La actual normativa sobre las reliquias en el altar y su veneración en su día (Mártires - IX)

Reliquias de los mártires en Lorca

4. La actual normativa litúrgica del altar y sus reliquias

Es bueno conservar la tradición litúrgica de depositar reliquias de mártires (o de otros santos) al pie de un nuevo altar cuando se consagra:

“Toda la dignidad del altar le viene de ser la mesa del Señor. Por eso los cuerpos de los mártires no honran el altar, sino que éste dignifica el sepulcro de los mártires. Porque, para honrar los cuerpos de los mártires y de otros santos y para significar que el sacrificio de los miembros tuvo principio en el sacrificio de la Cabeza, conviene edificar el altar sobre sus sepulcros o colocar sus reliquias debajo de los altares… Porque, aunque todos los santos son llamados, con razón, testigos de Cristo, sin embargo el testimonio de la sangre tiene una fuerza especial que sólo las reliquias de los mártires colocadas bajo el altar expresan en toda su integridad” (Ritual consagración del altar, n. 5).

Litúrgicamente, se quiere reproducir la visión del Apocalipsis: “Vi debajo del altar las almas de los inmolados a causa de la palabra del Dios y del testimonio que mantuvieron” (Ap 6,9). Por ello, y siguiendo la normativa litúrgica, de ahora en adelante ni las reliquias se incrustarán sobre la mesa, ni mucho menos sobre la mesa santa del altar se expondrán los relicarios o las imágenes.

Los Padres iluminaron este misterio; por ejemplo, de nuevo san Ambrosio: “Estas víctimas triunfales avanzan hacia el lugar donde Cristo se hace oblación sacrificial. Él, que ha muerto por todos, está sobre el altar; estos, que han sido rescatados por su pasión, están debajo del altar” (Ep. 22,13).

De manera que colocar las reliquias bajo el altar es equivalente a sepultar: los mártires se sepultan bajo el lugar donde cada día se celebra sacramentalmente el sacrificio del Señor. Así “quienes murieron por la muerte del Señor reposan en el misterio de su sacramento” (S. Máximo de Turín, Serm. 78). Y dice también: “Recte ergo sub ara martyres collocantur, quia super aram Christum imponitur. Recte sub altare iustorum animae requiescunt, quia super altare Domini corpus offertur” (Id., Serm. 78; PL 57,690).

Las reliquias se comprenden desde el altar: es el altar en cuanto signo de Cristo, el que honra los cuerpos de los mártires, y no al revés.

Las reliquias bajo el altar ponen de relieve la “comunión” que la celebración quiere realizar entre los fieles y su Señor. El “haced esto en conmemoración mía” se explicita mediante otra palabra de Jesús: “amaos unos a otros, como yo os he amado” (Jn 13,34). Tal como él vivió, hasta entregar su vida por sus amigos, éstos son invitados a hacer lo mismo. Los mártires lo hicieron de modo excelente; los demás cristianos los toman como ejemplo, y celebran la Eucaristía en la inmediata cercanía de algunos de ellos. Policarpo, exhortando a las viudas a vivir santamente, escribe que “ellas son el altar de Dios” (A los Filipenses 4,3). O también ocurre para la Eucaristía lo que para el lavatorio de los pies: “Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis” (Jn 13,15). Los mártires escucharon esta palabra y la encarnaron en su vida y en su muerte. Celebrando la Eucaristía sobre un altar que contiene las reliquias de los mártires, los cristianos subrayan este significado, y el carácter exigente de la comunión con nuestro Señor Jesucristo. Estamos muy cercanos a una visión del altar como figura sacramental de Cristo.

La disciplina actual recomienda que al consagrar un nuevo altar se depositen reliquias de mártires o de santos, de un tamaño conveniente y que conste su autenticidad. Así lo prescribe la IGMR:

“La costumbre de depositar debajo del altar que va a ser dedicado reliquias de Santos, aunque no sean Mártires, obsérvese oportunamente. Cuídese, sin embargo, que conste con certeza de la autenticidad de tales reliquias” (n. 302).

El ritual de dedicación de iglesias y altares establece:

“Es oportuno conservar la tradición de la liturgia romana de colocar reliquias de mártires y de otros santos debajo del altar. Pero se tendrá en cuenta lo siguiente:

a) Las reliquias deben evidenciar, por su tamaño, que se trata de partes de un cuerpo humano. Se evitará, por tanto, colocar partículas pequeñas.

b) Debe averiguarse, con la mayor diligencia, la autenticidad de dichas reliquias. Es preferible dedicar el altar sin reliquias que colocar reliquias dudosas.

c) El cofre con las reliquias no se colocará ni sobre al altar, ni dentro de la mesa del mismo, sino debajo de la mesa, teniendo en cuenta la forma del altar” (RDIA, nº 10).

Es recomendable entonces que el altar esté edificado sobre el sepulcro de los mártires, reproduciendo lo escrito en Ap 6,9, contemplando debajo del altar de Dios las almas de los sacrificados. “Justamente -predica san Agustín- descansan las almas de los justos debajo del altar, ya que sobre él es ofrecido el cuerpo del Señor” (Serm. 107). Y siglos después, S. Pedro Damián enseña: “El unir en los altares las reliquias de los mártires al cuerpo del Señor significa el cuerpo de la santa Iglesia unido a su Redentor; así en el tálamo del altar se encuentra el Esposo con la esposa” (Serm. 72; PL 144, 908C).

Christus in martyre est. La fidelidad de un cristiano o de una cristiana al dar testimonio hasta la muerte se puede comprender sólo si esa persona está de veras completamente animada por Cristo. Aparece así el mártir como el cristiano maduro aquél, o aquella, que se identificó con su Señor hasta el punto de no dudar en entregar la vida por él, así como él mismo entregó su vida por nosotros” (De CLERCK, P., “Il significato dell’altare nei rituali della dedicazione”, en: AA.VV., L’altare. Mistero di presenza, opera dell’arte, Edizioni Qiqajon, Magnano 2005, p. 47).

5. Significado teológico y espiritual de las reliquias en el altar

Las reliquias en el altar son un gran signo y poseen un significado claro “para expresar que todos los que han sido bautizados en la muerte de Cristo, y especialmente los que han derramado su sangre por el Señor, participan de la pasión de Cristo” (Ritual consagración de un altar, n. 20). ¿Y no es esa la vocación bautismal, la vocación cristiana?

Pensemos la enseñanza de la Iglesia: “Numerosos mártires dieron y dan preclaro testimonio de esta fe, la cual debe manifestar su fecundidad imbuyendo toda la vida, incluso la profana, de los creyentes, e impulsándolos a la justicia y al amor, sobre todo respecto del necesitado” (GS 21); “Los laicos, que desempeñan parte activa en toda la vida de la Iglesia, no solamente están obligados a cristianizar el mundo, sino que además su vocación se extiende a ser testigos de Cristo en todo momento en medio de la sociedad humana” (GS 43). “La obligación principal de éstos, hombres y mujeres, es el testimonio de Cristo, que deben dar con la vida y con la palabra en la familia, en el grupo social y en el ámbito de su profesión. Debe manifestarse en ellos el hombre nuevo creado según Dios en justicia y santidad verdaderas. Han de reflejar esta renovación de la vida en el ambiente de la sociedad y de la cultura patria” (AG 21), se afirma tratando del apostolado seglar en el contexto de la evangelización ad gentes.

La vida entregada hasta el martirio realmente evangeliza y edifica la Iglesia: “El anuncio del Evangelio y el testimonio cristiano de la vida en el sufrimiento y en el martirio constituyen el ápice del apostolado de los discípulos de Cristo, de modo análogo a como el amor a Jesucristo hasta la entrega de la propia vida constituye un manantial de extraordinaria fecundidad para la edificación de la Iglesia. La mística vid corrobora así su lozanía, tal como ya hacía notar San Agustín: «Pero aquella vid, como había sido preanunciado por los Profetas y por el mismo Señor, que esparcía por todo el mundo sus fructuosos sarmientos, tanto más se hacía lozana cuanto más era irrigada por la mucha sangre de los mártires»” (Juan Pablo II, Christifideles laici, n. 39).

El mártir entrega su vida por obedecer a Dios antes que a los hombres y sus leyes inicuas: “Es un honor para los cristianos obedecer a Dios antes que a los hombres (cf. Hch 4, 19; 5, 29) e incluso aceptar el martirio a causa de ello, como han hecho los santos y las santas del Antiguo y del Nuevo Testamento, reconocidos como tales por haber dado su vida antes que realizar este o aquel gesto particular contrario a la fe o la virtud” (Juan Pablo II, Veritatis Splendor, n. 76). ¡La Verdad que es Cristo sostiene al mártir!, porque el mártir es testigo de la Verdad: “Es la verdad la que hace libres ante el poder y da la fuerza del martirio” (Id., n. 87).

La Iglesia, canonizándolos, muestra a los mártires como testigos de la Verdad, que es Cristo; como obedientes a Dios y a su Ley antes que cualquier otra ley humana o que el relativismo moral o el pecado; “los mártires, y de manera más amplia todos los santos en la Iglesia, con el ejemplo elocuente y fascinador de una vida transfigurada totalmente por el esplendor de la verdad moral, iluminan cada época de la historia despertando el sentido moral” (Juan Pablo II, Veritatis splendor, n. 93).

El martirio, y la celebración litúrgica de los santos mártires, es desafío al alma, impulso evangelizador, ejemplo alentador: “Si el martirio es el testimonio culminante de la verdad moral, al que relativamente pocos son llamados, existe no obstante un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios. En efecto, ante las múltiples dificultades, que incluso en las circunstancias más ordinarias puede exigir la fidelidad al orden moral, el cristiano, implorando con su oración la gracia de Dios, está llamado a una entrega a veces heroica. Le sostiene la virtud de la fortaleza, que —como enseña san Gregorio Magno— le capacita a «amar las dificultades de este mundo a la vista del premio eterno»” (Juan Pablo II, Veritatis splendor, n. 93).

“Los mártires son quienes hacen presente el sacrificio de Cristo a lo largo de la historia. Son, por así decir, el altar vivo de la Iglesia que no está hecho de piedra, sino de personas que se convirtieron en miembros del cuerpo de Cristo y que expresan así el culto nuevo: la humanidad que con Cristo se transforma en amor” (Arocena, F. M., El altar cristiano, Biblioteca Litúrgica CPL n. 29, Barcelona 2006, 217).

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