El altar, el martirio y las reliquias (Mártires - VIII)

Hacer memoria del mártir, testigo de Cristo, es inseparable de la memoria del primer mártir, el Testigo fiel y Primogénito de entre los muertos, cuya pasión, muerte y resurrección están presentes en el sacramento eucarístico. Esto se visibilizó en la unión que hizo la liturgia entre las reliquias del mártir y el altar para la Eucaristía.

reliquias san lorenzo

1. El altar en los sepulcros de los mártires

Tertuliano había escrito que “Cristo está en el mártir” (De Pudicitia 22,6), de ahí que fuera fácil relacionar el altar con el altar y construir un altar en los martyria, en las tumbas de los mártires, y en ese altar celebrar anualmente la Eucaristía en el dies natalis. Sobre la tumba del mártir, o conteniendo las reliquias del mártir, se construyó el altar para celebrar la Eucaristía. Es un altar que se dedica a Dios, no al mártir; porque el Sacrificio del altar se ofrece no a los mártires, sino al Dios de los mártires.

“El sacrificio es ofrecido a Dios y no a los mártires, aunque éste sea celebrado en sus memorias o capillas; y porque quien celebra es sacerdote de Dios y no de los mártires. El sacrificio que es el cuerpo de Cristo, no se ofrece a los mártires, porque ellos mismos son el cuerpo de Cristo” (S. Agustín, De Civ. Dei, XXII, 10).

Pronto, pues, hacia el siglo III, nació la costumbre de asociar al altar las reliquias de los mártires. Es plasmar incluso en la arquitectura litúrgica el principio teológico del Cristo total (Cabeza y miembros); si el altar representa a Cristo, Cristo no puede estar completo sin sus miembros, y entre ellos, los miembros más gloriosos son los mártires.

Los mártires completaron el sacrificio del Señor, completándolo en su carne (cf. Col 1,24), por ello las sepulturas gloriosas de los mártires pasaron a considerarse como el soporte más idóneo para la mesa del sacrificio eucarístico. “Celebrar la Eucaristía sobre un altar que contiene las reliquias de los mártires subraya el carácter exigente de la comunión con Cristo a la vez que propone una visión del altar como figura sacramental de Cristo” (Arocena, F. M., El altar cristiano, Biblioteca Litúrgica CPL n. 29, Barcelona 2006, 32).

El martirio era un sacrificio semejante al sacrificio eucarístico; el mártir era trigo que había de ser molido por los dientes de las fieras para ser pan vivo de Dios, como bellamente expresara san Ignacio de Antioquía (cf. Ad Rom IV,1). “Se advierte en los escritos de san Ignacio una transposición muy interesante a la doctrina del martirio de todo el vocabulario empleado para la doctrina de la Eucaristía. El mártir ofrece el sacrificio; él mismo es el trigo de Dios, un pan vivo” (Bouyer, L., La vie de la liturgie, Paris 1960, p. 270).

La relación entre el martirio y la pasión de Cristo es uno de los datos más primitivos de la Iglesia. Ahí donde se celebra in misterio, sacramentalmente, la pasión de Cristo, ¡el altar!, ahí conviene que estén las reliquias de los mártires. San Ambrosio explica así esta relación:

“Las víctimas triunfantes sean puestas en el lugar en que Cristo es la víctima. Pero Cristo, que sufrió la pasión por todos, sea colocado sobre el altar. Los mártires que han sido redimidos por la pasión de Cristo, bajo el altar. Yo me había reservado este lugar para mí, pues es justo que el sacerdote repose donde solía ofrecer la oblación, pero cedo a las santas víctimas la parte de la derecha, pues éste es el lugar que corresponde a los mártires. Así pues conservamos las reliquias sacrosantas y las depositamos en dignos templos, y cada día celebramos con fiel devoción” (S. Ambrosio, Ep. 22,13).

Un texto del siglo IV-V, atribuido al Pseudo-Máximo de Turín, desarrolla la misma idea:

“Es conveniente que en virtud de una suerte común, la sepultura de los mártires se coloque allí donde la muerte de Cristo se celebra todos los días… En virtud de una identidad de destino, la tumba del mártir ha sido erigida allí donde son depositados los miembros del Señor inmolado, de suerte que quienes se vieron unidos en una misma pasión se ven ahora reunidos en un mismo lugar sagrado” (Serm. 78; PL 57,689-690).

Con mucho amor, los fieles con su obispo a la cabeza, recogieron los cuerpos de los mártires, les rindieron honor con su sepultura y oficios religiosos, con luminarias y cantos, y sus reliquias recibieron culto. “La veneración a los confesores de la fe se explicaba en la antigüedad, no solamente por medio de la celebración litúrgica, sino también con los honores tributados a sus restos mortales; incluso se puede decir que el culto tuvo propiamente como centro y punto de partida el sepulcro en el que se custodiaban sus restos” (Frutaz, A.P., “Il culto delle reliquie e loro uso nella consacrazione degli altari”, Notitiae 1 (1965), 309).

Se cumple lo que explicaba san Agustín: “Dios concede a sus iglesias los cuerpos de los santos, no para gloria de los mártires, sino para que se conviertan en lugares de oración” (Serm. 283,1): así proliferaron basílicas e iglesias nuevas que deseaban sus reliquias. A partir de la paz constantiniana y la libertad de culto, vemos proliferar la construcción de basílicas; “casi en todas partes se constata las mismas fases del desarrollo que condujo a estos edificios grandiosos. La sepultura del mártir está protegida primero por un oratorio de dimensiones restringidas, que se comienza por agrandar en tanto lo permita la condición del suelo, y cuando la capilla transformada ya no responde a las necesidades, se construye, al lado del monumento primitivo y comunicando con él, una basílica más considerable, evitando tocar la tumba” (Delehaye, Les origines du culte des martyrs, p. 47). Si esto no era posible, se edificaba en un terreno bien elegido una nueva basílica y allí se trasladaban solemnemente las reliquias. Es más, querían estas basílicas no sólo espaciosas, sino incluso espléndidas:

“Las tumbas de los servidores del Crucificado, son más brillantes que los palacios de los reyes, no solamente por la grandeza y la belleza de la construcción, y bien que las superan en esto, sino, y esto vale más, por el entusiasmo de aquellos que las frecuentan” (S. Juan Crisóstomo, In ep. II ad Cor., hom. XXVI, 5).

2. Diseño y forma del altar con reliquias

El altar fue construyéndose en piedra, fijo, y un factor que influyó fue subrayar la unión de los mártires al sacrificio de Cristo; por ello se construyen de piedra y como parte del sepulcro de los mártires.

“Sobre o junto a él [el sepulcro] se construyeron los altares para la celebración del santo Sacrificio; esto fue posible a partir del siglo IV, cuando se comenzaron a usar altares fijos de piedra o de materia consistente” (Frutaz, A.P., “Il culto delle reliquie e loro uso nella consacrazione degli altari”, Notitiae 1 (1965), 310).

Así pues, a partir de la paz constantiniana, el culto a los mártires recibirá mayor esplendor. Sobre las martyria o memorias se van a levantar basílicas o iglesias amplias y hermosas; en Roma, por ejemplo, extramuros de la ciudad, las basílicas de S. Pedro, la de S. Pablo, la de S. Lorenzo en la vía Tiburtina o la de Santa Inés en la vía Nomentana. Tanto en Occidente como en Oriente, se multiplicaron las basílicas funerarias, las martyria, levantadas en honor de los héroes de la fe.

El altar para celebrar la Eucaristía se coloca justamente sobre el sepulcro del mártir o sobre el lugar en que hizo “confesión” de su fe: de ahí el nombre de “altar de la confesión”.

El centro de la celebración martirial será el sacrificio eucarístico, y de ahí la importancia de la ubicación y forma del altar. Al principio la mesa se colocaba ante la tumba del mártir, luego sobre la tumba misma. La mesa-altar se va transformando en mesa-sepulcro:

“Esta comunión de la ofrenda del Señor y la de los mártires, aparecía visiblemente con la proximidad de la tumba y del altar; debía tener repercusiones sobre la evolución de la forma de este último. Se construyó primeramente el altar delante de las tumbas, por ejemplo en San Calixto, en San Pánfilo, en San Hipólito; luego, progresivamente, se estableció la costumbre de situarlo sobre la tumba. La forma primitiva del altar se modificó. Mientras que en los primeros tiempos sólo se conocía el altar-mesa, a continuación apareció el altar-sepulcro” (De Gaiffier, B., “Réflexions sur les origines du culte des martyrs”, en La Maison-Dieu 52 (1957), p. 33).

De esta forma se une el Sacrificio de Cristo con el sacrificio del mártir; se expresa la unión del mártir con el Sacrificio de Cristo, actualizado y hecho presente en el altar.

Cuando se construyan iglesias, pero no es en el sepulcro de un mártir, a partir del siglo IV se pusieron reliquias en la construcción de nuevos altares, los cuales tenían distintas formas según el modo en que se colocasen las reliquias. Hallamos así varios modelos de altar:

  • Altares como mesa: las reliquias se ponían en el grosor de la mesa, una mesa casi cuadrada, o en el pie de la columna central que la sostenía;
  • Altares como cubo vacío: las reliquias se ponían dentro, en el vacío del altar, y eran visibles a través de llamada fenestella confessionis, un cristal con rejas que permitían ver las reliquias;
  • Altares como cubo lleno: las reliquias se ponían bajo el altar y entonces se construía la confesión (o confessio), excavada en el suelo.

En los casos más favorables, es el cuerpo mismo del mártir el que se deposita bajo el altar o dentro de él, o al menos, fragmentos de sus restos. “Pero pronto, incluso en las regiones en las que no se sentía rechazo alguno en fraccionar los cuerpos santos, se contentó, conforme a la disciplina romana, con objetos, sobre todo lienzos, que hubiesen tocado, sino el cuerpo del mártir, al menos su tumba. Estas brandea [velos] se tenían por reliquias verdaderas” (Andrieu, M., Les Ordines Romani du Haut Moyen Age: Tome IV: Les Textes (Ordines XXXV-XLIX), Lovaine 1985, p. 330). Según el Sacramentario Gelasiano, allí donde se venera una reliquia, se supone que reposa la totalidad del cuerpo, de ahí que esté el rito de la “denunciatio cum reliquiae ponendae sunt martyrias” (GeV 805) con una monición:

“Dilectissimi fratres, inter cetera virtutum solemnia, quae ad gloriam pertinent Christi domini nostri hoc quoque praestitit martyribus, qui pro nomine eius confessionem praemia meruerunt, ut fidelium votis eorum praeclaris reliquiis conlocatis integritas sancti corporis esse credatur” (GeV 805).

A partir de entonces, las “reliquias” de los apóstoles Pedro y Pablo y de otros mártires romanos se emplearon en la consagración de altares por todas las regiones del mundo cristiano.

3. El uso de las “aras” incrustadas y reliquias representativas

La edad media llevó más lejos su devoción y no dudó en poner sobre el altar relicarios recubiertos de esmaltes y piedras preciosas.ara altar

Más adelante se recurrió a una “piedra de altar” o “ara”, cuadrada, que contenía la reliquia y que se incrustaba en el hueco de la parte superior de la tabla del altar: “La presencia de los huesos sagrados de un mártir encima del altar terminó por convertirse en universal y los cánones prescribirían a toda la Iglesia esta práctica piadosa” (De Gaiffier, B., “Réflexions sur les origines du culte des martyrs”, en La Maison-Dieu 52 (1957), p. 34); esto también ocurrió no sólo en el altar fijo, sino también en los altares móviles o portátiles, lo cual demuestra la importancia se concedió a la presencia de las reliquias en el altar y que se convirtió en praxis habitual hasta la reforma litúrgica del siglo XX.

Y “como no era posible de cuerpos de mártires para cada altar que se pretendiese dedicar, se ingeniaron dos soluciones: el uso de “reliquias representativas” como los sanctuaria o brandea, objetos (generalmente trozos de tela), que se habían puesto en contacto con el cuerpo del mártir o, al menos, con su tumba; o al fraccionamiento de los huesos de los Mártires, uso, este último, rechazado por Roma, pero que terminó por prevalecer” (Calabuig, I.M., “L’Ordo dedicationis ecclesiae et altaris’. Appunti di una lettura”, en Notitiae 13 (1977), p. 420-421).

Las reliquias fueron convirtiéndose en elementos en contacto con la tumba del mártir, o representativas, o fragmentos pequeñísimos del mártir. “Durante mucho tiempo se abstuvieron de distribuir huesos o fragmentos de los cuerpos de los mártires… vemos emplear a modo de reliquias, vestimentas puestas sobre la tumba, flores santificadas al contacto con las reliquias, el aceite del santuario; o incluso, y esto pasaba en Galia, se llevaban franjas del mantel del altar, cera, tierra, hasta trozos de madera arrancados de la puerta de la basílica” (Delehaye, Les origines du culte des martyrs, pp. 67-68)[1].

El fraccionamiento llegó a ser excesivo, con partículas pequeñísimas, a lo que hay que sumar las reliquias que sólo eran tejidos puestos en contacto con la tumba del mártir (o del santo): “Pero el fraccionamiento de los huesos de los Mártires hasta dimensiones microscópicos y la depositio de los fragmentos en ‘sepulcros’ minúsculos, a veces preparados en serie, para insertarlos en el momento debido en el altar por consagrar, debilitaron el significado originario del rito, y lo que era la antigua y expresiva depositio corporum sanctorum martyrum quedó una pálida imagen. El signo litúrgico se había destruido. Y en muchos casos casi se destruyó la verdad histórica” I.M., “L’Ordo dedicationis ecclesiae et altaris’. Appunti di una lettura”, en Notitiae 13 (1977), p. 421).

“El uso litúrgico de deponer bajo el altar las reliquias de los Mártires se difundió rápidamente en el Occidente cristiano y ha permanecido en vigor hasta nuestros días. Son conocidas las prescripciones del Código de Derecho canónico [de 1917] sobre la necesidad del “ara” para la celebración de la Eucaristía [cf. cn. 1197-1199]. En definitiva, tanto en Oriente como en Occidente el santo Sacrificio no se celebraba sin la presencia de los Mártires, testigos y discípulos del Crucificado” (Calabuig I.M., “L’Ordo dedicationis ecclesiae et altaris’. Appunti di una lettura”, en Notitiae 13 (1977), p. 420); esta práctica se ve claramente en las aras de los latinos, con sus sepulcros-relicarios, y en el antimension de los orientales, pieza de tela, con imágenes de la Pasión de Cristo y cosida la reliquia de un mártir, obligatoria para celebrar la Divina Liturgia.



[1] S. Agustín cita en De Civitate Dei varias de ellas: flores (XX, 8, 10), trajes (XX, 8, 17), aceite (XX, 8, 18).

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