad o lo hace tenuemente (el miedo a necesitar nuestros bienes para tratar en el futuro una enfermedad que desarrollamos no nos exime de emplearlos para honra de nuestros padres si se precisa ahora).

Un caso particular y frecuente es el de los contratos o acuerdos en los que una o ambas partes fueron mediatizados por el miedo (por ejemplo un discapacitado físico que testa en íntegro a su cuidador- no siendo su verdadera voluntad- por miedo a que, de no hacerlo, le abandone o maltrate). La jurisprudencia de la teología moral enseña que dichos contratos se consideran válidos de suyo por el fuero externo (se han cumplido las formalidades), pero impugnables y anulables de oficio o a petición de parte, si se han comprobado causas graves y ciertas de miedo en el fuero interno, que de ese modo afecta a la voluntariedad y excusa parcialmente la responsabilidad. De hecho, la experiencia ha dictado al código canónico considerar inválidos, cuando media miedo grave e injusto comprobado, el ingreso en religión, el matrimonio y la renuncia a los oficios eclesiásticos.

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El hábito y las costumbres

Se considera costumbre a la repetición de un acto a lo largo del tiempo. La costumbre genera la inclinación constante hacia la repetición de ese acto, que es lo que llamamos hábito. Mientras la costumbre es una mera concatenación externa de actos, el hábito es un movimiento interno, siendo ambos causa y efecto.

Los hábitos y costumbres pueden ser virtuosos, si tienden moralmente al Bien (dar limosna, orar a horas, en lugares o por intenciones determinadas, hacer renuncias o penitencias regularmente, etc), o viciosos, si tienden moralmente al Mal (ofender a otros o blasfemar cuando nos enfadamos, entretenernos en imágenes pornográficas, hablar mal de los demás a la menor ocasión, etc). También existen hábitos moralmente neutros (morderse las uñas o silbar mientras se hace una tarea).

Los hábitos pueden ser adquiridos por repetición de actos naturales (que pueden dar lugar tanto a virtudes como vicios) o infusos, si provienen de Dios (únicamente dan lugar a virtudes). Pueden ser voluntarios, si es la voluntad la que repite el acto hasta generar el hábito, o involuntarios, si pese a que la voluntad se opone, siguen ejerciendo influencia en el sujeto.

De modo parecido al de la concupiscencia y las pasiones, los hábitos voluntarios y adquiridos aumentan la voluntariedad del acto, pero disminuyen su libertad (quien se habitúa a la ebriedad o la fornicación, acaba siendo esclavo de la misma, y su libertad está condicionada). Los hábitos involuntarios adquiridos pierden su voluntariedad si se cometen de forma inconscientes (por la huella que deja en el espíritu una costumbre previa, por ejemplo quien se arrepintió y esforzó en dejar de blasfemar, pero ocasionalmente, sin darse cuenta, lo hace en una conversación), pero mantienen su voluntariedad si son conscientes (por ejemplo, si el sujeto se da cuenta sin haberlo pensado, pero no pone impedimento a volver a caer en la blasfemia).

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Resumen

El elemento voluntario del acto se ve afectado por la concupiscencia y sus efectos.

La concupiscencia es la inclinación innata del apetito sensible hacia los bienes terrenales que producen placer. Seguida como norma conduce a actos contra la ley natural y divina. Cuanto más advertida es, mayor culpa conlleva la concupiscencia.

La concupiscencia antecedente, que aparece antes del acto, aumenta su voluntariedad, pero disminuye su libertad (porque no lo orienta al Bien) y por tanto reduce la responsabilidad del sujeto. La concupiscencia consecuente o consiguiente aparece después de la voluntad del acto, que la consiente e incluso la excita. Esta aumenta la voluntariedad pero no modifica la libertad, y por tanto conlleva mayor responsabilidad sobre el acto. La misma valoración se emplea para las pasiones.

Las pasiones son impulsos del apetito sensible ante el bien o el mal que se advierte o prevé. Con respecto al bien su anhelo se llama amor, gozo si se posee y deseo si se avista (deseo

esperanzado si se ve posible su aprehensión, y desesperanzado si no). La advertencia de mal se llama odio, ira o tristeza si el mal es presente, evitación si es futuro (audacia si se ve posible, y temor o miedo si no).

El miedo o temor es la pasión que mayor entorpecimiento provoca en la voluntariedad del acto. Su influencia en la voluntariedad del acto depende de muchos factores, pero nunca la suprime completamente. Jamás justifica la realización de un acto intrínsecamente malo. El miedo reduce la responsabilidad por el incumplimiento de leyes positivas (hacer el Bien), pero no en el de las leyes negativas (prohibir el Mal).

La costumbre es la repetición de un acto en el tiempo. El hábito es la inclinación en el sujeto a realizar ese acto que produce la costumbre. Pueden ser adquiridos (naturales) o infusos (de origen divino). Asimismo, pueden ser voluntarios o involuntarios. Los adquiridos voluntarios aumentan la voluntariedad del acto, pero disminuyen su libertad, mientras los adquiridos involuntarios pierden la voluntariedad si son inconscientes, pero la mantienen parcialmente si son conscientes.

3 comentarios

  
Néstor
Muy buena serie y muy necesaria.

Saludos cordiales.

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LA

Estimado, viniendo de tí esas palabras, son un gran honor.

Un saludo cordial
24/08/18 1:32 PM
  
Carlos Saez ( Argentina)
EXCELENTE NOTA ante la invasión de lo XXX
26/08/18 11:03 AM
  
Mariano
Te felicito por este artículo. Interesantísimo.

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LA

Gracias, muy amable

15/09/18 7:56 PM

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